Todos los sacrificios que exigía la pobreza,
ellos los cumplían con resignación.
Franz Kafka
Posso
tocarla? (¿Puedo tocarla?)
Mote miró
al anciano; se miró la pinga, muerta, exánime; y, recordando que cada momento
era parte de un gran sacrificio, recobró los ánimos, volvió a poner su mejor
cara y le dijo que sí, que no había problema, que podía tocarla.
Giacomo
Ferrini, médico italiano, jubilado, de setenta y ocho años, rico, preocupado únicamente
en disfrutar de los efímeros placeres de la vida, alargó el brazo blanco,
grueso y velludo en dirección al bulto desnudo y achicopalado de Mote. ¿Cómo
chucha he llegado a estas instancias?, pensó el peruano mientras Giacomo empezó
a frotarle el sexo.
***
Fue un
lunes; un lunes libre para Mote, aunque él hubiera preferido pasarlo trabajando,
generando dinero. Desafortunadamente, los cachuelos que le habían conseguido (y
los que él mismo se había agenciado) se habían terminado la semana anterior.
Ese lunes debía emplearlo en buscar más chambas. En su situación, no podía
permitirse un día libre. En el Perú, Roxana, su esposa, y Alice, su hija,
contaban con las remesas que, desde hacía seis meses, él les enviaba
puntualmente. Sin embargo, sentía un
cansancio existencial. Me merezco un descansito, se dijo. Los
descansos también son útiles. Si eres inteligente, puedes usarlos para
proyectarte, pe, huevón; para estudiar tus próximas movidas y no cagarla,
se convenció a sí mismo.
Estaba
sentado en una de las bancas del parque Sempione, uno de los más extensos de
Milán.
Mote
ocupaba un extremo de la banca. Bebía una Moretti, una cerveza que se parecía
mucho a la Pilsen peruana, bebida que consumió hasta el hartazgo en sus noches
más desenfrenadas en Huancayo cuando, dueño de ingentes y mal habidas
cantidades de dinero, se daba la gran vida.
De pronto,
un hombre mayor, alto, aunque algo encorvado, ocupó el extremo desocupado de la
banca de Mote. Cruzó las piernas y fijó la mirada en el paisaje de gentes que
paseaban felices por los alrededores.
Mote no le
prestó mayor atención y continuó bebiendo su cerveza. Pero, al poco rato, el
hombre, cambiando de postura, medio inclinándose hacia Mote, le preguntó: Non
sei di qui, vero? (No eres de aquí, ¿verdad?)
El peruano
ya había conquistado el idioma italiano. Mote era habilísimo con los números y
las finanzas. Eso le había permitido desentrañar los mecanismos secretos de la
entidad financiera donde trabajaba para apropiarse de dineros que le hubieran
tomado centurias ganar honradamente. Pero los seis meses en suelo italiano le
habían descubierto otra portentosa habilidad: el dominio de las lenguas. Pocos
sudamericanos lograban aprender los rudimentos del italiano en seis meses. Mote
no solo dominó los rudimentos en ese mismo tiempo, también los aspectos más
complejos. El italiano se sumaba entonces a las lenguas que mamó desde la cuna:
el español y el quechua.
No, sono
peruviano. (No, soy peruano)
Conversaron.
Mote irradiaba buena onda. Bastaba mirarle a los ojos, oírle dos o tres
palabras, para sentir que podía ser un buen amigo. En Huancayo, era un tipo
queridísimo. Incluso, los policías que lo capturaron cuando se descubrieron sus
desfalcos eran compañeros del colegio con los cuales había fortalecido una frondosa
amistad con el madurar de los años. Mote, en su puesto de analista financiero,
les había facilitado cuanto préstamo le solicitaron. No se ponía muy exigente
con los requisitos cuando se trataba de ayudar a un amigo. Así era Mote. Gracias
a esos policías amigos, en la foto de rigor exigida por las cámaras de la
prensa, Mote apareció retratado con la cabeza gacha. Todo detenido debía mirar
de frente al lente de la cámara y, si no lo hacía, los policías que lo
custodiaban debían forzarlo a hacerlo. Mote no fue obligado a nada. Sus amigos le
permitieron disimular el rostro.
Angelo
Facchetti, ingeniero industrial jubilado, de setenta y nueve años, podrido en
plata y viajero impenitente, quedó encantado con Mote; inmediatamente empatizó
con la penosa historia que este le había relatado: un inmigrante sudamericano
que sobrevivía de breves y duros oficios en la tierra de Dante.
Ti
pago cinquanta euro per pulire casa mia. Che dici? (Te pago
cincuenta euros por limpiarme la casa. ¿Qué dices?)
Era una
oferta que Mote no podía rechazar. Angelo le dio la dirección de su casa. Al
día siguiente, Mote debía aparecerse a las nueve de la mañana para empezar con
el trabajo.
***
Angelo Facchetti
y Giacomo Ferrini eran muy amigos. Se habían conocido en un foro virtual
homosexual. Ambos habían pujado por acostarse con el efebo más bello que haya sido
ofrecido en el foro. Angelo y Giacomo alcanzaron el tope: mil euros. Le
propusieron al administrador del foro les facilitara la comunicación interna.
El administrador les facilitó los números telefónicos. Conversaron. Una moneda
lanzada al aire determinó que Angelo sería el primero en acostarse con el
chiquillo. Luego, lo haría Giacomo. Después de eso, ambos edificaron una sólida
amistad.
Angelo
sabía que Giacomo moría por volver a probar una pinga sudamericana. Era uno de
sus mayores anhelos. Pero tenía que ser la pinga de un sudamericano confiable,
de uno que no le iba a robar o hacer daño. El primer y último sudamericano que
probó había sido un ecuatoriano que le robó parte de su colección de relojes.
Non
preoccuparti. Questo sudamericano è un angelo. (No te
preocupes. Este sudamericano es un ángel), le dijo Angelo.
Un
angelo come te, caro. (Un ángel como tú, querido), retrucó Giacomo y rieron.
Giacomo no
podía dejar de preguntarle a su amigo si ya había tirado con Mote.
No,
caro. L'ho visto fare la doccia un giorno e ho visto che, sebbene la sua pelle
fosse lattiginosa, la linea del suo sedere era marrone. Ma so che ti piacciono
quelle rarità sudamericane. (No, querido. Lo vi tomar
una ducha un día y vi que, aunque su piel era lechosa, la línea del culo la
tenía marrón. Pero yo sé que a ti sí te gustan esas rarezas sudamericanas),
volvieron a reír. Giacomo le confirmó que sí, que a él le derretían esas
rarezas, que le gustaba enterrar la lengua en esas rayas marrones
sudamericanas. Y le regaló un suspiro al aire cuando recordó la raya marrón de
su pérfido ecuatoriano.
***
Al abrirse
la puerta de esa enorme casa, Mote confirmó sus sospechas: Giacomo Ferrini, el
médico que le dijo ser amigo dilecto del ingeniero Angelo Facchetti, era tremendo
cabrazo. Solo bastaba ver cómo lo había recibido; vistiendo una trusa blanca y
una camisa de seda completamente desabotonada.
Desde que
ingresó a la esplendorosa vivienda, Giacomo no había dejado de colmarlo de
atenciones.
La
casa è molto grande. (La casa es bien grande), dijo Mote, mientras
Giacomo lo guiaba por su palacio. El médico, que no era tonto, supo leer el
mensaje velado de Mote: mientras más grande la casa, más alto el pago.
Nessun
problema, caro. Pagherò quello che ordini. (No hay
problema, querido. Pagaré lo que ordenes), dijo Giacomo.
Luego del
recorrido, Mote estimó que el pago justo por limpiarle la casa (que, por lo
demás, relucía de limpia) debía ser unos setenta euros. Giacomo
estuvo de acuerdo con la cifra.
Ma
prima di iniziare, perché non ti fai un bagno rilassante nella mia vasca? Fa
molto caldo fuori e ti ho visto mezzo surriscaldato. (Pero
antes de que empieces, ¿por qué no te tomas un baño relajante en mi tina?
Afuera hace mucho calor y te he visto medio acalorado), propuso Giacomo.
Los vellos blancos y encrespados de su pecho se agitaban con la bondadosa brisa
que refrescaba la sala de amplios ventanales.
Ah, no, pensó
Mote, este viejo conchasumadre quiere pinga. Confirmado. Ni por accidente
tocaré la escoba. Esos setenta euros, y hasta más, me los ganaré de otra forma.
Ya se me irá ocurriendo cuál.
Mote culminó
la carrera de Economía en la Universidad Nacional del Centro del Perú, la UNCP,
integrando el prestigioso quinto superior de su promoción. Era un tipo muy
inteligente. Las estrategias que aplicaba en la resolución de cualquier tipo de
problema se elaboraban en su mente con inusual rapidez. No por algo Mote resultaba
ganador en cuanta competencia universitaria de ajedrez se realizara. Poseía la
singular capacidad de avizorar hasta cuatro o cinco movimientos que el
contrincante pudiera hacer ante determinada situación.
Así, fue
fácil para Mote idear un movimiento maestro que terminase por desatar las
fervientes pasiones del buen doctor Giacomo.
Ottima
idea, signor Giacomo. Ma ti dispiacerebbe se mi spogliassi nel tuo salotto? Qui è più
fresco. (Gran idea, señor Giacomo. Pero ¿te importaría si me desvisto en tu
sala? Aquí está más fresquito)
No hizo
falta que Mote repitiese su propuesta; Giacomo, solícito como YouTuber al que
se le promete un centrito a cambio de que se vuele una ceja, aceptó de buen
grado la idea y se ofreció a ayudarle con la desvestida. Se acercó a Mote y le desabotonó
la camisa. Cuando esta se desprendió finalmente de la anatomía de Mote, quedó
expuesto su pecho firme, sus abdominales esculpidos por los tantos años de
entrenamiento futbolístico en el Perú, cuando perteneció al equipo de reserva
del Sport Huanca.
Sei forte! (¡Eres
fuerte!), exclamó Giacomo, presa del entusiasmo y la excitación: tenía ante
él un bello cuerpo sudamericano. Esta vez, prescindió de toda la educación que
recibió en el exclusivo y añejo colegio católico Franceso Cicognini y se
aventuró a posar su mano en los macizos pectorales de Mote, sin anunciar el
debido permiso. Mote no se molestó. Sabía que la cosa estaba fluyendo según lo
que tenía en mente. Más aún, tomó la mano aventurera de Giacomo y la dirigió
hacia su abdomen, hacia la parte más cercana al área púbica. Mi
ci è voluto molto lavoro per ottenere addominali strappati.
(Me
tomó mucho trabajo conseguir unos abdominales marcados), le dijo.
Permettimi
di aiutarti con i pantaloni. (Permíteme ayudarte con el pantalón).
Mote tomó
asiento en el sillón favorito de Giacomo (acción que este encontró adorable) y
se desabrochó el pantalón. Giacomo, tomando las bastas de dicha prenda, jaló
hacía sí y, voilá, su futuro empleado había quedado en el mero calzoncillo.
El deseo
consumía al italiano, lo hacía babear. Impelido por él, se arrodilló ante Mote
que, enseñoreado en su sillón, lucía como un joven Alejandro Magno a punto de
recibir una íntima caricia de su maestro Aristóteles.
Esos ojitos
están suplicando por pinga, pensó Mote, viendo a Giacomo enfrente de él,
arrodillado, los ojos ansiosos como de perro ante una chuleta que se balancea
ante su mirada.
Vuoi
vederlo? (¿Quieres verlo?), propuso Mote.
Nuevamente,
repetir la proposición no fue necesario; Giacomo hundió sus dedos en los bordes
del calzoncillo de Mote y lo corrió hacia abajo, deslizando la prenda por sus
piernas crudas y peludas. La pinga muerta del peruano quedó a merced de la
fresca brisa que recorría la estancia.
Che
bel cazzo sudamericano! Che bel cazzo sudamericano! (¡Qué
bella pinga sudamericana!), repetía Giacomo. Posso tocarla? (¿Puedo
tocarla?), suspiró, anhelante, sin quitar la mirada de aquel sexo expuesto.
Prego (Adelante),
dijo Mote.
Veinte
minutos estuvo Giacomo acariciando el miembro de su pequeño Alejandro Magno
sudamericano cuando la situación demandó algo más íntimo. Volvió a tenderle una
mirada a Mote. Este comprendió.
Prego (Adelante),
volvió a decirle.
El
conspicuo médico italiano se metió la pinga sudamericana en la boca.
***
En el bus a
casa, Mote rememoraba ciertas escenas de la curiosa entrevista que había
sostenido con el doctor jubilado Giacomo Ferrini.
Este viejo
conchasumadre cómo me la chupó, carajo. Nunca nadie me la había chupado así.
Ningún traca, ni mis amigos futbolistas del Sport Huanca, ni mis flacas, ni
siquiera las putas italianas, nadie, nadie me la ha chupado así, con esa
delicadeza, con esa armonía, pasándome la lengüita como si fuera el ala aleve
de un leve abanico, evocaba Mote, prestándose la famosa aliteración
rubendariana.
El peruano aún
no podía creer que se le hubiera parado la pinga ante los estímulos de un viejo
panzón, pelado y peludo. Una excelente mamada, venga de quien venga, hombre,
mujer o traca, será capaz de resucitar a la pinga más muerta,
concluyó.
***
Mote le
había prometido a Giacomo (mientras éste le entrega cien flamantes euros) que
regresaría al día siguiente para “continuar” con el trabajo de limpieza. Pero
no fue así. No volvió. Se excusaba pretextando resfríos, cachuelos, y un sinfín
de coartadas que jamás había imaginado producir.
Mirándose
al espejo, mientras se colocaba el aretito de oro en el lóbulo de la oreja
izquierda antes de acudir a una de las chambas que, gracias a sus contactos, le
volvieron a caer, se reafirmaba en que no volvería a la casa de Giacomo: Ese
viejo conchasumadre va a querer que me lo clave. No se va a conformar con una
simple chupada. Ni cagando. Que se joda. Lo voy a cansar con mis rechazos hasta
que deje de insistirme.
***
Mi sei
mancato, caro. (Te extrañé, querido), dijo, ahíto de
contento, el médico jubilado Giacomo Ferrini cuando le abrió la puerta a Mote. Lo
abrazó y el peruano no pudo evitar sentir la enorme panza del septuagenario.
Mi
piacerà sentire il tuo enorme cazzo sudamericano dentro il mio culetto.
(Me
va a encantar sentir tu enorme pinga sudamericana dentro de mi culito),
dijo Giacomo tras darle dos besos en la cara a Mote.
El médico
lo invitó a entrar y a acomodarse en el sillón donde hacía dos meses había
ocurrido aquel hermoso fellatio.
Assaggerai
il mio miglior vino, caro. (Vas a probar mi mejor vino, querido), dijo Giacomo
desde el bar. Mote lo miraba atentamente (un gordo desagradable, en trusa y
envuelto en una bata de seda, que iba a cumplir su sueño de penetración sudamericana
a cambio de cuatrocientos euros), pero su cabeza le repetía una y otra vez la
llamada de Roxana, su esposa en el Perú, que le comunicaba que Alicita, su
hija, había sufrido un accidente en el colegio y necesitaba de una urgente y
fuerte suma de dinero para ser tratada en la más confiable y segura de todas
las clínicas huancaínas.
Le hubiera
gustado indicarle a su esposa el punto donde mantenía enterrado el tesoro de Catalina
Huanca, como llamaba él al dinero que le sustrajo, en considerables cantidades,
a la Caja Huanca, entidad de la que fue intrépido analista financiero. Pero revelarle
el escondite, podía poner en problemas legales a su mujer. Y Mote, ante todo, vivía
para proteger a su familia, estuviera él cerca o lejos, como ahora en Milán. Nadie
debía saber dónde estaba sepulto el tesoro. Solo él, si regresaba al Perú, sería
el único en condiciones de exhumarlo y emplearlo para el bienestar de su
familia.
Muoio dalla voglia di
affondare la lingua nella tua linea marrone del culo, mio amato sudamericano.
(Me
muero por hundir mi lengua en la raya marrón de tu culo, mi amado sudamericano),
escuchó Mote que le decía Giacomo al alcanzarle una copa de vino,
interrumpiendo sus elucubraciones familiares.
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