El hermano
de Fátima
Una casa será fuerte e indestructible cuando esté
sostenida por estos cuatro pilares: un padre valiente, una madre prudente, un
hijo obediente y un hermano complaciente.
Confucio
Hola,
buenas tardes. Soy Luis Fuentes. ¿Está Fátima?
Le abrió la
puerta un joven trigueño. Llevaba un par de tatuajes en el brazo derecho.
Vestía un bividí negro, sucio, o manchado con algo que parecía haber sido
yogurt.
¿Quién la
busca?, dijo el joven. Tendría unos quince años. A Luis le sorprendió que
alguien tan joven tuviera ya dos tatuajes.
Luis Fuentes,
un amigo.
Amigo de
qué, contrarrestó el joven, seco, contundente. Esta insolencia asombró a
Luis; pero qué esperaba encontrar en esa parte de Lima donde el paisaje era
agreste; las paredes de las casas, derruidas; los caminos, polvorientos; y los
perros callejeros mordían ferozmente a quien se cruzara en sus caminos.
Luis no se esperó
esa repregunta. Tuvo que decir parte de la verdad: Soy su jefe. No está
viniendo a trabajar y no se ha comunicado conmigo. ¿Quiero saber qué le pasó?
Al muchacho
se le transformó el semblante. Habrá pensado: chucha, estoy hablando con
alguien de respeto, alguien de plata. Mejor me porto bien, se figuró Luis,
tan claro había sido el cambio en el rostro del chiquillo.
Mucho
gusto, señor, dijo el joven. Ah, educado era este conchasumadre,
pensó Luis. Se le fue todita su malcriadez cuando escucho la palabra “jefe”.
Cree que tengo plata, que le puedo chorrear un poco. Y, sin que Luis se lo
esperara, vio que el mocoso se le abalanzaba, las manos dirigidas a su cuello.
Como todo
fue muy sorpresivo, Luis no estuvo muy bien aferrado al suelo, por lo que el
joven y él fueron a parar al piso terroso del lugar. El muchacho empezó a
descargarle una serie de puñetes. Algunos le magullaban la cara, otros le
combaban el pecho. Eran dolorosos; el condenado sabía golpear. ¡Dime dónde
está mi tía, conchatumadre! ¡Dime o te mato!, amenazaba con cada
arremetida.
Y ya lo
estaba matando. Luis estaba a dos puñetes de perder el conocimiento cuando sintió,
la vista ya medio nublada, que el joven se alejaba de su cuerpo, se quitaba de
encima. O lo quitaban de encima. Sí, lo quitaban de encima. ¡Sal de ahí,
huevón! ¡Qué estás haciendo!, oyó que tronaba alguien.
Una mano lo
ayudaba a levantarse del suelo. Una boca rodeada de pelos le preguntaba si está
bien. Unos ojos pequeños le suplicaban que perdonase a ese mocoso impulsivo de
mierda. Una cabeza redonda le consultaba por qué ese atrevido le había
descargado tanto puñete.
Fue
ingresado a la casa de cuya puerta había sido tiroteado a golpes. Lo sentaron y
le dieron de tomar un vaso de agua que apestaba a cebollas y ajos.
Ese sabor
rancio lo despertó un poco.
Dígame, qué
le pasó. Cómo así terminó agarrándose a las piñas con ese mocoso del diablo, dijo el
tipo que tenía enfrente.
Luis,
tomándose la cabeza, sobándose la cara por aquí y por allá, empezó a contarle
la historia: solo quería saber el paradero de Fátima.
Como le
acabo de decir, soy su jefe en la textilera donde trabaja y, desde hace tres
días, Fátima no se presenta. Tampoco contesta el celular.
Soy el hermano
de Fátima, dijo el hombre, un tipo gordo, de candado cafichero
y aspecto no muy cuidado. Y sí, tal cual dices, hace tres o cuatro días que
no sabemos nada de ella. Pero no es la primera vez que se desaparece. Acá viene
cuando le da la gana. Además, no te hagas el gil, yo sé muy bien que eres su
caficho.
A Luis se le
agarrotaron los sentidos: temió que lo volvieran a agarrar a puñetazos.
Este, este…, balbució
Luis, yo, yo…, se ha equivocado, maestro. Yo… yo soy un empresario textilero.
Déjate de
huevadas, comparito, yo sé que Fátima es una puta. ¿Quién crees que la ha
llevado algunas veces al puterío que tienes ahí en Lince? Yo, pues, huevón. Yo
la he llevado. Y el huevón de mi hijo te iba a matar a golpes porque él se la
cachaba rico. Se cachaba rico a su tía puta. ¿Entiendes? Un adolescente que
pierde a su mujer es peor que leona sin hijos. Mira cómo te puso la cara.
Mañana vas a parecer un camote, huevón. Déjame que te pongo estas carnes.
Luis ya no
podía continuar con su farsa; el tipo sabía de lo que hablaba.
Sí, ella
trabaja para mí, confesó. Hace tres días que está desaparecida. Nunca
se había ausentado. Hasta ahora no me llama y, cuando la llamo, no contesta.
Solo te
diré algo, huevón. A mi hermana, la han matado y yo no voy a ponerme a
averiguar quién lo hizo. No quiero que me maten también. Cuando ella empezó a juntarse
con venezolanos, supe que todo se iría a la mierda. Y, mira, no me equivoqué, dijo el
hombre.
¿Qué me
recomienda hacer? Yo sí quiero saber qué le pasó a Fátima, intentó
Luis.
Yo te
recomendaría que sigas chambeando como si nada hubiese pasado. Mujeres como
Fátima hay un culo. Además, para muestra un botón: mi hijo, que sé que no ha
matado nadie, bueno, hasta donde yo sé, estaba a punto de matarte. Imagínate
qué no te hará un huevón que sí quiera matar al soploncito que esté andando de
chismoso. Yo te recomendaría que, en asuntos de mafiosos, no te metas. Una cosa
es ser caficho y otra muy distinta ser mafioso. Si hay sangre de por medio, ya
te convertiste en mafioso, muchacho.
Comprendo, dijo
Luis. Lo tendré en cuenta. Gracias por el aviso.
De nada,
muchacho, dijo el hombre.
Luis quiso
saber el nombre del tipo. Aunque segundos después, consideró que saber aquello
no tendría importancia alguna. Era mejor así. El hombre, a pesar de su
seguridad, dejaba traslucir cierto miedo a romper su anonimato.
Se dieron
la mano en la puerta.
Oye, una
cosita, dijo el tipo. Antes de que te vayas, quiero hacerte una consulta.
Sí, dígame, dijo
Luis.
¿Cuánto
hacía mi hermana?
¿Cómo?
Sí, ¿cuánto
billete te generaba mi hermana? Ella me daba semanal quinientos soles, pero
creo que me robaba. Dime, ¿cuánto hacía?
Nos vemos,
señor, dijo Luis, cortante y con la mejor cara de pocos amigos que pudo poner.
Lo primero
que hizo Luis, luego de abandonar ese arenal que se autoproclamaba como
distrito limeño, fue pensar adónde iba a ir. Qué hacer. A quién más recurrir.
No se le ocurrió nada. Tuvo una nostalgia inmensa por ver a sus hijos. Sentía que
su vida corría peligro. Quienquiera que hubiera matado a Sánchez, también lo
tendría en la mira a él. Entonces, a medida que esa corazonada se hacía más plúmbea,
quiso ver a sus hijos, abrazarlos, sacarlos a pasear a algún lugar bonito,
verlos sonreír antes de que algún conchasumadre le metiera dos tiros en la
cabeza.
Putamadre, pensó, si
visito a mis hijos, me van a ver todo golpeado. Mi mujer me va a cagar a
preguntas. Un bus se detuvo a sus pies. ¡Todo Faucett! ¡Todo Faucett!
Mierda, se
alegró, hay un carro que pasa por estos descampados y me deja en San Miguel.
Desde ese distrito, a la casa de sus hijos, o al departamento prostibulario que
también era su hogar, solo había escasos minutos. Tenía para pensar
cuidadosamente su siguiente destino.
Se vio en
una encrucijada. Resolvió que debía averiguar a fondo lo de Sánchez: ¿Dónde
estaba? ¿Lo habían matado de verdad? Porque mientras no resolviera esos
cuestionamientos, no podría ver a sus hijos. El asesino o los asesinos de Sánchez
y Fátima (si daba por cierta la noticia de Tania) estarían siguiéndolo y, si es
que aún no habían registrado que tenía hijos, lo harían ni bien él se acercase
a la casa de su mujer o, mejor dicho, a la casa que él aún pagaba para que
viviera allí su mujer y sus hijos, mientras la muy puta metía allí a su nuevo
cachero. El ánimo se le avinagró. Dejó de pensar y se dedicó a mirar el turbio
paisaje de la ciudad nocturna. Claro, pensó, tengo que ver a Tania;
esa puta es la que dice que han matado a Sánchez. Y si lo dice, algo debe
saber. Tengo que sacarle bien toda la información posible. Eso haría, volvería
a hablar con Tania.
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