jueves, 31 de agosto de 2023

NOVELA PERUANA - MOTE de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 5


 

El que sabe corresponder a un favor recibido es un amigo que no tiene precio.

Sófocles

 

¿Crees que, porque estoy en Italia, conchatumadre, ya me cago en plata? ¿Crees que vivo feliz aquí, huevonazo? Putamadre, he tenido que limpiar caca de viejos; pasear perros; cargar ladrillos; ser huachimán, cagándome de sueño. Y encima lejos de mi familia. Putamadre, huevón, no me jodas.

Gonzalo está borracho y ha llamado a Mote quien, no desaprovechando esa valiosa oportunidad, le descarga todos los argumentos existenciales que posee para convencerlo de que no se atreva a desenterrar su tesoro.

Al otro lado del teléfono, Gonzalo parece reflexionar. Está callado. Mote interpreta que su silencio es sinónimo de recapacitación. Mis palabras están surtiendo efecto. Estoy convenciéndolo, piensa Mote. Debe agotar la oportunidad y meterle más letra.

Tú eres mi causa, huevón. Entre causas no podemos meternos la mano. Además, negro, tener sida ya no es para morirse, causa. Hay huevones que tienen sida y viven como las huevas. No tienes por qué preocuparte, huevón. ¿Ya? ¿Todo bien? Habla, pues, huevón. Estás muy callado.

Sigue un silencio de muy difícil clasificación. Mote revisa la pantalla del teléfono. ¿Todavía está conectada la llamada? Sí, todavía. Va a decir algo, pero la voz temblorosa de Gonzalo se adelanta.

Ya estoy en Huancayo, huevón. Pasado mañana tu tesoro será mío. Suerte en Italia.

Y cuelga. A Mote se le hace el culo achí-achí.

***

El mototaxista lo había visto salir de la discoteca medio caminando en zigzag, hablando solo, riéndose a ratos. Este pescadito es mío, pensó, mientras arrancaba la moto y, como quien no quería la cosa, pasaba por su lado. ¿Lo llevo joven?

Mote, con un polo blanco; unos jeans rasgados muy de moda; una cadena de plata colgándole del cuello; un reloj contundente, también argentino, balanceándose de su muñeca; unas estupendas Jordan en los pies; y un morral Nike negro cruzándole el pecho, aceptó el ofrecimiento del mototaxista. Una vez sentado dentro del pequeño vehículo, le alcanzó una tarjeta. Estoy en ese hotel; llévame, pe, cholo.    

Claro, jefe, claro, dijo el conductor.

***

Joven, joven, ¿está muerto, joven?, le dijo una señora que parecía regresar del mercado. Del hombro, le colgaba una bolsa con algo de papas, verduras y carne. Había acercado a la nariz de Mote un tallo de apio intentando despertarlo o confirmar su deceso.

Mote achinó los ojos. ¡Ay, qué milagro, joven! ¡Está vivo! ¿Qué le pasó?

¿Dónde estoy?, preguntó Mote. Sentía que la piel le quemaba. El sol le hacía parpadear.

¿Dónde está? ¿Cómo que dónde está, joven? ¿Qué le pasó?

Mote se sentó con cierta dificultad en el mismo suelo donde había estado acostado. La cadena y el reloj de plata habían desaparecido; también sus Jordan. Únicamente el polo blanco, teñido de mugre, y los jeans de moda, polvorientos ahora, cubrían su cuerpo. Quien fuera que le robó las prendas de valor, tuvo el noble gesto de dejarle unas pezuñentas zapatillas Tigre a cambio de las birladas.    

 De pronto, reaccionó: ¡Mi morral! ¡¿dónde está mi morral?!

¿Cuál morral, joven?

¡La putamadre, mi plata, mis tarjetas!, se atolondró Mote. Se paró y empezó a buscar por todos lados.

Joven, ¿está bien?, le dijo la señora, asustada al verlo enloquecido buscando a diestra y siniestra no sabía muy bien qué. Joven, tranquilo.

¡Cuál tranquilo, vieja puta! ¿No ves que me han robado?, explotó Mote. La señora se asustó y lo dejó ahí, en medio de un pampón de tierra tostada por el sol.

***

La música dentro del tráiler iba de la putamadre hasta que sonó Borrachito Borrachón. Entonces, el recuerdo lacerante de haberlo perdido todo a la salida de una discoteca en Huánuco por culpa del abusivo y entremezclado consumo de ron, whisky y pisco se reavivó en él sañudamente.

Lamentó no haber acompañado a sus amigos al chongo y haberse quedado solo en la disco chupando y chupando en busca de la conquista de una mujer que, desde hacía un par de horas, parecía darle sajiro. Al final, no logró nada con la mujer y lo perdió todo.

Por otro lado, el cholón que tenía a su costado, conduciendo el tráiler mientras silbaba las tonadas emitidas por su potente equipo estereofónico, había sido un ángel: el único de casi cien camioneros que se compadeció de él y aceptó darle una jalada hasta poco más allá de La Oroya.

Habían conversado bastante. Mote era el más interesado en mantener un intercambio fluido de pareceres, por más cojudos que estos fuesen. Lo importante era cerciorarse de que los ojos del conductor estuviesen alertas. Sabía que muchos de los accidentes en las carreteras de la sierra se debían a que los choferes parpadeaban, se quedaban dormidos y, ¡bundungún!, derechitos al abismo o aplastados contra otro camión.

Unos kilómetros antes de entrar en La Oroya, empezó a hacer frío. El pesado vehículo no tenía calefacción. Afuera, nevaba, ora granizaba, ora llovía. Los fenómenos naturales en la sierra eran díscolos e impredecibles. Loco, toma esta chompa. Te debes de estar cagando de frío. Mote casi llora; todavía existía gente buena en este mundo, conchasumadre.

***

Como analista financiero de la Caja Huanca, Mote había trabajado en las muchas agencias que dicha institución tenía no solo en Huancayo sino también en sus alrededores: Junín, Cerro de Pasco, La Oroya. Lo enviaban seis meses acá, otros seis por allá, y así.

En cada uno de los lugares en los que se desempeñó, forjó, más que clientes, grandes amigos. Uno de ellos fue La Tota, homosexual maduro en camino a la transexualización. Se había puesto algo de tetas y hacía inmisericordes sentadillas para robustecer las nalgas. Gracias a Mote, cuando este despachó en la oficina de La Oroya, La Tota obtuvo el préstamo necesario que le permitió completar la suma necesitada para lanzar su emprendimiento: una de las boticas más surtidas en las afueras de dicha ciudad; botica que evitó que La Tota se dedicase al viejo oficio, como la mayoría de las transexuales en el Perú, para sobrevivir.   

Luego de que Mote dejó la agencia de La Oroya, perdió contacto con la particular Tota.

***

Maestro, maestro, retroceda un poco, por favor.

El camionero disminuyó la velocidad. ¿Qué pasó?

Es que acabo de ver a un familiar que tengo aquí en La Oroya. Justo que estábamos pasando, así sin querer, me fijé a mi derecha y vi la cara de mi familiar en una de las ventanas de las casas de allá.

Mentira. Mote no había visto el rostro de ningún familiar. Había recordado, en medio de las peripecias de ese malhadado día y mientras el tráiler abandonaba La Oroya, al momento de mirar a su derecha y distinguir una botica con las luces aún encendidas, que tenía una amiga, La Tota, que podía ayudarlo con algo de plata. El conductor, como le había contado cuando lo recogió en Huánuco, no iría a Huancayo, sino a Lima. Y lo más cerca que podía dejarlo de Huancayo era a unos minutos de las afueras de La Oroya. Mote no quería volver a tirar dedo para encontrar a alguna otra alma bondadosa que se apiadase de él a las diez de la noche y con un frío que le hubiera encogido no solamente los huevos.

¿Estás seguro, choche?, dijo el chofer.

Sí, sí. Por favor, espérame. De repente me he equivocado y no es mi familiar. Y si es, entonces ya con él me quedaría, y regresaría para avisarte, pidió Mote.

El chofer se estacionó a un lado de la carretera y esperó por Mote, que salió con dirección a la casa de su dizque familiar. 

***

¡Qué gusto! ¡Cuánto tiempo que no te veía! La Tota estaba verdaderamente feliz de ver a Mote. Pero ¿qué te pasó? ¿Por qué estás todo sucio?

Mote le explicó la situación: el robo en Huánuco, la caminata kilométrica con estas zapatillas casi sin suela, carajo, la tirada de dedo interminable y, por fin, el viaje en camión hasta allí. ¿Cuál camión? Ese tráiler que está allí.

Préstame cien soles, por favor, Tota. Le voy a dar veinte al camionero por haberme traído hasta aquí.

¿Te ha cobrado?

No, nada que ver. Pero debo darle algo, pe. Por la molestia. Fue el único que me hizo el favor. Pucha, sino todavía seguiría, sabe Dios, en qué parte de la carretera, con frío y hasta las huevas. Y con los ochenta soles restantes puedo tomar un colectivo a Huancayo.

¿Por qué mejor no te quedas? Mírate. Necesitas comer, limpiarte. ¿Qué tal si no encuentras ningún colectivo? Son casi las once de la noche. Quédate, cholo. Tengo un pollito a la brasa en la refri. Te lo caliento y te acuestas. ¿Qué dices? Anímate. Ya mañana tempranito te vas, si quieres. O a la hora en que te sientas mejor.

Mote lo pensó. La mirada de La Tota era la que cualquiera necesitaba en momentos de apuro; una mirada de genuino desprendimiento. Ya, me convenciste, Tota; me quedo.

La Tota le dio los cien soles solicitados. Voy a dejar la puerta juntita. Entras, no más, luego de que termines con el chofer, le dijo.

¿Y qué fue?, quiso saber el chofer. Te has demorado, ah.

Sí, discúlpame, por favor. Mi familiar me va a dejar pasar la noche en su casa. Ahí voy a comer y voy a reponerme un poco. Te agradezco mucho por haberme traído hasta aquí. Que Dios te lo pague, dijo Mote, tendiéndole una mano.

Ya, cholito. No tomes mucho para la próxima. La calle está peligrosa. Nos vemos, se despidió el camionero.

***

Todos los días cierro a las nueve, cholo. Hoy, no sé por qué, dejé abierta la botica.

Fue un milagro, Totita. Si no la hubiera visto prendida, me pasaba de largo; ni me hubiera acordado de mi gran amiga. Uy, ahorita estaría tirando dedo para chapar otro camión que me lleve a Huancayo, dijo Mote, devorando una pierna de pollo.

***

Pero ¿tú dónde vas a dormir?, preguntó Mote, realmente perplejo.

Aquí, pues, en este ladito de la cama, respondió La Tota, con total naturalidad.

¿Qué? ¿No tienes otro cuarto?

No. Pero ¿cuál es el problema, oye? No te voy a comer.

Pucha, Tota, si me hubieras dicho esto, me hubiera ido en el camión, no más.

Ay, no seas exagerado. La cama es grande. Ni me vas a sentir. Además, ¿somos causas o no?, dijo La Tota, extendiéndole una mano de uñas pintadas.

Claro, somos causas, cedió Mote, apretándole la mano.

Ah, eso sí, antes de que te metas en mi cama, primero te bañas. Mírate, estás mugre. Y, por el aspecto de esas zapatillas, seguramente te deben de apestar las patas. ¡Vamos, a bañarse!

***

Tras bañarse y lavarse los dientes (La Tota había sacado un cepillo nuevo de la botica), Mote se acostó. Tenía puestos encima unos boxer que La Tota le había separado, porque el calzoncillo que traía hedía. Unos minutos después, la figura de su benefactora se recortó bajo el marco de la puerta. Había salido de la ducha y lucía un shorcito holgado muy corto y un topcito bajo cuya tela resaltaban sus pezones erectos estimulados por el frío que se colaba en la habitación.

Ya estoy lista. ¿No quieres un tequilita antes de dormir? Es excelente para combatir el frío, anunció La Tota. Mote hizo a un ladito las gruesas frazadas de tigre y comprendió: Putamadre, esta huevona quiere pinga.

No, le dijo, paso. Créeme que lo último que quiero ahorita es tomar. Por tomar, lo he perdido todo y he lateado por horas y kilómetros. Me duelen los pies. Solo quiero dormir, Totita.

Eres un exagerado. No te conocía así, ah. Vamos, siéntate. Conversemos un ratito con unos tequilitas para entrar en calor y puedas dormir como un bebe, propuso La Tota.

Entrar en calor, malició Mote. Esta conchasumadre quiere nepe. Ya lo vi ya, ya lo vi ya.      

***

La espalda de La Tota no era tan ancha. Su piel era suave. Es que me echo cremas, pues, varias cremas. Tengo una crema para la cara, otra para las manos, otra para la colita. Uy, ahí abajo mi piel es suavecita, ¿quieres comprobar? Las manos de Mote se movían en círculos sobre esa espalda. Los tequilitas le habían templado la sangre. Los ojos no estaban enfocados en los masajes que le proveía sino en aquel culo que, Mote recordaba, no era tan abultado como el que tenía a escasos centímetros de su pinga, rudamente parada y húmeda bajo el prestado boxer rojo.

Puta, Tota, no me tientes, no me tientes, por favor, suplicó Mote, aplicando los nudillos en la espalda de su amiga para quebrar las zonas en tensión. No me tientes, Totita, que no respondo, ah.

Ay, no seas malo. Veo que tienes buena mano. Masajéame las nachas, pues. Solo como amigos. ¿Qué hay de malo?

Las manos abandonaron la espalda con suavidad. Descendieron por ella, siguiendo las huellas del espinazo hasta situarse en la fronda de aquel culazo.

Putamadre, Tota, ¡tu piel aquí es más suave todavía!, se rindió Mote.

Te lo dije; la piel de mi culito es suavecita, suavecita, confirmó La Tota.

¡Y qué grande tienes el culo! No lo recordaba así, ah, dijo Mote, amasando las nalgas de su amiga. Eran duras y suaves. Provocaba palmearlas, pero aún no era tiempo. A una mujer, se la conocía en el clímax. En los prolegómenos, la cosa debía fluir con calma, con invitaciones y declinaciones. 

Y no es aceite de avión, por si acaso. Mi culito es natural. Full treno en el gimnasio, se enorgulleció La Tota.

Putamadre, Tota, yo he agarrado un montón de culos, pero ninguno como el tuyo. ¿Te digo algo?

¿Qué?

Se me ha parado la pinga, dijo Mote, la voz acerada y rasposa.

¿Y qué esperas?, dijo La Tota. Se abrió las nalgas con ambas manos. Lo que vio Mote fue irresistible: un ano peladito, más limpio y más lozano que el de cualquier mujer. En el primer cajón de mi mesita de noche, hay un condón.    

***

Mote sufrió para que la pinga ingresara en el culo de La Tota. Esta huevada parece una fortaleza, pensó. Sentía que el falo avanzaba de cinco en cinco milímetros. Conchatumadre, Tota, tienes mucha nalga; no entra mi huevada.

Es que soy cerradita, pues. No lo hago con cualquiera. Soy una dama que sabe escoger.

Tras muchos intentos, Mote logró conquistar el trasero de su amiga. Lo hizo suyo. Ambos se entregaron a un placer descomedido y delicioso.

Golpéame las nalgas, lapéame, gritaba La Tota.

¿Qué?

Destrózame las nalgas, jálame el pelo, tírame puñetes, suplicaba La Tota. Sus gemidos podían desarmar hasta al más heterosexual de los peruanos.

Poseído por la euforia, Mote se entregó a la satisfacción de los pedidos de su amiga. Le palmeó las nalgas y le tiró del cabello mientras le empujaba el nepe con todas sus fuerzas.

Ay, sí, qué rico. Patéame el culo, patéame el culo, exigía La Tota.

Mote, erguido sobre la cama, pateó las nalgas de su amante. Ay, sí, así, patéame más duro, más duro. Con cada patada, las nalgas temblaban y alteraban el cerebro de Mote. ¿Ves? Mi culo está hecho de full gimnasio. Nadita de aceite de avión. Mote volvió a acostarse detrás de La Tota para volver a empujarle la gampi. La refriega continuó, reforzada con la libido de los maltratos.

Pégame en la cara, gemía La Tota, pégame en la cara.

Te voy a sacar la mierda, conchatumadre, se agitó Mote, y le encajó tres o cuatro furibundos golpes en el rostro. La Tota dejó de moverse. Mote no se dio cuenta de que su amiga había dejado de gemir.

***

¿Y este negrito?, dice La Tota. Parece que no mata ni una mosca.

Es buena gente, dice Mote, pero ahorita está cagao y me quiere cagar a mí, a mi familia, sobre todo. Solo tú puedes ayudarme, Totita. Desde Italia, no puedo hacer nada, y si regreso al Perú, me meten en cana. Ya tú sabes mi historia.

No te preocupes. Tú sabes que soy tu amiga incondicional. Yo hago lo que tú me pidas, se ofrece La Tota, solícita, firme.

Tienes que ir a Huancayo ahorita. Todo lo que gastes, te lo voy a reponer. No te preocupes por eso. Pero necesito que estés allá. Cuando llegues, me avisas y te voy a decir cómo me vas a ayudar. No borres la foto del negro. Es más, memorízate esa cara, la urgencia y la seriedad en la voz de Mote tocan las fibras más sensibles de La Tota. 

Claro, claro. Ahorita mismo cierro la botica y tomo el primer colectivo a Huancayo. Te aviso cuando llegue.


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