El domingo 4 de abril por la mañana me desperté muy temprano. Mi abuelita ya me esperaba a la mesa de nuestra pequeña salita con un desayuno frugal pero cargado de mucho cariño.
Mi madre ya había comprado el diario y lo había dejado sobre la mesa para que su hijo –vago desde hace tres meses- se informara debidamente de las menudencias cotidianas que produce nuestro país.
La portada del diario prometía un suculento reportaje en su interior: Sexo y dinero. Primer caso de lavado de dinero procedente de la prostitución. Lo primero que veo al abrir la primera página fue la foto de la fachada de un local en el que tuve la oportunidad de estar hasta en tres ocasiones. Era la foto del night club y protíbulo clandestino “La Estación”.
Leyendo el diario me entero de que “La Estación”, así como los locales “La Anaconda”, “Las Rocas”, “El Naranjito”, además del hotel “Las Fraguas”, les pertenecen a la familia Pablo Santos. Esta familia está compuesta por el señor Marcial Pablo Muñoz, Constancia Susana Santos Luis y el heredero Yovani Henry Pablo Santos. En el informe del diario se les sindica como lavadores de activos que provienen del proxenetismo. A pesar de que ha habido algunas órdenes judiciales que ordenaban la reclusión de la señora Constancia, ella jamás ha pisado un penal. Una de sus condenas fue por la supuesta prostitución a menores de edad. Este “clan” no ha podido justificar cabalmente un desbalance de casi dos millones de soles en su erario.
A la pareja se la ha venido investigando cerca de un año y, durante las pesquisas, no ha podido demostrar cómo adquirieron cinco fastuosas casas y cuatro opulentos automóviles, además de las abultadas cantidades de dinero que medran en sus faltriqueras bancarias.
La mujer ha manifestado que percibe ingresos mensuales de cuatro a cinco mil soles mensuales gracias a la empresa Arco Iris del Norte que co-fundó con su esposo y su hijo. En conclusión, esta gente niega dedicarse al proxenetismo. Según ellos, sus night clubs son lugares que rozan la santidad.
Yo puedo dar fe de que, al menos en “La Estación”, se ofrecen chicas a un precio no menor a sesenta soles para colmar las lúbricas expectativas de la no tan distinguida concurrencia. Lo que no puedo asegurar es que, en medio de esa gavilla de mujeres semidesnudas que ambulan en el interior del local, existan chicas menores de edad.
Había empezado a trabajar en una empresa minera de relevante prestigio y, por tanto, adquirí cierta solvencia para satisfacer mis vedados gustos cuando estudiante pobre en la universidad. Me embriagué por el súbito poder que me confería el llevar más de cien soles en el bolsillo. Mucho más. Tenía un deseo soterrado que quería cumplir con prontitud: visitar un night club más o menos caro y follar con alguna de las damas que allí trabajaban. Por eso, un sábado después del trabajo, y luego de haber cenado y duchado en mi casa, fui hacia Los Olivos. Tres horas después de haber bailado en el Tequendama –discoteca pequeña y acogedora en las inmediaciones del boulevard- cogí un taxi. Tuve un poco de pudor para dirigirme al taxista y decirle adónde quería que me llevase. Apenas, barboté el nombre: “Scarlet”. El tipo, detrás de su volante y con la mirada cansina, asintió. Habrá pensado: “Otro arrechito más que ha fracasado en pescar una chica en la discoteca y va a tener que pagar para no tener que correrse la paja en su casa”. En Independencia están todos los night clubs del Cono Norte de Lima. En ese momento yo no lo sabía. Sólo sabía que quería ir al Scarlet y arrendar los servicios de una mujer, de esas mujeres que cobran arriba de doscientos soles.
Tras pagar 25 soles en la entrada, ingresé al local del Scarlet. Una muchedumbre de hombres celebraba las insulsas, consabidas y gastadas bromas que Paola Ruiz les endilgaba. Cuando caminaba entre las filas de esos hombres, sentados y con copas de licor en las manos, hacía retumbar sus caderas. Movía el culo y los hombres aplaudían, eufóricos. Me fui a la barra. El ticket que me habían entregado podía canjearlo por un trago. Con el vaso en la mano me senté en un taburete y divisé el panorama. Había chicas para todos los gustos. Opté por una que descoyuntó mi caletre; tenía tetas grandes, culo enorme y piernas turgentes. Cobraba 280 soles. Acepté el precio y subí hacia las habitaciones de la mano de tan espectacular mujer.
Casi todos los sábados asistía al Tequendama. Necesitaba descargar las tensiones del trabajo y conocer alguna chica en la discoteca con la que pudiese pasar un “buen rato”. Recuerdo que un sábado, al concluir las rutinarias labores de mi entonces trabajo, acordé tomar unas cervezas con un compañero. Su nombre era Pedro Valdivia. Yo le acuñé el mote de Pitín, como una especie de diminutivo amigable de Pedro. Fuimos a beber unas cervezas a uno de los mentideros de San Marcos. Ya llevábamos encima cerca de una caja. De pronto, surge el tema de mi hermano Miguel. Mi hermano era muy querido en la facultad de minas. Nos pusimos algo nostálgicos y decidimos que esa chupeta no podía estar completa sin mi hermano. Lo llamé a su celular y, al cabo de poco tiempo, Miguel estaba instalado en nuestra mesa, bebiendo con nosotros. La reunión ganó en comentarios risueños y picardía.
Movidos por nuestros deseos de añadir a esa noche un trío de señoritas que nos hiciesen compañía, fuimos en taxi hacia Los Olivos. Ingresamos al Tequendama. Mi hermano y yo nos encontramos con un conocido de nuestro ex barrio. El tipo se llamaba Henry. Henry estaba con sus amigos y amigas. Las chicas estaban muy apetecibles. Henry nos presentó como “ingenieros de minas de La Católica”. Me pareció que no hacía falta tal frase para el introito pero no dije nada. A su vez, les presenté a Pitín. Para dejar en alto la reputación de nuestra universidad –vana pretensión mía. En esos tiempos creía que apoquinando cierta cantidad de dinero, iba a quedar bien ante la sociedad- compré unas seis botellas de la espumosa y dorada bebida. Los amigos de Henry se dieron por bien servidos y Henry también. Esas botellas nos daba el derecho de sacar a bailar a cualquiera de las cuatro chicas que les acompañaban. Sin embargo, ni mi hermano ni Pitín ni yo teníamos ganas de bailar aún. Era más prudente sopesar el ambiente, el ánimo de las féminas.
Una de las chicas se acercó a Pitín y le pidió fuego para encender su cigarro. Era obvio que Pedro estaba muy interesado en la mujer. También era evidente que ella deseaba involucrarse con él. Pedro le acercó la flama de su encendedor y le prendió el blancuzco tubillo. Ella, complacida, regresó a su lugar. Momentos después, Pedro la sacó a bailar. Mientras ella y Pedro bailaban una bachata, yo me daba cuenta de que los amigos de Henry ya no iban a comprar más cervezas porque estaban esperando que las comprásemos nosotros “los ingenieros”. Decidí que no podíamos continuar ahí. Esos tipos nos esquilmarían. Debo confesar que hubo otro motivo –más poderoso todavía que el primero- que me movió a tomar tal determinación: Pedro y esa casquivana chica terminarían ligando tarde o temprano y yo no estaba dispuesto a ver triunfar a un amigo cuando yo había puesto todas las cervezas –sin contar el oneroso viaje en taxi desde San Miguel hasta Los Olivos-. Me parecía injusto que la chica no se hubiese fijado en mí. Me pareció altamente soberbio por parte de Pedro decirme que siempre que iba a las discotecas salía ganando debido a su “ingénita galanura”. Yo no iba a permitir que ganase mi amigo, que él se besase con una chica mientras yo me intoxicaba de humo y cerveza con mi hermano. Claro que eso no le dije a Pedro. Le dije que mejor nos íbamos porque esa gente quería chupar a expensa nuestra. Se quejó un poco. Me dijo que la chica –que se llamaba Gina- ya le había dado su número de celular y que, con un par de bailes más, la llevaría a un hotel.
Salimos del Tequendama. Nos despedimos cordialmente de Henry y sus vagarosos amigos. Parados al filo de la auxiliar de la avenida Izaguirre, no sabíamos a dónde dirigirnos. Miguel, ya achispado por los tragos, sugirió: “Vamos a La Estación”. Fue la primera vez que oí ese nombre. Miguel nos explicó brevemente de qué se trataba. Era un lugar en donde se podía tomar cerveza y, si te apetecía, contratar los servicios de una de las tantas mujeres que ambulaban en el lugar. Paramos un taxi. Al cabo de diez minutos estábamos ad portas de La Estación. La puerta era estrecha. Un par de señores de inmenso volumen corporal hacían las veces de guardias y cobradores. La entrada nos costó tres soles a cada uno. Yo, consecuente con mi magnánima actitud, evite que Pitín desembolsara su respetiva cuota: “No se preocupen, muchachos. Yo pago”, dije. Pedro era practicante en el lugar donde yo trabajaba. Yo ocupaba un puesto superior al de él. Era, por tanto, algo así como su jefe inmediato. Como jefe, no podía permitir que mis trabajadores emplearan su propio dinero.
El lugar era un gran salón oscuro, apenas iluminado interiormente por tenues luces rojas de neón. Había muchas mesas de madera y tipos sentados a ellas bebiendo y conversando. Las chicas –no vi a ninguna que pudiese tener menos de 18 años, aunque esto nunca se sabe a primera vista- vestían brassier y calzón, ambos de exuberantes y atrayentes diseños. Estaban apostadas en una de las paredes del local. Unas estaban paradas y otras sentadas. Algunos señores las llamaban a sus mesas y les invitaban el trago que ellas pidiesen –esa era la condición, además de negociar el irse a la cama. Si la chica olfateaba que el tipo sólo quería “ganarse” visualmente con sus partes, ella regresaba a su posición original-. La mayoría de las chicas tenían cara de sueño. Sólo algunas, muy pocas, se mostraban más risueñas, más sensuales. Probablemente esta minoría sí disfrutaba de su oficio.
Mi hermano, Pedro y yo nos situamos en una mesa en el centro del lugar. Compré unas tres botellas de cerveza. Empezamos a beber y a dialogar sobre minería. Pedro contaba cómo le había nacido la vocación minera. Miguel salpicaba el palique con comentarios risueños. Pasamos a hablar chismes de la gente de la facultad.
Pedro destilaba arrechura. Nos confesó que hacía rato no podía quitarle los ojos a una morena espigada y de tetamen bastante desarrollado. “Me gustan mucho las morenas”, me había confiado hacía mucho. Yo no iba a permitir que mi hermano se quedase al margen. Le dije: “Miguel, escoge a la que desees. Yo pago”. No hizo falta hablar más; mi hermano y Pedro estaban, cada uno, acechando y conversando con las chicas de sus preferencias. Miguel regresó y me dijo que la señorita le estaba cobrando 60 soles. Sin ningún tipo de resquemor o poquedad, le alargué los billetes. Pedro había desaparecido del lugar, conducido por la guapa morena hacia el área de cuartos de La Estación. Miguel regresó con la chica y ambos tomaron rumbo hacia “el matadero”, previo pago. Eso sí, Pitín pagó de su bolsillo los emolumentos para la morena. Yo podía invitar trago y demás, pero el polvo jamás. Sólo a mi hermano. La largueza no me da para tanto.
Me quedé en la mesa, bebiendo de la cerveza que comenzaba a calentarse. Pensaba en que al día siguiente vería a Claudia y le contaría que el sábado había salido con Pitín y Miguel, pero obviaría la parte de La Estación. No tenía ganas de estar con alguna de esas mujeres. Tenía dos buenos motivos para no encamarme con una de ellas: 1) Al día siguiente estaría con Claudia; 2) Me iba a doler un poquito pagar 60 soles cuando al día siguiente iba a obtener aquello con una mujer que amaba y gratis.
Luego de quince minutos llegó Miguel. Se sirvió un trago. Tenía sed. La faena lo había dejado trapo. Pitín regresó cinco minutos después. Estaba asustado. Le pregunté por qué llevaba esa cara de preocupación. “¿Acaso se te ha roto el condón?”, le dije. “No, me dijo, lo que pasa es que he perdido mi anillo”. Pitín siempre llevaba un anillo con una especie de gema en el dedo anular. Era un regalo de su padre. No tenía mucho valor económico pero sí, demasiado valor sentimental. “Ese anillo ha estado conmigo todo el tiempo. Di el examen de admisión con el anillo. Me tiré a mi hembrita por primera vez con el anillo, y por el anillo”. “¿Dónde está?”, le pregunté. “Me lo saqué antes de tirar con la chica”, dijo. Le aconsejé que revisara bien. Auscultó sus bolsillos con minuciosidad. “Ah, lo encontré”, dijo, sacándoselo del bolsillo posterior de su pantalón. “¿Sabes?, me dijo, pensé que lo había perdido dentro la chucha de la mujer”.
Pasamos una media hora más, tomando lo que quedaba de nuestras cervezas. Iban a dar las cinco de la mañana y, algo zigzagueantes, tomamos un taxi en las afueras del local.
Contado esto, creo que no es difícil inferir que, ciertamente, en La Estación sí se ejerce el meretricio. Así que señores del clan Pablo Santos no se hagan los inocentes. Todo el dinero que ustedes manejan proviene de los bolsillos de los que alguna vez fuimos a La Estación y de la gente que todavía asiste a ese lugar religiosamente.
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