Los que matan a una mujer y después se suicidan
deberían variar el sistema: suicidarse antes y matarla después.
Ramón Gómez de la Serna
La gente
que trabaja no piensa; es bruta, dice Vera, mi maestra de francés, fumando un
cigarrillo electrónico. Estamos en medio de una manifestación popular en la
Plaza San Martín. Nos rodean personajes de la más variada disimilitud. Sin
embargo, una consigna que repiten sin cesar los uniformiza: ¡Dina asesina,
Dina asesina! Dina es la presidente del Perú.
Por eso, no
pueden alzar su voz de protesta. Nosotres tenemos que levantarla por ellos. El
trabajo los tiene idiotizados, continúa Vera, mezclando el castellano con el
lenguaje inclusivo del que es devota.
¡Ay!, dice
con repulsión cuando los dedos de un niño andrajoso le rozan involuntariamente
la palma de la mano. Lo había detenido para comprarle una cajita de chicles.
¡Aj! ¡Qué
habrá tocado ese criter!, exclama mientras restriega su mano contra mi polo
negro. ¿No tienes alcohol?
Afortunadamente,
yo siempre estoy preparado. La pandemia de la COVID (que, dicho sea de paso, mi
maestra asegura fue creada por los capitalistas gringos para desaparecer a la
China y a todos los viejos y enfermos del planeta) me había inoculado la sana
costumbre de cargar siempre conmigo un pequeño atomizador de alcohol.
Échame más,
échame más. Sabrá Dios la cantidad de pestes que debe tener ese criter, dice Vera
con las manos empapadas de alcohol.
Es en vano
que espere el vuelto de los cinco soles que le acabo de dar para que compre los
chicles del chiquillo. Mi maestra se los ha quedado. Supongo que me permitirá descontárselos del costo de nuestra próxima sesión de francés.
Compañeros,
vamos a atacar por el flanco izquierdo, grita un tipo que se hace llamar Anca, un cholo de
aliento espantoso, pelo seboso y dientes amarillos. Rápido, rápido, pónganse
al frente los que van a ofrendar el pecho por la Patria. Nosotros iremos
detrás, dirigiendo el movimiento. Ustedes, nos dijo a nosotros, que nos
ubicamos adelante, son el músculo de la resistencia roja. Nosotros, dijo
mirándose a sí propio y a sus más cercanos amigos, somos el cerebro director.
Vera me
había arrastrado a la vanguardia del grupo. Me grabas, me grabas, me dice
muy emocionada, sacando mi celular del bolsillo. Ella me había tomado bastante
confianza. Desde hace dos semanas, somos maestra y estudiante, y ese escaso
tiempo ha bastado para que Vera se sienta tal cual es a mi lado.
Su novio, Jack
Morante Q., integrante de un grupo de rock llamado Las Medusas, se colocó en la
retaguardia. No te pases, le había dicho a mi maestra cuando ella
intentó que se nos una, no estoy para esas huevadas.
Vamos, no
seas burgués. Vayamos a luchar un ratito. Que Daniel nos grabe un toque y ya, lo trató
de convencer mi maestra de francés.
No, ni
cagando. Luego me cae una bala perdida y fui. Mejor me quedo atrás. Yo los
dirijo. No se preocupen, dijo Jack. Era un tipo de tez lechosa, pelos largos
y enrulados, y de una nariz y pómulos que, vistos desde ciertos ángulos, se
asemejaban a los del Huayna Cápac representado en textos escolares.
¡Vamos,
guerreros!, se desgañita un tipo descamisado, fibroso, que lleva
la cabeza envuelta en su propio polo. ¡Batallón uno, a la derecha! ¡Batallón
dos, conmigo a la izquierda!
Somos parte
del batallón dos, así, sin más, sin habernos inscrito en ningún lugar o sin haber
recibido algún tipo de charla o adiestramiento. Avanzamos encolumnados. Una
mujer, que tiene los senos descubiertos y pintarrajeados con “Dina asesina”,
nos entrega unos pedazos de laja que han sido arrancados del porche del
edificio del Poder Judicial por el Comité de Apertrechamiento de la Revolución.
Apunten al cuello, apunten al cuello, repite la mujer a medida que va
repartiendo los proyectiles. El cuello, según habíamos oído por ahí, mientras
los grupos se concentraban en la plaza, era el único punto vulnerable de los
policías conocidos como robocops, cuyas armaduras los protegían de palos,
piedras, y hasta balas.
Mi maestra
está entusiasmadísima. Se le nota en los ojos. Me grabas, me grabas, ah,
me exige, la adrenalina agitándole la voz. Estoy capturando todos sus
movimientos con mi celular. Estás en vivo, ¿no? Estás en vivo, ¿no?, se
alarma. No, le digo, solo te estoy grabando; ya luego tú subes
el vídeo a tus redes. Parece que está a punto de decirme que cómo voy a ser
tan huevón de no transmitirla en directo para Lima y el mundo, cuando la voz de
Anca, que viene desde atrás, magnificada por un potente equipo de amplificación
vocal, la interrumpe y nos ordena atacar.
Mi maestra
y yo somos empujados sin piedad. Por poco y nos caemos. Nos sujetamos uno del
otro y evitamos terminar contra el asfalto, raspados por él, pisoteados por los
guerreros que han desatado su furia ante la sola orden del líder Anca.
Cuando
creímos haber recuperado el equilibrio, Anca vuelve a ordenar: Segundo
grupo, ¡al ataque! Y decenas de guerreros nos arrastran en su febril marcha,
separándonos. Asombrosamente, el celular aún está en mi mano. Lo sujeto como si
mi vida dependiese de tenerlo conmigo.
Trato de
ubicar a mi maestra entre los cuerpos sudorosos de los guerreros descamisados
que arrojan los pedazos de lajas contra los robocops con una precisión
envidiable. Definitivamente, estos señores no se pajean como yo, pienso
en un instante, y luego continúo la búsqueda de mi maestra.
Entonces,
la veo, está a unos diez metros. La llamo: ¡Profe, profe!, pero es
inútil. El tinglado de voces anula la cuestionable potencia de mi llamado. Vera
está asustada. No sabe a dónde ir y nadie parece dispuesto a socorrerla. Todos
están ocupados lanzando lajas hacia los cuellos de los pundonorosos policías de
asalto.
Mi maestra
corre peligro. Está muy cerca de los policías, al ladito de los guerreros más
temerarios, esos que recogen las bombas lacrimógenas con las manos y, con todo
el cálculo y paciencia del mundo, las devuelven a la tombería.
A esa
huevona, cojudo, a esa huevona, ¿la ves?, dice alguien detrás de mí. Alguien,
también detrás de mí, le responde: ¿Cuál? ¿La de polo negro? El primero
dice: ¿Ves a otra, huevonazo? A esa, pe, a la de polo negro. El otro no
responde; supongo que asintió en silencio. No me cabe duda: han estado hablando
de mi profesora. Es la única mujer en esta parte de la refriega. Pero ¿qué
chucha tienen que hacer con ella? Ella solo nos conoce a Jack y a mí. Sí, horas
antes, hemos hablado al desgaire con dos o tres huevones más, pero…
Decido
verles las caras. Escurriéndome entre los cuerpos hediondos y melosos de los
guerreros, logro ubicarme detrás de los confabuladores. Entonces, los veo. No recuerdo que
hayamos conversado con estos dos tipos.
Me vas a
estar mirando, ah, huevón. Atento.
El otro
asiente.
A esta
señal, avanzas hasta llegar cerca de los tombos. Y a esta otra, le disparas a
la huevona. En la cabeza, ah. Si queda viva y te ha visto, nos cagamos. A la
cabeza, huevón.
El imbécil
vuelve a asentir. Se lleva la mano adelante, a la pinga; pero no es exactamente
la pinga lo que se toca, sino una pistola que lleva escondida muy cerca. Mierda,
pienso, van a matar a mi profe. Me congelo. No sé qué hacer. Alzo la
vista y aún puedo ver a mi maestra, confundida entre tanto pezuñento
descamisado que le arroja lajas a los robocops como si no supieran hacer otra
cosa más en la vida.
Los
huevones que van a matar a mi maestra son unos cholones de aspecto carcelario.
Combatirlos no es una opción. Tengo que llevarme a Vera de aquí. Tengo que
llegar a ella.
El cholón
de la voz de mando hace la primera señal. Estamos jodidos. Mi maestra está
jodida. Cuando el idiota haga la segunda, mi profe terminará con el
cráneo destrozado.
una chica de izquierda que calza perfectamente con los estereotipos creados por la gente que se dice de derecha...guau que gran idea...
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