Mientras Antonio se la metía, Sayuri, en lugar de
disfrutar del acto, estaba aterrorizada porque los pudiesen violentar. El auto
lo habían parqueado en las inmediaciones de una granja porcina, un lugar que,
se contaba, lo merodeaba el Destripador de Puebla, además de otros tantos
borrachines y rateros de poca monta, aunque de cuchillos largos e infectados
con diversas enfermedades.
El auto (en cuyo interior se realizaba la cópula) se
movía al ritmo de las embestidas salvajes de Antonio, hombre blanco, de pelo en
pecho y brazos velludos como de fornido orangután.
En otras circunstancias, Sayuri hubiera disfrutado de
que gente anónima la espiase durante el sexo. Esto la excitaba sobremanera,
porque era de sus más caras fantasías. Sin embargo, en ese lúgubre y oscuro
paraje, el Destripador podía andar muy cerca.
***
Esa mañana, Sayuri tomó una ducha reconfortante.
Desnuda, se paseó por el comedor y, así, con el peluche al aire, se preparó un
café y le dio una mordida a uno de los croissants que había sobre la mesa.
Encendió el televisor. El relator del noticiero daba cuenta de la última hazaña
del Destripador de Puebla: dos hombres muertos con los huevos rebanados en las
cercanías del complejo de crianza de porcinos “El Chancho Loco”. Sayuri,
asqueada con la noticia, cambió de canal.
Al poco rato, le sonó el teléfono. Era Antonio. Vamos
a ver que cene Pancho, cielito, le dijo. Sayuri, devoradora de hombres y
fanática de la chala de Antonio, pegó un brinco de felicidad. Sabía que eso
significaba una gran noche de sexo duro. Unas gotas de su café cayeron al
suelo.
***
Antonio era un aburrido en ese aspecto. A él le
gustaba tirar sin que un tercero estuviese metiendo sus narices. Todo lo
contrario de su riquísima Sayuri. Así que cuando estuvieron estacionados en el
Parque de Los Lamentos, Antonio, serio, le propuso a Sayuri mudarse a otro
lado: Hay muchos mirones por aquí. Mejor, vámonos. No se me está poniendo
dura.
Sayuri estaba encantada con la gente que se asomaba a
ver qué pasaba en ese auto que se movía como mano de pajero. No daría su brazo
a torcer tan fácilmente.
¿No se te pone dura?, le dijo a Antonio. Déjame, te la voy a chupar como nunca te la han
chupado en tu puta vida. Y desapareció el miembro de Antonio en esa boca de
labios protuberantes y anhelantes de líquido preseminal.
***
La chupada fue la mejor que Sayuri hubo dado nunca,
pero no fue suficiente para que a Antonio se le parara la verga. Así que, muy
para el pesar de Sayuri, Antonio condujo el auto hacia un lugar desolado.
***
¿Dónde estamos?,
dijo Sayuri.
Aquí, cerca del rancho “El Chancho Loco”, contestó Antonio, apagando el auto.
Sayuri recordó la noticia del Depredador de Puebla y
los cuerpos mutilados hallados en ese mismo lugar; las puntas de los pezones se
le desinflaron.
***
¡Me vengo, me vengo!, rugió Antonio. Sayuri estaba lista para recibir toda la leche de su
acompañante, aunque no con el placer debido; sus cinco sentidos estaban atentos
a cualquier ruido en las afueras de ese BMW negro.
¡Uaaauuuu!,
exclamó Antonio, ¡qué rico, carajo! Sus quince centímetros habían gozado
como nunca dentro de la cálida y jugosa papaya de Sayuri. Antonio sintió que
había botado más leche de la acostumbrada.
***
Voy a miarbolito, cielo, ya no aguanto. Orino de
volada y nos vamos de este lugar,
dijo Antonio. Sayuri, ya vestida, seguía temerosa del Destripador. Quería
largarse de ahí cuanto antes.
***
Mientras
Antonio desahogaba la vejiga (era un gran meón), con el pantalón y el
calzoncillo totalmente chorreados, sintió que un dedo se le incrustaba en el
culo. Creyó que el dedo era de Sayuri, ya que, cuando solían estar borrachitos,
él suplicaba que le metiesen el dedito.
Cielo, ahorita no, ya tenemos que irnos, tengo que
devolver el carro a mi papá, dijo
Antonio.
El dedo entró con más fuerza.
¡Cielo!
Al darse vuelta, se encontró con el Destripador de
Puebla que tenía en una mano la cabeza de Sayuri.
Antonio cayó de espaldas. El Destripador procedió a
picarlo en trocitos.
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