¿Puede el capitalismo sobrevivir?
No, no creo que pueda.
Joseph Schumpeter
Tu
comunismo es un sueño.
Hizo una
pausa que propició que sus palabras calaran en las mentes de cada uno de los
presentes.
Y el
capitalismo también, remató. ¿Sabes lo que es un sueño? ¿Una utopía?
¿Lo saben ustedes?
De pronto,
la multitud se fijó en el fino cuero de los zapatos de Germán, en el coqueto
reloj de platino que vibraba en una de sus muñecas.
A ver, a
ver; si quiere polemizar, debe presentarse, caballero, dijo
Jaime, algo impactado por la blancura de la piel de Germán, por la ropa
reluciente, los zapatos caros, el bendito reloj ese que parecía hablar por sí
mismo. No era uno de sus típicos habitúes.
Adán, mintió
Germán. Adán Martín.
¿Va a
polemizar, señor Adán?
¿Qué es el
comunismo, Jaime?, retrucó el interrogado.
El
comunismo, camarada, es el sistema en el que los medios de producción son manejados
por el pueblo, dijo Jaime.
¿Qué hay de
las clases sociales?, dijo Germán.
No hay
clases en el comunismo. En su fase final, el Estado y las clases sociales
desaparecen, sentenció Jaime.
Y qué
hermoso sería vivir en una sociedad así, ¿verdad?, dijo
Germán.
¿Tan rápido
lo convencí?, pensó Jaime, complacido.
Sería
hermoso y será hermoso cuando se inicie la revolución que nos llevará a ese
estado, pontificó Jaime.
El único
obstáculo, déjame decirte, Jaime, para que ello suceda es que el comunismo no
ha tomado en cuenta el factor “ser humano”, dijo Germán.
¿A qué se
refiere, camarada?, dijo Jaime.
A lo que sí
consideró el maestro de toda tu teoría, el gran Aristóteles, cuando dijo que
las pasiones pervierten a los hombres.
Los
circunstantes se revolvieron en murmullos.
Así es,
señores, todo lo que el hombre imagina puede ser perfecto en tanto permanezca
como un ideal. Los imperfectos, los codiciosos, los ociosos, los tramposos,
somos nosotros. Entonces…
La pausa
necesaria para mantener enganchado al auditorio.
…¿cómo
podemos pretender que el comunismo y el capitalismo sean reales?
A ver, camarada, intervino
Jaime.
No, no,
Jaime, primero déjame exponer y luego me refutas, ¿está bien? Mira que estoy en
tu terreno. Soy visitante y el visitante merece la oportunidad de hablar
primero, dijo Germán con tal seriedad que los seguidores de Jaime enmudecieron
respetuosamente. El tipo había mencionado a Aristóteles. Algo debía de saber. Parece
que no es cualquier huevón, pensó alguno.
Pondré un
ejemplo que nos es familiar a todos aquí, continuó Germán. Todos
hemos ido a la escuela, ¿cierto?
El público
asintió. Jaime escuchaba con la mano en el mentón; la mirada achinada, clavada
en el suelo.
Bien. El ideal de escuela es un profesor y
sus alumnos. Lo que se espera de la interacción de profesores y estudiantes es
la educación, la superación y cultura de los alumnos. ¿O estoy equivocado?
Ve al
punto, huevón, gritó un cholo. Jaime pidió calma: Sin insultar.
El punto, retomó
Germán, señalando al cholo que se le quería sublevar, está en que el ideal
de la escuela es que todos los alumnos sepan los mismos temas al mismo nivel.
Pero, les pregunto, ¿pasa eso?
Los
murmullos eran rebasados por uno que otro Cristo ya viene, carajo,
arrepiéntanse, mierdas que venía de los otros grupos.
No ocurre
nada de eso, señores. Pasa que siempre existirán, y a ustedes les constará, el
flojo, el astuto, el inteligente, el vago, y así. ¿Aprenden todos al final del
curso? Por supuesto que no. Unos habrán aprendido más que otros; y otros, nada.
¿Por qué pasa eso? Porque el ser humano es libre y diferente por naturaleza.
Habrá siempre gente responsable y gente que no. A algunos les agradará el
sistema y a otros no; algunos se acomodarán al sistema y otros tratarán de
petardearlo. Entonces, Jaimito, dijo German con cierto retintín de burla,
¿cómo pretendes que exista tu sistema comunista? ¿Crees que todos los seres
humanos quieren vivir en comunión? ¿Cómo vas a hacer para que la naturaleza
humana, que ha sido siempre egoísta e indomable, cambie para convertirse en
mansa y santa criatura que comparte todo lo que tiene con sus pares?
Oiga, usted
no está mencionando ningún pensamiento filosófico. Usted está hablando desde
sus experiencias, y las experiencias no son admisibles en el debate filosófico, protestó
Jaime.
Los
presentes empezaron a pifiar la participación de Germán. Este los miró con una
seriedad asesina. Dio una vuelta sobre su eje para clavarle los ojos a cada uno
de los pobretones que chiflaba como mono. Las clavadas surtieron efecto. El
silencio se había restaurado.
Me
sorprende, Jaimito, que no reconozcas al filósofo que ha dicho todo lo que
estoy diciéndoles ahora. Les presento a Baruch Spinoza. Él dijo esto, allá por
el siglo diecisiete, para los que quieran investigar: “Las pasiones rigen al
hombre por encima de su intelecto”. Por eso, él ya decía desde esos tiempos que
el hombre debe ser gobernado lo menos posible y ser dominado también por la
menor cantidad de gente posible. De lo contrario, siempre tendrás descontentos.
Te repito: ¿Cómo pretendes que todos sean comunistas?
Jaime dio
unos pasos alrededor de su sitio y dijo: Pero ¿acaso el capitalismo es la
respuesta?
El
capitalismo, como tal, tampoco existe, dijo Germán. El capitalismo se basa en el “dejar
hacer” de Adam Smith. Cada individuo en la sociedad crece según sus propios
intereses egoístas. Y a través de ese “egoísmo”, “apoya” a sus semejantes sin
que tenga que venderse como un mesías o un monje caritativo.
¡Qué
explique esa huevada!, prorrumpió un cholo.
Un tipo
quiere tirarse a una puta -ojo, en un estado comunista, según los propios
comunistas, no habrá putas ni trago ni homosexuales; están advertidos-. Decía
que un tipo quiere estar con una puta. ¿Qué hace? En la consecución de su deseo
egoísta, le comprará condones al dueño de una farmacia, contratará los
servicios de un taxista que lo lleve a un hotel, le pagará al dueño de ese
hotel por una buena habitación, y así. La cadena económica y el bienestar
colectivo se mueven a partir de un solo impulso egoísta. Y nadie le ha dicho a
ese individuo que tiene que hacerse cargo de los “medios de producción” ni que
tiene que compartir su plata con el prójimo ni ninguna de esas tonterías. Todo el
proceso ha sido libre. Ese es el capitalismo ideal, pero…
Una pausa,
que era evaluada atentamente por el auditorio, allanó el terreno para el
colofón del contrincante de Jaime.
…ese
capitalismo ideal también se trastorna por la avaricia del ser humano, por su
natural codicia, por su natural ser, porque, y otra vez menciono a Spinoza, la
naturaleza del hombre es imposible de ser cambiada; el hombre es un animal que
ama la libertad y el riesgo. Entonces, otra vez, Jaime, ¿cómo puede tener
acogida el comunismo en una sociedad compuesta por seres humanos? ¿Habrá
escuadrones de la muerte que se encarguen de eliminar a todo aquel que
simplemente no quiera ser parte de tu sistema?
Jaime,
aludido, abrió la boca para intervenir.
Ya termino, lo calló
Germán con un dedo levantado. Para no quedarme en Spinoza. Te doy a otro
pensador: John Stuart Mill.
Germán le
echó una mirada a su alrededor. Los cholos habían enmudecido. Aristóteles,
Spinoza y, ahora, Stuart Mill. No, este blanquito sí que sabe de lo que
habla.
“El valor
de un Estado es el valor de los individuos que lo componen”. Y un mundo lleno
de egoístas jamás llegará a ser comunista.
¿Y,
entonces, qué propone usted?, dijo Jaime.
Propongo
que se ponga a trabajar, señor Jaime. Si usted quiere dejar de envidiarle sus
cosas al resto, trabaje, ahorre, y disfrute de la vida, dijo
Germán, y los cholos acribillaron el aire con chiflidos.
Propongo,
también, continuo Germán, levantando algo más la voz, sin prestar oídos a los
silbidos de los circunstantes levantiscos, que el ser humano siga buscándose en
función de sus egoísmos. En el Perú, no existe el capitalismo ideal, pero lo
que se vive es lo más cercano a la libertad que el ser humano, que el peruanito
de a pie, puede conseguir.
Los
abucheos se habían extinguido.
En
conclusión, los sistemas capitalistas y comunistas son buenos en teoría. Preguntarnos
qué sistema es bueno es inútil. Ambos sistemas son buenos. La diferencia es que
para que se consiga el comunismo, el ser humano tiene que ser un tipo
angelical, puro, sin ambiciones, sin deseos propios. Una abeja no podría ser
comunista porque hasta ellas tienen rangos y jerarquías que dominan al común.
En cambio, el capitalismo puede funcionar con el ser humano tal cual es. Solo
haría falta que le baje a sus codicias para que no se vuelva mercantilista o un
explotador de mierda. Por lo demás, ese capitalismo, aunque imperfecto, es el
sistema que más libertad le brinda al hombre. Germán se abrió el saco y
extrajo un fajo de billetes de uno de sus bolsillos. Y, para terminar, mi
prueba final, anunció.
Oiga, pero
yo no le he rebatido aún. Falta que le dé mi contraargumento; la antítesis de
su tesis, reclamó Jaime.
Guarda tu
plata, oye, pituquito, dijeron unos cuantos cholos.
No he
terminado, Jaime. Cuando termine, quiero que rebatas a los mismos hechos, a lo
que va a pasar delante de tus narices; ya no a todo lo que te he dicho, porque,
bueno, estoy seguro de que te ha parecido una buena mierda capitalista de la
ultraderecha, dijo Germán.
Los
billetes del fajo fueron desmenuzados lentamente y contados en voz alta.
Mil dólares
que provienen, no del capitalismo, sino del mercantilismo más feroz. Un
mercantilismo cuyo concepto usted y sus seguidores odian parejo, pero cuyos
productos estoy seguro de que adoran. A las pruebas nos remitiremos, concluyó
Germán, y fue distribuyendo los diez billetes de cien dólares sobre cada una de
las fotocopias que Jaime vendía para subsistir.
A partir de
este momento, cada uno de esos billetes ha dejado de pertenecerme. Pero siguen
siendo producto del mercantilismo. Te vas a dar cuenta, Jaime, de si, a pesar
de saber eso, tus seguidores se apropian de ellos. Los hechos dirán si todos
ustedes son consecuentes con lo que hablan o, mejor dicho, con lo que escuchan
repetir una y otra vez sin haber analizado una sílaba, dijo
Germán. Bueno, me retiro. Yo ya sé cuál será el resultado de este
experimento. Y lo sé porque el Homo Sapiens no ha cambiado un gramo durante los
doscientos mil años que lleva peregrinando en este mundo. Y no cambiará. No
cambiará así el mundo se vuelva comunista o capitalista. El hombre siempre
querrá su propia libertad.
Con prisa,
perforó el círculo que lo rodeaba y desapareció. Pocos lo vieron salir, la
mayoría tenía la vista clavada en el billete de cien dólares que le quedaba más
cerca.
Bien,
camaradas, olvidemos a ese loquito y pasemos a nuestros asuntos, dijo
Jaime. Enseguida, luego de haber dado un par de pasos, se acuclilló ante el
billete que tenía ante sí. Lo tomó y lo guardó en su bolsillo.
Cien
dólares, para cada uno de esos cholos y negros pobres, era un mes de comida,
era la deuda de dos meses del agua, la luz y el gas, era un respiro en medio de
tanta sequía.
Doscientos dólares
significaban un mes de cerveza y baile; un mes de terapia callejera al son de
los boleros maroqueros, con caricias últimas a cargo de una exquisita
venezolana normalmente descartada por la acostumbrada anemia de monedas de un
pantalón viejo y polvoriento.
Trescientos
dólares. Todos los deseos que podían satisfacerse con esa riquísima cantidad de
billetes verdes nunca vistos así, tan de cerca, tan verdes, tan gringos, tan
capitalismo Nike, Apple, carro de futbolista que se pudre en plata, juerga de
narcos en un yate con mujeres desnudas y harta coca volando al viento y a las
ñatas.
Cuatrocientos, quinientos, seiscientos dólares
que podrían pagar meses de víveres en la casa de esteras, ollas de choclos,
galones de leche, comprando como rico en Tottus, dejando de hacer caldos de
huesos y patas de pollo para por fin conocer el sabor de un buen pedazo de
lomo.
Setecientos,
ochocientos cocos que servirían para reemplazar el silo por un wáter y cagar
como lo hacen los capitalistas cuyas gollerías admiramos en secreto, pero
detestamos en público, en plazas, en calles rumbo al congreso o a palacio para
tomarlo en nombre de no sabemos qué.
Novecientos,
mil dólares que el pendejo de Jaime se acaba de embolsicar en nombre de la
decencia del comunismo y en contra de la porquería del capitalismo, sí,
camaradas, porquería por su acepción de puerco. Los capitalistas son eso;
puercos malditos que adoran al dinero en desmedro de la colectividad que es la
verdadera mano de obra que produce las riquezas que ellos se tiran en fiestas,
en lujos, en derroches, en drogas. El capitalismo es droga, camaradas, dice
Jaime, asegurando los billetes en su bolsillo, metiéndolos bien al fondo,
recogiendo sus folletos de mierda, ya me voy yendo, camaradas, nos estamos
viendo mañana, apurado por largarse, por gastar esos cocos que son del
pueblo, carajo, agárrenlo, ahí metió los billetes, en ese bolsillo, chápenlo
que se escapa.
Decenas de
manos que cogieron a Jaimito y lo envolvieron en una vorágine de sacudidas y
jaloneadas; manos que se hicieron de los billetes mercantilistas y huyeron en
pos de la consecución de sus tan postergados anhelos.
Jaime quedó
inconsciente sobre el asfalto. Alrededor de él, sus panfletos formaban una especie
de críptica corona mortuoria. El título de uno de ellos anunciaba: El
capitalismo ha muerto.