viernes, 28 de marzo de 2025

CUENTO PERUANO "ANARKO PALMA" de Daniel Gutiérrez Híjar - Tú la tienes que pagar (Cuento inspirado en Palabra suelta no tiene vuelta)

 

Ojo por ojo; la esencia de todas las venganzas.

John Katzenbach

 

¿El mismo día de su boda?

El mismo día, confirmó.

¡Increíble! ¿Y qué hizo su viejo?

El huevón del viejo no hizo mucho. Solo se limitó a pedir disculpas por la fuga de su hija poniendo cara de cojudo.

Yo, en su lugar, le hubiera sacado la mierda al novio. ¡Imagínate! Que alguien le diga puta a mi hija en su propia boda. Y que ese alguien encima sea su futuro esposo. ¡Ta huevón! Yo lo hubiera destrabado a puñetazos ahí mismo.

Yo también, cojudo.

Los dialogantes empinaron los codos. Las gargantas bañaron su sed y quedaron listas para continuar con el cotillón.  

¿Y dice que la chibola no ha salido de su cuarto desde ese día?

Así es, dijo el otro tras contener un eructo. Con las justas deja que la vea su vieja y una sirvienta que tiene.

Se vaciaron una botella más de vino. Las voces ya no eran discretas; tronaban en el ambiente, jalonando las orejas de los borrachines vecinos.

Puede ser el engreído de quien chucha quieras, pero por algo el virrey no fue a su boda. Al virrey le llega al pincho todos los galardones de ese huevón, porque sabe que, en el fondo, es un buen pedazo de mierda. Y eso quedó confirmado, compare, porque solo un gran pedazo de mierda llama puta de mierda de su mujer en plena boda. El eructo que colofonó lo dicho fue remecedor. Continuó: Como dice el dicho, la mona, aunque se vista de seda, mona se queda. Y ese compare siempre será un bruto por muy importante que sea o llegue a ser en la corte del virrey.

¿Qué has dicho, imbécil?, dijo Sebastián, brigadier español a quien, sin duda alguna, iban dirigidas esas acres palabras. Repíteme lo que acabas de decir, malparido, volvió a ladrar el militar, que también acababa de ser nombrado gobernador con la anuencia de Fernando VII, rey de España.

¿Qué parte quieres que te repita? ¿Cuando digo que eres un bruto?, dijo el interpelado, sin dar trazas de sumisión.

Sebastián desenvainó su espada.

Esta espada, miserable de mierda, me ha llevado a puestos y rangos que cualquier militar soñaría con conquistar a los treinta años. Y con esta misma espada voy a hacer que tu cabeza termine en este suelo mugre, oe, reconchatumare, si no te me retractas ahorita mismo, dijo Sebastián.

A eso me refiero, dijo el amenazado sin perder la compostura u orinarse en los pantalones, a pesar de que la punta de la espada de Sebastián oscilaba a pocos centímetros de su cuello. Perdiste a tu mujer por llamarla puta en plena ceremonia. ¿A quién se le ocurre? No eres capaz de ser un noble caballero como lo aseguran tus títulos. Eres un huevón cachaco más, como cualquiera de nosotros aquí. Nada más. Solo eres eso. O, si no, demuéstranos que eres un caballero. Trata de hablar sin decir lisuras, sin ladrar groserías. Que tu lengua tenga la nobleza de tus muchos títulos, huevonazo.

Cada palabra fue un sablazo en el ego de Sebastián. Cada admonición fue mucho más filuda y efectiva que esa espada que lenta e impotentemente se volvía a envainar.  

Tras sostenerle la mirada a su fulminante crítico, Sebastián abandonó el lugar.

***

Oye, le dijo el hombre a su mujer, la próxima semana se cumple ya un año de la boda frustrada de la bebe, ¿no?

La mujer, que bordaba tranquilamente acomodada en uno de los sillones del amplio salón de su palacete ubicado a pocas cuadras del palacio del virrey, dijo, con puntillosa precisión: Han pasado cincuenta y una semanas, un día y diecisiete horas. Cómo olvidarme de esa fecha si desde ese día nuestra bebe se refugió en su alcoba sin salir para nada. Es como si se me hubiera apagado el alma. ¿Te imaginas lo que ha sido para mí todo este tiempo sin gozar de su bondadosa sonrisa, sin regocijarme con sus gráciles movimientos o sin respirar de la dulce música que le sacaba al piano?

El hombre puso cara de circunstancia. Su esposa, aunque exagerando como siempre, tenía razón. El ambiente de la casa no era el de antaño. La razón radicaba en el encierro autoimpuesto de la niña de la casa. Y todo por la culpa del militarote aquel que no supo guardar las formas.

La mujer completó: Pero ¿cómo se le va a pedir guardar las formas a un militarote bruto? Esas bestias nacieron para rumiar y balar entre sus iguales. Por muy generales que sean, siempre serán unas bestias.

El hombre vio pasar, allá por el corredor que daba a la cocina, al negro Tomás, llevando un plato humeante de frejoles.

Oye, ven para acá, negro cojudo.

Tomas pegó un respingo, poniendo en riesgo la integridad del plato. Se acercó diligentemente a su patrón.

Mi señor, ¿en qué le puedo servir?

Oye, ayer te dije que no te quería ver dentro de la casa en un mes, ¿qué mierda estás haciendo aquí entonces? ¿O yo hablo por las huevas?

El negro sonrió inocentemente.

Pensé que lo decía en broma, mi señor.

¡Cuál broma, oye, cojudo! Bien clarito te dije que no quería ver tus patas hollando mi piso por un mes. ¿Ya pasó un mes? No, ¿verdad? No ha pasado ni un día y tú ya me estás desobedeciendo. ¿Dónde está la india?

La india era la india María, que trabajaba como supervisora del personal del hombre.

Dígame, patrón, apareció María, que había estado espiando la situación desde la cocina.

Ahorita mismo dile al indio de tu marido que me ponga a este negro en el cepo y que le metan cien latigazos. ¡Pero ya mismo, india! O si no, tu marido y tú se le van a unir en el cepo a este negro sabido.

¡Alto!, se escuchó de pronto una voz que no podía ser otra que la de Manuelita. No voy a permitir que algún día te terminen cruzando la espalda a punta de latigazos, papá, continuó ella mientras bajaba al salón, lugar donde ocurría la trifulca despertada por la causa de Tomás.

Al ver a su hija por fin abandonando la habitación en la que se había auto recluido durante casi un año, saltó de alegría y olvidó por un momento el castigo que le estaba dictaminando al negro Tomás.

¡Hija mía, hija bella, por fin te recuperaste, mi amor! El hombre, con los brazos abiertos, corrió hacia la jovencita.

Ella tenía el semblante serio, los brazos caídos, uno de ellos apoyándose ligeramente en el barandal.

No, pues, mamita bella, dijo el hombre al sentir el ánimo de su hija. No te vas a poner así porque le llamo la atención a ese negro miserable, ¿no?

No quiero ver cuando todos ellos, argumentó la joven, señalando a la servidumbre que se apretujaba detrás de las paredes de la cocina porfiando por no perderse el chisme y el destino del negro Tomás, nos hundan un puñal en el pecho en venganza por todas las atrocidades que les hacemos, que les haces tú.

¿Cómo crees que estos miserables se van a atrever a clavarme un puñal? Primero los mato yo. No hables tonterías, mamacita, se deshizo en mieles el hombre.

No vuelvas a humillar a alguien, padre. Te lo suplico. Si vas a castigar, castiga, sé justo; pero no humilles. La venganza quizá no recaiga en ti ni en nosotros; pero seguro lo hará sobre tus nietos o bisnietos.

Luego, la muchacha se acercó hacia donde estaba su madre, quien era toda lágrimas por ver a su princesa liberándose de su auto impuesta reclusión.

Madre, calma, pidió serenamente la joven. Envía a nuestro heraldo a la casa de mi todavía esposo con el mensaje de que dentro de tres días retomaremos la ceremonia que yo interrumpí al oír de su boca uno de los peores insultos que jamás hube recibido en mi vida. Que le diga también que en esa ceremonia arreglaremos el asunto de la ofensa.  

Los ojos de la vieja mujer saltaron henchidos de esperanza.

***

Sebastián fue a contarle la buena noticia a su mejor amigo: Oye, cojudazo, mi esposa me acaba de perdonar. Me levantó el castigo. Estoy feliz, huevonazo. Hoy yo pongo los vinos. Vamos a celebrar esta victoria.

¿Qué?, dijo el amigo, perplejo. La acción de la esposa de su camarada había sido definitiva y contundente. Entonces, ¿cómo así reculaba? Y ¿por qué después de casi un año? Necesitaba escuchar cada detalle de esa nueva. Claro, vamos. Tienes que contármelo todo.

Claro, cojudo, te voy a contar todo misma vieja chismosa.

Los hombres echaron a andar.

Pero para empezar te diré, dijo Sebastián, que ninguna mujer puede dejar pasar la oportunidad de que este pecho sea su esposo, uno de los más leales y reconocidos caballeros del virrey y del rey, carajo. Debía de estar loca mi mujer para echarme al cesto de la basura, así como así.

***

La decoración era idéntica a la de aquel infausto baile. Se diría que, prácticamente, el evento nunca se hubo interrumpido por casi un año, que continuaba como si ningún ultraje verbal hubiera ocurrido.

Los invitados conversaban básicamente los mismos temas que el año anterior, aunque la mayor interrogante se cernía sobre la actitud que demostraría la novia-esposa al aparecer en el salón. El esposo, postergado un año de sus funciones maritales por la intempestiva huida de su esposa, se mostraba ahora circunspecto, ajeno a las risas, el talante tieso, como si hubiese recibido un entrenamiento acelerado pero efectivo de etiqueta y normas de conducta. La risa, cuando la mostraba, era regia y breve; su andar ya no el del militar de corralón sino el de un caballero medieval.

La corte de músicos tocaba melodías apaciguadas que invitaban al sereno acompasamiento.

Los bocaditos destinados a robustecer el ánimo de los circunstantes eran apenas algo más deliciosos que los servidos el año anterior. El vino circulaba comedidamente entre las parejas y entre los señores que hacían lobbies para que el virrey les concediera privilegiadas atenciones en sus negocios.

Solamente la corte musical continuó liberando melodías cuando se vio la grácil figura de Manuelita descendiendo armoniosamente por el escalonado de mármol. Se sujetaba levemente de la baranda, con garbo, la cabeza en alto cubierta por un velo de liviano color que disimulaba sus facciones. Los invitados y familiares enmudecieron.

El postergado esposo, el militar, luciendo el mismo uniforme de gala con el cual se hubo pavoneado el año pasado, regio y comedido, se acercó a la desembocadura de la escalera para recibir a su mujer. Para su sorpresa, ella, a tres escalones ya de encontrarse con él, desplegó los brazos cual cóndor que se aprestaba a alzar vuelo tras haber detectado a alguna despreocupada presa solazándose en alguna lejana pastura.

Carajo, pensó Sebastián, luego de un año de ausencia, de no vernos absolutamente nada, de pronto me recibe con esa sonrisa angelical y los brazos extendidos. ¡Increíble!

A pocos centímetros de él, Manuelita replegó el brazo derecho y se lo llevó al escote. ¿Será que le está picando una teta?

Un segundo después, ambos amantes fundieron sus cuerpos en un abrazo al pie del primer peldaño de aquella señorial escalera.

De pronto, la mirada del militar fue una mezcla de confusión y de angustia. Miró a los ojos de su esposa. Trató de buscar en ellos la respuesta a la quemazón que sentía en pleno pecho. Y la encontró: venganza. Los labios de la mujer comenzaron a modular lo que sus ojos ya le habían revelado: Me cagaste en público y en público te cago a ti.

Esas palabras marcaron el chorreado descenso del cuerpo del hombre hacia el suelo.

La exhalación de macabra sorpresa fue unísona en el gran salón. Todas las miradas recayeron sobre el mango del puñal que sobresalía por encima del corazón del postergado esposo. La sangre manaba ferozmente con cada uno de los apagados latidos del agonizante, aunque ya inconsciente hombre.

Como si nada hubiese pasado, la mujer, con la misma flema con la que descendió por los escalones, volvió a subirlos, ignorando los crecientes murmullos que empezaban a colmar el lugar, sabiendo que por fin había lavado, del modo más satisfactorio posible, una herida que no había dejado de sangrar durante todo un año.

Una sonrisa de complacencia iluminó su regreso a la habitación en donde había maquinado serenamente y durante doce meses su deliciosa venganza.


No hay comentarios:

Publicar un comentario