viernes, 28 de marzo de 2025

CUENTO PERUANO "ANARKO PALMA" de Daniel Gutiérrez Híjar - Con el amor de una mujer no se juega (Cuento inspirado en La gatita de Mari-Ramos que halaga con la cola y araña con las manos)

 


En la venganza, como en el amor,

la mujer es más bárbara que el hombre.

Friedrich Nietzsche

 

No cabía duda; él mismo acababa de ver, por el agujero de la puerta que lo mantenía ¿a salvo? de lo que ocurría en la otra habitación, cómo la mujer a la que tantos chicoleos le había dedicado clavó tremendo puñal en el corazón de aquel infortunado.

Y encima tuerce el puñal, mira, ve, se angustiaba Fortunato, el ojo, aún curioso y aterrado, prendido de la abertura de la cerradura de la puerta, obediente, a pesar del baño de sangre del que era testigo, a la indicación de la asesina: Quédate aquí. No vayas a salir por nada del mundo.

Y hacía un ratito nomás había estado tirando con él. ¿Era su marido? Entonces, ¿por qué lo está matando? ¿No se supone que el muerto debería ser yo? Las preguntas sin respuesta, que nacían precipitadamente en la cabeza de Fortunato, amanuense de la escribanía mayor del gobierno del virrey de Croix, ganaban volumen en posibilidades y suspicacias para luego chocar entre sí y tender aún más oscuridad en el asunto.

Veía sin ver, por eso, no se dio cabal cuenta de que Benedicta le acababa de abrir la puerta y, extendiéndole una mano, lo invitaba a salir de su reclusión. Ya todo ha terminado, le dijo. Él vio el vestido macabramente salpicado de sangre ajena y el rostro angelical de la mujer que tanto codició tiznado con el aura de la muerte. Si me quieres a tu lado por el resto de la eternidad, debes hacerme un tremendo favor. Fortunato tomó su mano, se levantó de la posición a la que el miedo lo hubo reducido y se aprestó a regresar nuevamente al mundo real.

¿Qué favor?, dijo, con una voz que intentaba sostenerse por sí misma.

***

Yo no me voy a casar con ese viejo apestoso, afirmó Benedicta, bella limeña de muy humilde condición. Sus padres habían fallecido trágica e inexplicablemente sin haberle dejado herencia alguna. Solo porque es su amigo y tiene plata no voy a aceptar que usted me case con ese viejo, tía. ¿Nunca le ha sentido usted que la ropa le apesta a pichi? Es asqueroso.

A mí no me engañas, pendeja, respondía la tía, persiguiendo a la sobrina con el palo de la escoba. Te haces la mosca muerta cuando bien que ya conoces cómo sacarles la leche a los hombres.

Dada la pequeñez de la casa, la insolente e indomable sobrina terminaba recibiendo los duros golpes que la vida les reservaba a sus más descollantes engendros.

***

La vieja no sospecha nada, le dijo Benedicta.

Pero yo soy un tipo con muchas ambiciones, mi amor. No creas que voy a ser pobre toda mi vida. Pronto voy a despegar, soñó Aquilino, sosteniendo y besando la mano de su amada. Para que me acepte, dile a tu tía que soy un hombre de grandes ambiciones, mi amor.

La bruja de mi tía no quiere ambiciones, Aquilino. Ella quiere plata; monedas contantes y sonantes ahora mismo. Y eso solo me lo puede dar el viejo decrépito con el que me quiere casar, dijo Benedicta, odiando a su tía, detestando al mundo por pincharle la burbuja de su acrisolado amor con sus dardos de plata y conveniencias.

Entonces, vámonos, huyamos. Con gente como tu tía no se puede conversar. Nunca va a entender la naturaleza de nuestro gran amor. Aquilino era veloz. Mientras le hablaba de amores en fuga y pasiones guiadas por la ternura y la fe, la había despojado de todititas sus ropas. Tenía la pinga dura y lista a hundirla en donde tanto deseaba.

***

Me encontré por Acho a la puta de mi sobrina, dijo doña Bernardina, la voz bronca e intimidante.

¡Caramba, comadre! No se exprese así de la muchacha, dijo Pancracio. No llegué a casarme con ella, pero siento como si hubiera sido mi mujer. Le tengo cariño a su sobrina, comadre. Respete mis sentimientos.

¡Qué sentimientos, compadre!, retrucó la viejecilla, quien, a pesar de su frágil apariencia, era una megera de cuidado. Esa puta debió haber pensado en su futuro. Lo ha dejado a usted, la seguridad que le podía usted dar, por ir detrás de un pezuñento muerto de hambre, bufó.

Las muchachas de estos tiempos ya no piensan con la cabeza, comadre. Ahora se las pasan en las nubes soñando con muertos de hambre de cara bonita que luego terminan dándoles una vida de perros. Así es, comadre. Más no se puede hacer. Yo, sí, estoy solo, pero muy bien económicamente hablando. Plata no me falta, para qué. Mi negocio cada día está más fuerte, dijo Pancracio.

¡Qué suerte, compadre!

Cuál suerte, comadre. La suerte no existe. Es trabajo puro y duro. Fíjese que el mayordomo del virrey es ahora mi casero, comadre. Todos los días va a comprarme los huevos para el desayuno de su jefe.

¿Y por qué le compra a usted y no a los tenderos que tienen sus negocios más cerca de palacio?

Por el trabajo, comadre, por el trabajo que yo sí me doy de aguantarle sus tonterías. El mayordomo quiere que los huevos tengan ciertas medidas y cierto peso. Y ninguno de los otros tenderos, por flojos, se da el trabajo de complacerlo. Yo sí me doy ese trabajo. Y le tengo la paciencia para que escoja los huevos que le llevará al virrey. Y eso me ha generado que él disponga que gran parte de la verdulería y carnicería que se come en palacio provenga también de mi tienda. El relato que ensalzaba sus cualidades fenicias lo llenaron de orgullo y los ojos le brillaron. Así que aquí no hay suerte, comadre; hay trabajo, trabajo y más trabajo.

La cojuda de mi sobrina se perdió a un gran hombre, dijo la mujer con pena y rabia por no poder disfrutar parejamente de las ingentes monedas que su compadre generaba gracias al virrey de Croix.  

***

Luego de unos minutos, Fortunato se armó de valor para dejar de coser el cuerpo del muerto al costal que Benedicta le había alcanzado.

No solo hay que meterlo en el costal, también tienes que coserlo al costal, le había indicado ella mientras él aún trataba de procesar lo que aquella mujer de apariencia angelical había hecho hacía unos momentos.

Mira; a este costal le he cosido este cinturón de rocas para que el cuerpo se vaya derechito al fondo del río, que es donde pertenece este infeliz. Por eso debes asegurarte de que el cuerpo quede bien cosido a esto, le había dicho Benedicta. Todavía en shock, el cuerpo temblando, sin saber cómo estaba siendo capaz de perforar con esa tremenda aguja la piel de un ser humano y pasarle una gruesa cuerda por entre las venas, dejó su labor y le preguntó por qué, por qué había apuñalado así a ese hombre.

Porque me convirtió en esto, dijo ella, ocupada en limpiar el desastre sangriento que decoraba macabramente la escena.

No entiendo, dijo Fortunato.

Porque jugó con mi honra. Me prometió amor, una familia, un nombre y lo primero que hizo luego de usarme como su puta fue irse detrás de lo que verdaderamente adoraba: la plata. Se largó a Cerro de Pasco en donde se hizo minero y casó con una cojuda de buena familia. Y yo, yo me quedé aquí, deshonrada en esta ciudad de mierda que te juzga con la mirada y te cierra las puertas de la honra y de la moral ni bien creen que no pasas por la horma de sus calzados. Y me volví costurera. Por eso, apenas me veías salir de este cuartucho. Solo salía de aquí los jueves y los domingos; los jueves para recoger y dejar los trabajos que me encargaban, y los domingos para ir a misa. Este cuartito miserable ha sido mi hogar gracias a que este hijo de puta jugo conmigo y con mi honra. La vieja de mi tía me botó de su casa cuando me escapé con él. Mi tía era otra loca de mierda que quería casarme con un viejo millonario, pero gordo, feo y apestoso.

Con el correr de la historia, Fortunato halló confort y alivio; logró ponerse en los zapatos de su amada. Claro, Benedicta estaba en todo el derecho de vengar esa injuria. Si él hubiera sabido toda esa historia, él mismo le habría hundido el puñal al desgraciado este que he vuelto a coser al costal, ahora sí convencido de que se merece este final.

 ***

¿No hay nadie?, dijo Benedicta.

Nadie, confirmó Fortunato, la cabeza zambullida en la más absoluta oscuridad de las once de esa noche limeña. ¿Crees que podremos llevar el cuerpo de este imbécil hasta el río? ¿No será muy peligroso?

A esta hora, hasta el diablo tiene miedo de salir, dijo fríamente Benedicta. Nadie nos va a ver.

¿Pero y si nos ven?

Eres terco, ¿no?

¿Terco? No. Lo que pasa es que me estoy cagando de miedo, se franqueó Fortunato.

Oye, por si acaso, a mí me gustan los machos; no los maricones. Si te vas a poner en ese plan, lárgate ahorita mismo de mi casa y no vuelvas a buscarme más. Y si dices algo de lo que has visto aquí, ya sabes cómo soy tan capaz de usar un cuchillo para vengarme cuando me lo propongo, expuso Benedicta. Por la mirada, ahora algo más resuelta de Fortunato, el punto había quedado claro.

***

No te puedo creer, dijo Carla. ¿Cómo no se pudo haber dado cuenta el huevón?

Yo creo que con el barajo de ayudarlo a acomodarle el muerto a la espalda, ni cuenta se dio de que ella le estaba cosiendo el costal al abrigo. Además, por el pánico que debía de estar sintiendo, no la sintió para nada, dijo Enrique. Se quitó la camisa y quedó en bividí. Tenía toda la confianza de que con unos cuantos minutos más, Carla caería redondita.

Qué fea muerte. Imagínate: soltar el costal y luego sentir que algo te arrastra a ti también, con costal y todo, hasta el fondo del río. Y el río Rímac encima. Qué fea muerte, se sorprendió Carla. La falda era corta. Los muslos invitaban a un mundo de fantasías sin par.

Entonces, ¿te quedo claro el cuento de Palma?, dijo Enrique. Carla le había pedido que la ayudara con la tarea de Literatura y él había aceptado en una. Había que ser bien cojudo para ser incapaz de explicar un cuento.

Sí, súper claro, dijo Carla, cuando sintió que una lengua empezaba a devorarle el cuello.


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