Motivación
No rechaces tus sueños. ¿Sin la ilusión el mundo qué
sería?
Ramón de Campoamor
Cuando el
gordo abrió la puerta, y le vi, en una de las manos, un tremendo anillo de oro
y un aparatoso reloj de plata, me reafirmé en que no descansaría hasta ser el conquistador
de Risso, la zona rosa limeña por antonomasia.
Tania está
ocupada. Espérala aquí, por favor, me indicó tras dejarme pasar y cerrar la puerta con
doble picaporte.
Pero le
avisé que llegaría a las cinco en punto, le dije, mostrándole
tímidamente la hora en mi celular.
El gordo,
sin interesarse en mi reclamo, acostumbrado más bien a ese tipo de
declaraciones, pero con suprema buena onda, volvió a señalarme el sofá del
recibidor: Espérala aquí, favor. Ya va a salir.
Le menté la
madre mentalmente y me senté en el sofá, en el extremo opuesto al que ocupaba
un viejo de lentes con poco pelo. Parecía profesor universitario de filosofía.
¿Tiene
hora, joven?, me sorprendió el viejo. No esperaba una pregunta
así. En realidad, no me esperaba ninguna pregunta de nadie. Cuando uno iba al
chongo, no saludaba a nadie; uno solo cachaba y regresaba al mundo real a
seguir trabajando, a continuar siendo un ejemplar padre de familia.
Las cinco y
dos, le dije, con puntillosa precisión. Me gustaba brindar información
confiable y exacta.
Gracias,
joven, dijo el viejo. Y agregó: Mucho se está demorando mi Tania. Puso
las palmas de las manos sobre sus muslos flacos, y miró hacia la pared que
tenía enfrente.
O sea que
el viejo también esperaba a Tania. Me tocaría cachar con ella después de que el
dinosaurio le hubiese embarrado la concha con restos de su leche vencida y
apestosa. Ya no podría hacerle la sopa con plena delectación. Carajo, mala
suerte la mía.
¡Tania
pendeja! Con tal de no perder clientes, me había asegurado que, a las cinco en
punto, estaría lista para mí. Como tonto, le volví a creer. No era la primera
vez que me la hacía, pero por esas tetazas que se manejaba, estaba dispuesto a dejarme
engañar una y otra vez.
Con esas
perspectivas, como que ya no me quedaron muchas ganas de tirar con ella. Me
levanté del sofá y caminé hacia la puerta, decidido a irme derechito a casa, encerrarme
en el baño y correrme la paja.
Le di un
par de toques a la puerta. Necesitaba que apareciese el gordo para que descorriese
los picaportes. Como no aparecía, toqué más fuerte. Apareció. Estaba sin camisa;
una gruesa cadena de oro colgaba de su cuello. Al ver tan costosa pieza en el
cuerpo de ese tipo, recordé el propósito que me había trazado: conquistar
Risso. Pero, según el tenue plan que había esbozado hacía unos días, debía
empezar por atenderme con Tania para, luego del cache respectivo, preguntarle sobre
los pasos que debía uno dar para abrir un chongo caleta en esa meca del sexo.
¿Te vas?, me dijo
el gordo.
No, nada,
solo quería saber si puedo usar el baño.
Sí, claro.
Gracias, le dije.
Luego de
haber fingido durante algunos minutos que cagaba, regresé al sofá. El catedrático
de filosofía ya no estaba. Seguramente, mientras yo me disponía a esperar por
Tania, volviendo a ocupar mi lugar en ese sofá, ella se embocaba la pinga
muerta del profe tratando de reanimarla, de revivirla.
Al poco
rato, tocaron la puerta. El gordo abrió. Escuché que el recién llegado
preguntaba por Tania.
Espérala
aquí. Ya te va a atender, le dijo el gordo.
Pero ella
me dijo a las cinco y media en punto, choche.
Espérala
aquí. Tania ya va a salir, cerró el asunto el gordo.
El huevón
que venía por Tania también vestía, como yo, una camisa y un jean. Otro
oficinista arrecho, pensé.
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