viernes, 22 de diciembre de 2023

NOVELA PERUANA - EL CONQUISTADOR DE RISSO de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 16 de 17

 


El hermano de Fátima

 

Una casa será fuerte e indestructible cuando esté sostenida por estos cuatro pilares: un padre valiente, una madre prudente, un hijo obediente y un hermano complaciente.

Confucio

 

Hola, buenas tardes. Soy Luis Fuentes. ¿Está Fátima?

Le abrió la puerta un joven trigueño. Llevaba un par de tatuajes en el brazo derecho. Vestía un bividí negro, sucio, o manchado con algo que parecía haber sido yogurt.

¿Quién la busca?, dijo el joven. Tendría unos quince años. A Luis le sorprendió que alguien tan joven tuviera ya dos tatuajes.

Luis Fuentes, un amigo.

Amigo de qué, contrarrestó el joven, seco, contundente. Esta insolencia asombró a Luis; pero qué esperaba encontrar en esa parte de Lima donde el paisaje era agreste; las paredes de las casas, derruidas; los caminos, polvorientos; y los perros callejeros mordían ferozmente a quien se cruzara en sus caminos.

Luis no se esperó esa repregunta. Tuvo que decir parte de la verdad: Soy su jefe. No está viniendo a trabajar y no se ha comunicado conmigo. ¿Quiero saber qué le pasó?

Al muchacho se le transformó el semblante. Habrá pensado: chucha, estoy hablando con alguien de respeto, alguien de plata. Mejor me porto bien, se figuró Luis, tan claro había sido el cambio en el rostro del chiquillo.

Mucho gusto, señor, dijo el joven. Ah, educado era este conchasumadre, pensó Luis. Se le fue todita su malcriadez cuando escucho la palabra “jefe”. Cree que tengo plata, que le puedo chorrear un poco. Y, sin que Luis se lo esperara, vio que el mocoso se le abalanzaba, las manos dirigidas a su cuello.

Como todo fue muy sorpresivo, Luis no estuvo muy bien aferrado al suelo, por lo que el joven y él fueron a parar al piso terroso del lugar. El muchacho empezó a descargarle una serie de puñetes. Algunos le magullaban la cara, otros le combaban el pecho. Eran dolorosos; el condenado sabía golpear. ¡Dime dónde está mi tía, conchatumadre! ¡Dime o te mato!, amenazaba con cada arremetida.

Y ya lo estaba matando. Luis estaba a dos puñetes de perder el conocimiento cuando sintió, la vista ya medio nublada, que el joven se alejaba de su cuerpo, se quitaba de encima. O lo quitaban de encima. Sí, lo quitaban de encima. ¡Sal de ahí, huevón! ¡Qué estás haciendo!, oyó que tronaba alguien.

Una mano lo ayudaba a levantarse del suelo. Una boca rodeada de pelos le preguntaba si está bien. Unos ojos pequeños le suplicaban que perdonase a ese mocoso impulsivo de mierda. Una cabeza redonda le consultaba por qué ese atrevido le había descargado tanto puñete.

Fue ingresado a la casa de cuya puerta había sido tiroteado a golpes. Lo sentaron y le dieron de tomar un vaso de agua que apestaba a cebollas y ajos. 

Ese sabor rancio lo despertó un poco.

Dígame, qué le pasó. Cómo así terminó agarrándose a las piñas con ese mocoso del diablo, dijo el tipo que tenía enfrente.

Luis, tomándose la cabeza, sobándose la cara por aquí y por allá, empezó a contarle la historia: solo quería saber el paradero de Fátima.

Como le acabo de decir, soy su jefe en la textilera donde trabaja y, desde hace tres días, Fátima no se presenta. Tampoco contesta el celular.

Soy el hermano de Fátima, dijo el hombre, un tipo gordo, de candado cafichero y aspecto no muy cuidado. Y sí, tal cual dices, hace tres o cuatro días que no sabemos nada de ella. Pero no es la primera vez que se desaparece. Acá viene cuando le da la gana. Además, no te hagas el gil, yo sé muy bien que eres su caficho.

A Luis se le agarrotaron los sentidos: temió que lo volvieran a agarrar a puñetazos.

Este, este…, balbució Luis, yo, yo…, se ha equivocado, maestro. Yo… yo soy un empresario textilero.

Déjate de huevadas, comparito, yo sé que Fátima es una puta. ¿Quién crees que la ha llevado algunas veces al puterío que tienes ahí en Lince? Yo, pues, huevón. Yo la he llevado. Y el huevón de mi hijo te iba a matar a golpes porque él se la cachaba rico. Se cachaba rico a su tía puta. ¿Entiendes? Un adolescente que pierde a su mujer es peor que leona sin hijos. Mira cómo te puso la cara. Mañana vas a parecer un camote, huevón. Déjame que te pongo estas carnes.

Luis ya no podía continuar con su farsa; el tipo sabía de lo que hablaba.

Sí, ella trabaja para mí, confesó. Hace tres días que está desaparecida. Nunca se había ausentado. Hasta ahora no me llama y, cuando la llamo, no contesta.

Solo te diré algo, huevón. A mi hermana, la han matado y yo no voy a ponerme a averiguar quién lo hizo. No quiero que me maten también. Cuando ella empezó a juntarse con venezolanos, supe que todo se iría a la mierda. Y, mira, no me equivoqué, dijo el hombre.

¿Qué me recomienda hacer? Yo sí quiero saber qué le pasó a Fátima, intentó Luis.

Yo te recomendaría que sigas chambeando como si nada hubiese pasado. Mujeres como Fátima hay un culo. Además, para muestra un botón: mi hijo, que sé que no ha matado nadie, bueno, hasta donde yo sé, estaba a punto de matarte. Imagínate qué no te hará un huevón que sí quiera matar al soploncito que esté andando de chismoso. Yo te recomendaría que, en asuntos de mafiosos, no te metas. Una cosa es ser caficho y otra muy distinta ser mafioso. Si hay sangre de por medio, ya te convertiste en mafioso, muchacho.

Comprendo, dijo Luis. Lo tendré en cuenta. Gracias por el aviso.

De nada, muchacho, dijo el hombre.

Luis quiso saber el nombre del tipo. Aunque segundos después, consideró que saber aquello no tendría importancia alguna. Era mejor así. El hombre, a pesar de su seguridad, dejaba traslucir cierto miedo a romper su anonimato.

Se dieron la mano en la puerta.

Oye, una cosita, dijo el tipo. Antes de que te vayas, quiero hacerte una consulta.

Sí, dígame, dijo Luis.

¿Cuánto hacía mi hermana?

¿Cómo?

Sí, ¿cuánto billete te generaba mi hermana? Ella me daba semanal quinientos soles, pero creo que me robaba. Dime, ¿cuánto hacía?

Nos vemos, señor, dijo Luis, cortante y con la mejor cara de pocos amigos que pudo poner.

Lo primero que hizo Luis, luego de abandonar ese arenal que se autoproclamaba como distrito limeño, fue pensar adónde iba a ir. Qué hacer. A quién más recurrir. No se le ocurrió nada. Tuvo una nostalgia inmensa por ver a sus hijos. Sentía que su vida corría peligro. Quienquiera que hubiera matado a Sánchez, también lo tendría en la mira a él. Entonces, a medida que esa corazonada se hacía más plúmbea, quiso ver a sus hijos, abrazarlos, sacarlos a pasear a algún lugar bonito, verlos sonreír antes de que algún conchasumadre le metiera dos tiros en la cabeza.

Putamadre, pensó, si visito a mis hijos, me van a ver todo golpeado. Mi mujer me va a cagar a preguntas. Un bus se detuvo a sus pies. ¡Todo Faucett! ¡Todo Faucett!

Mierda, se alegró, hay un carro que pasa por estos descampados y me deja en San Miguel. Desde ese distrito, a la casa de sus hijos, o al departamento prostibulario que también era su hogar, solo había escasos minutos. Tenía para pensar cuidadosamente su siguiente destino.

Se vio en una encrucijada. Resolvió que debía averiguar a fondo lo de Sánchez: ¿Dónde estaba? ¿Lo habían matado de verdad? Porque mientras no resolviera esos cuestionamientos, no podría ver a sus hijos. El asesino o los asesinos de Sánchez y Fátima (si daba por cierta la noticia de Tania) estarían siguiéndolo y, si es que aún no habían registrado que tenía hijos, lo harían ni bien él se acercase a la casa de su mujer o, mejor dicho, a la casa que él aún pagaba para que viviera allí su mujer y sus hijos, mientras la muy puta metía allí a su nuevo cachero. El ánimo se le avinagró. Dejó de pensar y se dedicó a mirar el turbio paisaje de la ciudad nocturna. Claro, pensó, tengo que ver a Tania; esa puta es la que dice que han matado a Sánchez. Y si lo dice, algo debe saber. Tengo que sacarle bien toda la información posible. Eso haría, volvería a hablar con Tania.


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