viernes, 28 de marzo de 2025

CUENTO PERUANO "ANARKO PALMA" de Daniel Gutiérrez Híjar - Esa llave (Cuento inspirado en "La monja de la llave")

 


Cuando dos que se quieren

se ven solitos,

se hacen unos cariños

muy rebonitos

Antigua copla limeña

 

Ella estaba calatita. Esta vez, ya no lo esperaba con el camisón acostumbrado. Cuando la viera, se chorrearía en sus brazos. Estaba segurísima de ello.

Me gusta verte peludita ahí abajo, le había dicho en muchas ocasiones. Me encantaría verte esta cosita tan hermosa cada que venga a visitarte; quiero que sea lo primero que te vea.

Así va a ser, amor mío, pensó Violante de Rivera, hermosa limeña e hija de uno de los primeros vecinos de Lima, el legendario Nicolás de Rivera el Mozo, quien hacia más de sesenta años había dejado de ser el joven e impetuoso heredero de don Nicolás de Rivera el Viejo.

Violante le había tendido a su amante, que aguardaba impaciente al pie de su balcón, protegido por las nigérrimas sombras de la medianoche de esa Lima de 1587, una especie de soga elaborada con las más resistentes de sus sábanas, anudadas unas a continuación de las otras. El galán había empezado a trepar por las sábanas con la agilidad de una rata despensera.

***

El tipo se llamaba Rui Díaz de Santillana y no era cualquier don nadie; era, nada más y nada menos, capitán del regimiento de escopeteros del virreinato peruano. Además, era íntimo amigo del hermano de Violante, don Sebastián de Rivera, oficial de la guardia del séptimo virrey del Perú, don Fernando de Torre y Portugal.

Desde hacía unos días, Rui había empezado a convulsionar y a toser sangre. Cada espasmo iba acompañado de unos fuertes mareos que ya lo habían llevado al suelo en un par de ocasiones.

Sin embargo, esa madrugada, ante la fascinación de saberse prontamente envuelto entre las desnudas piernas de su mujer, las dolencias se le desaparecieron.

Ya te falta poco, amor, le susurró Violante desde la ventana, ayudando a tensar esa soga hecha de sus más férreas sábanas. Despacio, despacio, cariño. Ya te falta poco.

Cuando Rui llegó a la ventana, encajó una pierna por encima del alféizar, luego medio cuerpo por la abertura y, un segundo después, estuvo ya a salvo en la habitación de su adorada y prohibida hembra. Lo primero que hizo fue abrazar a Violante. Ella sintió el cuerpo de su clandestino amante contorsionándose contra su pecho, y esa tos bronca que amenazaba con romper el pacto de silencio en esa habitación ricamente amoblada.

Cariño, ¿estás bien?, susurró Violante, preocupada, apartando la cara del pecho de Rui para procurar adivinarle el rostro; la luminosidad de la luna no podía vencer la gruesa capa negra de una Lima que se recogía desde las nueve de la noche.

Si las bombillas eléctricas se hubiesen inventado un tiempo antes y no doscientos noventa y dos años después, Violante hubiera podido ver el rostro deformado de su amado por un feroz ataque de tos. Ella solo pudo sentir que una espesa frazada líquida le cubría el rostro, y que Rui caí al suelo tratando de agarrarse de su piel, su abdomen, sus piernas, hasta ser recibido inexorablemente por el piso de madera. En la mano derecha, Rui estrujaba, como último reflejo, el pañuelo con el que había tratado de contener la hemorragia.

***

Sebastián, Sebastián, llamó Violante en unos susurros tan atronadores que lograron despertar al hermano dormido.

¿Qué pasó?, dijo Sebastián, empiyamado, sosteniendo una lámpara. El círculo de luz revelaba las facciones apuestas, aunque medio somnolientas, del oficial de guardia. ¿Para qué me has despertado? Sabes que dentro de poco tengo que estar en Palacio bien temprano, dijo medio malhumorado.

Ayúdame, hermanito, dijo Violante con una urgencia que Sebastián, tipo listo y sagaz, encontró, además, por supuesto de preocupante, sospechosa. Aguzó la vista y se fijó mejor en el semblante de su hermana. ¿Qué es esto?, dijo, extendiendo la mano hacia el cuello de Violante. ¿Esto es sangre?, preguntó, luego de oler la sustancia viscosa que se había adherido a sus dedos.

Hay un muerto en mi cuarto. Ayúdame, hermano, ayúdame, te lo imploro, rogó Violante a los pies del oficial.

***

La Concepción era un convento todavía en construcción. Se ubicaba a una corta cuadra del palacete de los de Rivera. Hasta allí, hasta el flanco donde se erguía, medio tímida y contrahecha, la puerta de servicio de los albañiles de la obra, llegó Sebastián con el cuerpo inerte de Rui envuelto en un viejo saco de lona. Lo tiró al pie de la puerta y le encajó una patada en donde supuso estaba el vientre del muerto. ¡Conchatumadre!, exclamó quedamente, pero con profunda indignación. Luego de esto, huyó sin dejar rastro.

***

El viejo Nicolás de Rivera el Mozo se introducía en su regia habitación a las cuatro de la tarde. ¿Qué haría metido ahí hasta las seis de la mañana del día siguiente? Nadie lo sabía. Ciertamente, ya no era el combativo y brioso joven que fundó Lima el 18 de enero de 1535 junto a su corajudo padre Nicolás de Rivera el Viejo y al no menos aventurero Francisco Pizarro.  

Nada parecía perturbar el sueño del viejo, quien dormía en la planta baja de la casa. Sebastián, luego de arrimarles el muerto a los concepcionistas, trepó hacia el cuarto de su hermana asiéndose de las mismas sábanas por las que escaló el difunto Rui.

Enseguida, los hermanos, alumbrados por la serena llama de la lámpara de Sebastián, eliminaron toda la sangre que llegó a escaparse del cuerpo del escopetero. 

***

Hasta aquí mi ayuda, dijo Sebastián, serio, atajando a su hermana, quien ya se disponía a ir al cuarto de baño para meterse en la tina y eliminar cualquier rastro sanguíneo de su difunto amante. Ahora me vas a escuchar bien, puta de mierda. Esta ofensa fue como un puñal en el corazón para Violante. Los ojos, todavía llorosos por la pérdida súbita del gran amor, se le agrandaron y estuvieron a punto de reventar en un grito desolado. El huevón ese, aprovechándose de mi amistad, te sedujo sabrá Dios con qué artes. Y tú, faltándole el respeto a la casa de papá, lo metiste aquí para chuparle la pinga sin haberse entregado ambos primero a Dios. Sebastián se refrenaba. Las manos le temblaban; ellas hubieran querido estrecharse sobre el delgado cuello de la mujer. Dentro de unas horas, ni bien amanezca, irás donde papá y le dirás que te vas a meter de monja, monja de clausura. Es la única forma que hallo para que laves tu honra y la de esta familia.

Violante le sostenía la mirada al hermano, pero no porque se mostrase desafiante, sino porque este la obligaba a mirarlo a los ojos tomándola del cuello y fijando su cabeza de modo que el diálogo le quedase bien clarito.   

Es eso o que yo te mate en este mismo cuarto donde le echaste mierda al apellido de Rivera en, sabrá Dios, cuántas ocasiones. ¿Qué decides?

***

Le agradezco muchísimo el favor con que honra a mi familia, Su Majestad, dijo el anciano Nicolás de Rivera el Mozo. El conde de Villardompardo, don Fernando de Torre y Portugal, séptimo virrey del Perú, se había ofrecido voluntariamente como padrino de hábito en la ceremonia de ingreso de Violante como novicia de clausura en el convento de la Encarnación.

El honor es todo mío, caballero. Acompañarle a usted y apadrinar a su devota hija son apenas pequeños intentos por cubrir la enorme deuda que los habitantes de esta ciudad tenemos para con usted por haberla fundado con tan excelso valor, dijo el virrey.

Violante, prácticamente escondida en el hábito, recibió la bendición del arzobispo de Lima, ante los rezos laudatorios de los circunstantes.

***

¿Está muerta?, dijo Rosario, monjita de treinta años.

Creo que sí, dijo Inés, otra monjita, pero de veinticinco años.

¿Le late el corazón?, dijo Rosario.

Inés pegó la oreja al pecho de Violante, quien había llegado a ser conocida en el convento de La Encarnación como La Monja de la Llave, en vista de que nunca se la veía sin esa llavecita de plata que le colgaba del cuello y a la que solía apretar fuertemente cuando se entregaba a las rigurosas rogativas habituales. Sí, está muerta, confirmó Inés.

¡Qué pena! Tan joven, tan triste y tan… muerta, concluyó Rosario.

Quítale la llave, ordenó Inés, una de las monjas más chismosas del convento de la Encarnación.

¿Yo? ¿Quítasela tú?, rehuyó Rosario, quien no le hacías ascos a la generación y difusión de los más extravagantes embolismos que tenían como protagonistas a sus compañeras y a las madres superioras. Nadie se escapaba de las lenguas pitofleras de Rosario e Inés. Violante fue una de sus víctimas. Su mutismo, su tristeza, el aferrarse siempre a esa bendita llavecita de plata, fueron combustibles para la elaboración maliciosa de miles de teorías en las cabezas y bocas de esas dos monjitas.

Inés, mujer intrépida, removió la cadenita del cuello de Violante y, con la llave en su poder, fue directamente al cofrecito que tantas veces la fallecida cuidó y veneró en el pequeño santuario que había formado sobre una mesa larga que tenía pegada a una de las paredes de su celda.

Rosario no quiso perderse de la revelación que les ofrecería el cofre cuando la llave le fuera insertada y meneada en el agujero.  Había allí cientos de cartas de amor y un pañuelo de batista completamente ensangrentado. Unas iniciales doradas daban cuenta del nombre del propietario: R. D.


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