Si no conozco una cosa, la investigaré
Louis Pasteur
¿Cuánta
leche boto en un pajazo?
Esa pregunta
le había empezado a rondar la cabeza desde aquella vez en que, cuando aún vivía
en el Perú, empapó de semen toda el área de la cara de Jacky, una de las dos
mujeres con las que se veía a escondidas de su esposa. El rostro aguileño de
Jacky había desaparecido tras una densa capa lechosa y burbujeante. Con el
índice derecho, Mote raspó la superficie de la capa que chorreaba por una de
las mejillas de Jacky. La olió, quiso probarla, pero desistió; más bien, dirigió
el dedo a la boca de su compañera.
¡Pasu!, exclamó la
mujer, la visión nublada por los grumos gangosos que desfilaban cuesta abajo
por sus párpados. ¿Tan aguantado estabas?
Jacky barrió
la leche de sus ojos y notó recién el índice derecho de Mote a un centímetro de
su boca, aguardando entrar.
¿También
quieres que me lo tome?, rio ella.
Abre la
boca, oe; tómate la leche de tu marido, exigió Mote, serio como policía enterándose de que
lo van a cerrar con su coima. Jacky abrió la boca y chupó el dedo de su
compañero. Mote la vio tragarse la dosis.
¿A qué
sabe?
A nada, dijo
ella, levantándose del suelo. Tomó una toalla, se la anudó a la cintura y salió
del cuarto. Motecito se había quedado con la duda.
¿Te vas a
bañar?, gritó.
Sí, gritó
también su compañera, la voz atenuada por la distancia (el baño estaba al fondo
de la casa) y la puerta cerrada.
Mote quiso
evitar que ella se bañara. Quería que la leche permaneciera en su rostro, arraigándose
en él. Había oído que el semen tenía propiedades rejuvenecedoras al ser
aplicadas en la superficie cutánea del ser humano.
Ya fue, se dijo a
sí mismo. No va a atracar el experimento la conchasumadre, pensó.
Han pasado algo
de ocho años desde esa vez y, así eran los recuerdos de repentinos, se le había
vuelto a despertar la curiosidad científica por conocer cuánto semen llevaba en
los testículos.
Ahora, el
escenario era otro. Mote vivía en Milán, Italia, en un cuartito entreverado en
los suburbios de un barrio obrero. Había jugado una pichanguita nocturna con
algunos de sus compañeros del trabajo y ahora estaba, ya bañado, acostado sobre
su cama, dispuesto a descansar lo más pronto posible para recuperar las fuerzas
que lo sustentarían en la siguiente jornada laboral.
Así, la
pregunta guardada desde hacía poco más de ocho años volvía con rotundidad: ¿Cuánta
leche boto en un pajazo?
Esta vez,
la pregunta demandaba perentoriamente una respuesta.
Mote se
pajeaba todos los días, o casi todos los días. Incluso, si había tirado con
alguien, igual se pajeaba después, rememorando las escenas que más le habían
gustado del acto. Esta noche no sería la excepción, más aún si había una
cruzada científica por solventar.
Se levantó
de la cama y fue a buscar una de las bolsitas que usaba para envolver las
manzanas que comía durante ciertas pausas del trabajo.
Volvió a
acostarse, la bolsita a su lado, al alcance de su mano izquierda, la no pajera.
Mientras menos ataviado de accesorios, mejor; por ello, prescindió de tomar su celular,
aparato que usaba algunas veces para estimularse con vídeos porno. La capacidad
mental que tenía para recordar nítidamente sus escenas sexuales favoritas era
asombrosa.
Empezó a masturbarse.
No habían pasado ni tres minutos cuando sintió que se le venía el cuáquer.
Cogió la bolsita y la colocó en la punta de la pinga. Atrapó toda la descarga.
Luego de haber cerrado los ojos un momento y dejado que su alma se paseara por
la habitación, volvió en sí. Había que continuar con el experimento.
Prendió la
luz de su habitación. Se sorprendió. Había llenado casi toda la bolsita. Ahora,
¿cómo mido esta huevada?, se preguntó. Miró a su alrededor. Buscó algo en el
cuarto que le permitiese cuantificar su leche. Una cuchara, se le
ocurrió cuando pasó la vista por el rinconcito que le servía de cocina. Se
apuró hacia la cajita plástica donde guardaba sus cubiertos: un par de
cuchillos, tres tenedores, tres cucharas y dos cucharitas. Tomó una cuchara.
¿Ahora cómo
cuchareo esta huevada?, pensó.
En Italia,
Mote había sido aiutante del panettiere (ayudante de panadero), uno de
los tantos oficios que ejerció ni bien bajó del avión que lo llevó a ese país
europeo, el país que había elegido para resurgir de las cenizas, para
resarcirse de la caída que había significado su estadía de casi un año en una congestionada
celda de la cárcel de Huamancaca, en su natal Huancayo.
Cuando
decoraba las tortas, preparaba las mangas: cogía una bolsa mediana, la llenaba
con la crema chantilly elegida y, con los dientes, le arrancaba un pedacito a
una de las esquinas de la base de la bolsa. Anudaba la boca superior y, por el
agujero creado con la diminuta mordida, la crema salía lineal, controlada,
dosificada, lista para decorar el pastel a gusto del artesano.
Eso es, pensó,
entusiasmado, como en la panadería.
Con los
dientes, abrió un agujerito en uno de los extremos de la bolsita. No pudo
evitar probar accidentalmente un poco del semen que salió por el agujero (había
sido amarga la huevada, pensó, haciendo un mohín con la boca), que tapó
inmediatamente con dos dedos.
De ese
modo, llenó la cuchara. Iba a desembarazarla botando el contenido en el fregadero
(y así continuar midiendo el resto de la leche), cuando se detuvo: si boto
esto, no voy a poder hacer el siguiente experimento. Cogió la taza en la
que solía disfrutar de un cafecito luego de sus borracheras, y vertió en ella
la primera cucharada.
Siete
cucharadas, se dijo, gratamente sorprendido y complacido, luego
de haber descargado la bolsita.
Lavó la
cuchara y volvió a colocarla en su lugar. Su mamita le había enseñado la
importancia del orden y la limpieza, elementos que Mote no había olvidado.
Volvió a la
cama y, a su lado, sobre la mesita de noche, puso la taza con semen. Iluminado solamente
por la leve y blanca luz de la luna milanesa, se esparció la leche por la cara.
No dejó ningún resquicio seco. Toda su piel quedó humectada.
Mañana
veremos los resultados, pensó antes de cerrar los ojos y dormir
profundamente.
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