José Martínez tenía cuarenta años y todavía no sabía
lo que era una mujer; o sea, nunca había probado una concha. Se había pajeado
muchas veces en el baño, en su dormitorio y en el cuarto de sus padres (porque,
sí, aún vivía con sus dignos y ancianos padres) pensando en las tantas chicas
que había conocido y, por supuesto, le habían gustado, pero a las que jamás
pudo abordar para los fines sexuales que perseguía.
***
Durante un tiempo, Jorge se dedicó a grabar potos
femeninos blancos en el Metropolitano. Estos vídeos los subía a una cuenta que
se creó en la página pornográfica Tres Equis Vídeos. Sus filmaciones tuvieron
gran acogida entre el público morboso que frecuentaba dicha página. Sin
embargo, renunció a continuar con la grabación de las partes nobles de las
incautas pasajeras del Metropolitano porque estuvo a punto de ser descubierto
por la policía. Afortunadamente para Jorge, los vídeos que llegó a colgar le
dejaron unas ganancias nada desdeñables.
Con el dinerito recaudado, acudió a una sexshop en el Jirón
de la Unión, un lugar en el que, según el discreto anuncio que ostentaba en las
afueras, se le prometía el alargamiento y engrosamiento del miembro.
***
Su pene me da risa, señor; nunca vi uno tan…
micróscopico, dijo el vendedor
de la sexshop, sin contener la risa.
Por favor, tengo un buen dinero, haga lo posible para
alargarme la pieza. Esta mierdita que tengo aquí me ha truncado todas las
posibilidades de sexo que he tenido a mis cuarenta años, dijo Jorge. Necesito de su ayuda. No se ría, por
favor.
¿Cuánto tiene?
¿Tres mil soles estarán bien?, dijo Jorge.
Veré qué puedo hacer, estimado, dijo el vendedor.
***
Cierta noche, Jorge se citó con María, una amiga de
los tiempos del colegio; rubia, bien despachada y totalmente amena. María
sentía cosas por Jorge, pero este jamás pudo concretar sus avances. Ahora, en
esa mesa del bar Queirolo, el asunto pintaba distinto, pues Jorge tenía ya
entre las piernas una pinga de proporciones elefantiásicas. Esto le reforzó el carácter
y la seguridad personales como nunca en su vida. Estaba decidido a inaugurar su
flamante miembro dentro del cuerpo del amor platónico de su adolescencia: María.
***
Siempre me gustaste, Jorgito. No entendía muy bien por
qué te alejabas de mí, le dijo María
luego del primer beso. En el trabajo, a María la conocían como La Caballota.
Era muy tímido,
se excusó Jorge, y se pegó a ella de tal manera que le hizo sentir el bultazo.
María, que tenía un recorrido sexual no menor,
entendió la indirecta y se imaginó, con deleite y gozo, el tipo de criatura que
se escondía en esos pantalones caqui.
***
El dinero se le había ido en el costo de la cena y los
tragos de El Queirolo. Plata para el hotel, ya no había. Y eso era lo que
necesitaba Jorge en esos precisos momentos: un hotel, un lugar donde estrenar
su nueva y mejorada bestia.
¿Por qué no nos vamos a otro lugar?, dijo María, tras morderle los labios con
delectación, dejándole hilos de saliva que él tragaba como si se tratase del más
delicioso de los néctares.
Decidió ser completamente honesto: Me he quedado
sin plata, María. ¿Puedes ponerte el telo, por favor?, se atrevió a
proponerle.
María, que también era conocida como la Chuchumeca
Incorregible, aceptó de sumo buen grado. Se moría por ver, sin que interfiriese
ningún pedazo de tela, la criatura que palpitaba detrás del pantalón caqui de
Jorge.
***
¡Aaaaajjj! ¡Qué es esto!, gritó María, luego de haberle propinado a Jorge uno
de los mejores sentones de su repertorio amatorio. Las ancas de esa mujer eran
capaces de romper una sandía de cinco kilos con una buena y contundente
sentada.
Jorge no podía responder; aullaba de dolor. La gampi
se le había reventado y todo el aceite de avión con el que se la habían inflado
se desparramaba por las sábanas percudidas de ese hotel de veinte soles en la
avenida Uruguay.
María miró con asco el desastre que circundaba al buen
Jorge, que no paraba de gritar por el tormento de la pinga destruida. Ella, como
pudo, se limpió el aceite de avión que le salpicó las nalgas con una de las
almohadas de la cama. Se vistió de prisa y desapareció.
Nadie en el hotel oyó los gritos de Jorge que, poco a
poco, iban menguando. Todos estaban ocupados tirando como locos.
Jorge, derrotado, sin nepe (antes, al menos tenía algo
microscópico), cogió una de las glándulas que se le habían destejido del
sistema urinario y, efectuando un nudo gordiano alrededor de su cuello, se
ahorcó. Antes de exhalar el último suspiro, pensó: Ya está, me voy a la
mierda.
La caída de Daniel gutierrez hijar , eso te paso con el transformer de escandon
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