Nuestro artista era de un geniazo más atufado
que el mar cuando le duele la barriga y le entran
retortijones.
Ricardo Palma
Este huevón
está loco, pensó, presa del pánico, el famoso pintor Gorívar
luego de ver cómo su maestro y tío, el reputado artista Miguel de Santiago, le
rebanaba una oreja a su propia esposa.
¡Y no creas
que tú te vas a salvar, pedazo de mierda!, le gritó Miguel, mientras
Gorívar procuraba huir de su estupefacción para evitar que también le fueran a
volar alguna parte de su cuerpo.
Miguel de
Santiago tomó el fuete que se hallaba encima de la mesa y lo fustigó sobre el
cuerpo de Gorívar hasta dejarlo completamente ensangrentado. Aterrorizado y
adolorido, Gorívar logró escapar de la escena, clamando por ayuda a través de
la calle solitaria.
***
¡Cómo que
se ha vuelto loco!, prorrumpió el oidor Alcides luego de que Gorívar,
maltrecho, las ropas sanguinolentas y desmenuzadas por los fuetazos, le hubo
contado lo que acababa de suceder en casa de su tío, el afamado pintor Miguel
de Santiago.
Ahora mismo
voy para allá, determinó el oidor. Este le había encargado a Miguel
la hechura de su retrato. Se suponía que todo marchaba bien y que, al día
siguiente, ya lo tendría entre sus manos. Resultaba ahora, según le contó
Gorívar, entre acezos y lágrimas de frustración y dolor, que Miguel no solo
había mutilado a su propia esposa y castigado inmisericordemente al sobrino,
sino que también había violentado su retrato.
Oiga, qué
ha pasado aquí, prorrumpió el oidor Alcides luego de ingresar en la
morada de Miguel de Santiago. La puerta había estado abierta. El pintor estaba
acuclillado, de espaldas al enfurecido visitante, como hablando consigo mismo,
observando un pedazo de tela.
El oidor
paseó furibundamente la mirada por el cuarto que le servía al artista de
estudio. En un rincón, notó el retrato prometido y pagado por adelantado con un
forado que le penetraba la preclara frente. Entonces, se le decuplicó la ira.
Avanzó con determinación hacia el artista que permanecía acuclillado, como
llorando desconsoladamente. Pedazo de mierda, ahora me vas a explicar por
qué carajos te has vuelto loco, explotó el oidor Alcides, determinado a
romperle unas cuantas costillas al pintor. Este, como si lo hubiera picado un
sablazo, recuperó la agilidad y, en tres precisos movimientos, se paró, saltó y
cogió la daga con la que minutos antes le había cercenado la oreja a su mujer.
El oidor no pudo evitar que el artista le clavara la daga en uno de los muslos
y huyera hacia la iglesia más cercana.
***
El tribunal
se había puesto en los zapatos del afamado artista Miguel de Santiago: que la
esposa hubiera cometido el imperdonable desliz de mancharle un cuadro y hubiese
pedido el dizque auxilio del sobrino Gorívar para disimular el lamparón
acometiendo sus trazos, sus ajenas pinceladas, en el lienzo que tenía ya la
impronta de don Miguel, era simplemente abominable. El jurado concluyó que el
procesado Miguel de Santiago había actuado cegado por un impulso de ira
completamente justificado. Por ello, ordenó que se le trocasen los cien
latigazos que le hubieran correspondido, fueren otras las circunstancias, por
la extensión del actual encierro que él mismo había buscado en uno de los
claustros agustinianos. Un mes llevaba refugiado en aquellos recintos. El
tribunal determinó que permaneciese allí trece meses más, cavilando y
confiándole a Dios el examen de su conciencia.
Durante el
tiempo de su beatífica condena, produjo un cuadro al mes, obras de arte que
hermosearon el templo de los padres agustinos.
***
Cuando un
escritor es vencido por la página en blanco, se entrega con desmesura a la
bebida. Cuando un pintor es derrotado por el lienzo vacuo, se convierte en
asesino. Las palabras exigen sorbos de alma; los colores, chorros de sangre.
***
La paga va
a ser la señalada en el aviso, jovencito impertinente, había
dicho el pintor, un hombre de cuarenta y dos años, pero con el aspecto de uno
de setenta. La voz era cavernosa. Las vocales retumbaban en los oídos de quien
lo escuchaba, desatando ciertos miedos y precauciones.
¿Y qué
tengo que hacer?
Haz lo que
te diga y no te muevas. Punto, dijo el pintor, malhumorado.
Está bien, convino
el muchacho, sin saber muy bien qué hacer. El pintor, un tipo algo bajo, medio
rechoncho, de mirada huidiza, se había refugiado en una esquina de la
habitación, alborotando una especie de alacena repleta de pinceles, brochas y
pinturas. De pronto, se apresuró hacia la puerta del cuarto que comunicaba con
otra habitación algo más pequeña y más oscura.
Ven aquí,
muchacho; ayúdame con esto, dijo el artista, tratando de remover de su
habitáculo unos gruesos maderos. Coge de aquí, carajo; rápido, que se me
viene el mundo encima, gimió el pintor, esforzándose por no dejarse partir
el cráneo o la espalda por los tablones.
Pintor y modelo
formaron una cruz en el suelo con los dos pesados listones que trabajosamente
sacaron del habitáculo.
Ahora,
quítate la ropa y ponte como Cristo sobre esa cruz, ordenó el
artista.
¿Que me
quite la ropa?, dudó el muchacho.
Por
supuesto, ¿o acaso has visto a Cristo crucificado con pantalones y camisa? ¡Vamos,
quítate la ropa y crucifícate!
El muchacho
no atinó a moverse.
Vamos, carajo,
que no puedo perder el tiempo. La inspiración está muy cerca y debo estar
preparado. Rápido, huevón, dijo el pintor, encendido a más no poder.
El
muchacho, todavía dudando, se despojó de sus ropas y, desnudo, se tendió sobre
la cruz. Extendió sus brazos sobre uno de los maderos y alargó las piernas
sobre el listón transversal más largo. El pintor ajustó las extremidades del
joven a los maderos con unas sogas que tenía ya acondicionadas para tal efecto.
Ahora, haz
los gestos del mismo dolor de ese Cristo que ves enfrente, en esa pared, indicó secamente
el pintor, que quería dejarse invadir por aquella inspiración que solía
invadirlo en sus años mozos, esa inspiración que lo había llevado a
establecerse de un prestigio que resonaba ya en España.
El artista
se ubicó delante del lienzo en blanco. Le dio una mirada al joven que, en el
suelo, había adoptado una posición que le permitiría sentirse cómodo durante el
proceso creativo del viejo gruñón.
¿Cuánto
tiempo tendré que estar así?, se preguntó el muchacho.
El pintor
reflexionó rápidamente sobre el parecido del modelo con el Cristo rubio, de
barba armoniosa y cabellos largos, que toda España y sus colonias reconocían
como el Mesías. No hay nada que hacer; este galán me cayó del cielo, dijo
para sus adentros. Pero el gesto mundano y despreocupado del rostro del modelo
no lo convencía. Ese rostro no era el del Cristo doliente y agonizante.
Por más
esfuerzo y concentración que le exprimían la frente, profundizándole los surcos
horizontales que la cruzaban, el pintor no logró que su pincel imitase con
genialidad el sufrimiento de Cristo. Al parecer, la culpa era del modelo.
¿Sufres?
¿Sufres?, le preguntaba el pintor. Tienes que sufrir, huevón. ¡Cómo voy a
retratar el dolor divino si tú estás fresco como lechuga!
¿Por qué
tendría que sufrir?, dijo el muchacho, que, de lo cómodo que se había
colocado sobre los maderos, empezaba a cederle sus sentidos al sueño.
Porque ahorita
estás interpretando a Cristo, carajo, al Cristo doliente. Por eso tienes que
sufrir, se alteró el pintor.
Pero no
estoy sufriendo, pues, huevón, reaccionó el mocoso. Y te vas dejando de
cojudeces y me vas hablando bonito, viejo cojudo, le advirtió. Por
trescientos soles no me vas a venir a gritar como si me hubieras parido. Estás
muy huevón si vas a continuar así el resto del día, viejo conchatumadre,
sentenció el muchacho.
Las
palabras del joven enardecieron el espíritu del pintor, espíritu que iba
humillado y enlodado en el fango de la mediocridad y la impotencia con el
correr de cada minuto en ese lienzo de la desesperación.
¡Sufre,
carajo, sufre!, demandó enloquecido el pintor, Cristo sufrió en
esa cruz. Cristo murió de dolor en esa cruz. A Cristo se le partió el culo en
esa cruz, carajo. Ponte a sufrir que necesito pintar el dolor del Señor, el más
real que se haya visto en estos reinos de porquería.
Vete a la
mierda, viejo cojudo, retrucó el modelo. Y sácame de aquí, exigió,
harto de que lo trataran como cualquier huevada.
Para eso te
pago, huevonazo, para que hagas lo que te diga. ¿No te lo canté clarito antes
de que empezáramos?, profirió el viejo.
Métete tu
plata al culo, huevón; y desátame ahorita, porfió el joven, tratando de
aflojar las ataduras con lo brusquedad de sus forcejeos.
El pintor,
furioso hasta la punta del pájaro, despertado por una idea súbita e
inaplazable, volvió a refugiarse en el cuartito de donde había sacado los
maderos y prontamente salió de ahí con una estaca, palo delgado y mortalmente
puntiagudo. El joven, al ver semejante arma, dejó de patalear y forcejear. Los
ojos, abiertos como pozos, llenos de terror, se preguntaron en qué clase de
loco se había convertido el pintor, el viejo loco ese. Con la extrañeza aún
encima, el joven agudizó su estupor al ver que el artista se le iba encima con
la punta de la estaca por delante.
La punta
del palo se le introdujo por debajo de las costillas y descendió, como chibolo
cayendo por un tobogán grasiento, hasta perforarle la cabeza del estómago.
El puntazo
no le generó ningún dolor: tal era el anonadamiento que todo lo que acababa de
ocurrir le produjo. No podía explicarse cómo había terminado con un palo
incrustado en el cuerpo cuando una hora antes había salido de su casa con la
intención de ganarse un dinerito fácil. En esos primeros momentos de supuesta
angustia, estaba desempeñando el papel de acucioso, aunque alelado, observador.
Al cabo de
un minuto, pasado el asombro inicial y anestésico, el joven sintió, con inusitada
fuerza, todo el ardor del palo balanceándose desde el fondo de sus entrañas. El
pintor le había meneado la estaca para que el dolor fuese lo suficientemente
divino. Cuando se la quitó, el hueco vomitó un grueso chorro de sangre. Jirones
de piel quedaron adheridos a la estaca.
Viendo con
satisfacción la impronta de su acción, el pintor arrojó la estaca hacia el otro
lado del cuarto y corrió hacia su lienzo. Cogió los pinceles, preparó sus
mezclas y empezó a copiar cada gesto del sufrimiento en el rostro del joven,
quien lloraba y pedía ayuda rompiéndose la garganta inútilmente, me muero,
carajo, ayuda; qué me has hecho, hijo de puta.
¡Esta es la
cara del Cristo doliente, esta es su verdadera expresión, carajo! ¡Soy un
maestro insuperable, soy un genio por la putamadre!, exclamaba
el artista, totalmente imbuido en sus pinceladas y en el amalgamiento de sus colores.
Cada trazo esgrimido con fiereza y primor trasmitía dolor y angustia. El modelo, a un lado y con la lengua afuera, había
dejado de moverse; sucumbía lentamente.
¡Bien,
Miguel! Qué digo bien; ¡excelente, Miguel, de la reconchasumadre! ¡Así se hace!, deliraba
el pintor observando el cuadro terminado. ¡Esto solo pudo haber salido del
alma de un maestro de mi talla, carajo!, dijo, exultante.
Luego de
haber celebrado con el alma la osadía y genialidad de su pincel, reparó en el
joven que ya no se movía, que, con los ojos cerrados y un rictus inextricable
en la cara, yacía exánime al lado de un inmenso pozo de sangre que parecía
tragárselo.
¡Carajo!
¡Qué hice, mierda!, clamó el pintor. Se tomó la cabeza y se acercó
cautelosamente al joven. Mierda, lo maté. Hundiendo las suelas de su
calzado en la gruesa capa de sangre, se acercó al rostro del muerto y lo lapeó
con fuerza. Despierta, mierda, despierta. El joven no respondió.
Y ahora qué
hago, qué hago, carajo.
Dos golpes
hicieron temblar la puerta de la casa. Oiga, oiga, abra la puerta.
El pintor
se redujo a un animal desesperado. Miró al techo, al tragaluz, y no lo pensó
tres veces; huyó.
***
Mira la
expresión tan dolida, dice Juana.
¿Sabías que
el pintor de este cuadro fue un asesino?, dice Pedro. La pareja visita
el interior del Museo del Padre Almeida, ubicado en la calle Cementerio San
Diego, en Quito, Ecuador.
No, dice
Juana, concentrada más en el sufrimiento que vivía en el rostro del Cristo
agonizante que en la noticia sobre los antecedentes del pintor.
Y lo que
estás viendo no es el rostro de Cristo sino el de la persona que mató el pintor, dice
Pedro.
¿Qué?, dice
Juana, ahora sí interesada en lo que cuenta Pedro. Este asiente y, como
leyéndole la mente a Juana, concluye: matar para crear. Increíble, ¿no?
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