Cuando dos que se quieren
se ven solitos,
se hacen unos cariños
muy rebonitos
Antigua copla limeña
Ella estaba
calatita. Esta vez, ya no lo esperaba con el camisón acostumbrado. Cuando la
viera, se chorrearía en sus brazos. Estaba segurísima de ello.
Me gusta
verte peludita ahí abajo, le había dicho en muchas ocasiones. Me encantaría
verte esta cosita tan hermosa cada que venga a visitarte; quiero que sea lo
primero que te vea.
Así va a
ser, amor mío, pensó Violante de Rivera, hermosa limeña e hija de
uno de los primeros vecinos de Lima, el legendario Nicolás de Rivera el Mozo,
quien hacia más de sesenta años había dejado de ser el joven e impetuoso
heredero de don Nicolás de Rivera el Viejo.
Violante le
había tendido a su amante, que aguardaba impaciente al pie de su balcón,
protegido por las nigérrimas sombras de la medianoche de esa Lima de 1587, una
especie de soga elaborada con las más resistentes de sus sábanas, anudadas unas
a continuación de las otras. El galán había empezado a trepar por las sábanas con
la agilidad de una rata despensera.
***
El tipo se
llamaba Rui Díaz de Santillana y no era cualquier don nadie; era, nada más y
nada menos, capitán del regimiento de escopeteros del virreinato peruano.
Además, era íntimo amigo del hermano de Violante, don Sebastián de Rivera,
oficial de la guardia del séptimo virrey del Perú, don Fernando de Torre y
Portugal.
Desde hacía
unos días, Rui había empezado a convulsionar y a toser sangre. Cada espasmo iba
acompañado de unos fuertes mareos que ya lo habían llevado al suelo en un par
de ocasiones.
Sin
embargo, esa madrugada, ante la fascinación de saberse prontamente envuelto entre
las desnudas piernas de su mujer, las dolencias se le desaparecieron.
Ya te falta
poco, amor, le susurró Violante desde la ventana, ayudando a
tensar esa soga hecha de sus más férreas sábanas. Despacio, despacio,
cariño. Ya te falta poco.
Cuando Rui
llegó a la ventana, encajó una pierna por encima del alféizar, luego medio
cuerpo por la abertura y, un segundo después, estuvo ya a salvo en la
habitación de su adorada y prohibida hembra. Lo primero que hizo fue abrazar a
Violante. Ella sintió el cuerpo de su clandestino amante contorsionándose
contra su pecho, y esa tos bronca que amenazaba con romper el pacto de silencio
en esa habitación ricamente amoblada.
Cariño,
¿estás bien?, susurró Violante, preocupada, apartando la cara del
pecho de Rui para procurar adivinarle el rostro; la luminosidad de la luna no
podía vencer la gruesa capa negra de una Lima que se recogía desde las nueve de
la noche.
Si las
bombillas eléctricas se hubiesen inventado un tiempo antes y no doscientos
noventa y dos años después, Violante hubiera podido ver el rostro deformado de
su amado por un feroz ataque de tos. Ella solo pudo sentir que una espesa
frazada líquida le cubría el rostro, y que Rui caí al suelo tratando de
agarrarse de su piel, su abdomen, sus piernas, hasta ser recibido
inexorablemente por el piso de madera. En la mano derecha, Rui estrujaba, como
último reflejo, el pañuelo con el que había tratado de contener la hemorragia.
***
Sebastián,
Sebastián, llamó Violante en unos susurros tan atronadores que
lograron despertar al hermano dormido.
¿Qué pasó?, dijo
Sebastián, empiyamado, sosteniendo una lámpara. El círculo de luz revelaba las
facciones apuestas, aunque medio somnolientas, del oficial de guardia. ¿Para
qué me has despertado? Sabes que dentro de poco tengo que estar en Palacio bien
temprano, dijo medio malhumorado.
Ayúdame,
hermanito, dijo Violante con una urgencia que Sebastián, tipo
listo y sagaz, encontró, además, por supuesto de preocupante, sospechosa. Aguzó
la vista y se fijó mejor en el semblante de su hermana. ¿Qué es esto?,
dijo, extendiendo la mano hacia el cuello de Violante. ¿Esto es sangre?,
preguntó, luego de oler la sustancia viscosa que se había adherido a sus dedos.
Hay un
muerto en mi cuarto. Ayúdame, hermano, ayúdame, te lo imploro, rogó
Violante a los pies del oficial.
***
La
Concepción era un convento todavía en construcción. Se ubicaba a una corta
cuadra del palacete de los de Rivera. Hasta allí, hasta el flanco donde se
erguía, medio tímida y contrahecha, la puerta de servicio de los albañiles de
la obra, llegó Sebastián con el cuerpo inerte de Rui envuelto en un viejo saco
de lona. Lo tiró al pie de la puerta y le encajó una patada en donde supuso
estaba el vientre del muerto. ¡Conchatumadre!, exclamó quedamente, pero
con profunda indignación. Luego de esto, huyó sin dejar rastro.
***
El viejo
Nicolás de Rivera el Mozo se introducía en su regia habitación a las cuatro de
la tarde. ¿Qué haría metido ahí hasta las seis de la mañana del día siguiente?
Nadie lo sabía. Ciertamente, ya no era el combativo y brioso joven que fundó
Lima el 18 de enero de 1535 junto a su corajudo padre Nicolás de Rivera el
Viejo y al no menos aventurero Francisco Pizarro.
Nada
parecía perturbar el sueño del viejo, quien dormía en la planta baja de la
casa. Sebastián, luego de arrimarles el muerto a los concepcionistas, trepó
hacia el cuarto de su hermana asiéndose de las mismas sábanas por las que
escaló el difunto Rui.
Enseguida,
los hermanos, alumbrados por la serena llama de la lámpara de Sebastián,
eliminaron toda la sangre que llegó a escaparse del cuerpo del escopetero.
***
Hasta aquí
mi ayuda, dijo Sebastián, serio, atajando a su hermana, quien ya se disponía a
ir al cuarto de baño para meterse en la tina y eliminar cualquier rastro
sanguíneo de su difunto amante. Ahora me vas a escuchar bien, puta de mierda.
Esta ofensa fue como un puñal en el corazón para Violante. Los ojos, todavía
llorosos por la pérdida súbita del gran amor, se le agrandaron y estuvieron a
punto de reventar en un grito desolado. El huevón ese, aprovechándose de mi
amistad, te sedujo sabrá Dios con qué artes. Y tú, faltándole el respeto a la
casa de papá, lo metiste aquí para chuparle la pinga sin haberse entregado ambos
primero a Dios. Sebastián se refrenaba. Las manos le temblaban; ellas
hubieran querido estrecharse sobre el delgado cuello de la mujer. Dentro de
unas horas, ni bien amanezca, irás donde papá y le dirás que te vas a meter de
monja, monja de clausura. Es la única forma que hallo para que laves tu honra y
la de esta familia.
Violante le
sostenía la mirada al hermano, pero no porque se mostrase desafiante, sino
porque este la obligaba a mirarlo a los ojos tomándola del cuello y fijando su
cabeza de modo que el diálogo le quedase bien clarito.
Es eso o
que yo te mate en este mismo cuarto donde le echaste mierda al apellido de
Rivera en, sabrá Dios, cuántas ocasiones. ¿Qué decides?
***
Le
agradezco muchísimo el favor con que honra a mi familia, Su Majestad, dijo el anciano
Nicolás de Rivera el Mozo. El conde de Villardompardo, don Fernando de Torre y
Portugal, séptimo virrey del Perú, se había ofrecido voluntariamente como
padrino de hábito en la ceremonia de ingreso de Violante como novicia de
clausura en el convento de la Encarnación.
El honor es
todo mío, caballero. Acompañarle a usted y apadrinar a su devota hija son
apenas pequeños intentos por cubrir la enorme deuda que los habitantes de esta
ciudad tenemos para con usted por haberla fundado con tan excelso valor, dijo el
virrey.
Violante,
prácticamente escondida en el hábito, recibió la bendición del arzobispo de
Lima, ante los rezos laudatorios de los circunstantes.
***
¿Está
muerta?, dijo Rosario, monjita de treinta años.
Creo que sí, dijo
Inés, otra monjita, pero de veinticinco años.
¿Le late el
corazón?, dijo Rosario.
Inés pegó
la oreja al pecho de Violante, quien había llegado a ser conocida en el
convento de La Encarnación como La Monja de la Llave, en vista de que nunca se
la veía sin esa llavecita de plata que le colgaba del cuello y a la que solía
apretar fuertemente cuando se entregaba a las rigurosas rogativas habituales. Sí,
está muerta, confirmó Inés.
¡Qué pena! Tan
joven, tan triste y tan… muerta, concluyó Rosario.
Quítale la
llave, ordenó Inés, una de las monjas más chismosas del convento de la
Encarnación.
¿Yo?
¿Quítasela tú?, rehuyó Rosario, quien no le hacías ascos a la
generación y difusión de los más extravagantes embolismos que tenían como
protagonistas a sus compañeras y a las madres superioras. Nadie se escapaba de
las lenguas pitofleras de Rosario e Inés. Violante fue una de sus víctimas. Su
mutismo, su tristeza, el aferrarse siempre a esa bendita llavecita de plata,
fueron combustibles para la elaboración maliciosa de miles de teorías en las
cabezas y bocas de esas dos monjitas.
Inés, mujer
intrépida, removió la cadenita del cuello de Violante y, con la llave en su
poder, fue directamente al cofrecito que tantas veces la fallecida cuidó y
veneró en el pequeño santuario que había formado sobre una mesa larga que tenía
pegada a una de las paredes de su celda.
Rosario no
quiso perderse de la revelación que les ofrecería el cofre cuando la llave le
fuera insertada y meneada en el agujero.
Había allí cientos de cartas de amor y un pañuelo de batista
completamente ensangrentado. Unas iniciales doradas daban cuenta del nombre del
propietario: R. D.
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