viernes, 28 de marzo de 2025

CUENTO PERUANO "ANARKO PALMA" de Daniel Gutiérrez Híjar - El asesino del pincel (Cuento inspirado en "El Cristo de la Agonía")

 


Nuestro artista era de un geniazo más atufado

que el mar cuando le duele la barriga y le entran retortijones.

Ricardo Palma

 

Este huevón está loco, pensó, presa del pánico, el famoso pintor Gorívar luego de ver cómo su maestro y tío, el reputado artista Miguel de Santiago, le rebanaba una oreja a su propia esposa.

¡Y no creas que tú te vas a salvar, pedazo de mierda!, le gritó Miguel, mientras Gorívar procuraba huir de su estupefacción para evitar que también le fueran a volar alguna parte de su cuerpo.

Miguel de Santiago tomó el fuete que se hallaba encima de la mesa y lo fustigó sobre el cuerpo de Gorívar hasta dejarlo completamente ensangrentado. Aterrorizado y adolorido, Gorívar logró escapar de la escena, clamando por ayuda a través de la calle solitaria.

***

¡Cómo que se ha vuelto loco!, prorrumpió el oidor Alcides luego de que Gorívar, maltrecho, las ropas sanguinolentas y desmenuzadas por los fuetazos, le hubo contado lo que acababa de suceder en casa de su tío, el afamado pintor Miguel de Santiago.

Ahora mismo voy para allá, determinó el oidor. Este le había encargado a Miguel la hechura de su retrato. Se suponía que todo marchaba bien y que, al día siguiente, ya lo tendría entre sus manos. Resultaba ahora, según le contó Gorívar, entre acezos y lágrimas de frustración y dolor, que Miguel no solo había mutilado a su propia esposa y castigado inmisericordemente al sobrino, sino que también había violentado su retrato.

Oiga, qué ha pasado aquí, prorrumpió el oidor Alcides luego de ingresar en la morada de Miguel de Santiago. La puerta había estado abierta. El pintor estaba acuclillado, de espaldas al enfurecido visitante, como hablando consigo mismo, observando un pedazo de tela.

El oidor paseó furibundamente la mirada por el cuarto que le servía al artista de estudio. En un rincón, notó el retrato prometido y pagado por adelantado con un forado que le penetraba la preclara frente. Entonces, se le decuplicó la ira. Avanzó con determinación hacia el artista que permanecía acuclillado, como llorando desconsoladamente. Pedazo de mierda, ahora me vas a explicar por qué carajos te has vuelto loco, explotó el oidor Alcides, determinado a romperle unas cuantas costillas al pintor. Este, como si lo hubiera picado un sablazo, recuperó la agilidad y, en tres precisos movimientos, se paró, saltó y cogió la daga con la que minutos antes le había cercenado la oreja a su mujer. El oidor no pudo evitar que el artista le clavara la daga en uno de los muslos y huyera hacia la iglesia más cercana.

***

El tribunal se había puesto en los zapatos del afamado artista Miguel de Santiago: que la esposa hubiera cometido el imperdonable desliz de mancharle un cuadro y hubiese pedido el dizque auxilio del sobrino Gorívar para disimular el lamparón acometiendo sus trazos, sus ajenas pinceladas, en el lienzo que tenía ya la impronta de don Miguel, era simplemente abominable. El jurado concluyó que el procesado Miguel de Santiago había actuado cegado por un impulso de ira completamente justificado. Por ello, ordenó que se le trocasen los cien latigazos que le hubieran correspondido, fueren otras las circunstancias, por la extensión del actual encierro que él mismo había buscado en uno de los claustros agustinianos. Un mes llevaba refugiado en aquellos recintos. El tribunal determinó que permaneciese allí trece meses más, cavilando y confiándole a Dios el examen de su conciencia.   

Durante el tiempo de su beatífica condena, produjo un cuadro al mes, obras de arte que hermosearon el templo de los padres agustinos.

***

Cuando un escritor es vencido por la página en blanco, se entrega con desmesura a la bebida. Cuando un pintor es derrotado por el lienzo vacuo, se convierte en asesino. Las palabras exigen sorbos de alma; los colores, chorros de sangre.

 ***

La paga va a ser la señalada en el aviso, jovencito impertinente, había dicho el pintor, un hombre de cuarenta y dos años, pero con el aspecto de uno de setenta. La voz era cavernosa. Las vocales retumbaban en los oídos de quien lo escuchaba, desatando ciertos miedos y precauciones.

¿Y qué tengo que hacer?

Haz lo que te diga y no te muevas. Punto, dijo el pintor, malhumorado.

Está bien, convino el muchacho, sin saber muy bien qué hacer. El pintor, un tipo algo bajo, medio rechoncho, de mirada huidiza, se había refugiado en una esquina de la habitación, alborotando una especie de alacena repleta de pinceles, brochas y pinturas. De pronto, se apresuró hacia la puerta del cuarto que comunicaba con otra habitación algo más pequeña y más oscura.

Ven aquí, muchacho; ayúdame con esto, dijo el artista, tratando de remover de su habitáculo unos gruesos maderos. Coge de aquí, carajo; rápido, que se me viene el mundo encima, gimió el pintor, esforzándose por no dejarse partir el cráneo o la espalda por los tablones.

Pintor y modelo formaron una cruz en el suelo con los dos pesados listones que trabajosamente sacaron del habitáculo.

Ahora, quítate la ropa y ponte como Cristo sobre esa cruz, ordenó el artista.

¿Que me quite la ropa?, dudó el muchacho.

Por supuesto, ¿o acaso has visto a Cristo crucificado con pantalones y camisa? ¡Vamos, quítate la ropa y crucifícate!

El muchacho no atinó a moverse.

Vamos, carajo, que no puedo perder el tiempo. La inspiración está muy cerca y debo estar preparado. Rápido, huevón, dijo el pintor, encendido a más no poder.

El muchacho, todavía dudando, se despojó de sus ropas y, desnudo, se tendió sobre la cruz. Extendió sus brazos sobre uno de los maderos y alargó las piernas sobre el listón transversal más largo. El pintor ajustó las extremidades del joven a los maderos con unas sogas que tenía ya acondicionadas para tal efecto.

Ahora, haz los gestos del mismo dolor de ese Cristo que ves enfrente, en esa pared, indicó secamente el pintor, que quería dejarse invadir por aquella inspiración que solía invadirlo en sus años mozos, esa inspiración que lo había llevado a establecerse de un prestigio que resonaba ya en España.

El artista se ubicó delante del lienzo en blanco. Le dio una mirada al joven que, en el suelo, había adoptado una posición que le permitiría sentirse cómodo durante el proceso creativo del viejo gruñón.

¿Cuánto tiempo tendré que estar así?, se preguntó el muchacho.

El pintor reflexionó rápidamente sobre el parecido del modelo con el Cristo rubio, de barba armoniosa y cabellos largos, que toda España y sus colonias reconocían como el Mesías. No hay nada que hacer; este galán me cayó del cielo, dijo para sus adentros. Pero el gesto mundano y despreocupado del rostro del modelo no lo convencía. Ese rostro no era el del Cristo doliente y agonizante.

Por más esfuerzo y concentración que le exprimían la frente, profundizándole los surcos horizontales que la cruzaban, el pintor no logró que su pincel imitase con genialidad el sufrimiento de Cristo. Al parecer, la culpa era del modelo.

¿Sufres? ¿Sufres?, le preguntaba el pintor. Tienes que sufrir, huevón. ¡Cómo voy a retratar el dolor divino si tú estás fresco como lechuga!

¿Por qué tendría que sufrir?, dijo el muchacho, que, de lo cómodo que se había colocado sobre los maderos, empezaba a cederle sus sentidos al sueño.

Porque ahorita estás interpretando a Cristo, carajo, al Cristo doliente. Por eso tienes que sufrir, se alteró el pintor.

Pero no estoy sufriendo, pues, huevón, reaccionó el mocoso. Y te vas dejando de cojudeces y me vas hablando bonito, viejo cojudo, le advirtió. Por trescientos soles no me vas a venir a gritar como si me hubieras parido. Estás muy huevón si vas a continuar así el resto del día, viejo conchatumadre, sentenció el muchacho.

Las palabras del joven enardecieron el espíritu del pintor, espíritu que iba humillado y enlodado en el fango de la mediocridad y la impotencia con el correr de cada minuto en ese lienzo de la desesperación.

¡Sufre, carajo, sufre!, demandó enloquecido el pintor, Cristo sufrió en esa cruz. Cristo murió de dolor en esa cruz. A Cristo se le partió el culo en esa cruz, carajo. Ponte a sufrir que necesito pintar el dolor del Señor, el más real que se haya visto en estos reinos de porquería.

Vete a la mierda, viejo cojudo, retrucó el modelo. Y sácame de aquí, exigió, harto de que lo trataran como cualquier huevada.

Para eso te pago, huevonazo, para que hagas lo que te diga. ¿No te lo canté clarito antes de que empezáramos?, profirió el viejo.

Métete tu plata al culo, huevón; y desátame ahorita, porfió el joven, tratando de aflojar las ataduras con lo brusquedad de sus forcejeos.

El pintor, furioso hasta la punta del pájaro, despertado por una idea súbita e inaplazable, volvió a refugiarse en el cuartito de donde había sacado los maderos y prontamente salió de ahí con una estaca, palo delgado y mortalmente puntiagudo. El joven, al ver semejante arma, dejó de patalear y forcejear. Los ojos, abiertos como pozos, llenos de terror, se preguntaron en qué clase de loco se había convertido el pintor, el viejo loco ese. Con la extrañeza aún encima, el joven agudizó su estupor al ver que el artista se le iba encima con la punta de la estaca por delante.

La punta del palo se le introdujo por debajo de las costillas y descendió, como chibolo cayendo por un tobogán grasiento, hasta perforarle la cabeza del estómago.

El puntazo no le generó ningún dolor: tal era el anonadamiento que todo lo que acababa de ocurrir le produjo. No podía explicarse cómo había terminado con un palo incrustado en el cuerpo cuando una hora antes había salido de su casa con la intención de ganarse un dinerito fácil. En esos primeros momentos de supuesta angustia, estaba desempeñando el papel de acucioso, aunque alelado, observador.

Al cabo de un minuto, pasado el asombro inicial y anestésico, el joven sintió, con inusitada fuerza, todo el ardor del palo balanceándose desde el fondo de sus entrañas. El pintor le había meneado la estaca para que el dolor fuese lo suficientemente divino. Cuando se la quitó, el hueco vomitó un grueso chorro de sangre. Jirones de piel quedaron adheridos a la estaca.

Viendo con satisfacción la impronta de su acción, el pintor arrojó la estaca hacia el otro lado del cuarto y corrió hacia su lienzo. Cogió los pinceles, preparó sus mezclas y empezó a copiar cada gesto del sufrimiento en el rostro del joven, quien lloraba y pedía ayuda rompiéndose la garganta inútilmente, me muero, carajo, ayuda; qué me has hecho, hijo de puta.

¡Esta es la cara del Cristo doliente, esta es su verdadera expresión, carajo! ¡Soy un maestro insuperable, soy un genio por la putamadre!, exclamaba el artista, totalmente imbuido en sus pinceladas y en el amalgamiento de sus colores. Cada trazo esgrimido con fiereza y primor trasmitía dolor y angustia.  El modelo, a un lado y con la lengua afuera, había dejado de moverse; sucumbía lentamente.

¡Bien, Miguel! Qué digo bien; ¡excelente, Miguel, de la reconchasumadre! ¡Así se hace!, deliraba el pintor observando el cuadro terminado. ¡Esto solo pudo haber salido del alma de un maestro de mi talla, carajo!, dijo, exultante.

Luego de haber celebrado con el alma la osadía y genialidad de su pincel, reparó en el joven que ya no se movía, que, con los ojos cerrados y un rictus inextricable en la cara, yacía exánime al lado de un inmenso pozo de sangre que parecía tragárselo.

¡Carajo! ¡Qué hice, mierda!, clamó el pintor. Se tomó la cabeza y se acercó cautelosamente al joven. Mierda, lo maté. Hundiendo las suelas de su calzado en la gruesa capa de sangre, se acercó al rostro del muerto y lo lapeó con fuerza. Despierta, mierda, despierta. El joven no respondió.

Y ahora qué hago, qué hago, carajo.

Dos golpes hicieron temblar la puerta de la casa. Oiga, oiga, abra la puerta.

El pintor se redujo a un animal desesperado. Miró al techo, al tragaluz, y no lo pensó tres veces; huyó.

***

Mira la expresión tan dolida, dice Juana.

¿Sabías que el pintor de este cuadro fue un asesino?, dice Pedro. La pareja visita el interior del Museo del Padre Almeida, ubicado en la calle Cementerio San Diego, en Quito, Ecuador.

No, dice Juana, concentrada más en el sufrimiento que vivía en el rostro del Cristo agonizante que en la noticia sobre los antecedentes del pintor.

Y lo que estás viendo no es el rostro de Cristo sino el de la persona que mató el pintor, dice Pedro.

¿Qué?, dice Juana, ahora sí interesada en lo que cuenta Pedro. Este asiente y, como leyéndole la mente a Juana, concluye: matar para crear. Increíble, ¿no?


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