Sólo los placeres prohibidos son amados
inmoderadamente; cuando son legales, no excitan el deseo.
Quintiliano
Me gustas, serrano, le dijo
Gonzalo Farfán, delantero de la reserva del Sport Huanca, agarrándole la pinga
húmeda por la reciente ducha. Farfán era un moreno chinchano, de cuerpo esbelto
y manos grandes. Sus dedos se enroscaban en la pinga larga y gorda de Mote como
tallos trepadores.
A pesar de
la oscura piel del delantero, el ojo izquierdo todavía lucía los rezagos de un
reciente moretón.
***
No era
fácil ingresar a la Universidad Nacional del Centro del Perú para estudiar
Economía. Era casi tan arduo como ingresar a cualquiera de las carreras de la
Universidad Nacional de Ingeniería de Lima. Por eso, cuando el grupo se enteró
de que Mote se había forjado una vacante en aquel exigente centro
universitario, la celebración fue tremenda.
Esta vez
vas a cachar gratis, hermano, le dijo Gonzalo Farfán. Con la gente hemos hecho
una chancha para que te tires a Claudita.
Era domingo
en la noche. El equipo acudió al Waka Lounge, la discoteca de moda en Huancayo.
El entrenador del equipo, el Pelao Sánchez, era uno de los líderes de la
collera. Su técnica de dirección deportiva consistía en ser real amigo de sus
jugadores. Sabía al dedillo qué hacían cuando no estaban entrenando. Y si
partían de rumba, era mejor acompañarlos, incluso liderarlos. No creía en las
sanciones. Cuando hay amistad y confianza, no hay maldad ni chanza,
solía decir.
El Pelao
Sánchez había reservado una mesa en el segundo piso del local. A pesar de que
su sueldo en el Sport Huanca no era cuantioso, fue el que más apoquinó en la
colecta. El corazón del Pelao era más grande que sus problemas. Gonzalo Farfán,
el cañonero, fue el que aportó el segundo monto mayor.
Eran siete
jóvenes y el Pelao Sánchez. Este se levantó de la mesa y regresó con cuatro
cervezas. De aquí nadie se va. O nos vamos todos, o no se va nadie, dijo
el Pelao tras abrir la primera botella y empezar a llenar los vasos de sus
pupilos. Al cabo de dos horas de anécdotas sobre Mote, risas, chacota e incesante
consumo alcohólico, el Pelao Sánchez, como ya era costumbre en él, quedó sumido
en el más profundo sueño. Julio Chávez y Patricio Zamora se ofrecieron a llevar
al técnico a la oficina del club, porque en su casa ni cagando lo dejamos,
huevón, será para que la bruja de su mujer nos agarre a escobazos.
El resto
del equipo, ya mareado, alguno que otro coqueado, se trasladó al chongo.
Peren,
peren; una última achicada y vamos, dijo Mote. A pesar de que el Sport Huanca era un
equipo de fútbol huancaíno, los jugadores nacidos y criados en el mismo
Huancayo eran escasos. Mote era uno de ellos. Los demás jugadores provenían de
diferentes partes de la costa del Perú.
Rápido,
serrano, lo apuró el Bala Rodríguez, prometedor mediocampista chimbotano quien,
junto al goleador Gonzalo Farfán, era uno de los candidatos más fuertes para
estrenarse en el primer equipo el siguiente año. Apúrate que quiero cachar.
Mejor yo
también voy, dijo quedito Farfán. No se supo si se lo dijo a Joel
Utani, defensor desleal y ladino, que estaba a su izquierda, o a Luciano Álvarez,
eterno suplente del arquero, que estaba a su diestra. Yo también quiero
llegar de frente a remojar el payaso.
Mear en el
Waka Lounge los sábados o, propiamente hablando, en las madrugadas del domingo,
era una tarea de muy difícil cumplimiento. La cola era larga y el recinto higiénico
colmado de hombres. Había que escurrirse entre los cuerpos sudorosos para
llegar al urinario o a uno de los dos cubículos dispuestos para aflojar la
wacha. Pero los domingos por la noche la afluencia era considerablemente menor;
el ambiente se presentaba propicio para la conversa y el chacoteo, para moverse
libremente en la pista de baile, para el uso a discreción del baño. Por eso,
cuando Farfán llegó a los servicios, solo halló a Mote parado enfrente del
urinario. Tenía muerta la pinga; aun así, era gruesa y larga. Farfán se ubicó a
su costado. El chorro de Mote era potente. Farfán empezó a inquietarse. La
impresión que le causaba la pinga de Mote, su cercanía, lo trastornaba. Ahora,
con el cuerpo inundado de alcohol, el trastorno era mucho más fuerte, mucho más
desestabilizador. Por eso, mientras Mote se guardaba la máquina, luego de
haberle sacudido las postreras gotas, no pudo evitar compartirle un comentario:
Qué linda la tienes, causa.
El aludido
no tomó en serio la apreciación del goleador. Supuso que era parte de la joda
que cundía en el ambiente de camaradería de la reserva del Sport Huanca. Ahora voa meterle esta pinga a Claudita.
Que se cuide, dijo Mote entre risas. Gonzalo esperó a que Mote saliera del
baño y rápidamente volvió a guardar el pene dentro del pantalón, sin haber
orinado una sola gota.
***
Mote había
tenido la precaución de enterrar el grueso del dinero que le desfalcaba a la
Caja Huanca, entidad financiera que lo había contratado gracias al prestigio
que había ganado en sus anteriores casas de trabajo: el Banco del Continente,
primero, y el Banco de Créditos, después.
La idea
había sido de Gonzalo Farfán, su íntimo amigo. Al principio, a Mote le pareció
descabellada. ¿Cuál descabellada, huevón? Tiene todo el sentido del mundo.
¿Vas a seguir inflando tu colchón con billetes? El mueble de tu sala ya está
casi lleno. ¿Qué sigue? ¿La cocina? Tu mujer se va a terminar enterando, huevón.
¿Y dónde
entierro la huevada?, preguntó Mote.
Sesenta mil
soles fueron necesarios para que Mote se hiciera de una casa de cien metros
cuadrados y un jardín, o espacio cultivable, de trescientos, ubicados detrás de
la casa.
Ahí, pe,
huevón. Ven.
Ambos
salieron al jardín.
Tienes un
culo de espacio para desaparecer tu tesoro, cholo.
De la
superficie arada del campo, brotaban unas tímidas y lanceoladas hojas de maíz.
Hacía unos meses, Mote le había hecho producir a su tierra una tonelada de
habas que había vendido a buen precio a varios de sus contactos del Mercado
Modelo de Huancayo.
Puta,
cholo, yo te considero como mierda. Lo sabes, dijo Mote. Fuiste el
único que me visitó en la cárcel. El resto de conchasumadres que me buscaban
cuando estaba arriba, se largaron ni bien me vieron cagao. Créeme que te
aprecio mucho, huevón, pero no te voy a decir dónde voy a enterrar la plata.
Está bien; la voy a enterrar aquí, pero ni cagando te voy a decir dónde.
No te
preocupes, cholito. Ya te he demostrado que te quiero como mierda y te llevo en
mi corazón. Yo quiero verte tranquilo, huevón, y le dio una palmada en el
hombro.
***
Claudia
había terminado de enjuagarse la boca con Listerine (había bebido el semen de
Paco Jerte, un señor en sus sesentas, retirado del magisterio, que destinaba su
pensión a echarse unos polvitos con ella tres veces por semana) cuando Mote
tocó su puerta, la de la habitación quince. Gonzalo Farfán lo acompañaba. Este
llevaba cuantiosos litros de alcohol en el cuerpo. Si no se caía, era porque
caminaba apoyado de las paredes y de Mote.
Uy,
chibolo, mira ve, vienes acompañado. El trío cuesta un poquito más, eh.
No, nada, aclaró
Gonzalo, aquí el hombre va a entrar solito. Solamente quería asegurarme de
dejarlo en las manos de su regalo.
Y qué
estamos celebrando, dijo Claudia, alejándose algo de Gonzalo. El tufo
que despedía su boca era de temer.
Ha
ingresado a la universidad. Va a ser un gran economista, explicó
Gonzalo. Así que sácale toda su lechita porque el hombre se lo merece. Ha
estudiado duro, carajo.
Uy, cómo
estarán esas bolas, dijo Claudia, haciéndole una caricia al paquete de
Mote. Sí, están hinchadotas, reventando de leche.
Entonces,
tú misma eres, dijo Gonzalo. Te dejo, cholo, voy con los
muchachos. Te esperamos. Vamos a estar en la barra.
Cuando
Gonzalo se alejó unos metros, siempre apoyado en las paredes del pasillo,
Claudia cerró la puerta. Tu amigo está chicha, cholito, le dijo a
Mote.
***
Son las
seis y cuarenta y ocho de la mañana. Mote apura el paso para tomar el bus que lo
dejará cerca del barrio de Navigli, donde la pega de albañil en un edificio en
construcción. Hoy le tocará cargar ladrillos. La paga es buena, pero al caer la
tarde, termina molido.
Por eso, al
salir del trabajo, se toma una Moretti helada en uno de los parques aledaños,
el Baden Powell. Muchas veces lo hace solo; otras, con uno que otro amigo del
trabajo. Siempre que está solo, como en esta ocasión, es inevitable que
recuerde Huancayo, su infancia, sus años en la universidad, su época de
futbolista en el Sport Huanca. Y ahí se detiene.
El Baden
Powell es un parque de árboles de tronco delgado y penachos ralos. Las sombras
que proyectan son un chiste. Gracias a Dios, no hace calor. El día está
agradable. Al mirar el cielo, tiene un déjà vu. Es el mismo cielo, la misma
claridad que fue testigo de cuando ubicó en su terreno el punto donde
enterraría su tesoro (más de medio millón de soles en billetes), debidamente
envuelto en varias capas de bolsas negras. Y mientras él hacía el agujero, su
amigo íntimo Gonzalo Farfán, para ese tiempo ya retirado del fútbol y dedicado
al transporte urbano informal, almorzaba con Roxana en un restaurante de la
ciudad, con el pretexto de contarle un proyecto que Mote le había pedido que consultase
con ella. Invéntale cualquier huevada, pe, negro. Tú eres florero como
ninguno. Gonzalo era un tipo de confianza, un negro leal.
Durante los
primeros meses en Italia, la comunicación con Gonzalo fue continua. Con el
correr del tiempo, se entrecortó hasta casi desaparecer. A pesar de ello, Mote
sabe que el vínculo con Gonzalo es irrompible. ¿Qué estará haciendo ese
huevón? Abre el servicio de mensajería en su celular, ubica el número de
Gonzalo y le deja un mensaje. ¿Qué tal, negro? ¿En qué andas? Yo acá,
echándome una chelita, recordando los viejos tiempos. Le
adjunta una foto al mensaje. Mote, sonriente, sostiene su Moretti medio vacía.
Ya había
terminado de beber, cuando le vibra el celular. Es Gonzalo. Un mensaje de voz
de Gonzalo. Mote le da play. ¡Cholo! ¡Cholito!, dice el mensaje. El
emisor llora, llora como esa vez cuando le confesó, en el ambiente nebuloso de
aquel chongo huancaíno, que estaba enamorado de él y que le había ardido
tremendamente entregarlo a los promiscuos brazos de la puta de Claudia. ¡Cholito!
Tu mensaje ha sido una señal del Cielo. Tanto le rogué a Diosito por una señal,
tantos sacrificios hice por esto y, ya ves, aquí esta tu mensaje, la respuesta
del Señor.
Mote no
entiende qué cosa tan angustiante le podía estar pasando al negro. Concluido el
mensaje, Mote le escribe: ¿Te puedo llamar, Gonzalo?
No hay
respuesta. Da vueltas por el parque. Hace hora. Le da tiempo a Gonzalo para que
escriba un “sí”, pero nada. Hay un silencio preocupante. ¿Qué puede estar
pasando, carajo? El parque Baden Powell es grande, como casi todos los
parques de Milán. Mote le da una, dos, tres vueltas y el mensaje no llega.
Decide llamarlo.
¿Aló?
Aló, cholo,
discúlpame, la voz de Gonzalo se entrecorta, se entrevera con
sollozos que remueven los cimientos de cualquiera. ¿Qué pasa, huevón?,
lo calma Mote. Tranquilo, tranquilo, cuenta qué te pasa para ayudarte, pe,
huevón. Gonzalo no para de decir que su mensaje ha sido una señal del
Cielo, así, con c mayúscula.
***
Creyó que
era una broma, pero las lágrimas que le bañaban el rostro, ahí, hundido en los
brazos, al lado de tres o cuatro botellas de cerveza, lo hacían dudar. Estoy
enamorado de ti, conchatumadre. Me gustas, serrano hijo de puta.
Ocupó la
silla que estaba a su lado. Trató de reanimarlo; había que irse ya. La Bala y
los muchachos ya se habían retirado. Los lunes había entrenamiento. El profe
Sánchez amanecería en el club, seguramente ya bañado, con dos o tres buenas
tazas de café encima, listo para empezar los entrenamientos.
Oe, negro,
ya nos vamos, cojudo. Levántate, dijo Mote.
Mandé a la
mierda a Cinthia, serrano. La llamé y la mandé a la mierda porque no se me para
con ella. Solo se me para cuando te veo mear, serrano y la reputatumadre, había
despegado la cara de los brazos. Lo anterior lo había escupido en la cara de
Mote, sin filtros, sin rodeos. ¿Sería verdad? Al menos la parte de la pinga
muerta era cierta. El mismo Gonzalo, sobrio y en sus cinco sentidos, se lo
había comentado en privado hacía unas semanas.
Ya,
conchatumadre, vamos, vamos. Ya estás hablando huevadas. Vamos, huevón, lo
levantó Mote.
Mírame,
cojudo, le dijo Gonzalo, sorpresivamente recuperado, acorralándolo contra la
pared, mírame bien. Nunca vas a ser mío, ¿no? Nunca voy a ser una Claudia
para sentir tu pinga, ¿no, conchatumadre? Mote, embargado por la súbita y
descolocante reacción de su amigo, y, precisamente por ello, dócil como muñeco
de trapo, sintió el abrasador aliento de Gonzalo. Este, embalado por la
euforia, besó a Mote. Hundió sus labios en la boca semicerrada de su compañero
y, con toda alevosía y suficiente ventaja, le enterró la lengua.
Esto fue
como un pinchazo de heroína (pinchazos de los cuales sería testigo en miles de
oportunidades durante su paso por el Penal de Huamancaca) para que Mote
reaccionara cual rata herida y ¡pum!, le zampase un derechazo al ojo de
su alicorado compañero. Este cayó de espaldas al suelo como un saco de cemento,
dormido, soñado.
***
Ya tú debes
de saber que me gustas, continuó Gonzalo. Mote recordó lo que había pasado
en el bar del chongo. Había sido verdad, pensó. Chalito es cabro.
Gonzalo
había planeado esta situación. Sabía que los muchachos fugarían inmediatamente
hacia sus casas para no perderse la semifinal de Champions. Para asegurar la
permanencia de Mote, que también quería ver el encuentro, le prometió que irían
a verlo en un restaurante. El pollito a la brasa corre por mi cuenta,
serrano, le había dicho horas antes. Mote, a pesar de ser inteligente, era
un muerto de hambre: un pollo a la brasa era algo que así nomás no consumía.
Gonzalo le
soltó la pinga. Me moría por tocarla. Discúlpame. No volverá a pasar. Ya
cumplí mi fantasía. En adelante, guardaré mi gusto por ti de lejitos, no más.
No quiero malograr nuestra amistad. Salió de la ducha y se envolvió con
su toalla.
¿En serio
te gusto, huevón?, le dijo Mote, saliendo también de la ducha, atándose
la toalla y sentándose en el mismo banco donde Gonzalo ya se secaba los pies. O
sea, ¿lo del chongo era cierto? ¿Terminaste
con Cinthia porque eres cabro?
Los pies de
Gonzalo eran largos y repletos de cayos como todo pie de pelotero. Sí,
le dijo, era verdad. Me gustas.
¿O sea que
conmigo has descubierto que eres cabro, huevón?, Mote
había dejado que la toalla se le caiga al suelo, tan interesado estaba en desentrañar
la verdad.
No, huevón,
solo que desde que tengo esta fijación por ti, ya no se me para la pinga con
nadie. No sé qué tengo, huevón. Nunca antes me había pasado esto, ahora se
secaba las bolas. Eran grandes, pero la pinga normalita, demasiado normalita
para ser la de un negro.
¿Cómo que
“nunca antes” te había pasado?, la curiosidad era tremenda, tremenda y grande como
la pinga que tenía ahí, desnuda y engrosándose, poniéndose dura lentamente,
como los movimientos de un gato que se acomoda para emboscar a su presa.
He estado
con otros patas. Sin ir muy lejos, dos de la reserva y tres del equipo titular, detalló
Gonzalo.
¿Cómo?, la
cuestión era increíble.
Sí, huevón,
pero con ninguno he sentido esta atracción enfermiza que me nace por ti, Gonzalo
se tomó la cara y empezó a llorar. Puta, huevón, mi vida está cagada.
Mote se
acercó a Gonzalo. ¿Y qué pasaría si me la chupas?, propuso Mote. De
repente, si cumples tu fantasía, todo vuelva a la normalidad en tu vida. Eso sí,
Mote se puso serio, si no pasa nada, ya no te ayudo, negro. Y ni pienses que
te voy a meter la pinga o que nos vamos a besar. A esas huevadas no le entro.
Gonzalo vio
una luz. Se arrodilló enfrente de su compañero y, con la misma devoción con la
que se acerca una viejita a la imagen de su santo favorito para tocarlo y
contagiarse de buena suerte, aproximó la boca al falo enhiesto del compañero.
***
Tengo sida,
hermano. Me han detectado sida, cholo. Me voy a morir. Un
ramalazo de terror irrumpió en el cuerpo de Mote. ¿Qué, huevón? ¿Sida?
Sin dejar de sollozar, intercalando mocos que seguramente le embarraban la boca
y caían al suelo como gotones de aceite, Gonzalo continuó: Necesito plata,
serrano. Voy a viajar a Huancayo a desenterrar tu tesoro, huevón. Lo siento
mucho, pero no puedo morirme y no voy a dejar a mi familia en la calle, huevón.
Le pedí una señal tuya a Diosito y, ya ves, me la dio: me escribiste luego de
tiempo, cholo. Eso quiere decir que tengo el permiso de Diosito para ir por ese
dinero que “yo” te ayudé a proteger, huevón. Si no te hubiera dado esa idea,
los tombos se hubieran gastado todito tu tesoro. Sé que me vas a
perdonar, cholo. Sé que lo harás.
Mote no
pudo terminar la Moretti.
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