domingo, 17 de diciembre de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 26


Del jueves 06 al viernes 07 de octubre del 2016

La cuestión está en la rodilla. Baudelaire (lo cuenta Proust) amaba las rodillas femeninas. Amaba, quizás, en la mujer, lo que tiene de menos femenino, esos momentos de su cuerpo en que asoma el hombre que pudo ser, un fantasma varón o un fantasma de varón. No diremos, ingenuamente, que de esto pueda deducirse un trasunto de homosexualidad baudeleriana. Más bien, en la fascinación por el nudo en que se destrenza o se trenza la posible e imposible dualidad sexual de una criatura, descubrimos la inquietud por el enigma mismo de la sexualidad.

Francisco Umbral – Tratado De Perversiones

Les invité un pollo a la brasa. La bebe se divirtió. Era lo único que me importaba. Ahora, rondo Peñaloza en busca de Jazmín, una de las chicas más despampanantes del lugar, con quien ya tiré en un par de ocasiones.   

No es fácil. Una voz me pide terminar el día sanamente; abortar la búsqueda de Jazmín. Pero yo continuo. Quiero estrujarle las tetas, amasarle el culo, meterle la pinga, gozar, chupársela… ¿Me atrevería a esto último? 

Jazmín no está en Peñaloza. Es inútil buscarla en Piérola. Jamás se ofrece por Chancay. Siempre lo hace en Peñaloza. Pero no está. No está en ninguna parte y yo estoy muy arrecho. Tengo su número. Puedo llamarla. Pero no me atrevo. Lo haría si supiera que está en Peñaloza y que ella misma me contestará; ella y no otra persona. La llamaría para reservarla, para que otro no se me adelante mientras salgo del cuarto y camino hasta Peñaloza. De otro modo, prefiero no llamarla. ¿Por qué? Porque puede estar con su marido. Los novios de las tracas generalmente son sicarios o narcotraficantes. No quiero que una llamada mía los sorprenda en pleno acto. Imagino a su marido, furioso, exigiéndole explicaciones. Quién es ese huevón que te llama. Si descubro quién es, le corto los huevos. No quiero que me corten los huevos.

Nunca lo he hecho, pero la idea no me resulta repulsiva. Por el contrario, me atrae y me arrecha. Es una de mis más secretas fantasías. Hablo de chuparle la pinga a una traca; el clítoris del siglo veintiuno.     

En Chancay, veo dos hermosos ejemplares. Me pregunto por qué no se ofrecen en Peñaloza. En Chancay, hay mucha luz, tráfico, gente. No puedo arriesgarme a que alguien me vea transando por sexo; mucho menos con una traca. Así que vuelvo a Peñaloza. No está Jazmín ni nadie que remotamente le iguale los atributos. Me desespero: quiero cachar y no hay con quien. 

Son ya las doce. He caminado hasta el jirón Washington en busca de un reemplazo de Jazmín. Hasta hacía un año, en esta calle, uno podía encontrar dos que tres mamasotas. Hoy, no hay nadie. Las tracas abandonaron estos predios y se mandaron a mudar.

Resurgen los sentimientos de culpa. Veo a mi hija disfrutar de sus papitas; la escena familiar sin peleas y sin gritos; mi esposa desmenuzándome el pollo, sirviéndome la Inka Kola. No puedo terminar el día tirándome a un cabro; no si hace poco he besado y abrazado a mi niña.

Regreso al cuarto. Me echo en el colchón. A pesar de que anoche tiré con Rosario, siento la necesidad de hacerle el amor a un cuerpo prohibido, más desmesurado, peligroso y hechicero. Tengo la pinga dura. Hay una manera de calmarla. Cojo el celular y entro en el blog que Rosario creo exclusivamente para nosotros. Allí, entre algunos poemas suyos, cuelga los videos que nos hicimos tirando. En el celular que me robaron, los vídeos eran mucho más explícitos, como que yo los había dirigido. En los del blog, solo hay chupadas de pinga. Ubico la que me dio en un hotel de Barranco, luego de que acudimos a un concierto en el que terminé con un tajo en la muñeca izquierda. Así, sangrando, hicimos el amor. En el video, no se ven ni el tajo ni la sangre, pero sí la boca de Rosario atragantándose con mi trozo. Me corro la paja. Eyaculo en menos de un minuto. Por fin, se me aquietan los ánimos. Duermo.

Al día siguiente, en la oficina, luego del almuerzo, Patricia se acerca a mi escritorio. ¿Me harías un masaje? Nos sostenemos la mirada. Me gusta. Le haría más que unos masajes.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 25

Del martes 04 al miércoles 05 de octubre del 2016

¿Qué cualidades le exige usted a su colchón?

Georges Perec – Las Cosas. Una Historia De Los Años Sesenta

Publiqué el capítulo siete. Rosario lo leyó. Me llamó. Lloraba. ¿Cómo pudiste estar con otra chica? No le contesté. No tenía nada que decirle. No quiero saber nada de ti, explotó. 

Cuando llegué al cuarto, encontré el colchón desinflado. Lo revisé. Hallé el problema. Un agujero en una de las junturas. Solucioné el inconveniente con capas de gutapercha.

Recibí un mensaje de mi esposa. No podría ver a la bebe sino hasta el jueves. El mensaje me descorazonó. Me había ilusionado con verla al día siguiente.

La bebe no crecía conmigo. Lo hacía al lado de mi esposa y de Melina, su pareja. Me había ganado tal castigo. Mi esposa, meses antes de que me botara de la casa, descubrió unos mensajes en mi cuenta; no los que sostuve con Rosario, que, de por sí, eran incriminantes, sino los que intercambié con Daniela, mi prima, que, aunque pocos, resultaban bastante explícitos.

Los mensajes eran de este tenor: Quiero meterte la pinga. Quiero que me des esa chuchita rica. Dime en qué hotel estás para caerte al toque. En mi defensa, pude haber dicho que esos correos eran de la época en que me separé de mi esposa y salí con Daniela. Puesto que quería tomar las cosas en serio, me fui de la casa y busqué refugio en la de mi madre. Lo de Daniela terminó pronto. Me aburrí, supongo. Regresé con mi esposa, pero nunca borré los mensajes. En fin, era culpable. Si bien no por lo de Daniela, sí por lo de Rosario. No le jugué derecho a ninguna de las tres.

Luego del incidente de los mensajes, mi esposa me desechó sentimentalmente. Conoció a Melina. Se enamoraron. Cuando descubrí sus amoríos, me reclamó, con todo el derecho del mundo, que merecía ser feliz. A los pocos días, Melina se mudó a la casa y yo al cuartito de Zepita.     

Apagué la luz y me eché en el colchón. Lloré por mi hija. Fuera de mis desmanes, me pesaba que la bebe creciera sin mí, que yo creciera sin ella. Si Dios existía, ¿por qué no desaparecía a mi esposa del mapa? Pensamientos así de toscos me surgían del dolor.

La imaginé a mi lado. Espérame hasta el jueves, amor. Iré por ti sin falta. Saldré muy temprano del trabajo. Me escaparé. Manejaré la bicicleta con todas mis fuerzas para verte más tiempo, mi amor. Espérame. El sueño y el llanto me vencieron. Dormí.

Amanezco prácticamente en el piso. El colchón se ha desinflado durante la madrugada. Qué huevada. Tengo dos mensajes en el Whatsapp. Uno es de Rosario. Vuelve a enumerar los sacrificios que hizo por nuestra relación. Me pide que no le escriba ni la llame más. El otro es de Karina. Ha leído el capítulo siete de la novela. Eres un loco, Danny.

Mientras me visto, chateo con ella. ¿Es verdad todo lo que escribes? No quiero desilusionarla. Sí, es verdad. Y vas a salir en los próximos capítulos. Me dice que, cuando salga, le mande el link para publicarlo en su página de Facebook. Rosario me escribe. ¿Con quién estás hablando? Te veo en línea. Le digo que con nadie. Me pongo el casco. Lo aseguro. Estás hablando con la perra de Karina, ¿no? Rosario sí que tiene un sexto sentido. Le digo que sí. Eres un maldito. No te importa que me aleje de tu vida. No te importa perderme. Le digo que Karina ha leído el capítulo siete y lo ha tomado con gracia. Se ha hecho fan de mi novela y me ha dicho que va a venir a mi cuarto en la noche para felicitarme. Rosario se enoja. Me descarga su ira en varios mensajes. No, Daniel, de ninguna manera vas a meter a esa perra en tu cuarto. Yo voy a verte hoy en la noche. Así que ya sabes. Más te vale que Karina ni se aparezca. Le digo que no venga, que no voy a estar. Si vienes, te jodes porque nadie te va a abrir la puerta. ¿Se te ha ocurrido que puedo tirar con Karina en un hotel y no en mi cuarto? Rosario me llama. Contesto. Está llorando. ¿Por qué eres así conmigo, Daniel? Porque eres muy celosa, quiero decirle; pero no lo hago. Además, ¿no se suponía que me había terminado? ¿No me había exigido que no le escribiese ni la llamase?

No hay trabajo en la oficina; mejor dicho, no hay trabajo para mí. Sin embargo, los ventiladores se venden bastante bien. Quien sí tiene chamba es Patricia. Recibe las órdenes de compra, las facturas y las guías de remisión; las archiva y verifica que los pagos se efectúen en los plazos establecidos.

Jean Carlo y Victorio fugan temprano. Yo me quito unos minutos después. Patricia es la única persona que cumple puntillosamente el horario.

Había decidido comprarme un colchón de verdad, con resortes y espuma. Luego de bañarme, voy a Sodimac. Compro el primer colchón de plaza y media que se cruza en mi camino.

El personal de Sodimac no me ayuda a cargar el colchón hasta la avenida Tacna. Lo cargo yo mismo. Paro un taxi. El conductor, diligentemente, trepa el colchón en el lomo de su vehículo y lo asegura con una soga. A pesar de que serán escasas cuadras de viaje, el taxista me cobra quince soles. Ni modo. Acepto. En dos minutos, llegamos al destino. El taxista desmonta el colchón y lo deja sobre la vereda. Yo mismo, sudando como un puerco, me encargo de subirlo al cuarto.

El colchón inflable está cerca de la puerta, hecho mierda. Tiene muchos recuerdos encima. Ha visto correr mi semen y distintas mujeres lo han ungido con sus fluidos vaginales. Quiero conservarlo, pero violaría la consigna de no acumular basura en el cuarto. Cojo una tijera y lo apuñalo. Queda completamente sin aire. Lo enrollo. Lo pongo bajo el brazo y salgo a la calle. Camino un par de cuadras y lo tiro al pie de un poste de alumbrado público, donde la gente acumula su basura. 

Rosario llega a las diez. Me llama. Estoy abajo. Ábreme la puerta. Más te vale que la perra de Karina no esté ahí contigo. Ábreme, Daniel. Corto. Miro a mi alrededor. Tengo un colchón nuevo que espera recibir pronto el cuerpo de una mujer. Rosario vuelve a llamar.

Hace falta cerveza. Cojo algo de dinero, mi mochila, y bajo las escaleras. Abro la puerta. Ahí está Rosario, súper encabronada.