La política es el arte de obtener dinero de los ricos
y el voto de los pobres con el pretexto de
proteger a los unos de los otros.
Anónimo
¿Eres
minero?
Sí, le
contesté, ingeniero de minas, le volví a especificar.
Ah, ya,
entonces son cuarenta soles la hora, dijo.
¿Pero me
garantiza que voy a aprender francés en tres meses?
Por
supuesto, contestó, todos mis alumnos pueden dar fe de que conmigo aprenden
en tiempo récord. Si quieres, pregúntales.
No, no hace falta, le dije, me
basta con su palabra, señorita…
Vera.
Solo dime Vera, completó.
***
Por cada
punta que lleves, diez soles. No está mal, ah. Habla, ¿te apuntas?
Jack
afinaba su guitarra. Mientras ajustaba una de las clavijas y punteaba una
cuerda, se convenció de que la oferta no era nada desdeñable.
¿Y cómo haría
para jalar gente?, dijo, sin despegar la mirada de las cuerdas.
Puta, no
sé, pes, huevón; usa tu ingenio. Si quieres quedarte con todo el billete, usa
tu floro. Si no tienes un floro convincente, les dices que les vas a dar cinco
luquitas, y ya tú te quedas con la otra mitad. Depende de ti.
Punteó la
tercera y la cuarta cuerda. Le gustó el sonido que ellas produjeron.
Dale,
anótame. En un toque, se me va a ocurrir la estrategia.
Luego, se
fijó en el cigarrillo electrónico que estaba sobre la mesa.
¿Y esa
huevada?
Me estafaron,
huevón. Pagué cien mangos por esa vaina y llegó cargada de marihuana. Tú sabes
que ya no le entro a esa huevada. La marihuana es mi perdición.
¿Pero qué
es, pes, huevón?, dijo Jack.
Ah, es un
cigarro electrónico.
¿O sea no
lo quieres?
Puta, no,
pes, huevón. Más bien, es una tentación estando ahí.
¿Me lo
puedo quedar?, sugirió Jack.
***
Soy Quispe,
pero casada con Morante, tonto, dijo la mujer. Automáticamente, se me borró el
Quispe. Desapareció. Es historia. Somos de otra clase ya, ¿entiendes?
Jack miró a
su madre. Comprendió que jamás obtendría su aprobación.
Sácame a
esa chiquita de aquí ya mismo. No quiero ni saber lo que te haría tu papá si te
viera con esa poquita cosa, dijo la mujer. ¿Viste que se comió la
ensalada con el tenedor de los tallarines? No, hijito. Sácala ya mismo de la
casa y no la vuelvas a traer más.
La empleada
de la casa, Fabiana Morales, escuchaba la conversación entre madre e hijo
abriendo y cerrando los ojos con sorpresa e indignación sin que fuese vista por
sus empleadores.
Además, ¿le
has visto la cara de cholita vieja que tiene? Dime, ¿la has visto bien?, exigió la
mujer. Hasta Fabianita es mil veces más guapa. Buscaba la mirada de su
hijo. Este la tenía hundida en el suelo.
Tú
estuviste a un pelo de salir indio como mi papá, tu abuelo; pero, gracias a
Dios bendito, se impuso la sangre de tu padre. ¿Quieres echar por los suelos mi
gran logro genético?
Mamá, dijo Jack,
¿me prestas el auto?
¿Qué? Oye,
te estoy hablando de algo muy serio y tú me sales con otra cosa.
Dame el
auto, vieja, y no vuelves a saber de ella. Te lo prometo, dijo
Jack.
La mujer
fue hacia su cartera y sacó unas llaves. Se las entregó a su hijo.
Papá ya
debe comprarme un auto, ah. A ver si le dices cuando lo veas, dijo
Jack.
Cuando te
animes a estudiar en la universidad, tendrás tu auto. Mil veces te lo ha dicho
tu papá, le recordó en vano la mujer, pues Jack acababa de desaparecer tras la
puerta.
***
Al poco
rato, escuchamos unos pasos en el estudio de Josué, el tatuador. Vera, él y yo
conversábamos en la trastienda del lugar.
Ven,
cierra, oe, dijo el dueño de los pasos, cuya cara todavía nos
era desconocida, al menos para mí. Josué, solícito como nunca lo había estado
en toda la noche, salió disparado de su asiento.
Échale
candado, huevón, dijo la voz. ¿Quiénes están adentro? ¿Alguien
interesante?
No se oyó
respuesta. Josué habría devuelto algún gesto silente de afirmación o negación.
Escuchamos
el descenso metálico de la puerta enrollable y el clink del candado
asegurándola en el marco. Luego, junto a Josué, entró un tipo de camisa y
pantalón jean.
¿Tú eres el
del billete?, me dijo, aproximándoseme. Cuando lo tuve muy cerca,
le sentí un poderoso tufo a trago. Pareces de billete. ¿Eres un serrano con
plata? ¿En qué trabajas?, cada pregunta me la formuló con la misma ansiedad
con la que un cura le exigía a su monaguillo enumerarle las veces que se había
corrido la paja. Eres el cachero de esta huevona, ¿no?, arremetió,
mirando sesgadamente a mi maestra.
Eh, no, no,
Vicuña, dijo el tatuador, él solo es…
Oye, huevón, explotó
el advenedizo. Yo no estoy para perder mi tiempo, ah. Claramente, me dijiste
que teníamos a otro colaborador. El presidente Castillo no quiere que lo
hueveen, ah. Cuando salga, te va a colgar de los huevos por cojudo.
Josué
calló. Los ojos encendidos del tal Vicuña habían enmudecido sus labios y
extinguido cualquier rescoldo de protesta.
Además,
imbécil, ¿cuántas veces te tengo que decir que no me digas Vicuña? Soy el
doctor Harry. Apréndetelo bien. A ver, a ver, dijo, enfilando sus baterías
nuevamente hacia mí. Necesito un aporte para la causa. Ahorita. Ya. En
efectivo. El profesor quiere su centro. ¿Cuánto tienes? ¿Cuánto vas a dar?
No supe qué
responder. Cada palabra parecía salida de una incansable ametralladora. Miré a
Josué, pero tenía la cabeza gacha. Miré a mi maestra. Parecía encontrar
divertida la situación.
Nosotros no
tenemos plata, dijo ella. Solo tenemos el poder de nuestros
ideales. Es lo único y, creo, lo más valioso que tenemos para apoyar al
profesor.
Mamita, dijo
Vicuña, el profesor quiere plata, necesita plata. Los ideales no lo van a
regresar al poder. Los jueces no aceptan ideales; esa gente quiere plata,
¿comprendes?
¿Quién te
has creído para decirme “mamita”, cholo pezuñento?, se
indignó mi maestra. Tú solo eres una cucaracha-pide-plata. El profesor jamás
exigiría un centavo a nadie. El profesor era el expresidente del Perú,
Pedro Castillo, que purgaba prisión por haber liderado un golpe de estado. Su
asonada, al no contar con el apoyo militar, duró apenas unos minutos. Lo
capturaron cuando intentaba refugiarse en la embajada mexicana en Lima. Había
gobernado poco más de un año.
Se ve que
no conoces al profesor, mamita. Luego, dirigiéndose a Josué: Conchatumadre, ¿no
se suponía que todos aquí hablábamos el mismo idioma? ¿No se suponía que me
traerías un aportante?
Me vuelves
a decir “mamita” y te parto la cara, huevón, desafió mi maestra,
escupiéndole cada palabra con toda la furia que su delgado cuerpo podía
contener. Se había ubicado enfrente de él, sin miedo, sin titubeos.
Pude
percibir cierto apocamiento en Vicuña mientras este le miraba la boca recta y
palpitante de rabia a mi maestra. Sin duda, Vicuña sopesaba que la mujercita
que tenía enfrente podía enviarlo a casa con no pocos rasguños.
Josué,
conocedor del temperamento de mi maestra, abandonó por segunda vez su habitual indolencia
y, la mandíbula moviéndosele como zafada de sus goznes, intervino: Vicuña,
será mejor que te vayas.
¡Harry,
mierda, Harry, soy el doctor Harry, conchatumadre!, ladró
Vicuña.
¡A quién
vienes a conchatumadrear, tú, oe, serrano de porquería!, le volteó
la cara mi maestra de un cachetadón. El golpe nos dolió a todos; a Josué, a mí
y, en especial, al propio Vicuña, quien tras tomarse la cara (que la tenía
volteada), fue descendiendo lentamente hacia el suelo, hasta terminar
arrodillado y, finalmente, acostado.
Mierda, no
se mueve, se acercó Josué. Una vez acuclillado junto al cuerpo de Vicuña,
aproximó la oreja a la boca del caído. ¿Habría querido comprobar sus signos
vitales? Se demoró algo. Luego, intentó tomarle el pulso. Está muerto,
declaró, la expresión envuelta en miedo.
Chucha, dije en
voz alta. ¿Y ahora?
Miré a mi
maestra. Ella estaba de lo más tranquila, dando cuenta de su ración de whisky. Un
serrano menos, dijo. Y serrano pedilón, encima. Me alegro mucho.
Enseguida, dejando el vaso vacío de whisky sobre una mesa y cogiendo la
botella, se acercó a Josué. Me dijiste claramente que conoceríamos a un
congresista del partido del profe y nos trajiste ¿esto?, señaló el cuerpo
de Vicuña. Te cagaste conmigo, Josué. Y mirándome: Vámonos.
Agregar
algo estaba demás. Me revisé los bolsillos. Mi billetera estaba en su lugar.
También las llaves de mi depa. Estaba listo para fugar. Vamos, dije.
Oye, huevón, saltó
Josué, impidiéndome el avance. ¿Te vas a ir, así como así? Hay un muerto
acá, huevón. ¿Qué crees que voy a hacer? Se va a necesitar un billete para
velarlo, enterrarlo y toda la huevada.
¿Cómo?, le dije,
sorprendido. Busqué el auxilio de mi maestra, pero ya se había ido. Oye, yo
no he hecho nada. Tú sabes que fue…, no podía culpar a mi maestra, si bien
todos habíamos visto lo ocurrido. Bajé la cabeza. No tenía argumentos de
defensa.
Cómo que
no. Si no fuera porque estabas acá, nada de esto hubiera pasado. Ya, chitón
nomás, y cáete con un billete. Luego te largas y no voy a decirle nada a la
policía cuando venga en un rato. Ya les inventaré algo, ofreció
Josué. Era otro. Las palabras le salían veloces y sus gestos, si bien
cuadriculados, eran como saetas.
Saqué la cartera
y le entregué un par de billetes grandes. Josué abrió desmesuradamente los
ojos, claro signo de que estaba más que conforme con el monto.
¿No tienes
más, huevón?
Le entregué
otro billete grande.
Ya, huevón,
vete rápido y caleta nomás. Ya yo me encargo de esta huevada. Chau, chau.
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