(Este artículo lo iba a publicar el día miércoles 5 de mayo. Por motivos de fuerza mayor recién puedo publicarlo ahora. El día miércoles había fracasado en mi primer intento para obtener la licencia de conducir. El día jueves 6, la historia fue diferente. Aprobé el examen de manejo y ahora cuento en mi billetera con el documento que testifica que, al menos en el pequeño circuito de Conchán, puedo manejar)
Luego de haber fracasado en mi primer intento en obtener la licencia de conducir A-1, llegué a mi hogar, almorcé, me lavé los dientes, vi Reservoir Dogs y a media película quedé totalmente privado. A las cinco de la tarde, el chillido insoportable de mi iPhone chino -no recomiendo que se lo compren. Es preferible ahorrar unos dolarillos más y adquirir el iPhone de ley-, me extrajo del terrible sueño que mi mente elaboraba afiebradamente: soñaba que en mi segundo intento me subía a la vereda cuando estacionaba en paralelo y que colisionaba con todos los postes del circuito haciendo añicos el auto Toyota Vitz que había alquilado.
Era la chica de la discoteca quien me llamaba. Su nombre es Pamela -no se apellidaba Pamela Chu. Su apellido era Reátegui-. Simplemente Pamela. Pamela es una señora de 34 años, separada, que cría, junto a su hermana y sobrina, a su pequeño hijo Roberto.
A Pamela la conocí el año pasado, en Julio, en el Tequendama. Luego de una agradable conversación, la cité en la heladería Zugatti de Plaza San Miguel. Nuestro segundo encuentro fue en un tranquilo bar de Los Olivos. Después de unos cuatro tragos de rigor, hicimos el amor. Mantuvimos encuentros sexuales esporádicos. Primero conversábamos sobre lo que nos había sucedido en el tiempo en que no nos veíamos y después poníamos manos a la obra.
Ella deseaba que nos viésemos todos los fines de semana. Yo le decía que mejor no, que como había dejado el trabajo que desempeñé durante el 2009, había quedado muy corto de dinero: no podía darme el lujo de ir derrochando lo que la empresa me pagó al liquidarme. Tenía que ahorrar ese dinerillo pues además tenía que pagarle mensualmente al Banco de Crédito una deuda que había adquirido a mediados de ese año. Ella comprendía. Sin embargo, me escribía mensajes de texto en los que me expresaba sus deseos cada vez más crecientes de verme. Hasta el día de hoy nos habremos visto unas cinco o seis veces. La mayoría de esos encuentros siempre acababan en el mismo hotel en la esquina de la avenida Tomás Valle con San Germán.
La cruda verdad era que Pamela no me excitaba demasiado sexualmente. Si una mujer accede a tener cierta clase de intercambio sexual y de fluidos conmigo –para ello esa mujer tiene que estar loca y ciega- debe tener pies bonitos y tetas grandes para que yo pueda darle luz verde. Si la mujer no posee pies bonitos y no cuenta con tetas enormes y turgentes, mi libido declina considerablemente y soy incapaz de producir una viril y sostenida erección. Pamela, por algún motivo, fue la excepción a mi ridícula, quisquillosa y maniquea política. Pamela tenía tetas muy pequeñas, cónicas. Además, sus pies eran grandes –todo pie grande es la antítesis de unos pies bonitos, es lo que me ha dejado mi corta experiencia sexual de casi ocho años- y siempre los ocultaba con las sábanas de la cama. Por ello, en los días previos a nuestros rendevouz sexuales, le pedía que vistiese pantimedias negras. Ello ayudaría a que sus pies disimulasen su imperfección. Obviamente, nunca le dije nada a Pamela acerca de mis peculiares preferencias. Entonces, una razón poderosa para alargar el interregno entre nuestros encuentros era esperar a que me cargase totalmente de un deseo sexual irreprimible por Pamela. Cuando sentía que ya la deseaba, había pasado unas tres o cuatro semanas.
Pero Pamela era una buena mujer. Siempre me aconsejaba cuando le contaba sobre las pequeñas estupideces que componen el cortometraje que es mi vida. Yo le pagaba con ingratitud la atención que ella ponía en mis necias historias. Cuando ella comenzaba a narrarme sus alegrías y vicisitudes en su trabajo en un colegio muy humilde en Ancón y en su familia afincada en Comas, yo disimulaba grandes bostezos y fingía prestarle mucha atención. Mi mente volaba hacia paraje inhóspitos y sólo veía la imagen parlanchina de Pamela abriendo la boca y riéndose con las anécdotas que ella creía que yo escuchaba.
Pamela me llamaba para decirme que había leído lo último que escribí en el blog. Había leído los artículos en los que dejo entrever que actualmente sostengo una relación amorosa con una chica llamada Karina.
Me preguntó si era cierto. Al principio, lo negué sin mucha convicción. La verdad, no tenía ganas de ocultar nada, solamente estaba sopesando la reacción de Pamela. Ella sabe que todo lo que escribo tiene algo de verdad. Le confesé que sí, que hacía cuestión de poco más de una semana estaba saliendo con Karina.
Pamela reconoció a Karina.
-¿Cómo puedes estar con ella, Dani? Ella te sacó la vuelta cuando fueron enamorados. Tú me contaste que sufriste por eso. Ella es mala, Dani. Lo siento en mi corazón. No entiendo cómo puedes ser su enamorado.
Le dije a Pamela que en aquel entonces, cuando Karina me engañó, yo era un chibolo de dieciocho años celoso y tozudo. Muchos años después, la relación que iniciaba nuevamente con Karina se basaba en la total libertad. Yo le había dicho a Karina que si un buen día, ella dejaba de encontrar en mí a una persona que la satisfacía, que me dejara e hiciese su vida con el hombre de quien se volviese a enamorar. Yo no me haría ningún tipo de problema. Sólo le pediría que conservemos la amistad –si ella lo deseaba-. Le dije a Pamela que ahora mi política era de la más total e irrestricta libertad de las voluntades, deseos y gustos de los seres humanos.
Como era la única persona que tenía el pequeño Roberto para crecer en este mundo, Pamela me dijo que ya no quería volver a tener ningún tipo de encuentro íntimo conmigo.
-Dani, yo sé que a ti no te gusta usar condón. Y si yo todavía mantuviese relaciones sexuales contigo, mientras estás también con Karina, puede existir la posibilidad de que me contagies de algo. Yo no sé nada de la vida que Karina haya llevado en esos ocho años que no estuvo contigo. Y yo quiero estar sana por Robertito. A mí me encantaría que volvieses con Claudia. Ella sí era una buena chica. De ella no preocuparía ni tendría celos, pero con Karina sí.
Ya no quería verme. Sólo quería devolverme el libro que una vez le presté y punto final. Le dije que estaba equivocada, que a mí me encantaría que nos sigamos viendo para conversar en algún bar, sin ninguna intención posterior de irnos a la cama. Aunque le duela a Pamela, yo secretamente celebraba el que ella ya no quisiese celebrar más nuestros choques carnales. Era un alivio para mí.
La convencí. Quedamos como buenos amigos. Supongo que algún día la llamaré con la única y sana intención de conversar mientras bebemos unos tragos en Casablanca.
-Eso sí, Dani. Ya no voy a leer tu blog nunca más. Me asustan mucho las cosas que escribes.
-Qué puedo hacer-le dije-, es parte de mi naturaleza expresarme de esa manera, le guste a los demás o no. Pucha, Pamela, tú eras la única lectora de mi blog. Mi blog te va a extrañar.
Luego de esa llamada, la única persona que, de vez en cuando, perdía su tiempo leyendo las tontas líneas que escribo ya no lo hará más. Bien por ella. Mal por mi blog. De todas maneras, gracias Pamela por los minutos que generosamente le concediste a este espacio virtual y de poca valía.
Te llamaré un día para conversar y me aconsejes sobre cómo enmendar mis erróneos y pueriles actos. Te llamaré un día para continuar no prestándote atención cuando me hables de tu trabajo porque esa partecita de nuestra conversación me aburre soberanamente.
Gracias, Pamela, por todo tu tiempo. Sólo espero que, si llegas a leer esto, todavía tengas ganas de verme. Todo lo que he escrito ha sido con la mejor onda.
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