No tengo trabajo. Cada día postulo a algún llamado que solicite ingenieros de minas. Sin embargo, nunca recibo respuestas. Empero, no me doblego y continúo porfiando.
No tengo hijos, no tengo novia, pero tengo una deuda en el banco que debo pagar mensualmente.
El débito lo contraje en una época en que las deudas en mi familia nos obligaron a vender nuestra casa. En esa casa -sito en Los Olivos, calle Los Flamingos, urbanización Los Nogales- se me cayó mi primer diente, me peleé con mi hermano una y muchas veces al jugar y picarnos, tuve mis primeras borracheras con gente de la universidad y del barrio, me masturbé viendo calatas en los calendarios, celebré secretamente mi ingreso a la universidad. A esa casa llevé a algunas de las chicas quienes, confundidas, tenían el infortunio de haberme aceptado como su enamorado. En la habitación que tenía en esa casa tuve relaciones sexuales con esas chicas porque no podía costear un hotel.
Cuando la casa se vendió, recibimos un dinero estimable. Gran parte de ese dinero se esfumó en pagar las onerosas deudas. Quedó un monto que no era suficiente para adquirir una casa, sin muchos lujos, pero cómoda al fin y al cabo. Tuve que ir al banco y solicitar un préstamo por cierto monto de dinero que sumado con el que había quedado de la venta de la casa de Los Olivos podía permitir la compra de una casita pequeña en La Perla.
La adquisición de la deuda y de la casa ocurrió en julio del año pasado (2009). En ese periodo de tiempo yo tenía un trabajo bien remunerado. Durante los seis meses que restaban para concluir el año 2009 pude pagar sin mayor apuro, y con puntualidad, la deuda contraída con el banco.
Tengo que hablar del trabajo que me ocupaba en ese año. Era supervisor de un laboratorio de geología. Cuando egresé de la universidad, en agosto del 2008, inmediatamente entré a trabajar en aquel puesto. Un año y medio estuve ocupando aquel cargo. Básicamente, tenía que velar porque los procesos en el laboratorio se hicieran respetando los estándares de seguridad. Pero, para comprometerme con la gente que allí laboraba realizaba alguna que otra tarea menor. Todo lo hacía con mucho gusto.
Para mediados del 2009 yo ya no estaba muy ilusionado en seguir trabajando para el laboratorio. Modestia aparte, según mis jefes, yo había realizado un trabajo aceptable. Se acercaba agosto y con ese mes el fin de mi contrato anual. Yo le comuniqué a mi jefe que no quería renovar mi contrato. Me programaron una cita para conversar el asunto con Sara quien trabajaba para Recursos Humanos.
Fui al edificio de la empresa en Miraflores. Sara me recibió en su oficina con vista al mar gris. Muy amablemente me ofreció tomar asiento.
-¿Deseas algo? ¿Una gaseosa, agua?
-Una gaseosa estará bien-le dije.
Le conté que mi motivo para no continuar en la empresa se debía a que quería trabajar en algo directamente relacionado con la minería. En el laboratorio sentía que estaba perdiendo conexión con el mundo minero.
-¿Pero ya has buscado algo? ¿Tienes alguna oferta de trabajo?
Le respondí que no. El trabajo me agotaba tanto que solamente llegaba a mi casa a dormir. Claro que ello no era excusa. Podía navegar en internet un sábado o un domingo y postularme para algunos trabajos en el mercado laboral. Sin embargo, mi ilusión era continuar trabajando para esa empresa, pero en una operación minera que esa institución tenía alrededor del mundo. Compartí con Sara aquella ilusión. Me comentó que por el momento eso no era posible.
-Pero podemos extender tu contrato hasta diciembre y en ese tiempo puedo ir averiguando qué podríamos hacer para que seas parte del plan de Training de la empresa en sus operaciones en el extranjero.
Me gustó mucho la idea. Acepté renovar con la empresa hasta diciembre. A los dos días regresé a Miraflores para firmar la extensión de mi primer contrato. Cuando estampaba mi firma ya podía sentir que tomaba un avión con rumbo a alguna mina en el extranjero. Alucinaba que mi familia me despedía en el aeropuerto y que yo sentía que no iba a extrañar para nada a este país tercermundista. Me encantaba la idea de vivir solo y disfrutar de mi soledad. Fantaseaba que trabajaba y aprendía en un entorno completamente diferente, que ganaba mucho dinero y que conocía mujeres y vivía aventuras que luego plasmaría en un libro.
En noviembre, Sara me comunicó que la posibilidad de trabajar en el extranjero no iba a realizarse. La noticia me cayó como un baldazo de agua fría. Mis sueños se desmoronaron. El ego se me cayó por los suelos. Para un ego maníaco como yo, que siempre ha soñado con vivir fuera de este país, mucho mejor si el lugar de destino es de habla inglesa, la noticia de saber que me quedaría varado en el Perú y con una deuda impostergable fue devastadora.
A los pocos días, mi jefe, Bill Mathews, me dijo que el ingeniero a cargo del departamento de minas de la empresa estaba en busca de un asistente. La empresa estaba realizando exploraciones en la concesión que poseía en una región de Cajamarca. El departamento de mina, que en ese momento constaba solamente del gerente de mina, estaba expandiéndose. La expansión, sin embargo, se cristalizaba en contratar a una sola persona. Le dije a Bill que estaba muy interesado en ocupar dicha plaza. Con suerte, siendo asistente de aquel ingeniero, podía viajar al extranjero para alguna capacitación. Bill le comentó a Kyle Murray –ese era el nombre del gerente de mina en cuestión- sobre mis aptitudes. Kyle concedió entrevistarme. La conversación que tuvimos fue muy amena. Salí de aquella reunión sabiéndome el futuro asistente de Kyle. Me convertiría en un maestro en el dominio de un software minero. Sería uno de los pioneros en erigir la futura mina de la empresa. Me cagaría en plata. Publicaría libros con mis estrafalarias e insignificantes historias. Escribiría tratados sobre los temas mineros que me fascinasen. Sería un hombre de triunfos. Tomé el ascensor para bajar al primer piso e irme. Estaba nuevamente cargado de ilusiones.
Al llegar al laboratorio le conté como me fue en la entrevista a Xiomara –estimada compañera del trabajo- y a Bill. Les dije que Kyle y yo habíamos tenido una buena conversación y que con suerte sería su asistente.
Ya no me interesó buscar otro trabajo. En mi mente las cosas estaban claras: Acabaría mi contrato con el laboratorio en diciembre y en enero empalmaría con el trabajo en el departamento de mina de la empresa.
Pero toda mi ilusión, que para ese momento ya había crecido y con ella mi orgullo, se desbarató nuevamente cuando Sara me anunció que Kyle había decidido no contratarme. Kyle contrató a un ingeniero de su país -Estados Unidos- que ya tenía experiencia en el tema de modelamiento de yacimientos con los software mineros. Estábamos a mediados de diciembre.
Sin perspectivas ni ofertas laborales en mi incierto porvenir, esperé resignadamente a que acabara mi contrato.
Mi madre, mi abuelita y mi padre me aconsejaban que siga en el laboratorio. Tenía una deuda que cancelar. Una deuda que se extendía hasta mediados del 2013. Ellos argüían que en el laboratorio me pagaban bien, que no podía dejar de recibir ese dinero. No obstante todas aquellas razones, les dije que mi decisión era inexpugnable e incoercible. Yo no iba a renovar mi contrato por el solo hecho de seguir ganando un buen dinero si iba a ejercer un trabajo que ya no disfrutaba realizar. Si permanecía en un lugar era porque me sentía cómodo ejecutando la actividad para la que se me contrató. Permanecer en el laboratorio hubiera sido un acto desleal con la empresa y conmigo.
Recibí el año con la consigna de encontrar un nuevo empleo a la brevedad posible. Hasta el momento sigo buscando el tan anhelado trabajo en el mundo minero y sigo no recibiendo respuestas de las aplicaciones a las que me suscribo.
El dinero que me pagaron al liquidarme sirvió para pagar la deuda en estos meses de desempleo. Pero esa plata se extinguía con facilidad. Debía procurar guardar una partecita en caso sucediera alguna emergencia. Es en ese momento en que solicito la ayuda de mi padre. Le escribí un correo explicándole que necesitaba que él se hiciera cargo de pagar el débito con el banco por un periodo de tres meses como máximo. En ese tiempo yo encontraría un trabajo “a como diera lugar” –como decían los personajes de un conocido cartoon futbolero llamado “Los Súper Campeones”. En todo caso, la vida me ha demostrado que yo soy todo lo contrario de un súper campeón, soy, y a mucha honra, un súper cagón-. Mi padre, de buena gana, accedió a ayudarme con el pago mensual al banco.
Hace una semana, mi abuelita fue acosada por unos dolores terribles en la zona ventral. Más exactamente, cerca del hígado. Mi madre la llevó a que se haga unos chequeos en el hospital. El veredicto fue la aparición de un cálculo en la vesícula.
Mi madre hizo lo posible para que la operasen en el hospital mediante el seguro. Pero recibía respuestas indignas de un establecimiento público de salud.
-Señora, no podemos operarla. La vamos a operar solamente si está grave-le decían las enfermeras a mi abuelita con olímpico desdén y desinterés-. Si quiere que la operemos espérese hasta octubre porque ya todo está copado.
-Qué pendeja que es esta gente-le dije a mi madre-. Como puede trabajar este tipo de gente para el Estado. Con razón estamos tan jodidos en este país.
La única forma de aliviar los estruendosos dolores que aquejaban a mi abuelita Bertha con ferocidad era sometiéndola a una operación de urgencia en una clínica. En un hospital solamente nos “mecerían” más hasta provocarle la muerte a Bertha. Mi madre averiguó cuánto costaría ejecutar la operación que necesitaba mi abuelita en una clínica. Un doctor, amigo de una amiga de mi madre, le dio un precio módico. Ese precio módico era justamente el dinerillo que había guardado en mi cuenta de ahorros en caso de una emergencia. La emergencia ya se había presentado así que le extendí mi tarjeta de débito a mi madre para que hoy mismo la operasen a mi abuelita.
En este mes se acaba el plazo que yo mismo establecí para que mi buen padre le pague la mensualidad al banco. En este mes, acabo de sacrificar mis ahorros por el bien de mi abuelita.
A pesar de todos estos problemas, no lamento el haber renunciado a mi antiguo y bien pagado trabajo. Pienso que las convicciones de una persona no deben intercambiarse por dinero. Yo puedo ser un tonto, estúpido, ignorante, pero siempre procuraré no ser un mercenario. Prefiero ser pobre y hacer lo que quiero a poseer tranquilidad económica mientras soy infeliz en mi trabajo. Alguna gente considerará que soy un huevón a la vela. Es cierto, soy un huevón a la vela, pero un huevón feliz que, a pesar de las adversidades, todavía ve una diminuta luz en lontananza.
Sé que mi papá lee estas afiebradas, tontas y ridículas columnas. Sé que se ha reído con mis historias. Le he hecho saber que me siento muy halagado de que mis historias le hayan procurado un rato de esparcimiento. Ahora, haré público mi agradecimiento a él por todo el apoyo actual que me brinda, por haber socorrido a mi abuelita con sus gastos en medicinas y sobre todo, por haberme inculcado –indirectamente, a través de su ejemplo- los recios valores de la honorabilidad, la transparencia y el rechazo a lo venal.
Gracias papá por toda tu ayuda. Trataré, con todo el ahínco que pueda poner, ser un hijo del cual puedas sentirte orgulloso. Siempre estaré en deuda contigo, y esa deuda es la que voy a pagar con mucho gusto.
Hasta pronto
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