El que sabe corresponder a un favor recibido es un amigo que no tiene
precio.
Sófocles
¿Crees que,
porque estoy en Italia, conchatumadre, ya me cago en plata? ¿Crees que vivo
feliz aquí, huevonazo? Putamadre, he tenido que limpiar caca de viejos; pasear
perros; cargar ladrillos; ser huachimán, cagándome de sueño. Y encima lejos de mi
familia. Putamadre, huevón, no me jodas.
Gonzalo
está borracho y ha llamado a Mote quien, no desaprovechando esa valiosa
oportunidad, le descarga todos los argumentos existenciales que posee para
convencerlo de que no se atreva a desenterrar su tesoro.
Al otro
lado del teléfono, Gonzalo parece reflexionar. Está callado. Mote interpreta
que su silencio es sinónimo de recapacitación. Mis palabras están surtiendo
efecto. Estoy convenciéndolo, piensa Mote. Debe agotar la oportunidad y
meterle más letra.
Tú eres mi
causa, huevón. Entre causas no podemos meternos la mano. Además, negro, tener
sida ya no es para morirse, causa. Hay huevones que tienen sida y viven como
las huevas. No tienes por qué preocuparte, huevón. ¿Ya? ¿Todo bien? Habla,
pues, huevón. Estás muy callado.
Sigue un
silencio de muy difícil clasificación. Mote revisa la pantalla del teléfono.
¿Todavía está conectada la llamada? Sí, todavía. Va a decir algo, pero la voz
temblorosa de Gonzalo se adelanta.
Ya estoy en
Huancayo, huevón. Pasado mañana tu tesoro será mío. Suerte en Italia.
Y cuelga. A
Mote se le hace el culo achí-achí.
***
El
mototaxista lo había visto salir de la discoteca medio caminando en zigzag,
hablando solo, riéndose a ratos. Este pescadito es mío, pensó, mientras
arrancaba la moto y, como quien no quería la cosa, pasaba por su lado. ¿Lo
llevo joven?
Mote, con
un polo blanco; unos jeans rasgados muy de moda; una cadena de plata colgándole
del cuello; un reloj contundente, también argentino, balanceándose de su
muñeca; unas estupendas Jordan en los pies; y un morral Nike negro cruzándole
el pecho, aceptó el ofrecimiento del mototaxista. Una vez sentado dentro del
pequeño vehículo, le alcanzó una tarjeta. Estoy en ese hotel; llévame, pe,
cholo.
Claro, jefe,
claro, dijo el conductor.
***
Joven,
joven, ¿está muerto, joven?, le dijo una señora que parecía regresar del mercado.
Del hombro, le colgaba una bolsa con algo de papas, verduras y carne. Había
acercado a la nariz de Mote un tallo de apio intentando despertarlo o confirmar
su deceso.
Mote achinó
los ojos. ¡Ay, qué milagro, joven! ¡Está vivo! ¿Qué le pasó?
¿Dónde
estoy?, preguntó Mote. Sentía que la piel le quemaba. El sol le hacía
parpadear.
¿Dónde
está? ¿Cómo que dónde está, joven? ¿Qué le pasó?
Mote se
sentó con cierta dificultad en el mismo suelo donde había estado acostado. La cadena
y el reloj de plata habían desaparecido; también sus Jordan. Únicamente el polo
blanco, teñido de mugre, y los jeans de moda, polvorientos ahora, cubrían su
cuerpo. Quien fuera que le robó las prendas de valor, tuvo el noble gesto de
dejarle unas pezuñentas zapatillas Tigre a cambio de las birladas.
De pronto, reaccionó: ¡Mi morral! ¡¿dónde
está mi morral?!
¿Cuál
morral, joven?
¡La
putamadre, mi plata, mis tarjetas!, se atolondró Mote. Se paró y empezó a buscar por
todos lados.
Joven,
¿está bien?, le dijo la señora, asustada al verlo enloquecido
buscando a diestra y siniestra no sabía muy bien qué. Joven, tranquilo.
¡Cuál
tranquilo, vieja puta! ¿No ves que me han robado?, explotó
Mote. La señora se asustó y lo dejó ahí, en medio de un pampón de tierra tostada
por el sol.
***
La música
dentro del tráiler iba de la putamadre hasta que sonó Borrachito Borrachón.
Entonces, el recuerdo lacerante de haberlo perdido todo a la salida de una
discoteca en Huánuco por culpa del abusivo y entremezclado consumo de ron,
whisky y pisco se reavivó en él sañudamente.
Lamentó no
haber acompañado a sus amigos al chongo y haberse quedado solo en la disco
chupando y chupando en busca de la conquista de una mujer que, desde hacía un
par de horas, parecía darle sajiro. Al final, no logró nada con la mujer y lo
perdió todo.
Por otro
lado, el cholón que tenía a su costado, conduciendo el tráiler mientras silbaba
las tonadas emitidas por su potente equipo estereofónico, había sido un ángel:
el único de casi cien camioneros que se compadeció de él y aceptó darle una
jalada hasta poco más allá de La Oroya.
Habían
conversado bastante. Mote era el más interesado en mantener un intercambio fluido
de pareceres, por más cojudos que estos fuesen. Lo importante era cerciorarse
de que los ojos del conductor estuviesen alertas. Sabía que muchos de los
accidentes en las carreteras de la sierra se debían a que los choferes
parpadeaban, se quedaban dormidos y, ¡bundungún!, derechitos al abismo o
aplastados contra otro camión.
Unos
kilómetros antes de entrar en La Oroya, empezó a hacer frío. El pesado vehículo
no tenía calefacción. Afuera, nevaba, ora granizaba, ora llovía. Los fenómenos
naturales en la sierra eran díscolos e impredecibles. Loco, toma esta
chompa. Te debes de estar cagando de frío. Mote casi llora; todavía existía
gente buena en este mundo, conchasumadre.
***
Como
analista financiero de la Caja Huanca, Mote había trabajado en las muchas agencias
que dicha institución tenía no solo en Huancayo sino también en sus
alrededores: Junín, Cerro de Pasco, La Oroya. Lo enviaban seis meses acá, otros
seis por allá, y así.
En cada uno
de los lugares en los que se desempeñó, forjó, más que clientes, grandes
amigos. Uno de ellos fue La Tota, homosexual maduro en camino a la transexualización.
Se había puesto algo de tetas y hacía inmisericordes sentadillas para
robustecer las nalgas. Gracias a Mote, cuando este despachó en la oficina de La
Oroya, La Tota obtuvo el préstamo necesario que le permitió completar la suma necesitada
para lanzar su emprendimiento: una de las boticas más surtidas en las afueras
de dicha ciudad; botica que evitó que La Tota se dedicase al viejo oficio, como
la mayoría de las transexuales en el Perú, para sobrevivir.
Luego de
que Mote dejó la agencia de La Oroya, perdió contacto con la particular Tota.
***
Maestro,
maestro, retroceda un poco, por favor.
El
camionero disminuyó la velocidad. ¿Qué pasó?
Es que
acabo de ver a un familiar que tengo aquí en La Oroya. Justo que estábamos
pasando, así sin querer, me fijé a mi derecha y vi la cara de mi familiar en
una de las ventanas de las casas de allá.
Mentira.
Mote no había visto el rostro de ningún familiar. Había recordado, en medio de
las peripecias de ese malhadado día y mientras el tráiler abandonaba La Oroya, al
momento de mirar a su derecha y distinguir una botica con las luces aún
encendidas, que tenía una amiga, La Tota, que podía ayudarlo con algo de plata.
El conductor, como le había contado cuando lo recogió en Huánuco, no iría a
Huancayo, sino a Lima. Y lo más cerca que podía dejarlo de Huancayo era a unos minutos
de las afueras de La Oroya. Mote no quería volver a tirar dedo para encontrar a
alguna otra alma bondadosa que se apiadase de él a las diez de la noche y con
un frío que le hubiera encogido no solamente los huevos.
¿Estás
seguro, choche?, dijo el chofer.
Sí, sí. Por
favor, espérame. De repente me he equivocado y no es mi familiar. Y si es,
entonces ya con él me quedaría, y regresaría para avisarte, pidió
Mote.
El chofer
se estacionó a un lado de la carretera y esperó por Mote, que salió con
dirección a la casa de su dizque familiar.
***
¡Qué gusto!
¡Cuánto tiempo que no te veía! La Tota estaba verdaderamente feliz de ver a Mote. Pero
¿qué te pasó? ¿Por qué estás todo sucio?
Mote le
explicó la situación: el robo en Huánuco, la caminata kilométrica con estas
zapatillas casi sin suela, carajo, la tirada de dedo interminable y, por fin,
el viaje en camión hasta allí. ¿Cuál camión? Ese tráiler que está allí.
Préstame
cien soles, por favor, Tota. Le voy a dar veinte al camionero por haberme
traído hasta aquí.
¿Te ha
cobrado?
No, nada
que ver. Pero debo darle algo, pe. Por la molestia. Fue el único que me hizo el
favor. Pucha, sino todavía seguiría, sabe Dios, en qué parte de la carretera,
con frío y hasta las huevas. Y con los ochenta soles restantes puedo tomar un
colectivo a Huancayo.
¿Por qué
mejor no te quedas? Mírate. Necesitas comer, limpiarte. ¿Qué tal si no encuentras
ningún colectivo? Son casi las once de la noche. Quédate, cholo. Tengo un
pollito a la brasa en la refri. Te lo caliento y te acuestas. ¿Qué dices?
Anímate. Ya mañana tempranito te vas, si quieres. O a la hora en que te sientas
mejor.
Mote lo
pensó. La mirada de La Tota era la que cualquiera necesitaba en momentos de
apuro; una mirada de genuino desprendimiento. Ya, me convenciste, Tota; me
quedo.
La Tota le
dio los cien soles solicitados. Voy a dejar la puerta juntita. Entras, no
más, luego de que termines con el chofer, le dijo.
¿Y qué fue?, quiso
saber el chofer. Te has demorado, ah.
Sí,
discúlpame, por favor. Mi familiar me va a dejar pasar la noche en su casa. Ahí
voy a comer y voy a reponerme un poco. Te agradezco mucho por haberme traído
hasta aquí. Que Dios te lo pague, dijo Mote, tendiéndole una mano.
Ya,
cholito. No tomes mucho para la próxima. La calle está peligrosa. Nos vemos, se
despidió el camionero.
***
Todos los
días cierro a las nueve, cholo. Hoy, no sé por qué, dejé abierta la botica.
Fue un
milagro, Totita. Si no la hubiera visto prendida, me pasaba de largo; ni me
hubiera acordado de mi gran amiga. Uy, ahorita estaría tirando dedo para chapar
otro camión que me lleve a Huancayo, dijo Mote, devorando una pierna de pollo.
***
Pero ¿tú
dónde vas a dormir?, preguntó Mote, realmente perplejo.
Aquí, pues,
en este ladito de la cama, respondió La Tota, con total naturalidad.
¿Qué? ¿No
tienes otro cuarto?
No. Pero
¿cuál es el problema, oye? No te voy a comer.
Pucha,
Tota, si me hubieras dicho esto, me hubiera ido en el camión, no más.
Ay, no seas
exagerado. La cama es grande. Ni me vas a sentir. Además, ¿somos causas o no?, dijo La
Tota, extendiéndole una mano de uñas pintadas.
Claro,
somos causas, cedió Mote, apretándole la mano.
Ah, eso sí,
antes de que te metas en mi cama, primero te bañas. Mírate, estás mugre. Y, por
el aspecto de esas zapatillas, seguramente te deben de apestar las patas.
¡Vamos, a bañarse!
***
Tras
bañarse y lavarse los dientes (La Tota había sacado un cepillo nuevo de la
botica), Mote se acostó. Tenía puestos encima unos boxer que La Tota le había
separado, porque el calzoncillo que traía hedía. Unos minutos después, la
figura de su benefactora se recortó bajo el marco de la puerta. Había salido de
la ducha y lucía un shorcito holgado muy corto y un topcito bajo cuya tela
resaltaban sus pezones erectos estimulados por el frío que se colaba en la
habitación.
Ya estoy
lista. ¿No quieres un tequilita antes de dormir? Es excelente para combatir el
frío, anunció La Tota. Mote hizo a un ladito las gruesas frazadas de tigre y
comprendió: Putamadre, esta huevona quiere pinga.
No, le dijo, paso.
Créeme que lo último que quiero ahorita es tomar. Por tomar, lo he perdido todo
y he lateado por horas y kilómetros. Me duelen los pies. Solo quiero dormir,
Totita.
Eres un
exagerado. No te conocía así, ah. Vamos, siéntate. Conversemos un ratito con
unos tequilitas para entrar en calor y puedas dormir como un bebe, propuso
La Tota.
Entrar en
calor, malició Mote. Esta conchasumadre quiere nepe. Ya lo vi ya, ya lo vi
ya.
***
La espalda
de La Tota no era tan ancha. Su piel era suave. Es que me echo cremas, pues,
varias cremas. Tengo una crema para la cara, otra para las manos, otra para la colita.
Uy, ahí abajo mi piel es suavecita, ¿quieres comprobar? Las manos de Mote
se movían en círculos sobre esa espalda. Los tequilitas le habían templado la
sangre. Los ojos no estaban enfocados en los masajes que le proveía sino en
aquel culo que, Mote recordaba, no era tan abultado como el que tenía a escasos
centímetros de su pinga, rudamente parada y húmeda bajo el prestado boxer rojo.
Puta, Tota,
no me tientes, no me tientes, por favor, suplicó Mote, aplicando los
nudillos en la espalda de su amiga para quebrar las zonas en tensión. No me
tientes, Totita, que no respondo, ah.
Ay, no seas
malo. Veo que tienes buena mano. Masajéame las nachas, pues. Solo como amigos.
¿Qué hay de malo?
Las manos
abandonaron la espalda con suavidad. Descendieron por ella, siguiendo las
huellas del espinazo hasta situarse en la fronda de aquel culazo.
Putamadre,
Tota, ¡tu piel aquí es más suave todavía!, se rindió Mote.
Te lo dije;
la piel de mi culito es suavecita, suavecita, confirmó La Tota.
¡Y qué
grande tienes el culo! No lo recordaba así, ah, dijo
Mote, amasando las nalgas de su amiga. Eran duras y suaves. Provocaba
palmearlas, pero aún no era tiempo. A una mujer, se la conocía en el clímax. En
los prolegómenos, la cosa debía fluir con calma, con invitaciones y
declinaciones.
Y no es
aceite de avión, por si acaso. Mi culito es natural. Full treno en el gimnasio, se
enorgulleció La Tota.
Putamadre,
Tota, yo he agarrado un montón de culos, pero ninguno como el tuyo. ¿Te digo
algo?
¿Qué?
Se me ha
parado la pinga, dijo Mote, la voz acerada y rasposa.
¿Y qué
esperas?, dijo La Tota. Se abrió las nalgas con ambas manos. Lo que vio Mote fue
irresistible: un ano peladito, más limpio y más lozano que el de cualquier
mujer. En el primer cajón de mi mesita de noche, hay un condón.
***
Mote sufrió
para que la pinga ingresara en el culo de La Tota. Esta huevada parece una
fortaleza, pensó. Sentía que el falo avanzaba de cinco en cinco milímetros.
Conchatumadre, Tota, tienes mucha nalga; no entra mi huevada.
Es que soy
cerradita, pues. No lo hago con cualquiera. Soy una dama que sabe escoger.
Tras muchos
intentos, Mote logró conquistar el trasero de su amiga. Lo hizo suyo. Ambos se
entregaron a un placer descomedido y delicioso.
Golpéame
las nalgas, lapéame, gritaba La Tota.
¿Qué?
Destrózame
las nalgas, jálame el pelo, tírame puñetes, suplicaba La Tota. Sus
gemidos podían desarmar hasta al más heterosexual de los peruanos.
Poseído por
la euforia, Mote se entregó a la satisfacción de los pedidos de su amiga. Le
palmeó las nalgas y le tiró del cabello mientras le empujaba el nepe con todas
sus fuerzas.
Ay, sí, qué
rico. Patéame el culo, patéame el culo, exigía La Tota.
Mote,
erguido sobre la cama, pateó las nalgas de su amante. Ay, sí, así, patéame
más duro, más duro. Con cada patada, las nalgas temblaban y alteraban el cerebro
de Mote. ¿Ves? Mi culo está hecho de full gimnasio. Nadita de aceite de
avión. Mote volvió a acostarse detrás de La Tota para volver a empujarle la
gampi. La refriega continuó, reforzada con la libido de los maltratos.
Pégame en
la cara, gemía La Tota, pégame en la cara.
Te voy a
sacar la mierda, conchatumadre, se agitó Mote, y le encajó tres o cuatro furibundos
golpes en el rostro. La Tota dejó de moverse. Mote no se dio cuenta de que su
amiga había dejado de gemir.
***
¿Y este
negrito?, dice La Tota. Parece que no mata ni una mosca.
Es buena
gente, dice Mote, pero ahorita está cagao y me quiere cagar a mí, a mi
familia, sobre todo. Solo tú puedes ayudarme, Totita. Desde Italia, no puedo
hacer nada, y si regreso al Perú, me meten en cana. Ya tú sabes mi historia.
No te
preocupes. Tú sabes que soy tu amiga incondicional. Yo hago lo que tú me pidas, se ofrece
La Tota, solícita, firme.
Tienes que
ir a Huancayo ahorita. Todo lo que gastes, te lo voy a reponer. No te preocupes
por eso. Pero necesito que estés allá. Cuando llegues, me avisas y te voy a
decir cómo me vas a ayudar. No borres la foto del negro. Es más, memorízate esa
cara, la urgencia y la seriedad en la voz de Mote tocan las fibras más
sensibles de La Tota.
Claro,
claro. Ahorita mismo cierro la botica y tomo el primer colectivo a Huancayo. Te
aviso cuando llegue.