Cuento
Hay que tener buena memoria después de haber mentido.
Pierre Corneille
Por fuera,
era una casa más de ese barrio mediocre. Por dentro, la cosa era otra: televisores
modernos, pisos pulidos, alfombras finas, alguna que otra pintura de reconocidos
maestros. Y un perro blanco, jaspeado de gris, que se paseaba por los ambientes
como dueño de la casa. Blackie era su nombre.
Me ofreció
whisky. Yo decliné, pero le acepté una cerveza. En el bar, solo tenía marcas
internacionales. Elegí la más extravagante.
Sí, con
cinco mil podemos empezar, me dijo, mientras movía con sus dedos gruesos los
hielos que flotaban en el whisky.
Excelente, le dije.
La cerveza estaba muy buena. Tenía un corcho de plástico que colgaba de la
botella. La etiqueta decía Grolsch.
Vas a sacar
unos tres mil dólares mensuales limpios de polvo y paja. Bueno, en este caso
solo de paja, rio. Entretuvo en la boca uno de los cubos de hielo.
¡Salud!, brindé, entusiasmado
por oír esa cifra promisoria.
Eso sí. Ni
bien me entregues el billete, vas a tener que trabajar muy fuerte, ah. Yo te
voy a estar asesorando, pero igual; esta huevada no es fácil. Hay que sudarla
y, sobre todo, defender el negocio con uñas y dientes. Se echó
encima el poco whisky que quedaba en su vaso y profirió un grito de quemazón.
Sacudió la cabeza. Entonces, ¿cuándo me darías los cinco mil?
El sábado
te visito en Lince y te dejo la plata. ¿Te parece?
Está bien, dijo.
Y,
disculpa, pero ¿crees que podría quedarme a dormir acá? Ya le
había contado el problema con mi esposa. Pero también le había metido un
cuento: que tenía los cinco mil dólares en el banco y que deseaba invertirlos y
agigantarlos antes de que mi mujer me los quitase. Se suponía que era un bien
mancomunado.
No hay
problema. Pero que no se te haga costumbre, aceptó.
Me condujo
a un cuarto muy bien equipado: televisor, ducha propia, cama king size.
Si tienes
hambre a mitad de la noche, bajas a la refri, no más. Hay quesos, jamón, fruta.
Chela, también. Eso sí, coca no tengo. No le entro a esa vaina. La dejé hace
años.
Le dije que
descuidara, que yo tampoco le entraba a esa nota.
Antes de
que se fuera a dormir, le consulté sobre un tema que picaba mi curiosidad: Pensé
que tendrías tres o cuatro mujeres calatas dando vueltas en tu sala. ¿No tienes
mujeres acá?
Me puso una
mano en el hombro y me dijo: Las mujeres son mi material de trabajo, compadrito,
y el trabajo yo lo dejo en el trabajo. El día que traiga el trabajo a la casa,
todo esto se va a la mierda. Toma nota.
En el
cable, me enganché con un western de Sergio Corbucci: “El gran Silencio”.
Cuando terminó, me arropé con la gruesa y rica colcha de esa cama. El último
pensamiento que se me cruzó en la cabeza fue que, gracias a un golpe de suerte,
pude dar el primer paso para conquistar Risso. Ahora, todo dependería de mí.
Así es, las cosas de trabajo que se queden ahí, y no llevarlas a casa
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