Esta niña es el mismo pie de Judas. Es más mala que la
señora de***.
Antigua reconvención limeña
Amigo, tu
hermano te está haciendo cachudo con tu propia esposa. Tienes que regresar cuanto
antes a poner orden. Esa parte de la carta era la que le costaba procesar.
Dejó de lado todo lo que estaba haciendo y fue a refugiarse en el bar de Lucas,
su confesor y dilecto camarada.
Críspulo no
me puede estar mintiendo, se decía el buen y justo don Gutierre de Ursán
mientras fijaba la vista en cierta nube esponjosa que tenía toda la intención
de embozar el protagonismo del sol matritense. Gutierre llevaba ya dos años en
Madrid luchando por desenredar unos pleitos legales que, de estar diáfanos, le
procurarían una apreciable cantidad de dinero. Le había encomendado a su
hermano, Íñigo de Ursán, mozo apuesto y atrevido, no solo la gestión de la casa
comercial que había fundado y hecho florecer sino también el cuidado de su
joven y caliente esposa, la bella Consuelo.
Planificó
sus futuros movimientos al abrigo de una gran y cálida taza de café. Estableció
sus prioridades, desechó los falsos sentimientos y trazó un rumbo. Lo puso por
escrito. Fueron cinco largas carillas entintadas. Ahí quedaron impresas las
intenciones que decidirían el curso de su vida. La noche había caído con todo
el frío que le permitía el invierno. Cerró el cartapacio donde escribió su
resolución y salió a caminar, cargado con dos abrigos de muelle lana de
camélido peruano.
***
Tengo un
plan bellamente maquinado. Vas a ver cómo, dentro de poco tiempo, todo esto
será nuestro y no tendremos que verle más la cara al imbécil de mi hermano, dijo el
joven.
¿Estás
seguro?, dijo la mujer, todavía cinco años menor que el joven que le recorría
el cuerpo desnudo con las manos.
Totalmente
seguro, mi amor, dijo él, acezando, babeando inconteniblemente,
sintiéndose un dios todopoderoso haciéndole el amor a la bellísima esposa de su
hermano en el propio lecho conyugal, una cama hecha para la cópula de reyes o
de gentes principales. Ese plan lo concebí desde esa primera vez en que te
hice mía, dijo el hombre. Y ahora, por fin, lo haré realidad. Ya
está todo coordinado, continuó, feliz, satisfecho por haber previsto su
futuro con la frialdad de un analista financiero.
Ella se
levantó y, adoptando una postura que le rompería los sesos al cura más santo de
la ciudad, dijo: Cómeme toda. Solo te quiero a ti. Él, sin vacilación
alguna, saltó sobre el cuerpo de la mujer de su hermano, haciéndole el amor
contra la pared.
***
Esta copa,
hermano mío, que contiene el vino de la mejor producción que estas tierras me
han dado desde que empecé con esta empresa, es para celebrar que, por fin, la
bella Consuelo Loyola ha aceptado ser mi esposa, mi mujer. ¡Salud por eso,
carajo!, celebró don Gutierre de Ursán, pujante empresario asturiano que había
hecho en el reino del Perú una vasta fortuna.
¿Cayó por
fin tu tan preciada obsesión, hermanito?, dijo Íñigo, hermano veinte
años menor de don Gutierre, que, sin que lo sepa este último, ya se había
tirado, en un par de ocasiones, a la flamante novia de su hermano.
Mis versos
y mis atenciones terminaron por rendir ante mí a esa hermosa mujer. Me
encargaré de que la boda sea pronto y por todo lo alto, tal como lo merece una
reina de su talla, dijo, feliz, iluminado, don Gutierre.
Al mismo
tiempo en que las copas de oro de los hermanos chocaban en el aire, uno de
ellos, el menor y ladino, el que fingía responsabilidad y respeto ante el
mayor, el pícaro Íñigo, planeaba visitar a la reciente conquista de su hermano
para arrimarle el piano una vez más. Siempre era más rico tirarse a la mujer de
otro, y ahora que Consuelo era eso, la mujer de su hermano, ya merecía una
nueva visita sexual.
Te
felicito, hermano, dijo Íñigo. Estoy muy feliz por ti.
***
Ni cagando
lo haces, dijo uno de los hombres.
Fuera,
conchatumadre. Esta misma noche me enfrento al fantasma de mierda ese, dijo Miguel
Amado, baladrón llegado hacía poco de las minas huancavelicanas con los
bolsillos vacíos de dinero por haberlo derrochado todo en prostitutas y lujos
que se fumaron entre más de un gandul.
Te vas a
morir, cojudo, dijeron aquellos que alguna estima le tenían. No
lo hagas, le aconsejaban. El dinero nunca vale tanto la pena como para
jugarse la vida.
Vamos, que
corran las apuestas, se entusiasmó Miguel. Al amanecer, volveré a ser
rico, carajo, reflexionó gozoso al ver cómo, sobre su mesa, se apilaban bolsas
y bolsas de oro de aquellos que apostaban a que no se atrevía a enfrentarse al
fantasma de San Francisco.
***
¿Cómo lo
encontraron al muchacho bocón ese?, preguntó una viejecilla que había salido a lavar sus
calzones en la pileta de la Plaza Mayor.
Al pie del
nicho de la Virgen Dolorosa, comadre, dijo otra, de la misma edad que la primera, pero con
el rostro más ajado. Temblaba, tenía los ojos blancos y botaba espuma por la
boca. ¡Qué horror!
Se lo tiene
bien merecido por desafiar a las ánimas; sobre todo a esa que se sabe que vive
en ese callejón, dijo la otra vieja, exprimiendo los calzones de su
marido en el agua sucia de la pileta.
Ya tienen
que cambiar esa agua, dijo la comadre. Este gobierno ya no se preocupa
de nada. ¡Qué horror, comadre!
Un par de
chiquillos jugaba muy cerca de las señoras parlanchinas. Aunque más que
interesarse en los bastoncitos de madera que personificaban a los héroes y
villanos de alguna trama que habían imaginado, parecían más atraídos por la
conversación de sus mayores. Luego de haber escuchado lo suficiente, los
muchachos se retiraron unos pasos hacia una de las esquinas de la plaza, la
parte más polvorienta del lugar.
Viejas cojudas, dijo el
más avispado. Creyendo en fantasmas cuando quienes andan en el callejón son
gente peligrosa que te mata si no te dejas robar.
¿Quién te
contó eso?, dijo el otro.
¿No sabes?
Mi papá es uno de ellos. Tu papá es otro. Tu viejo también mata para darte de
comer.
El otro no
entendió muy bien todo ello, así que puso a un lado el asunto y continuó
envuelto en su juego.
***
Pruebe la
carapulcra, vecina. Está para chuparse los dedos, dijo
Íñigo, feliz porque sabía que, si las cuentas no le fallaban, a estas alturas,
los sicarios que contrató allá en España ya debían de haberle dado vuelta a su
hermano. La noticia de la confirmación de la muerte llegaría, estaba seguro, en
el próximo barco.
Claro, don
Íñigo, mi marido ya está por su segundo plato y yo voy por el tercero, dijo la
vecina, una señora tremendamente gorda. Íñigo pensaba que el marido no la
engañaba no por falta de ganas sino porque ya no se le paraba la pinga a raíz
de los kilos y kilos de mórbida obesidad que llevaba a cuestas. Eran muy raros
los gordos en la ciudad. Para gordos, solamente los curas, que pasaban el
tiempo comiendo y durmiendo.
El palacio
del ausente señor don Gutierre, quien llevaba ya varios años en España
sufriendo la longevidad de un litigio que le impedía cobrar una cuantiosa
herencia que iría a incrementar su ya pingüe fortuna, era ahora la muelle y
jubilosa morada de su hermano, el joven Íñigo, y de su aún señora, la bellísima
Consuelo; aunque todos los presentes sabían que, en la práctica, Consuelo era
ya mujer de Íñigo, y don Gutierre, si es que aún vivía el viejo de mierda ese, un
tremendo cachudo.
El bardo Ño
Manuel, un negro zalamero que por tres centavos mataba a su madre, ponía la
sazón a la juerga. Lo acompañaba un su sobrino, manco de una mano, que tocaba
la guitarra ayudándose de una cuerda colgada al cuello. La música, entonces,
estaba asegurada. Ño Manuel desplegaba un amplio repertorio que constaba de dos
partes; una familiar, y otra que se prestaba para el punteo y manoseo.
Justo antes
de que empezase el baile que paraba pingas a diestra y siniestra, el joven
guapo, y ahora millonario, Íñigo, pidió silencio para ofrecer unas palabras
dedicadas a la cumpleañera: su cuñada Consuelo (su mujer en la práctica).
Señores,
estamos hoy reunidos en esta casa bendecida por Dios, Nuestro Señor… cuando las
llamas de los candelabros se apagaron como sopladas por un demonio. Nadie vio
nada y solo se oyeron gritos de dolor, masculinos y femeninos. Los
concurrentes, en medio de la confusión, se tropezaron unos contra otros en
busca de una salida o algún rincón seguro. Pasada la conmoción, un digno y
valiente caballero, nadie sabe cómo, encendió un lamparín. El círculo luminoso
que fue extendiéndose descubrió dos cuerpos ensangrentados claveteados con
hartas puñaladas: Íñigo y Consuelo yacían boca arriba, la mirada perdida en el
techo abovedado de la casa, la sangre burbujeando y agrandando el pozo de
sangre que aureolaba a cada cuerpo.
Los
ignorantes, que eran los más de los ciudadanos limeños, no dudaron en achacarle
los muertos al fantasma encapuchado que había trastornado al idiota de Miguel
Amado. Durante mucho tiempo, la gente se guardaba mucho de salir a las diez de
la noche. Trancaba las puertas para evitar que el encapuchado se colase en sus
viviendas y destripase a padres, hijos y abuelas.
***
Vengo a
confesar ante el excelentísimo señor alcalde que yo maté a la señora Consuelo y
al señor Íñigo de Ursán. Vengo a confesar el crimen y a justificarlo, ya que me
amparan y defienden los códigos del buen caballero prevalecientes en estos
reinos del Perú.
El alcalde
y el juez, vistiendo las togas oscuras y las pelucas acostumbradas del caso,
continuaron oyendo el alegato del señor Gutierre de Ursán quien había saldado
una cuenta vituperiosa con su esposa y su propio hermano.
Las
autoridades no encontraron ninguna mácula en los alegatos del acaudalado y
noble señor de Ursán. Había actuado en toda la regla. Había procedido con
justicia.
Pero,
estimado señor de Ursán, tendrá que pagar el monto de diez mil soles en calidad
de pena por haber usado el digno y santo hábito de los padres seráficos y haber
difundido así el terror entre todos los vecinos de la ciudad.
Tome usted, dijo el
señor Gutierre. El alcalde envió a un chulillo a que recibiese el dinero
contante y sonante del rico empresario. Queda pagada la única culpa que
cometí por lavar el albo ropaje de mi honor, concluyó Gutierre y bajó del
podio del acusado. Una semana después, regresó a España en donde deseaba morir,
lejos de la tierra en donde le habían puesto tremendos cuernos.
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