viernes, 28 de marzo de 2025

CUENTO PERUANO "ANARKO PALMA" de Daniel Gutiérrez Híjar - Furia de mujer (Cuento inspirado en "Mujer y tigre")

 


Esta niña es el mismo pie de Judas. Es más mala que la señora de***.

Antigua reconvención limeña

 

Yo sé quién mató a don Carlos Medina, dijo el negro. Se llamaba Damián.

El guardia palaciego lo miró con desdén. Qué vas a saber tú, pendejo. ¡Fuera! Fuera de aquí, si no quieres que te muela a palos. Vete a joder a otra parte.

Muy bien, jefe, me voy, no se preocupe. Compartiré con otro guardia las evidencias de lo que digo, así como los dos millones de soles de la recompensa por el asesino de don Carlos, dijo Damián, zalamero.

Don Carlos Medina, cuya esposa era casi casi pariente del virrey Juan de Mendoza y Luna, y, por ello, muy estimado dentro de lo más selecto de la sociedad limeña, había perdido la vida de una manera que puso a vomitar a cuanto parroquiano se hubo enterado de los pormenores de su deceso. Las gentes de Lima no dejaron de sostener ominosas y espeluznantes pesadillas en torno a la muerte de quien había sido un vecino acaudalado y apreciado.

El guardia intuyó que el negro iba en serio. Nada perdía siguiéndole la corriente; por el contrario, había un millón de soles por ganar.   

Me vas a dar la mitad de la recompensa si todo lo que me estás diciendo es cierto, ¿no? Mira que si me estás tomando el pelo te saco la reputa, dijo, muy serio, el guardia.

***

Que tu papá nos va a ver, Carlos, dijo ella, cerrando los ojos, disfrutando de los besos con los que el muchacho le cubría el largo y albo cuello. Nos va a ver y nos van a castigar a los dos.

Tranquila, dijo él, no pasa nada. El viejo está jodido; duerme más que lo que come.

Vencida por la inexpugnabilidad de esa observación, se dejó acostar en el lecho. Carlitos, aquel jovencito que parecía encaminado a ser un preclaro arzobispo de Lima, que había renunciado al llamado de Dios apenas hubo despertado al inestimable aprecio de las carnes femeninas, estaba ahora a punto de introducirle aquella cosa que solía inflamársele debajo de la túnica cada vez que se daban un encontronazo a escondidas de don Blas Medina, su padre, quien, además, era tutor de la joven luego de que ella hubiera perdido a sus progenitores en un trágico accidente.

Los gemidos de la muchacha eran apagados por los terribles y bien facturados besos con lengua que Carlitos le endilgaba y que los había aprendido de tanto practicar con la almohada en las afiebradas y solitarias noches de su encierro conventual en sus tiempos de seminarista.

***

¿Eso es un pie?, se asqueó el guardia, que jamás había visto un cadáver en su vida, mucho menos un pie podrido.

Y hay más, dijo Damián, entusiasmado, hundiendo la lampa en el fondo del agujero. Sudoroso, pronto desenterró un par de manos, muslos, jirones de piel y una cabeza.

¡Basta, mierda, basta!, ordenó el guardia, desentrañando lo más íntimo que le surgía del vientre.

Esa es la cabeza de don Carlos Medina, señor, dijo Damián, orgulloso de su descubrimiento, inmune a los olores que se habían desatado en el lugar. ¿Lo reconoce? ¿Ahora me cree?

El guardia asintió, al mismo tiempo que continuó vaciando sus entrañas.

Ahora lo voy a llevar directamente a la casa de la causante de esta desgracia. Eso sí, creo que me he ganado un millón de soles, ¿no?, dijo Damián, vislumbrando un futuro completamente exento de las consabidas carencias que la gente de su estirpe conocía tan bien.

***

Literal; el muchacho estaba entre el puñal y la pared. El filudo instrumento lo empuñaba su propio padre.

Oye, imbécil, te permito que te salgas del seminario; luego embarazas a mi protegida, y te perdono; y, ahora, ¿vuelves a dejarla en bola? No jodas, pues, huevón. Mereces que te rebane el pescuezo, dijo un furioso don Blas Medina, quien, además de riguroso tutor de la joven que acababa de ser embarazada por su hijo, era un acaudalado encomendero y comerciante.

Voy a hacerme cargo, papá. Te lo juro. Voy a reconocer a mis dos hijos y trabajaré duramente para asegurar mi futuro hogar, se defendió el joven Carlos.

Estoy con las justas, huevón, dijo don Blas, replegándose, dándose por vencido. Tengo la vida colgando de un hilo. Mi salud está por los suelos. Ni todo el dinero que tengo podría comprarme un par de segundos de vida extra. Don Blas dejó el cuchillo sobre la mesa y se derrumbó en una de las seis sillas de aquel espacioso comedor.  

He hecho todo lo posible por encaminarte, pero he fallado, continuó don Blas, pasando de una indignada y asesina furia al llanto del padre que se sabe responsable del fracaso de su hijo.

Papá, voy a enderezar el camino que me trazaste. Te lo juro, dijo Carlos Medina, veleidoso joven de veinte años, exseminarista, cuya actual vocación en la vida era incierta. Lo único que sabía era que Sebastiana, la protegida de su padre, lo traía completamente loco y que, por disfrutar de su exquisito cuerpo, entorpeció y abortó el camino eclesiástico que desde muy niño creyó (sobre todo, su padre) que era el que seguiría hasta la muerte.

Tú no vas a enderezar nada, huevón. Te conozco perfectamente. Mírate; tienes veinte años y no eres nadie. No sabes hacer ni mierda. Solo sabes vivir de mi dinero. A tu edad, yo ya había combatido en tres grandes guerras, aquí, en estos reinos; había matado, con estas mismas manos que ves, a cientos de indios; y todo eso me ganó una gran encomienda y el favor de grandes señores que pronto me convirtió en uno de ellos. ¿Pero tú?, se desinfló don Blas. Sus éxitos en la vida no habían logrado su propósito mayor: que su hijo lo superase en riqueza y nombradía.   

 El muchacho permaneció cabizbajo. Repasó dos dedos sobre la línea que la daga de su padre le había marcado sobre el cuello. Aunque no había sangre, ardía.

Mañana iremos a ver a tu tío Pacheco, dijo don Blas, y emitió un bufido por donde se le escaparon las últimas esperanzas de ver a su hijo convertido en alguien de bien por sus propios méritos. Ese pendejo ya me lo había advertido hace años; varias veces me dijo que tú no llegarías a ningún lugar, ni a la esquina de Petateros con Espaderos.

Carlos recordó a Pacheco, el abogado de la familia; de su padre, sobre todo. Más que una relación profesional, los unía una muy estrecha relación de amigos. Carlos le decía “tío” a Pacheco y este le decía “mi querido sobrino”. Hipócrita de mierda, pensó Carlos. A la próxima que te vea te meto un lapo, carajo.

¿Y para qué vamos a ir donde el tío?

Te voy a dejar de una vez toda mi fortuna; los mayorazgos, las encomiendas del Cusco y tantos otros negocios que he levantado por aquí y por allá mientras yo creía cándidamente que estaba formando al futuro arzobispo de Lima, dijo don Blas. Mañana tu tío me ayudará a adelantar el testamento para que heredes todo eso de una vez.

Carlos no podía creer lo que escuchaba.

Debería de matarte a palos, hijo mío, pero prefiero preservar el honor y buen nombre de esta familia. Ya le has hecho dos hijos a esa bellísima heredera, y no voy a permitir que se diga que una mujer y todo su dinero mantienen a un hijo mío. Don Blas hablaba en serio. El honor era una cuestión de suprema importancia en el mundo que los albergaba.  

El joven Carlos solo pudo pensar en todo lo que haría con la heredada fortuna de su padre una vez que esta cayera en sus manos. Claro, en primer lugar, honrar debidamente a su mujer y convertirse en el mejor papá del mundo.

***

¿Un error?, dijo Sebastiana, el rostro sembrado de indignación y profunda pena.

Tal cual lo oyes, refrendó Carlos; el brillo de la cruz, que en vida portó su padre, trazaba un rayito movedizo que parecía burlarse de la dama.

¿Los dos bebes también son un error, Carlos?, Sebastiana se cogía todos los miembros del alma para que no se le fueran a ir volando de congoja.

No, ellos no fueron un error. El error fuiste tú. El amor que siento por ellos los libera de ser un error. A ti, ya no te amo, explicó Carlos. Perdón, corrijo la expresión: a ti, no te amo; nunca te amé. Fuiste una ilusión muy entretenida, pero ahí nomás. Eso sí, no te voy a negar que lo mejor de esto que ha pasado entre nosotros han sido ellos: los niños, en las palabras del hombre no había sombra de cariño. Sebastiana se hundió en la enredadera de recuerdos que se hacían añicos al estallar contra el peso de la indiferencia de aquel hombre que, desde muy joven, la había cortejado, enamorado, hecho suya y prometido un largo futuro, muy de viejitos, y tomados de la mano hasta fusionarse los huesos y la piel.

Si alguna vez deseas que te envíe dinero para la manutención de los chicos, avísame. Voy a mudarme con mi esposa a cuatro cuadras de aquí. Así que sabrás dónde ubicarme.

Tengo suficiente dinero para mantenerlos, dijo Sebastiana, ahogando los sollozos.

Lo sé, por eso te dije que me avises si alguna vez necesitas mi dinero, dijo Carlos. Ya cumplí con decirte lo que debía decirte. Espero que te vaya muy bien. Adiós.

De dos a tres meses necesitó Sebastiana para superar el sablazo que recibió de su examante, del hombre que le prometió una vida en familia y que ahora la dejaba en situación de mujer desvergonzadamente no virgen y con dos hijos a cuestas. Una mujer así, con hijos y sin marido, era un pase directo, y sin retorno, a la descalificación social. Y así fue. Luego de que se hiciera pública su condición, afloraron, cual plaga, los cuchicheos en torno de su desgraciada posición en la sociedad. Ni su dinero ni sus apellidos pudieron ayudarla.

***

¿El negro de afuera fue quien te aviso?    

Sí. Qué suerte la mía, ¿no?

¿Y vas a compartir un millón de soles con ese mugroso?

Es un mugroso de mierda, pero ese fue el trato, él me contaba todo sobre el asesinato del tal don Carlos y yo me ganaba la mitad de los dos millones de la recompensa.

¿Alguien sabe de tu pacto con el mugroso aparte de mí?

No, nadie, solo tú porque eres mi pata.

El teniente miró con indulgencia a su compañero. Al parecer, no había aprendido ciertos secretos que solo pueden revelarlos la maña y los tropiezos sufridos en la vida.

¿Entonces ya tienes todos los datos?

¿A qué te refieres?, dijo el guardia de palacio, también teniente, como su amigo. Se revestía de sus principales galas para arrestar al asesino del mentado don Carlos. Alistaba su pistola, su sable y las esposas. Si el asesino había sido lo suficientemente sanguinario para despedazar a don Carlos, no sería raro que diera pelea al momento de capturarlo y colocarle las esposas.

A que ya no necesitas al negro mugroso ese.

Bueno, solo lo necesito para que cobre su millón. Después, ya me dijo todo lo que debo saber. Sé quién es el asesino y dónde vive.

¡Oiga!, gritó el teniente, llamando a Damián. ¡Venga!

Damián se sobresaltó al primer grito. Reconoció al amigo de su confidente y, presto, corrió a verlo.

Dame, le dijo a su amigo, señalándole la daga que llevaba al cinto.

¿Para qué?

Dámela, solo dámela, rabió en susurro el teniente, no pudiendo creer lo ingenuo que podía ser su amigo, el guardia principal del palacio del virrey.

Cuando Damián entró en la tienda de los guardias, un dagazo en el estómago acabó por silenciar sus postergadas ilusiones.

Ante la incredulidad del guardia, dijo el teniente: Ahora un millón es para ti y el otro para mí. ¡Vamos! Ya luego nos encargaremos de desaparecer el cuerpo de este infeliz. Ahora tenemos que ir a arrestar al asesino.

***

Si he aceptado hablar contigo es únicamente porque esta vez no me has armado tus acostumbrados escándalos. Está bien. Te creo. Has cambiado. Ahora, dime, ¿qué chucha quieres conmigo?

A Carlitos lo voy a mandar a España a estudiar. Las burlas que recibiría aquí, por mi condición de madre abandonada, serían insoportables para él y para mí. Además, por muy capital colonial que sea Lima, no deja de ser un pueblucho al oeste de España. Nuestro hijo irá a estudiar al mejor de los colegios de Castilla. Eso lo tengo ya muy decidido.

Bueno, se me va Carlitos, entonces, dijo don Carlos, esposo de una de las más prominentes señoras de la sociedad limeña, doña Dolores Pedrosa, hija del prestigioso y riquísimo capitán de arcabuceros del virreinato, don Santiago Pedrosa. Supongo que dejarás que me despida de él.

Claro, murmuró Sebastiana.

Bien sabes que si no me he acercado a él y a Angelita con la frecuencia con la que debí ha sido por tu exclusiva culpa, dijo don Carlos. Lo sabes, ¿no?, refrendó.  

Estoy al tanto, y tienes toda la razón. Fue mi exclusiva culpa el que Carlitos y Angelita no hubieran podido pasar tiempo contigo, reconoció Sebastiana. Llevaba la cabeza envuelta en un mantillo que dejaba ver sus ojos grandes y la punta de su nariz blanca y respingada.

Qué bueno que lo reconozcas. De ningún modo me iba a acercar a los chicos teniendo al lado a la loca escandalosa de su madre. Imagínate cómo hubiera quedado mi prestigio, y el de ellos, que, de por sí, ya está muy jodido, dijo don Carlos, dándole a Sebastiana, su exmujer nunca oficializada como esposa, una cátedra de moral y buenas costumbres. Además, aplaudo que Carlitos se largue de aquí. Acá, con la reputación de niño sin padre, estaba jodido de por vida, continuó, muy seguro de sus afirmaciones. Y te aconsejo que también hagas lo mismo con Angelita. Acá nadie va a querer casar a su hijo con una mujer sin padre. Don Carlos parecía conocer muy bien a la sociedad limeña.

Lo haré, aseguró Sebastiana. Bueno, como parte de la despedida de Carlitos, quería que mañana nos honraras con tu presencia en el rancho que tengo en La Magdalena. Nadie te verá por ahí. Estoy preparando un gran almuerzo para que puedas hablar bien con los niños y darle a Carlitos los consejos que debe seguir en España.

Así será, indicó don Carlos.

***

¿Llevó a su esposo con engaños a su hacienda de La Magdalena?, preguntó reciamente el fiscal.

Sebastiana, cubierta con un manto negro, permaneció en silencio. Nunca fue mi esposo, dijo, al fin. Siempre me mantuvo en el engaño. Me hizo dos hijos con engaños. ¿Por qué no iba a engañarlo yo también?

Pero usted no solo engañó al buen señor don Carlos. Usted lo despedazó. ¿Acaso él a usted la despedazó? Yo la veo completamente normal, dijo el fiscal, no sin cierta sorna.

Me despedazó el corazón, dijo Sebastiana, muy tranquila.

¿Qué dijo?, requirió el juez.

Levante la voz, ordenó el fiscal, casi casi como escupiéndole lo peor del concho de su alma seca como caca de vaca.

¡Me partió el corazón!, exclamó Sebastiana, levantándose, corriendo el velo que le cubría gran parte del rostro.

¿Y por eso tuviste que degollar a tus propios hijos delante de él, puta de mierda?, se descontroló el fiscal.

¡Sí, porque eran el vivo recuerdo de sus mentiras!, rugió Sebastiana.

***

¡Chicos! Papi Carlos ha llegado, cantó Sebastiana.

Carlitos y Angelita bajaron apresurados del segundo piso.   

Don Carlos besó y abrazó a sus hijos. Estos le correspondieron con tanto o mayor amor. A pesar de no haber vivido estrechamente a su lado, Carlitos y Angelita lo amaban. 

Damián, dijo Sebastiana, toma el abrigo del señor y condúcelo al comedor. Damián, el negro calesero y sirviente multiusos de la señora Sebastiana, se aproximó presto a ejecutar la orden de su ama.

El almuerzo estuvo cargado de frutas que acompañaron a los suculentos guisos que eran la perdición gastronómica de don Carlos. Sebastiana conocía perfectamente los gustos de su examante, del hombre que le había prometido hacerla su señora, su esposa. A medida que transcurrían las cucharadas y los tenedores, Sebastiana comprobaba que un hombre, en su esencia, nunca cambia. ¿Y cuál era su esencia? La comida.

Pero te reservé el vino que tanto adoras. Este que viene de los viñedos de don Alcázar. Así podrás brindar propiamente por la despedida de Carlitos, dijo Sebastiana, autorizando así a Damián que descorchara la botella y la sirviera en la copa de don Carlos. A mí me vas a excusar. El médico me tiene prohibido el licor.

Don Carlos no objetó una sola palabra y se aventó hasta dos copas del fino licor, copas siempre abastecidas por Damián.

Pasu, ¡qué sueño, caramba!, bostezó Don Carlos unos minutos después de finalizar la segunda copa. Es como si de pronto se me fueran todas las fuerzas, como si me quedase sin alma. Pronto, por favor, llévame a alguna cama que me desvanezco.

Ante una señal de Sebastiana, Damián se colocó detrás del desfalleciente Don Carlos y, antes de que este cayera de espaldas al suelo, lo atrapó y llevó a la cama del cuarto principal, donde lo acostó y ató a los maderos. Al despertar, don Carlos fue incapaz de mover un solo músculo de los brazos o las piernas.

¿Qué tal estuvo tu sueño?, dijo Sebastiana, sentada al pie de la cama.

Don Carlos, aún mareado, trataba de recordar lo que había pasado, en dónde se encontraba, por qué tenía sogas alrededor de las muñecas y los tobillos.

Seguro fue la comida la que te provocó el sueño tan profundo y placentero que acabas de tener. Hice que te prepararan tus platillos favoritos. No podía permitir que partieras sin haber gozado bien de todo lo que este mundo tiene para darte, dijo Sebastiana. Caminaba alrededor de la cama. Su largo faldón rozaba el suelo de fina madera traída desde Cartago. Don Carlos, poco a poco, caía en cuenta de la situación que lo había llevado a ese lugar, a tener a su exmujer enfrente de él hablándole sobre su partida, ¿cuál partida, carajo? ¿Quién se va? ¿Yo? ¿No era Carlitos el que partía para España?

Ya déjate de huevadas, Sebastiana, y déjame ir. ¿Dónde están los chicos?, protestó don Carlos al comprobar que, efectivamente, las cuerdas lo fijaban a la cama sin ningún tipo de flexibilidad. Tengo que irme. Ya debe de ser muy tarde. ¿Qué hora es? ¿Qué día es, carajo?, se desesperó el hombre al ver a la madre de sus hijos sin la menor intención de hacer algo por liberarlo.

¡Suéltame, Sebastiana! Te doy un segundo para que me sueltes o no querrás ver las consecuencias de mi furia, dijo Carlos.

Interesante término, retrucó Sebastiana. Furia, furia, repitió, jugando con las diferentes formas de entonar esa palabra. Furia, furia. ¡Qué fácil resulta decir “furia”! ¿Pero la sientes realmente, Carlos? ¿Estás sintiendo la furia?

Don Carlos no podía creer la desfachatez de su exmujer.

No creo que tengas ni idea de lo que es la furia. Y creo que jamás has sentido furia alguna. Lo que sí te diré es que sí, eso sí que sí, tú vas a ver las consecuencias de MI furia, de la furia que tú me provocaste al abandonarme, jugar con mi honra y burlarte de mis sentimientos, dijo Sebastiana.

¿Sigues con eso, loca de mierda?, prorrumpió el prisionero. Habíamos quedado en que esa huevada ya fue, ¿no? Suéltame de una vez. ¡Niños!¡Niños! ¡Ayúdenme! ¡Su madre está loca! Los gruesos maderos apenas sí crujían ante cada inútil forcejeo de don Carlos.

Impasiblemente, Damián ingresó en la habitación llevando a Carlitos de la mano.

¡Carlitos!, se alegró y sorprendió don Carlos. Mira lo que tu madre me está haciendo. Ayúdame, quítame estas sogas. El niño, como impulsado por un resorte, quiso correr hacia el padre atado, pero la fuerza de los brazos del negro pudo más y lo mantuvieron quieto. Sebastiana se aproximó al negro y tomó de su cintura un filudo y largo cuchillo. Al ver el largo del instrumento, los brazos venosos del negro y a su padre atado, Carlitos rompió en llanto.

¡Suelta a mi hijo, negro reconchatumadre!, rugió don Carlos.

Un hijo cuyo honor no te importó joder al dejarme como una perra delante de la sociedad, ¡maldito malnacido!, estalló Sebastiana, quien con inusitada velocidad se abalanzó sobre la cabeza de su hijo y la rebanó de raíz para terminar arrojándosela sin asco alguno. Ahí tienes a tu hijo, maldito.

Carlos, asqueado y vomitado, permaneció lívido.

¡Qué has hecho, puta de mierda!

Eliminar uno de los dos tristes recuerdos de tu traición, dijo Sebastiana, muy segura de sí misma. Desde que me dejaste, Carlitos y Angelita fueron el foco de todo el odio que sentía por ti. Todos estos años viéndoles esos rostros que tanto me recordaban al tuyo cuando me decías que me amarías por siempre; todos estos años sufriendo sus miradas de optimismo, que eran las mismas con las que me engañaste cuando me dijiste que dejabas el camino de Dios para seguir mi camino; todos estos años sintiendo sus manos en mi piel, manos que eran las del malvado que me acariciaba luego de haberme destrozado el corazón. Todos estos años así fueron insoportables para mí. Por eso, planeé este día con cuidado, no solo para deshacerme de ti sino de ellos, viles recuerdos de tus espurias promesas, reclamó Sebastiana.

Negro conchatumadre, si no me ayudas y terminas con esta huevada, te juro que yo mismo te cortaré las bolas y te convertiré en jabón, amenazó don Carlos.

El negro, como si no le hubieran dicho nada, se retiró de la habitación y regresó, al poco rato, con Angelita, quien, ni bien se incorporó a los aromas de la habitación, comprendió, como si una voz se lo hubiese comunicado, que las cosas ahí no estaban del todo bien.

¿Listo para acariciar también la cabeza de tu Angelita?, dijo malévolamente Sebastiana. Don Carlos no pudo conmensurar el horror y la venganza en los ojos de la mujer a quien había desvirgado y deshonrado a cambio de la promesa de una vida en comunión.

***

Daniel y Amandina, dos turistas hondureños, de paseo en Lima, se han sacado varias fotos en el casco histórico de la ciudad. Ahora, se hacen una en la entrada al pasaje Olaya, sin saber que, en ese preciso punto, hace más de cuatrocientos años, fue ahorcada, delante de toda la sociedad limeña, la degolladora y mutiladora, la oscura y tenebrosa doña Sebastiana de ***, a sus tiernos y maquiavélicos veintisiete años. La condena había sido unánime y el gozo que produjo en jueces, fiscales y gentes fue satisfactorio. Nunca Lima se refociló tanto con el castigo de una mujer sin escrúpulos.


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