Mi chica y yo pasamos la noche en mi casa. Era viernes. Antes, le había enviado un mensaje a mi mamá previniéndole de mi llegada con ella. Procuré ser convincente y sincero: confía en mí, mamá. No recibí respuesta alguna, pero asumí que mi mamá había entendido y que aceptaría, de buena gana o a regañadientes, que mi chica y yo pasaríamos la noche en su casa, comportándonos de manera correcta, como corresponde a un chico viejo como yo y a una chica joven y amable como ella.
Abrí la puerta de mi casa e hice pasar a mi chica. Subimos los peldaños de la escalera. Ella lo hacía despacio. Yo iba detrás, mirándole el voluptuoso trasero. A cada peldaño que yo subía, rogaba que mi mamá recibiera de buen modo a mi chica. Rogaba porque no se repitiese el catastrófico problema de hacía unas semanas que fue causado por la estadía de mi chica en la casa. Nada me pareció más injusto y prejuicioso.
Introduje la llave en la cerradura de la puerta de la sala. Con la mirada y mi expresión facial, le inyectaba a mi chica sobradas dosis de confianza, para que dejara de temer lo peor. Por dentro, yo estaba igual de aterrado que ella, o más todavía. Disimulé bien.
La casa se presentaba vacía. Un quedo murmullo con tintes infantiles provenía de mi cuarto: era Cesitar que, echado sobre mi cama, miraba uno de sus dibujos animados favoritos por cable. Mi chica se quedó en la sala. Yo avancé con paso sigiloso hacia el cuarto de mi mamá. La encontré echada sobre la cama. Hacía unos cálculos: cuentas por pagar. La televisión estaba encendida.
-Mami, ¿te llegó mi mensaje?-le dije, bajando la voz para que mi chica no pueda oírnos (la casa de La Perla es tan pequeña que un silente pedo expelido en un extremo de la casa puede olerse y oírse en su extremo más opuesto y alejado).
Mi mamá asintió.
-Ya ves que soy un chico responsable, mamá. No te preocupes, ella y yo ya hemos conversado sobre lo de tener relaciones sexuales sin protección. Tenemos nuestra forma de cuidarnos. No te preocupes, si eres abuela, lo serás de aquí a treinta años.
Mi mamá me dio su autorización para que mi chica pasara la noche conmigo. Las cosas así, el terreno estaba libre para disfrutar de una noche tranquila y sin sobresaltos con mi chica. Le pedí encarecidamente a mi mamá que si se topaba con mi chica, por favor, la saludara con cordialidad. Ella aceptó y yo me dirigí a mi cuarto. Mi chica me esperaba allí, sentada sobre la cama, la vista apoyada sobre el estante de libros, seguramente esperando noticias sobre el estado de ánimo de mi mamá, seguramente preguntándose si he leído aunque sea la cuarta parte de los libros que tengo en mi habitación.
Le dije que no se preocupara: podíamos pasar la noche tranquilos. Vimos televisión. Luego de unos minutos, nos dejamos llevar por la pasión natural que solemos sentir cuando la fricción entre nuestra piel es extraordinaria. Subí ligeramente el volumen del televisor y, encubiertos por esa frazada sonora, hicimos el amor de modo susurrante: no podíamos incomodar a mi mamá con algún gemido, so pena de ser expulsados o fieramente reprendidos.
La ventana de la habitación, abierta totalmente, dejaba pasar la húmeda y refrescante brisa perleña, la cual entibiaba nuestros cuerpos enardecidos a causa de nuestras silentes refriegas amorosas.
A las dos de la madrugada, ambos, congestionados por el sueño y el cansancio, totalmente satisfecho yo y, estoy seguro, parcialmente satisfecha ella, decidimos dormir. Como a ella le gusta estirar sus extremidades a plenitud mientras duerme y, dado que mi cama es apenas de media plaza, me pidió amablemente lo que en otras ocasiones me había pedido y yo dócilmente acatado: “Daniel, por favor, quiero dormir sola”. Como no deseo contrariarla en este aspecto, pues sé que para que ella destile buen humor al día siguiente es necesario que tenga un buen sueño, me retiré a dormir a la cama de mi hermano, quien por estos días se encuentra trabajando fuera de la ciudad. Al retirarme, cerré la puerta poniéndole seguro.
Me levanté muy temprano. Serían las siete de la mañana. Tomé desayuno viendo algunos videos en Youtube. Mi chica dormía profundamente en mi cuarto y no despertaría hasta las diez de la mañana. Yo, por supuesto, no osaría tocarle la puerta hasta después de las diez.
Mi mamá preparó un vaso de jugo de fresa y un pan con torreja para mi chica. Le agradecí el gesto. Se estaba portando como una persona razonable y tolerante.
Antes de las diez, mi mamá tuvo que salir a su trabajo. Un rato después se levantaría mi chica. Se bañó. Luego que ella saliera, entré yo a la ducha. Más frescos, vimos algo de tele. Las horas transcurrían y mi mamá no regresaba del trabajo. La hora del almuerzo se acercaba. Yo tenía pensado invitarle a mi chica lo que mi mamá cocinara, pero sin ella haciendo la comida, era imposible que ello ocurriese. Mi hermanito ya deseaba almorzar. Mi chica y mi hermanito se llevan muy bien. Ella, con su infinita paciencia y ternura, escucha de buen ánimo todo lo que mi hermanito le cuenta: sobre sus caricaturas, sus proyectos, sus quejas.
Mi chica me dijo: “Dani, qué te parece si preparo algo”. Sería estupendo, le dije. Como Cesitar, mi hermanito, no deseaba comer cosas picantes, mi chica desistió de preparar papa a la huancaína (además, las existencias en mi refri no contemplaban los ingredientes necesarios para ejecutar dicho potaje). Se decidió entonces por hacer arroz blanco, hamburguesa de pollo y ensalada.
Yo la ayudé en la cocina. Me ordenó (con todo cariño, por supuesto) a lavar los platos que estaban apilados en el fregadero. Reunió los ingredientes que necesitaba y púsose a cocinar. Me gustó verla dueña de la cocina, picando el ajo, vertiendo arroz sobre la olla, lavando la lechuga, cortando en rodajas los tomates, friendo las hamburguesas.
Mientras mi chica cocinaba, Cesitar, contagiado por la laboriosidad que ella desplegaba, y que me hacía desplegar a mí, le dijo: “Voy a arreglar mi cuarto, Wendy”. Mi chica, mostrando ese cariño único que tiene por los niños en general y por Cesitar en particular, le respondió: “Ya, papito. Limpia tu cuarto. ¿Tienes hambre? Ya, en un ratito va a estar la comida. Uy, qué lindo mi papito, cómo limpia su cuarto”.
Cuando hube acabado con los platos, le ofrecí a mi chica mi ayuda en la preparación del almuerzo. “No, papito, mejor arregla tu cuarto”. Eso hice. No estaba muy desordenada mi habitación, pero una buena barrida y unos cuantos acomodos no le cayeron nada mal. Puse el Soft Parade de The Doors, disco que extraje del cuarto de mi hermano. Toda la casa tomó una atmósfera relajada y liberada mientras Jim Morrison cantaba “Tell all people”, “Touch me”, “Shaman’s blues”, Cesitar ordenaba su cuarto con minuciosidad, yo barría debajo de mi cama y Wendy hacía la ensalada.
“Wendy, ya terminé de ordenar mi cuarto”, dijo mi pequeño y gordito hermano. “Ya, papito, ahora date un baño para que comas”, dijo Wendy. Fue la primera vez que alguien le dice a mi hermanito que se bañe y él lo hace encantado de la vida (bueno, eso lo asevero hasta donde me consta).
Antes de las dos de la tarde, estábamos sentados a la mesa de la sala Cesitar, Wendy y yo. Sobre la mesa estaban los suculentos platos que mi chica, con su sazón inconfundible, nos había preparado. Una Inka Kola de litro y medio, helada, ocupaba el centro de la mesa. Comimos felices. Nos pasábamos la mayonesa, nos servíamos harta gaseosa.
Yo comí como un salvaje (como lo que soy, o sea). Terminé mi plato casi inmediatamente después de que me lo sirvieron. Mi mamá llegó al poco rato. Entró a la sala cargando bolsas que contenían los ingredientes con los que iba a cocinar. Grande fue su sorpresa y alivio al ver que Wendy ya se había ocupado de alimentarnos a sus hijos.
Wendy le había preparado un plato a mamá. Ella nos acompañó a la mesa. Yo dejé mi plato en el fregadero, lo lavé y regresé a la sala para acompañar a Wendy. Si mi madre y ella iban a estar solas, prefería estar allí yo para dosificar la conversación.
Mi madre quedó, a mi entender, aliviada de que se le haya quitado una labor de encima. Sospecho, también, que le gustó ese lado de Wendy que, estoy seguro, ella desconocía.
Por mi parte, ese sábado me encantó. Me enamoré más de mi chica. Sin embargo, temo que todo esto se acabe un buen día en que ella, mi chica, lea las barbaridades que en este espacio publico, porque no entenderá que hay fuerzas que me superan en poder que me conminan a escribir las historias que me son asignadas por la vida.
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