domingo, 16 de abril de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 18


Martes 27 de setiembre del 2016

“Tú alcanzas tu perdón con esa letanía de besos.”

Charles Baudelaire – Poemas Prohibidos

Nos encontramos en el Yield Bar, en la Plaza San Martín. Tenía un trago colorido delante. Lo tomaba de una cañita. Llamé al mozo y le pedí una Pilsen helada. ¿Me acompañas al concierto de Pantera este sábado? Había un afiche en la entrada del local con la información respectiva. Ah, ya. No, yo quiero ir al otro, al de Calamaro. Es este viernes, un día antes de tu concierto.

¿Al de Calamaro?, quise saber. ¿No lo has visto? Su afiche está al lado del de tu concierto. A Rosario le encantaba la música de Calamaro. Alguna vez, hicimos el amor escuchándolo.

Vamos a ese concierto, me suplicó juguetonamente. No, qué aburrido. Si quieres, ve sola. Rosario era una de las pocas personas con las que me mostraba tal cual era; muchas veces, sin delicadeza.

Estaba preciosa. Luego de terminados los tragos y la chela, en el camino a mi cuarto, uno de los borrachos de la Colmena le silbó el culo. Qué rica tetas, mi amor, dijo otro.  

Buscamos vídeos de YouTube en su celular. No había nada nuevo. Durmamos, sugerí. Me quedé en bóxer y apagué la luz. Nos acostamos, cubiertos por la colcha, separados debajo de ella.  

Quise hacerle el amor, pero no iba a ser tan fácil. Aún seguía resentida conmigo. Intenté algo.

Rose, ¿puedes tocarme el pene? Desde su extremo del colchón, me habló claro. ¿Qué tienes, oye? Yo no te voy a tocar nada, ¿ok? Tú y yo no somos nada. Tú no eres nada mío. No quieres ser nada mío. Y yo no tengo por qué estar tocándote el pene. Me acerqué a ella. Tócalo un ratito y no te molesto más. Te lo prometo. Se negó y dijo que no hablaría más del tema. Pero, siguió.

Si fuésemos enamorados, todo sería distinto, Daniel. Esas palabras eran la brecha por donde podía infiltrarme. Rose, no digas eso. Está bien, no somos enamorados, pero lo que siento por ti sí es amor. Cambió de posición. Su rostro apuntó hacia el mío. Mentiroso, eres un mentiroso; tú no sientes nada por mí. Puse mi mano en su cintura. La dejó ahí. Calculé que debía insistir un poco más para lograr mi objetivo. El terreno empezaba a ceder. Te amo, Rose, te amo; tú sabes que solo contigo la paso bien. ¿Acaso no es a ti a quien llamo cuando me pasa cualquier cosa?

Te amo, Rose, te amo, repetí, luego de un corto silencio. ¿Estás diciéndome la verdad, Daniel? No respondí al instante. Una mentira requería de silencio antes de ser enunciada como una verdad cabal. La longitud de ese silencio dependía de la frialdad del mentiroso. Mi silencio duró segundo y medio. Era un mal mentiroso. Luego del “sí”, percibí la retirada de sus defensas. Intenté besarla para confirmar la rendición. Correspondió mi beso. Confundimos nuestras lenguas por varios segundos. Se me mojó la punta de la pinga.  

Chúpamela, ¿ya?, imploré, sin dejar de besarla. Ella me mordió los labios. Me succionó la lengua. Pasó la suya por mis labios. Los chupó como caramelos. No te voy a chupar nada, susurró. Me lamió la boca, el cuello. Bajó hasta mi pecho. Jugueteó alrededor de mi ombligo. Chúpamela, por favor, gemí, sabiéndola cerca de mi pichula.

Daniel, no mereces que te bese. Volvió a echarse en el colchón. Carajo. Tú no me amas. Yo quiero entregarme a alguien me ame. Quiero ser una enamorada, una novia; no una amante. Estaba demasiado excitado como para pensar en algo nuevo. Retomé el estribillo más fácil. Rose, Rose, te amo. Volví a tomarla de la cintura. Sentir esa piel me arrechaba. La pegué hacia mí. El pene me quedó prensado contra sus piernas. ¿Quieres ser mi enamorada?, le pregunté. Ay, Daniel, no jodas. Eso lo dices solo para que puedas cacharme y te la chupe. Tenía razón. Pero no se lo iba a decir. ¿Y si me masturbas con los pies? Rosario tenía unos pies hermosos. Casi siempre, le chupaba cada uno de los dedos. Ella les pintaba las uñas de rojo. Ese color me enloquecía. Solo eso, tus pies y nada más. Por la quietud en su respiración, intuí que estaba considerando mi propuesta. Está bien, dijo. Se me volvió a mojar la pinga. Pero no me vas a tocar, ah. Solo yo te voy a tocar con mis pies un rato y nada más. Acepté. Estaba seguro de que nuestro trato no se limitaría solamente a ese roce. Conocía muy bien a Rosario. Era tan arrecha como yo. Terminaríamos tirando. Puso la colcha a un lado. Con delicadeza, atrapó mi pinga con sus pies. Qué rico, suspiré. Sentía sus dedos, las plantas, su piel.   

Tras unos minutos del masaje podálico, se llevó una mano a la vagina y comenzó a frotarse el clítoris. ¿Qué haces?, pregunté, haciéndome el huevón. Me masturbo, pues, dijo, agitada. Si quieres, te masturbo con mi lengua, propuse. No, me dijo, tú no puedes tocarme. Estás castigado. Sí, claro. Continuó los masajes. Empezó a meterse uno, dos dedos, en la vagina. ¿No quieres que te la meta un rato? No respondió. Continuó corriéndomela y corriéndosela.        

¿Y si le das un besito a mi cabecita? Estaba excitada. Podía sentirlo. Era mi oportunidad. Solo un besito, por favor, insistí.  Está bien. Le voy a dar un besito en la cabecita y nada más, ah, dijo. Ahora, empezaría lo bueno. Cambió de posición. Se puso en cuatro y le dio un besito al glande, a la puntita, a los labiecitos húmedos. Pero, tal cual lo supuse, el besito, corto y delicado, se extendió en una de esas mamadas gloriosas que solo Rosario sabía darme. Se metió mis huevos en la boca y los tuvo ahí un rato. Volvió al pene. Se lo metió enterito. Le cogí la cabeza y la mantuve en esa posición. Empezaba a dar signos de asfixia, pero no la solté. Casi diez segundos la tuve así. Cuando la solté, su garganta explotó en un arghhh.

Terminamos tirando. Se tomó mi semen. Permanecimos desnudos, tirados en el colchón, medio somnolientos. Así estuvimos hasta que decidí lavarme la pichula. No quería manchar más la colcha ni el colchón. Ya bastante semen tenían encima.

Revisé la hora en el celular. No tenía ningún mensaje. Lo dejé cerca del colchón, en el piso. Me enrosqué la toalla y fui al baño. Me abres la puerta, por fa, le dije a Rosario. Ya, respondió. Cuando terminé, vi la puerta junta. Entré. Rosario sostenía a media altura mi celular, como restregándomelo. Así que has estado hablando con Daniela, ¿no? Putamadre. Todo volvía a irse a la mierda. Había prendido la luz y, por la rabia en sus ojos, parecía lista para estrellar el celular contra la pared o contra mi cara.

domingo, 2 de abril de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 17


Del lunes 26 al martes 27 de setiembre del 2016

“Hace unos días eras una diosa, ahora eres solo una mujer.”

Charles Baudelaire sobre la socialité francesa Apollonie Sabatier.

Pedimos un sánguche de pavo y uno de lomo saltado. Hacía calor. Ordenamos una jarra helada de chicha morada. El lugar estaba lleno. Tuvimos la suerte de hallar una mesa libre. Terminamos repletos y con cargo de conciencia. Karina redoblaría su rutina de ejercicios en el gimnasio. Yo me fajaría la panza con bolsas de basura para sudar el triple manejando al trabajo.  

Para bajar la guata, caminamos hasta la licorería de Colmena. Compramos dos vinos. No me importó que fuera lunes. Los borrachos éramos ajenos al calendario.

El colchón ya estaba en el suelo. ¿Te parece si nos quitamos la ropa y conversamos?, propuse. Aceptó. Nos quedamos en ropa interior. Serví el vino en los vasitos descartables que nos regaló el tendero. No me avergoncé de tener la pinga parada. A cualquiera se le pararía con semejantes tetas a la vista.  

Nos sentamos en el colchón. Te cuento, empezó Karina; terminé con Mark. ¿No que no estaban? Estaban y no estaban. Para ella no estaban; para él, sí. Se había puesto muy cargoso el chibolo.

Después de eso, no quedaba mucho por contar. Ahora, solo quería tirármela.

Pareció leerme la mente. Dani, ese día, no esperaba que me volvieras a hacer el amor en la mañana. Un momento; ¿a qué se refería con eso de que “me volvieras a hacer el amor en la mañana”? ¿Lo habíamos hecho dos veces? Claro, ¿no te acuerdas? La primera fue antes de dormir, luego de que bailamos; la segunda fue en la mañana, antes de que te fueras al trabajo. No recordaba nada de la primera. Incluso, le conté que le hice el amor en la mañana porque pensé que, por el cansancio, no me la había tirado antes de dormir. Y no iba a permitir que te regresaras a tu casa sin haberme comido esas tetotas. Se rio. La misma risa de los tiempos en que fuimos enamorados. Eres un loco, Dani.  

Pusiste las botellas debajo de la mesa y te me tiraste encima; me quitaste el brassier y empezaste a morderme los pechos. Te dije que despacio, pero estabas recontra arrecho. No recordaba un carajo de lo que me contaba. Era como si me estuviera hablando de otro huevón. Por más que lo intenté, ninguna imagen me vino a la cabeza.   

Entonces, cuando lo hicimos en la mañana, ¿fue la segunda vez? Karina tomó otro trago. . Yo, también. Podía sentir el vino agarrotándome los dedos, afilándome la lengua, disparándome la pichula. No estaba borracho. Estaba en mis cinco sentidos. Así debía uno cachar con una hembra: despierto. Si no lo recordabas, no había pasado.

¿Terminaste?, le dije. ¿Qué cosa?, preguntó. Tu vaso. Miró dentro de él. Sí. ¿Me sirves más? Me acerqué a ella y la besé. Le metí la lengua. Me metió la suya. La saliva le sabía a vino. Sin dejar de besarla, le saqué el sostén. Pegué mi pecho contra sus tetas. Siempre hacía eso con una mujer de tetas grandes: sentir sus pezones en mi pecho. Esos pezones son míos, alucinaba, enfermo de sexo. También, les pasaba la cabeza de mi pinga. Era como dejar mi marca en ellas, tal cual hacían los perros al orinar al pie de un poste de luz.

Le puse la pinga a la altura de su boca. Ella sabía perfectamente qué hacer a continuación. Llevábamos catorce años haciendo las mismas cochinadas. Me chapó la pinga del tronco y se la metió en la boca. Así, chupa, perra, chupa. Le saqué la pinga y le puse mis bolas. Las succionó una por una. Qué rico, carajo.

Ya había visto demasiado. Era hora de sentir; solo sentir. Apagué la luz. La puse en cuatro y me entregué a lamerle el ano. El vino me facilitaba las cosas, me quitaba lo disticoso, me hacía un valiente, un asqueroso de mierda.

Luego de media hora de lamidas y metidas, quiso venirse. La posición que le acomodaba era la misma que le conocía desde hacía tiempo. Se echó encima de mí, la pichula dentro de su vagina, y cerró las piernas. Empezó a mover la pelvis en círculos. Gimió. Mmm, mmm, mmm. Pude sentirla venirse como huayco.  

Era mi turno. Te tomas mi semen, ¿ya? Me corrí la paja mientras me besaba. Volvió a ponerse en cuatro y acercó su boca hasta la cabeza de mi pinga. Continué masturbándome sabiendo que la boca de Karina estaba a pocos centímetros arriba de la punta de mi pichula, la lengua afuera, esperando la leche. Le manoseé las tetas con la mano libre. Eran enormes y blandas. Era lo que me faltaba para darla. Ya, alcancé a decir. Sin demora, hundió la boca en mi pichula y no dejó escapar una gota del yogurt.

Luego de eso, se me esfumó el deseo de seguir tirándomela. Karina había vuelto a ser una mujer más. La única de la que no me cansaba del todo era Rosario. Eso debía de significar la comunión entre los gustos caprichosos de la pinga y la sana costumbre que el corazón siente por una mujer.

A pesar del cache y del vino, llegué temprano al trabajo. No tenía nada que hacer, así que continué revisando mi traducción del libro de McPhilips. A media mañana, me estaba quedando dormido. Fue entonces cuando Patricia se acercó a mi escritorio. ¿Me acompañas un ratito al banco? Caminar por ahí me despejaría la mente. Conversamos de cualquier tontería. La hacía reír. Otra vez, nuestros cuerpos tendían a pegarse, como imantados. Varias veces, sin intención, mi mano le rozó los muslos.

Antes de trabajar para Jean Carlo, Patricia fue boletera en un circo. El lugar le pertenecía a un popular cómico peruano que ganó notoriedad porque se tiró a su cuñada en la misma cama donde dormía con su mujer. Siempre que teníamos presentaciones, el circo se llenaba y, no me creerás, me entregaban un montón de billetes falsos. Ahí aprendí a diferenciar los billetes.   

A los vivazos que me daban billetes chuecos, se los rompía en la cara. Hablaba con vehemencia. Se metía en la piel de sus recuerdos. Esos que hacen pasar los billetes falsos van a los circos populares. No te imaginas la cantidad de billetes que rompí. Trabajó desde junio hasta agosto. No me atreví a preguntarle cuánto le pagaba el cómico, a quien jodían de serrano. Se decía de él que era bastante tacaño. ¿Lo habría sido con ella? Mi esposa solía atacarme de tacaño. Todos los cholos son tacaños, decía, antes de encerrarse en su cuarto dando un portazo.

El paseo me quitó el sueño. Regresamos a la oficina. Fui al chifa solo. Patricia había traído su táper.

Jean Carlo no se manifestó. Seguramente, había cerrado el contrato con el cliente del lunes. Debía de estar festejando. Victorio tampoco se apareció en la oficina. Continué con la revisión de la mañana. Hoy me quito temprano, pensé.

Unas horas después, el sueño regresó con fuerza. Sonó el anexo que Jean Carlo me había asignado. Rara vez sonaba. Nadie me llamaba. Era Patricia. ¿No te molesta si pongo unas canciones? No. Puso algunas salsas del recuerdo. Las cantamos desde nuestras respectivas oficinas. Volvió a sonar el anexo. ¿Qué tal? ¿Te están gustando? Sí, estaban buenas.    

Quiero ponerte unita más. Espero que también te guste. Fue un reggaetón lento. No me gustó. Volvió a telefonearme. Quiso saber mi opinión. Me encantó, le dije. A pesar de la mentira, la letra me había llamado la atención. La busqué en Google y la leí. Quiero llevarte y hacerte el amor, déjame tocarte… ¿Por qué Patricia esperaba que me gustase esa canción? ¿Quería algo conmigo? ¿Era la señal que estaba esperando? Por fuera, parecía una mormona de fe inquebrantable, pero, enfrentada a sus sentimientos por la soledad de la oficina, parecía ir revelando a la mamona que en realidad era. Dejé de pensar en ella y sus canciones. Cogí el celular y le escribí a Rosario. Quería verla; tomarme unos tragos con ella. Aceptó. Pero solo para acompañarte y ver una película. No quiero que pase nada. No mereces estar conmigo; ni siquiera tocarme, escribió. No te preocupes, le mentí, no voy a intentar nada.