En la venganza, como en el amor,
la mujer es más bárbara que el hombre.
Friedrich Nietzsche
No cabía
duda; él mismo acababa de ver, por el agujero de la puerta que lo mantenía ¿a
salvo? de lo que ocurría en la otra habitación, cómo la mujer a la que tantos
chicoleos le había dedicado clavó tremendo puñal en el corazón de aquel
infortunado.
Y encima
tuerce el puñal, mira, ve, se angustiaba Fortunato, el ojo, aún curioso y
aterrado, prendido de la abertura de la cerradura de la puerta, obediente, a
pesar del baño de sangre del que era testigo, a la indicación de la asesina: Quédate
aquí. No vayas a salir por nada del mundo.
Y hacía un
ratito nomás había estado tirando con él. ¿Era su marido? Entonces, ¿por qué lo
está matando? ¿No se supone que el muerto debería ser yo? Las
preguntas sin respuesta, que nacían precipitadamente en la cabeza de Fortunato,
amanuense de la escribanía mayor del gobierno del virrey de Croix, ganaban
volumen en posibilidades y suspicacias para luego chocar entre sí y tender aún más
oscuridad en el asunto.
Veía sin
ver, por eso, no se dio cabal cuenta de que Benedicta le acababa de abrir la
puerta y, extendiéndole una mano, lo invitaba a salir de su reclusión. Ya
todo ha terminado, le dijo. Él vio el vestido macabramente salpicado de
sangre ajena y el rostro angelical de la mujer que tanto codició tiznado con el
aura de la muerte. Si me quieres a tu lado por el resto de la eternidad,
debes hacerme un tremendo favor. Fortunato tomó su mano, se levantó de la
posición a la que el miedo lo hubo reducido y se aprestó a regresar nuevamente
al mundo real.
¿Qué favor?, dijo, con
una voz que intentaba sostenerse por sí misma.
***
Yo no me
voy a casar con ese viejo apestoso, afirmó Benedicta, bella limeña de muy humilde condición.
Sus padres habían fallecido trágica e inexplicablemente sin haberle dejado
herencia alguna. Solo porque es su amigo y tiene plata no voy a aceptar que
usted me case con ese viejo, tía. ¿Nunca le ha sentido usted que la ropa le
apesta a pichi? Es asqueroso.
A mí no me
engañas, pendeja, respondía la tía, persiguiendo a la sobrina con el
palo de la escoba. Te haces la mosca muerta cuando bien que ya conoces cómo
sacarles la leche a los hombres.
Dada la
pequeñez de la casa, la insolente e indomable sobrina terminaba recibiendo los
duros golpes que la vida les reservaba a sus más descollantes engendros.
***
La vieja no
sospecha nada, le dijo Benedicta.
Pero yo soy
un tipo con muchas ambiciones, mi amor. No creas que voy a ser pobre toda mi
vida. Pronto voy a despegar, soñó Aquilino, sosteniendo y besando la mano de su
amada. Para que me acepte, dile a tu tía que soy un hombre de grandes
ambiciones, mi amor.
La bruja de
mi tía no quiere ambiciones, Aquilino. Ella quiere plata; monedas contantes y
sonantes ahora mismo. Y eso solo me lo puede dar el viejo decrépito con el que
me quiere casar, dijo Benedicta, odiando a su tía, detestando al
mundo por pincharle la burbuja de su acrisolado amor con sus dardos de plata y
conveniencias.
Entonces,
vámonos, huyamos. Con gente como tu tía no se puede conversar. Nunca va a
entender la naturaleza de nuestro gran amor. Aquilino era veloz. Mientras
le hablaba de amores en fuga y pasiones guiadas por la ternura y la fe, la
había despojado de todititas sus ropas. Tenía la pinga dura y lista a hundirla
en donde tanto deseaba.
***
Me encontré
por Acho a la puta de mi sobrina, dijo doña Bernardina, la voz bronca e intimidante.
¡Caramba,
comadre! No se exprese así de la muchacha, dijo Pancracio. No llegué
a casarme con ella, pero siento como si hubiera sido mi mujer. Le tengo cariño
a su sobrina, comadre. Respete mis sentimientos.
¡Qué
sentimientos, compadre!, retrucó la viejecilla, quien, a pesar de su frágil
apariencia, era una megera de cuidado. Esa puta debió haber pensado en su
futuro. Lo ha dejado a usted, la seguridad que le podía usted dar, por ir detrás
de un pezuñento muerto de hambre, bufó.
Las
muchachas de estos tiempos ya no piensan con la cabeza, comadre. Ahora se las
pasan en las nubes soñando con muertos de hambre de cara bonita que luego
terminan dándoles una vida de perros. Así es, comadre. Más no se puede hacer.
Yo, sí, estoy solo, pero muy bien económicamente hablando. Plata no me falta,
para qué. Mi negocio cada día está más fuerte, dijo Pancracio.
¡Qué
suerte, compadre!
Cuál
suerte, comadre. La suerte no existe. Es trabajo puro y duro. Fíjese que el mayordomo
del virrey es ahora mi casero, comadre. Todos los días va a comprarme los
huevos para el desayuno de su jefe.
¿Y por qué
le compra a usted y no a los tenderos que tienen sus negocios más cerca de
palacio?
Por el
trabajo, comadre, por el trabajo que yo sí me doy de aguantarle sus tonterías.
El mayordomo quiere que los huevos tengan ciertas medidas y cierto peso. Y
ninguno de los otros tenderos, por flojos, se da el trabajo de complacerlo. Yo
sí me doy ese trabajo. Y le tengo la paciencia para que escoja los huevos que
le llevará al virrey. Y eso me ha generado que él disponga que gran parte de la
verdulería y carnicería que se come en palacio provenga también de mi tienda. El relato
que ensalzaba sus cualidades fenicias lo llenaron de orgullo y los ojos le
brillaron. Así que aquí no hay suerte, comadre; hay trabajo, trabajo y más
trabajo.
La cojuda
de mi sobrina se perdió a un gran hombre, dijo la mujer con pena y
rabia por no poder disfrutar parejamente de las ingentes monedas que su
compadre generaba gracias al virrey de Croix.
***
Luego de
unos minutos, Fortunato se armó de valor para dejar de coser el cuerpo del
muerto al costal que Benedicta le había alcanzado.
No solo hay
que meterlo en el costal, también tienes que coserlo al costal, le había
indicado ella mientras él aún trataba de procesar lo que aquella mujer de
apariencia angelical había hecho hacía unos momentos.
Mira; a
este costal le he cosido este cinturón de rocas para que el cuerpo se vaya
derechito al fondo del río, que es donde pertenece este infeliz. Por eso debes
asegurarte de que el cuerpo quede bien cosido a esto, le había
dicho Benedicta. Todavía en shock, el cuerpo temblando, sin saber cómo estaba
siendo capaz de perforar con esa tremenda aguja la piel de un ser humano y
pasarle una gruesa cuerda por entre las venas, dejó su labor y le preguntó por
qué, por qué había apuñalado así a ese hombre.
Porque me
convirtió en esto, dijo ella, ocupada en limpiar el desastre sangriento
que decoraba macabramente la escena.
No entiendo, dijo
Fortunato.
Porque jugó
con mi honra. Me prometió amor, una familia, un nombre y lo primero que hizo
luego de usarme como su puta fue irse detrás de lo que verdaderamente adoraba:
la plata. Se largó a Cerro de Pasco en donde se hizo minero y casó con una
cojuda de buena familia. Y yo, yo me quedé aquí, deshonrada en esta ciudad de
mierda que te juzga con la mirada y te cierra las puertas de la honra y de la
moral ni bien creen que no pasas por la horma de sus calzados. Y me volví
costurera. Por eso, apenas me veías salir de este cuartucho. Solo salía de aquí
los jueves y los domingos; los jueves para recoger y dejar los trabajos que me
encargaban, y los domingos para ir a misa. Este cuartito miserable ha sido mi
hogar gracias a que este hijo de puta jugo conmigo y con mi honra. La vieja de
mi tía me botó de su casa cuando me escapé con él. Mi tía era otra loca de
mierda que quería casarme con un viejo millonario, pero gordo, feo y apestoso.
Con el correr
de la historia, Fortunato halló confort y alivio; logró ponerse en los zapatos
de su amada. Claro, Benedicta estaba en todo el derecho de vengar esa injuria.
Si él hubiera sabido toda esa historia, él mismo le habría hundido el puñal al
desgraciado este que he vuelto a coser al costal, ahora sí convencido de que se
merece este final.
***
¿No hay
nadie?, dijo Benedicta.
Nadie, confirmó
Fortunato, la cabeza zambullida en la más absoluta oscuridad de las once de esa
noche limeña. ¿Crees que podremos llevar el cuerpo de este imbécil hasta el
río? ¿No será muy peligroso?
A esta
hora, hasta el diablo tiene miedo de salir, dijo fríamente Benedicta. Nadie
nos va a ver.
¿Pero y si
nos ven?
Eres terco,
¿no?
¿Terco? No.
Lo que pasa es que me estoy cagando de miedo, se franqueó Fortunato.
Oye, por si
acaso, a mí me gustan los machos; no los maricones. Si te vas a poner en ese
plan, lárgate ahorita mismo de mi casa y no vuelvas a buscarme más. Y si dices
algo de lo que has visto aquí, ya sabes cómo soy tan capaz de usar un cuchillo
para vengarme cuando me lo propongo, expuso Benedicta. Por la mirada, ahora algo más
resuelta de Fortunato, el punto había quedado claro.
***
No te puedo
creer, dijo Carla. ¿Cómo no se pudo haber dado cuenta el huevón?
Yo creo que
con el barajo de ayudarlo a acomodarle el muerto a la espalda, ni cuenta se dio
de que ella le estaba cosiendo el costal al abrigo. Además, por el pánico que
debía de estar sintiendo, no la sintió para nada, dijo Enrique.
Se quitó la camisa y quedó en bividí. Tenía toda la confianza de que con unos
cuantos minutos más, Carla caería redondita.
Qué fea
muerte. Imagínate: soltar el costal y luego sentir que algo te arrastra a ti
también, con costal y todo, hasta el fondo del río. Y el río Rímac encima. Qué
fea muerte, se sorprendió Carla. La falda era corta. Los muslos
invitaban a un mundo de fantasías sin par.
Entonces,
¿te quedo claro el cuento de Palma?, dijo Enrique. Carla le había pedido que la ayudara con
la tarea de Literatura y él había aceptado en una. Había que ser bien cojudo
para ser incapaz de explicar un cuento.
Sí, súper
claro, dijo Carla, cuando sintió que una lengua empezaba a devorarle el
cuello.
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