Esta niña es el mismo pie de Judas. Es más mala que la
señora de***.
Antigua reconvención limeña
Yo sé quién
mató a don Carlos Medina, dijo el negro. Se llamaba Damián.
El guardia
palaciego lo miró con desdén. Qué vas a saber tú, pendejo. ¡Fuera! Fuera de
aquí, si no quieres que te muela a palos. Vete a joder a otra parte.
Muy bien,
jefe, me voy, no se preocupe. Compartiré con otro guardia las evidencias de lo
que digo, así como los dos millones de soles de la recompensa por el asesino de
don Carlos, dijo Damián, zalamero.
Don Carlos
Medina, cuya esposa era casi casi pariente del virrey Juan de Mendoza y Luna, y,
por ello, muy estimado dentro de lo más selecto de la sociedad limeña, había
perdido la vida de una manera que puso a vomitar a cuanto parroquiano se hubo
enterado de los pormenores de su deceso. Las gentes de Lima no dejaron de
sostener ominosas y espeluznantes pesadillas en torno a la muerte de quien
había sido un vecino acaudalado y apreciado.
El guardia
intuyó que el negro iba en serio. Nada perdía siguiéndole la corriente; por el
contrario, había un millón de soles por ganar.
Me vas a
dar la mitad de la recompensa si todo lo que me estás diciendo es cierto, ¿no?
Mira que si me estás tomando el pelo te saco la reputa, dijo, muy
serio, el guardia.
***
Que tu papá
nos va a ver, Carlos, dijo ella, cerrando los ojos, disfrutando de los
besos con los que el muchacho le cubría el largo y albo cuello. Nos va a ver
y nos van a castigar a los dos.
Tranquila, dijo él, no
pasa nada. El viejo está jodido; duerme más que lo que come.
Vencida por
la inexpugnabilidad de esa observación, se dejó acostar en el lecho. Carlitos,
aquel jovencito que parecía encaminado a ser un preclaro arzobispo de Lima, que
había renunciado al llamado de Dios apenas hubo despertado al inestimable
aprecio de las carnes femeninas, estaba ahora a punto de introducirle aquella
cosa que solía inflamársele debajo de la túnica cada vez que se daban un
encontronazo a escondidas de don Blas Medina, su padre, quien, además, era
tutor de la joven luego de que ella hubiera perdido a sus progenitores en un
trágico accidente.
Los gemidos
de la muchacha eran apagados por los terribles y bien facturados besos con
lengua que Carlitos le endilgaba y que los había aprendido de tanto practicar
con la almohada en las afiebradas y solitarias noches de su encierro conventual
en sus tiempos de seminarista.
***
¿Eso es un
pie?, se asqueó el guardia, que jamás había visto un cadáver en su vida,
mucho menos un pie podrido.
Y hay más, dijo Damián,
entusiasmado, hundiendo la lampa en el fondo del agujero. Sudoroso, pronto
desenterró un par de manos, muslos, jirones de piel y una cabeza.
¡Basta,
mierda, basta!, ordenó el guardia, desentrañando lo más íntimo que le
surgía del vientre.
Esa es la
cabeza de don Carlos Medina, señor, dijo Damián, orgulloso de su descubrimiento, inmune
a los olores que se habían desatado en el lugar. ¿Lo reconoce? ¿Ahora
me cree?
El guardia
asintió, al mismo tiempo que continuó vaciando sus entrañas.
Ahora lo
voy a llevar directamente a la casa de la causante de esta desgracia. Eso sí,
creo que me he ganado un millón de soles, ¿no?, dijo Damián,
vislumbrando un futuro completamente exento de las consabidas carencias que la
gente de su estirpe conocía tan bien.
***
Literal; el
muchacho estaba entre el puñal y la pared. El filudo instrumento lo empuñaba su
propio padre.
Oye,
imbécil, te permito que te salgas del seminario; luego embarazas a mi
protegida, y te perdono; y, ahora, ¿vuelves a dejarla en bola? No jodas, pues,
huevón. Mereces que te rebane el pescuezo, dijo un furioso don Blas
Medina, quien, además de riguroso tutor de la joven que acababa de ser
embarazada por su hijo, era un acaudalado encomendero y comerciante.
Voy a
hacerme cargo, papá. Te lo juro. Voy a reconocer a mis dos hijos y trabajaré
duramente para asegurar mi futuro hogar, se defendió el joven Carlos.
Estoy con
las justas, huevón, dijo don Blas, replegándose, dándose por vencido. Tengo
la vida colgando de un hilo. Mi salud está por los suelos. Ni todo el dinero
que tengo podría comprarme un par de segundos de vida extra. Don Blas dejó
el cuchillo sobre la mesa y se derrumbó en una de las seis sillas de aquel
espacioso comedor.
He hecho
todo lo posible por encaminarte, pero he fallado, continuó
don Blas, pasando de una indignada y asesina furia al llanto del padre que se
sabe responsable del fracaso de su hijo.
Papá, voy a
enderezar el camino que me trazaste. Te lo juro, dijo
Carlos Medina, veleidoso joven de veinte años, exseminarista, cuya actual
vocación en la vida era incierta. Lo único que sabía era que Sebastiana, la
protegida de su padre, lo traía completamente loco y que, por disfrutar de su
exquisito cuerpo, entorpeció y abortó el camino eclesiástico que desde muy niño
creyó (sobre todo, su padre) que era el que seguiría hasta la muerte.
Tú no vas a
enderezar nada, huevón. Te conozco perfectamente. Mírate; tienes veinte años y
no eres nadie. No sabes hacer ni mierda. Solo sabes vivir de mi dinero. A tu
edad, yo ya había combatido en tres grandes guerras, aquí, en estos reinos;
había matado, con estas mismas manos que ves, a cientos de indios; y todo eso
me ganó una gran encomienda y el favor de grandes señores que pronto me
convirtió en uno de ellos. ¿Pero tú?, se desinfló don Blas. Sus éxitos en la vida no
habían logrado su propósito mayor: que su hijo lo superase en riqueza y
nombradía.
El muchacho permaneció cabizbajo. Repasó dos
dedos sobre la línea que la daga de su padre le había marcado sobre el cuello. Aunque
no había sangre, ardía.
Mañana
iremos a ver a tu tío Pacheco, dijo don Blas, y emitió un bufido por donde se le
escaparon las últimas esperanzas de ver a su hijo convertido en alguien de bien
por sus propios méritos. Ese pendejo ya me lo había advertido hace años; varias
veces me dijo que tú no llegarías a ningún lugar, ni a la esquina de Petateros
con Espaderos.
Carlos
recordó a Pacheco, el abogado de la familia; de su padre, sobre todo. Más que
una relación profesional, los unía una muy estrecha relación de amigos. Carlos
le decía “tío” a Pacheco y este le decía “mi querido sobrino”. Hipócrita de
mierda, pensó Carlos. A la próxima que te vea te meto un lapo, carajo.
¿Y para qué
vamos a ir donde el tío?
Te voy a
dejar de una vez toda mi fortuna; los mayorazgos, las encomiendas del Cusco y
tantos otros negocios que he levantado por aquí y por allá mientras yo creía
cándidamente que estaba formando al futuro arzobispo de Lima, dijo
don Blas. Mañana tu tío me ayudará a adelantar el testamento para que
heredes todo eso de una vez.
Carlos no
podía creer lo que escuchaba.
Debería de
matarte a palos, hijo mío, pero prefiero preservar el honor y buen nombre de
esta familia. Ya le has hecho dos hijos a esa bellísima heredera, y no voy a
permitir que se diga que una mujer y todo su dinero mantienen a un hijo mío. Don Blas
hablaba en serio. El honor era una cuestión de suprema importancia en el mundo
que los albergaba.
El joven
Carlos solo pudo pensar en todo lo que haría con la heredada fortuna de su
padre una vez que esta cayera en sus manos. Claro, en primer lugar, honrar
debidamente a su mujer y convertirse en el mejor papá del mundo.
***
¿Un error?, dijo
Sebastiana, el rostro sembrado de indignación y profunda pena.
Tal cual lo
oyes, refrendó Carlos; el brillo de la cruz, que en vida portó su padre,
trazaba un rayito movedizo que parecía burlarse de la dama.
¿Los dos
bebes también son un error, Carlos?, Sebastiana se cogía todos los miembros del alma para
que no se le fueran a ir volando de congoja.
No, ellos
no fueron un error. El error fuiste tú. El amor que siento por ellos los libera
de ser un error. A ti, ya no te amo, explicó Carlos. Perdón, corrijo la expresión: a
ti, no te amo; nunca te amé. Fuiste una ilusión muy entretenida, pero ahí nomás.
Eso sí, no te voy a negar que lo mejor de esto que ha pasado entre nosotros han
sido ellos: los niños, en las palabras del hombre no había sombra de
cariño. Sebastiana se hundió en la enredadera de recuerdos que se hacían añicos
al estallar contra el peso de la indiferencia de aquel hombre que, desde muy
joven, la había cortejado, enamorado, hecho suya y prometido un largo futuro,
muy de viejitos, y tomados de la mano hasta fusionarse los huesos y la piel.
Si alguna
vez deseas que te envíe dinero para la manutención de los chicos, avísame. Voy
a mudarme con mi esposa a cuatro cuadras de aquí. Así que sabrás dónde ubicarme.
Tengo
suficiente dinero para mantenerlos, dijo Sebastiana, ahogando los sollozos.
Lo sé, por
eso te dije que me avises si alguna vez necesitas mi dinero, dijo
Carlos. Ya cumplí con decirte lo que debía decirte. Espero que te vaya muy bien.
Adiós.
De dos a
tres meses necesitó Sebastiana para superar el sablazo que recibió de su
examante, del hombre que le prometió una vida en familia y que ahora la dejaba
en situación de mujer desvergonzadamente no virgen y con dos hijos a cuestas.
Una mujer así, con hijos y sin marido, era un pase directo, y sin retorno, a la
descalificación social. Y así fue. Luego de que se hiciera pública su
condición, afloraron, cual plaga, los cuchicheos en torno de su desgraciada posición
en la sociedad. Ni su dinero ni sus apellidos pudieron ayudarla.
***
¿El negro
de afuera fue quien te aviso?
Sí. Qué
suerte la mía, ¿no?
¿Y vas a
compartir un millón de soles con ese mugroso?
Es un
mugroso de mierda, pero ese fue el trato, él me contaba todo sobre el asesinato
del tal don Carlos y yo me ganaba la mitad de los dos millones de la recompensa.
¿Alguien
sabe de tu pacto con el mugroso aparte de mí?
No, nadie,
solo tú porque eres mi pata.
El teniente
miró con indulgencia a su compañero. Al parecer, no había aprendido ciertos
secretos que solo pueden revelarlos la maña y los tropiezos sufridos en la
vida.
¿Entonces
ya tienes todos los datos?
¿A qué te
refieres?, dijo el guardia de palacio, también teniente, como
su amigo. Se revestía de sus principales galas para arrestar al asesino del
mentado don Carlos. Alistaba su pistola, su sable y las esposas. Si el asesino
había sido lo suficientemente sanguinario para despedazar a don Carlos, no
sería raro que diera pelea al momento de capturarlo y colocarle las esposas.
A que ya no
necesitas al negro mugroso ese.
Bueno, solo
lo necesito para que cobre su millón. Después, ya me dijo todo lo que debo
saber. Sé quién es el asesino y dónde vive.
¡Oiga!, gritó el
teniente, llamando a Damián. ¡Venga!
Damián se
sobresaltó al primer grito. Reconoció al amigo de su confidente y, presto,
corrió a verlo.
Dame, le dijo a
su amigo, señalándole la daga que llevaba al cinto.
¿Para qué?
Dámela,
solo dámela, rabió en susurro el teniente, no pudiendo creer lo
ingenuo que podía ser su amigo, el guardia principal del palacio del virrey.
Cuando Damián
entró en la tienda de los guardias, un dagazo en el estómago acabó por
silenciar sus postergadas ilusiones.
Ante la
incredulidad del guardia, dijo el teniente: Ahora un millón es para ti y el
otro para mí. ¡Vamos! Ya luego nos encargaremos de desaparecer el cuerpo de este
infeliz. Ahora tenemos que ir a arrestar al asesino.
***
Si he
aceptado hablar contigo es únicamente porque esta vez no me has armado tus
acostumbrados escándalos. Está bien. Te creo. Has cambiado. Ahora, dime, ¿qué
chucha quieres conmigo?
A Carlitos
lo voy a mandar a España a estudiar. Las burlas que recibiría aquí, por mi
condición de madre abandonada, serían insoportables para él y para mí. Además,
por muy capital colonial que sea Lima, no deja de ser un pueblucho al oeste de
España. Nuestro hijo irá a estudiar al mejor de los colegios de Castilla. Eso
lo tengo ya muy decidido.
Bueno, se
me va Carlitos, entonces, dijo don Carlos, esposo de una de las más
prominentes señoras de la sociedad limeña, doña Dolores Pedrosa, hija del
prestigioso y riquísimo capitán de arcabuceros del virreinato, don Santiago
Pedrosa. Supongo que dejarás que me despida de él.
Claro, murmuró
Sebastiana.
Bien sabes
que si no me he acercado a él y a Angelita con la frecuencia con la que debí ha
sido por tu exclusiva culpa, dijo don Carlos. Lo sabes, ¿no?,
refrendó.
Estoy al tanto,
y tienes toda la razón. Fue mi exclusiva culpa el que Carlitos y Angelita no hubieran
podido pasar tiempo contigo, reconoció Sebastiana. Llevaba la cabeza envuelta en
un mantillo que dejaba ver sus ojos grandes y la punta de su nariz blanca y respingada.
Qué bueno
que lo reconozcas. De ningún modo me iba a acercar a los chicos teniendo al
lado a la loca escandalosa de su madre. Imagínate cómo hubiera quedado mi
prestigio, y el de ellos, que, de por sí, ya está muy jodido, dijo don
Carlos, dándole a Sebastiana, su exmujer nunca oficializada como esposa, una
cátedra de moral y buenas costumbres. Además, aplaudo que Carlitos se largue
de aquí. Acá, con la reputación de niño sin padre, estaba jodido de por vida,
continuó, muy seguro de sus afirmaciones. Y te aconsejo que también hagas lo
mismo con Angelita. Acá nadie va a querer casar a su hijo con una mujer sin
padre. Don Carlos parecía conocer muy bien a la sociedad limeña.
Lo haré, aseguró
Sebastiana. Bueno, como parte de la despedida de Carlitos, quería que mañana
nos honraras con tu presencia en el rancho que tengo en La Magdalena. Nadie te
verá por ahí. Estoy preparando un gran almuerzo para que puedas hablar bien con
los niños y darle a Carlitos los consejos que debe seguir en España.
Así será, indicó
don Carlos.
***
¿Llevó a su
esposo con engaños a su hacienda de La Magdalena?, preguntó
reciamente el fiscal.
Sebastiana,
cubierta con un manto negro, permaneció en silencio. Nunca fue mi esposo,
dijo, al fin. Siempre me mantuvo en el engaño. Me hizo dos hijos con
engaños. ¿Por qué no iba a engañarlo yo también?
Pero usted
no solo engañó al buen señor don Carlos. Usted lo despedazó. ¿Acaso él a usted
la despedazó? Yo la veo completamente normal, dijo el fiscal, no sin
cierta sorna.
Me
despedazó el corazón, dijo Sebastiana, muy tranquila.
¿Qué dijo?, requirió
el juez.
Levante la
voz, ordenó el fiscal, casi casi como escupiéndole lo peor del concho de su
alma seca como caca de vaca.
¡Me partió
el corazón!, exclamó Sebastiana, levantándose, corriendo el velo
que le cubría gran parte del rostro.
¿Y por eso
tuviste que degollar a tus propios hijos delante de él, puta de mierda?, se
descontroló el fiscal.
¡Sí, porque
eran el vivo recuerdo de sus mentiras!, rugió Sebastiana.
***
¡Chicos!
Papi Carlos ha llegado, cantó Sebastiana.
Carlitos y
Angelita bajaron apresurados del segundo piso.
Don Carlos
besó y abrazó a sus hijos. Estos le correspondieron con tanto o mayor amor. A
pesar de no haber vivido estrechamente a su lado, Carlitos y Angelita lo amaban.
Damián, dijo
Sebastiana, toma el abrigo del señor y condúcelo al comedor. Damián, el negro
calesero y sirviente multiusos de la señora Sebastiana, se aproximó presto a
ejecutar la orden de su ama.
El almuerzo
estuvo cargado de frutas que acompañaron a los suculentos guisos que eran la perdición
gastronómica de don Carlos. Sebastiana conocía perfectamente los gustos de su
examante, del hombre que le había prometido hacerla su señora, su esposa. A
medida que transcurrían las cucharadas y los tenedores, Sebastiana comprobaba
que un hombre, en su esencia, nunca cambia. ¿Y cuál era su esencia? La comida.
Pero te
reservé el vino que tanto adoras. Este que viene de los viñedos de don Alcázar.
Así podrás brindar propiamente por la despedida de Carlitos, dijo
Sebastiana, autorizando así a Damián que descorchara la botella y la sirviera
en la copa de don Carlos. A mí me vas a excusar. El médico me tiene
prohibido el licor.
Don Carlos
no objetó una sola palabra y se aventó hasta dos copas del fino licor, copas
siempre abastecidas por Damián.
Pasu, ¡qué
sueño, caramba!, bostezó Don Carlos unos minutos después de finalizar
la segunda copa. Es como si de pronto se me fueran todas las fuerzas, como
si me quedase sin alma. Pronto, por favor, llévame a alguna cama que me
desvanezco.
Ante una
señal de Sebastiana, Damián se colocó detrás del desfalleciente Don Carlos y,
antes de que este cayera de espaldas al suelo, lo atrapó y llevó a la cama del
cuarto principal, donde lo acostó y ató a los maderos. Al despertar, don Carlos
fue incapaz de mover un solo músculo de los brazos o las piernas.
¿Qué tal
estuvo tu sueño?, dijo Sebastiana, sentada al pie de la cama.
Don Carlos,
aún mareado, trataba de recordar lo que había pasado, en dónde se encontraba,
por qué tenía sogas alrededor de las muñecas y los tobillos.
Seguro fue
la comida la que te provocó el sueño tan profundo y placentero que acabas de
tener. Hice que te prepararan tus platillos favoritos. No podía permitir que
partieras sin haber gozado bien de todo lo que este mundo tiene para darte, dijo
Sebastiana. Caminaba alrededor de la cama. Su largo faldón rozaba el suelo de
fina madera traída desde Cartago. Don Carlos, poco a poco, caía en cuenta de la
situación que lo había llevado a ese lugar, a tener a su exmujer enfrente de él
hablándole sobre su partida, ¿cuál partida, carajo? ¿Quién se va? ¿Yo? ¿No era
Carlitos el que partía para España?
Ya déjate
de huevadas, Sebastiana, y déjame ir. ¿Dónde están los chicos?, protestó
don Carlos al comprobar que, efectivamente, las cuerdas lo fijaban a la cama
sin ningún tipo de flexibilidad. Tengo que irme. Ya debe de ser muy tarde.
¿Qué hora es? ¿Qué día es, carajo?, se desesperó el hombre al ver a la
madre de sus hijos sin la menor intención de hacer algo por liberarlo.
¡Suéltame,
Sebastiana! Te doy un segundo para que me sueltes o no querrás ver las
consecuencias de mi furia, dijo Carlos.
Interesante
término, retrucó Sebastiana. Furia, furia, repitió, jugando con
las diferentes formas de entonar esa palabra. Furia, furia. ¡Qué fácil
resulta decir “furia”! ¿Pero la sientes realmente, Carlos? ¿Estás sintiendo la
furia?
Don Carlos
no podía creer la desfachatez de su exmujer.
No creo que
tengas ni idea de lo que es la furia. Y creo que jamás has sentido furia
alguna. Lo que sí te diré es que sí, eso sí que sí, tú vas a ver las
consecuencias de MI furia, de la furia que tú me provocaste al abandonarme,
jugar con mi honra y burlarte de mis sentimientos, dijo
Sebastiana.
¿Sigues con
eso, loca de mierda?, prorrumpió el prisionero. Habíamos quedado en que
esa huevada ya fue, ¿no? Suéltame de una vez. ¡Niños!¡Niños! ¡Ayúdenme! ¡Su
madre está loca! Los gruesos maderos apenas sí crujían ante cada inútil
forcejeo de don Carlos.
Impasiblemente,
Damián ingresó en la habitación llevando a Carlitos de la mano.
¡Carlitos!, se alegró
y sorprendió don Carlos. Mira lo que tu madre me está haciendo. Ayúdame,
quítame estas sogas. El niño, como impulsado por un resorte, quiso correr
hacia el padre atado, pero la fuerza de los brazos del negro pudo más y lo
mantuvieron quieto. Sebastiana se aproximó al negro y tomó de su cintura un
filudo y largo cuchillo. Al ver el largo del instrumento, los brazos venosos
del negro y a su padre atado, Carlitos rompió en llanto.
¡Suelta a
mi hijo, negro reconchatumadre!, rugió don Carlos.
Un hijo
cuyo honor no te importó joder al dejarme como una perra delante de la
sociedad, ¡maldito malnacido!, estalló Sebastiana, quien con inusitada velocidad se
abalanzó sobre la cabeza de su hijo y la rebanó de raíz para terminar arrojándosela
sin asco alguno. Ahí tienes a tu hijo, maldito.
Carlos,
asqueado y vomitado, permaneció lívido.
¡Qué has
hecho, puta de mierda!
Eliminar uno
de los dos tristes recuerdos de tu traición, dijo Sebastiana, muy segura
de sí misma. Desde que me dejaste, Carlitos y Angelita fueron el foco de
todo el odio que sentía por ti. Todos estos años viéndoles esos rostros que tanto
me recordaban al tuyo cuando me decías que me amarías por siempre; todos estos
años sufriendo sus miradas de optimismo, que eran las mismas con las que me
engañaste cuando me dijiste que dejabas el camino de Dios para seguir mi camino;
todos estos años sintiendo sus manos en mi piel, manos que eran las del malvado
que me acariciaba luego de haberme destrozado el corazón. Todos estos años así
fueron insoportables para mí. Por eso, planeé este día con cuidado, no solo para
deshacerme de ti sino de ellos, viles recuerdos de tus espurias promesas,
reclamó Sebastiana.
Negro
conchatumadre, si no me ayudas y terminas con esta huevada, te juro que yo
mismo te cortaré las bolas y te convertiré en jabón, amenazó
don Carlos.
El negro,
como si no le hubieran dicho nada, se retiró de la habitación y regresó, al
poco rato, con Angelita, quien, ni bien se incorporó a los aromas de la
habitación, comprendió, como si una voz se lo hubiese comunicado, que las cosas
ahí no estaban del todo bien.
¿Listo para
acariciar también la cabeza de tu Angelita?, dijo malévolamente
Sebastiana. Don Carlos no pudo conmensurar el horror y la venganza en los ojos
de la mujer a quien había desvirgado y deshonrado a cambio de la promesa de una
vida en comunión.
***
Daniel y
Amandina, dos turistas hondureños, de paseo en Lima, se han sacado varias fotos
en el casco histórico de la ciudad. Ahora, se hacen una en la entrada al pasaje
Olaya, sin saber que, en ese preciso punto, hace más de cuatrocientos años, fue
ahorcada, delante de toda la sociedad limeña, la degolladora y mutiladora, la
oscura y tenebrosa doña Sebastiana de ***, a sus tiernos y maquiavélicos veintisiete
años. La condena había sido unánime y el gozo que produjo en jueces, fiscales y
gentes fue satisfactorio. Nunca Lima se refociló tanto con el castigo de una
mujer sin escrúpulos.
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