Padre
suplente
Los niños comienzan por amar a sus padres.
Cuando crecen, les juzgan.
A veces, les perdonan.
Oscar Wilde
¿Se puede
saber cuándo vas a ver a tus hijos?
Era mi
esposa. Aunque no era un mensaje de voz, podía entender nítidamente el tono con
el que lo había compuesto, el mismo tono amenazador y quejumbroso de siempre.
¿Quién podía entenderla? Primero me decía que me largara para siempre de su
vida y de la de los chicos, y ahora me demandaba estar presente. Bueno, por
otro lado, tenía razón. Desde que me fui de la casa, no volví a visitarlos. Se
suponía que andaba chambeando en provincia. Eso sí, a fin de mes yo cumplía
puntualmente con el envío de la pensión.
Fátima y Sánchez
no habían dado señales de vida. Que ni venga Fátima, pensé cuando recibí
a Silvia, que siempre llegaba a las dos de la tarde y tenía ya a dos arrechos,
fanáticos de sus chupadas de pinga, esperando por ella. Puede considerarse
despedida.
A las
cinco, llegó Linda. A las diez, bebiendo una Coca helada, cuadré las cuentas
del día. Fue durante esos cálculos cuando me cayó el mensaje de mi esposa. Termino
esto y le contesto, pensé. No quiero avinagrarme la vida mientras cuento
el dinero que he ganado.
Media hora
después, tomé el celular y le respondí: Qué casualidad que me escribas al
respecto. Hace unos días pedí un permiso para visitar a los chicos y me lo
dieron. Dentro de una hora, estaré llegando a Lima. Te aviso ni bien me
encuentre camino de tu casa.
Eran las
once y media de la noche cuando terminé las cuentas. Volví a revisar el
celular. Mi esposa había leído el mensaje, pero no me respondía nada. Putamadre,
me lamenté. ¿Y si voy y no están los chicos? ¿Para qué mierda me pide que
visite a los chicos si luego no me va a confirmar si puedo ir? Decidí que
igual iría a verlos. El tema de Sánchez y Fátima me tenía preocupado. En todo
el día, ni el uno ni la otra se habían comunicado conmigo. Si no visitaba a mis
hijos hoy, no lo podría hacer después. No tenía tiempo ni cabeza para hacerme
cargo de mi chongo y del huevón de mi socio.
Cogí mis
llaves y tomé un taxi. Dormiría un día más en la casa de Sánchez. Al día
siguiente, sí o sí me mudaría a Lince. Además, la casa de Sánchez me quedaba a
tiro de piedra de la de mis hijos. Ya estoy en el taxi camino a tu casa. Que
los chicos no se duerman todavía, por favor, le escribí a mi esposa.
En quince
minutos, ya estaba tocando el timbre de la casa de mis hijos. Nadie respondía. La
oscuridad detrás de la cortina de la ventana era indicio de que no había nadie
o de que estaban durmiendo.
Si ya están
durmiendo y sigo tocando y los despierto, mi esposa va a salir y me va a hacer
un escándalo de la putamadre, pensé. Ya fue, me dije, ya fue; luego de
resolver el asunto del gordo, veré en qué momento regreso.
Ya estaba a
punto de alcanzar la esquina cuando veo llegar a mi esposa, tomada de la mano
de un huevón, y a mis dos hijos. Ellos iban muy sonrientes, felices, llevando
unas gordas hamburguesas en sus manos. Pedrito, el más apegado a mí, mi hincha,
también cogía una de las manos del huevón, un tipo que llevaba el pelo largo,
negro, algo ondulado. No tuvo que pasar más de un segundo para que me vieran,
para que nos viéramos por fin. Yo hubiera querido desaparecer. Necesitaba
procesar lo que estaba viendo. Pero no tuve tiempo. Yo no soy de los que hacen
escándalos. Yo soluciono las cosas en silencio, entre cuatro paredes. Papi,
papi, corrieron hacia mí los niños. Con un bracito me abrazaban y
con el otro sostenían sus hamburguesas.
Hola,
amores. ¿Qué hacen? ¿Salieron con mamá?, les pregunté, fingiendo que
yo la estaba pasando de maravilla y que no me importaba un carajo que mi esposa
saliera con otro huevón, aún casada conmigo, y tuviera a mis hijos, tan tarde
en la noche, deambulando por las calles, en lugar de tenerlos acostados para
que estuvieran listos para el colegio.
Sí, hemos salido, se
adelantó el pelucón. Entonces, lo reconocí, ya mejor iluminado por uno de los
postes de la calle. Era el exenamorado de mi esposa; su amor de toda la vida
antes de que me casara con ella y, por lo visto, después también. Al parecer,
no habían perdido el contacto; apenas me largué, retomaron y reforzaron su
relación. Ahora, salía con mis hijos y hacía las veces de papá, de papá de mis
putos hijos, carajo. ¿Qué se habrá creído este huevón? Y ahora tenía la
conchudez de contestar una pregunta que no le había hecho.
Lo miré a
los ojos, sin achicarme: No te pregunté nada, huevón. Estoy hablando con mi
hijo.
El pata bajó
la mirada y la escondió detrás de sus greñas. Se me ha bajado, pensé. Me
sentí eufórico por esa pequeña victoria. Yo jamás hubiera reaccionado así; sin
embargo, el trabajo en el chongo me había forjado una auténtica personalidad de
macho. Sin necesidad de irnos a las piñas, con mi sola voz segura y confiada, había
logrado disminuirlo. Esta pequeña victoria me soliviantó el ego y, al mismo
tiempo, hizo que se me disolviera un poco el escozor de haber visto a mis hijos
salir con un huevón que no era su padre.
¿Qué haces
acá?, saltó mi mujer. Ella sí tenía los huevos que no poseía el pelucón.
¿No me
dijiste que venga a ver los chicos?, me defendí, sin levantar la voz, tranquilo,
relajado. Acá estoy, pues.
¿Y a estas
horas llegas? Mi mujer nunca se quedaba callada. ¿Qué horas son
estas de venir?
¿Y qué
horas son estas de salir? ¿A estas horas sacas a mis hijos a la calle? ¿Mañana
no tienen que ir al colegio? Quedé gratamente sorprendido por mi reacción; nunca le
había respondido los insultos a mi mujer con tanto aplomo y prontitud. El
negocio del puterío había fortalecido mi espíritu. Las cosas malas también
podían traer cosas buenas. Era ahora un tipo con resolución.
Oe, no le
hables así. ¿Qué te pasa?, interfirió el huevón que, sabía yo, se llamaba José.
No te
metas, huevón. ¡Uy, mierda! Me volví a arrebatar. Más le valía no
meterse en mis asuntos porque estaba con todas las ganas de sacarle la mierda
hasta a un león. La mirada era fundamental. Cuando miraba grueso, me ponía aún más
feo. Ese era un recurso del cual recién tenía conciencia. Si lo hubiera aprovechado
en el colegio, otro hubiera sido mi destino.
Respeta a
mi mujer, serrano de mierda, me respondió el huevón. Lo dijo bajito, como para
que no lo oyeran los chicos, que comían sus hamburguesas a unos pocos metros de
nosotros, pero lo suficientemente claro y contundente como para que lo escuchásemos
mi mujer y yo.
Pedrito,
Juancito, entren en la casa, por favor. Yo ya me voy, les dije;
luego, mirando a su mamá: Llévatelos, por favor.
¿Qué vas a
hacer?, me preguntó ella.
Déjalo, dijo el
pelucón, déjalo; cree que me va a pegar. Déjamelo, va a ver la sorpresa que
se va a llevar.
José, le increpó
mi mujer amortiguadamente, pero con fiereza, no quiero escándalos aquí, enfrente
de mi casa. ¿Quieres que me boten a mí y a mis hijos? Luego, mirándome con
sorna, continuó diciéndole: Y tampoco quiero que mates al papá de mis hijos.
Yo sé que él no te aguantaría ni dos segundos.
Así que me
vas a matar, ¿no? Me gustaría ver eso, cachudo, le dije.
José reaccionó:
¿Cachudo? ¿Yo cachudo? Cachudo tú, huevonazo. ¿No ves que acá sales
sobrando? ¿No ves que estoy con tu mujer?
Se me
calentó la sangre, ella tenía razón: no valía la pena hacer un escándalo en
frente de la casa de mis hijos. No quería que se quedaran sin hogar. Ya habría
un momento para zanjar esa disputa.
Mejor vengo
a ver a los niños otro día, le dije a mi esposa.
La mirada
que me ofreció reveló su completo desinterés en lo que le dije. Di media vuelta
y me alejé unos pasos. A pesar de ello, pude advertir que José quiso avanzarme,
pero fue contenido por mi esposa. Seguramente le dijo que no valía la pena.
Las luces
del segundo piso de la casa de Sánchez estaban apagadas. ¿Estaría durmiendo
luego de tanto cache? Entré. Esperaba encontrarlo jateando de lo lindo,
roncando despreocupadamente. Entré sigilosamente, pero al cabo de unos segundos
de reconocimiento supe que no había nadie en esa casa. Ahora sí la cosa era
preocupante: a Sánchez le había pasado algo, algo nada bueno.
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