Soy un mal amante. Soy malo en la cama. Provoco que mi enamorada se enoje conmigo sin yo saber el verdadero motivo. De pronto, yo satisfice mis urgencias y ella se da la vuelta, cubriéndose toda con la frazada. Ya no sonríe, su mirada guarda cierta amargura e impotencia. Se pregunta sobre si será feliz a mi lado. Totalmente feliz, o sea. Ya se sabe que el sexo es parte importante de una vida de pareja.
He notado que a ella le pasa algo. Intento averiguar qué es. Se lo pregunto: ¿Pasa algo, amor? Ella no me contesta. Me mira y ya no habita en sus ojos la alegría que los llenaban cuando tocamos el timbre de ese hotel de La Perla, mientras una espesa neblina se iba ciñendo sobre la ciudad.
Insisto. ¿Qué tienes, amor? ¿Qué pasa? Ella no me mira. Prefiere mirar lo que sucede en la televisión. En “La noche es mía” de Carlos Carlín están pasando un reportaje sobre los despechados. El risueño informe logra arrancarle algunas carcajadas. Pero cuando le hablo, frunce el ceño y permanece en silencio. Es un silencio que me duele, que me hace saber que algo no anda bien, que mi chica está dejando de quererme de a poquitos, en cómodas y dolorosas cuotas. Mi escasa sensibilidad no me permite leer lo que agobia a mi enamorada.
Los ojos se me cierran. He eyaculado. Siempre que hago eso, quedo sin fuerzas, comienzo a hablar incoherencias y sólo quiero dormir. Sin embargo, me sobrepongo. No puedo abandonarme al sueño sabiendo que a mi chica le jode algo con respecto a mí. Veo el programa y me quedo enganchado con él. El sueño ha retrocedido. Abrazo a mi chica. Pego mi sexo contra su cuerpo por debajo de la frazada y le doy besos en la boca. Ella mira la pantalla, ajena a mis intentos. No mueve sus labios como los movía antes de que yo eyaculara. No quiere tocarme como me tocaba antes de que yo “soltara mis demonios”.
Pasan unos minutos. El pene ha recuperado su forma gruesa. Está caliente y enhiesto. Me enardecen los labios de mi chica cuando los beso, cuando los miro. Ella ha comenzado a corresponderme. Nos besamos con pasión. Me agarra de los brazos y me invita a encaramarme sobre ella. Desea volver a hacerlo, y yo también lo deseo.
La penetro. El sueño se me ha ido totalmente. La arrechura me ha invadido nuevamente. Pero algo de cansancio, una dosis minúscula, todavía queda en mí. Ella comienza a excitarse. Me dice que no pare, que siga. El hecho de haber eyaculado no pone en peligro el que yo continúe penetrándola. El producir una segunda eyaculación me tomará muchísimo más tiempo que el que me tomó producir la primera. Esto asegura que esta vez pueda complacer a mi chica sin que aparezca de modo súbito la urgencia de “arrojar el quaker”, de “lanzar shotcrete”. Su excitación crece. Sigue creciendo. Yo sigo horadándola, instigado, impelido por su continuo pedido de no parar. Va a llegar al éxtasis. Me lo dice (o, mejor dicho, me lo gime). Continúa suplicándome que no pare y yo pienso que hacer feliz a una mujer es jodidamente más difícil que jugar un partido de futbol de 90 minutos. La pelvis se me agota, pero tengo que continuar. Algunas gotitas de sudor asoman por los poros de mi frente. La cama rechina con violencia, parece a punto de desbaratarse. De pronto, siento que algo me “moja” allí abajo. Ella se estremece. Se alegra y me abraza. Está satisfecha.
Estamos desnudos, cubiertos por la frazada. Ella está feliz. Me besa en la boca. Ahora sí quiere hablarme. Me dice que se vino. Me pregunta si lo sentí. Le digo que sentí que algo me humedecía allí abajo. Eso es mío, me dice, es como agua, no como el de ustedes que parece mazamorra. Hace un gesto de asco.
Ya más tranquila conmigo y con el mundo, me dice que todavía no he aprendido a conocerla. Me dice que soy un egoísta que sólo piensa en sí mismo. Te vienes tú y a mí me dejas a medias, me reprende. ¿Ya sabes cómo hacer para que yo me venga? Dándote duro y sin parar, amor, le digo. No, me dice, y me explica lo que hice para que ella se viniera sin tener yo conciencia exacta de lo que yo había hecho. Capto la lección. ¿Ya ves, Daniel? Todavía no me conoces bien, me dice. Estoy aprendiendo, amor, le digo a mi chica. ¿Por eso te habías molestado, amor? ¿Porque no te hice venir? Le pregunto, dándole un besito en la boca. Sí, por eso me molesté. Porque te viniste y encima me preguntaste si estaba feliz, me reprende. La beso nuevamente para bajarle el prurito de cólera que parece nacer otra vez. En cambio ahora sí lo hiciste bien, me dice y sonríe. Pero aún te falta hacerme llorar de la emoción. Ahora sólo me hiciste temblar. Ya, amor, a la próxima trataré de hacerte llorar, le digo. Soy un mal amante, lo sé, pero si tú me ayudas a conocerte más, si hablamos más, estoy seguro de que te voy a hacer llorar, amor, le prometo.
Espero tener fuerzas suficientes para bregar amorosamente con mi chica. Me siento débil ya para estos trotes. Me gustaría alcanzar mi orgasmo y desconectarme del mundo. Pero el amor (el sexo) es cosa de dos, y los dos tenemos que quedar satisfechos. Mi chica me importa mucho y porque me importa, estoy dispuesto a extraer fuerzas de donde no tengo para provocarle temblores y arrancarle lágrimas.
Aunque, dejando de lado todo optimismo cursilón, sospecho que siempre seré un pésimo amante.
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