sábado, 24 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 6


Del lunes 12 al miércoles 14 de setiembre del 2016

Antes de acostarme, subí al blog el primer capítulo de la novela. Lo escribí en una cabina de internet en La Colmena. Contra lo que creí, no le generó ninguna molestia a Rosario.

Patricia Gibellini era la nueva asistente de Jean Carlo. Era bastante guapa, pero le faltaban culo y tetas. La conocí la mañana del martes. Jean Carlo aún no regresaba de Chiclayo. Uy, pero él me dijo que viniera hoy. Decidió que le hablaría por teléfono. Nos vemos, me dijo. Un gusto conocerte.  

Poco antes de regresar a casa, llamé a Rosario. Quería verla. Ya, yo también quiero verte. Te caigo a eso de las diez u once. Te confirmo.

Salí temprano del trabajo. Me detuve en Wilson. Pregunté por mi laptop. La gordita se deshizo en disculpas. Amigo, lo que pasa es que mi contacto recién ha encontrado la pieza que necesito para reparar tu computadora, pero estará en Lima todavía en un mes. ¿Tanto? Sí, amigo. La gordita había tenido cuatro días para desarmar mi laptop a su antojo. Nadie más querría repararla. No me quedaba alternativa. Está bien, regreso en un mes.  

La esperé en Quilca, a las afueras de una de las estaciones del Metropolitano. Venía de la UPC. Había tenido un día infortunado con la ropa y su cabello. Parecía una bruja. Caminamos a mi cuarto. Compramos un par de cervezas heladas. Nos tiramos en el colchón. Abrí las botellas. Bebimos. En su celular, vimos algunos videos que, sabía yo, harían que se cagase de la risa. Cuando terminamos las cervezas, apagamos todo. Nos desvestimos. Mientras se la metía, le chupaba las tetas. Eran mi debilidad. Eyaculé al poco rato. Antes de quedarme dormido, le pedí que me despertase temprano; el decano de la UNI quería reunirse con Jean Carlo. Como no estaba, debía ir yo.

El decano de la UNI resultó ser Jorge Huayta. Era bajo, muy trigueño, tímido, las manos siempre sudorosas. Lo había conocido en el 2014, en Julcani, mina en la que yo trabajaba como jefe de ventilación. El superintendente de Planeamiento, mi jefe, muy amigo de Huayta, lo contrató para que efectuase un estudio de ventilación. Lo que nos entregó fue una mierda. Su informe terminó en el tacho de basura. Parecía que cualquiera podía ser decano.

La reunión fue corta. Querían conectarle un variador de frecuencia al ventilador que les vendió Jean Carlo. Pero aún no había electricidad en el laboratorio donde el ventilador seguía cubriéndose de polvo. Mil disculpas, Daniel; los vamos a llamar en cuanto solucionemos este inconveniente. En serio, ¿cómo había llegado este insecto al decanato?

Decidí tomarme el resto del día. Había hallado una lavandería en el mismo Zepita, a una cuadra de mi cuarto. Les dejé una bolsa de ropa sucia. La dependienta, una gordita de pelo pintado, pesó la bolsa. Siete soles, amigo. Le pagué. Recógela mañana. ¿No había problema si la recogía el sábado? Tenía que trabajar al día siguiente. No, amigo, no hay problema. Le pregunté por el letrerito que colgaba cerca de su balanza: No se admiten prendas íntimas. En mi bolsa, había siete bóxers y siete pares de medias blancas. Ese letrero es para los travestis que vienen aquí. Sabrá Dios qué enfermedades tendrán en esos calzones. A ellos no les acepto ninguna prenda interior.

Fui a la calle Capón. Compré más bóxers, medias y polos. Lo necesario para la semana. Regresé sudando al cuarto. Sudaba mucho, incluso en invierno. Me sudaban la espalda, el pecho, los huevos y el culo. Me bañé. Cogí un libro. Tenía una prosa fulminante. Me durmió al instante.

jueves, 22 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 5

Del domingo 11 al lunes 12 de setiembre del 2016

Ricardo configuró los variadores de frecuencia, unos aparatos que regulaban el consumo de energía de los ventiladores. Terminó el trabajo en veinte minutos. Jean Carlo le comunicó a Luciano que todo estaba listo. Queríamos irnos pronto. Era lo atractivo de este trabajo: viajabas, te quedabas unas horas en el proyecto, y regresabas a la ciudad. Muy diferente de la esclavitud del sistema minero.

No tan rápido, dijo Luciano. Quería que Ricardo programara los variadores en un modo para el cual no habían sido diseñados. Ricardo lo intentó. Llegó la hora del almuerzo y Ricardo seguía intentándolo. Jean Carlo se sacaba fotos al lado de sus ventiladores. Vamos a mangiare, dijo Luciano. Después, continúas, le dijo a Ricardo. Los obreros treparon en una van. Luciano y su chofer lideraron el camino. Nosotros fuimos a la zaga. Un obrero, que no alcanzó cupo en la van, nos pidió un aventón. Se acomodó atrás. Se llamaba Clemente. Disculpe, ingeniero, le dijo a Jean Carlo, que conducía, ¿ustedes qué ven aquí? Veíamos la ventilación. Ah, ya. ¿Se quedan mucho tiempo? No, hoy mismo nos regresábamos a Lima. Quién como ustedes, inge; acá nosotros trabajamos treinta y cinco días y solo descansamos siete. Encima, ni nos pagan los descansos. Los ingenieros acá son bien ratas. En el proyecto que teníamos en Ica, los ingenieros pasaban vida. No había fin de semana que no se emborracharan. En cambio, a mis compañeros nos detectaban un poco de aliento y nos botaban como perros. Contó más historias; como la del ingeniero de seguridad que se emborrachó en su cuarto con la chica del servicio de lavandería. Habían tomado cerveza, vino, pisco. Al día siguiente, todo el mundo se preguntaba dónde estaba el ingeniero; no se había presentado a ninguna de las reuniones de trabajo que solía presidir. Lo buscaron. Lo hallaron en su cuarto, desnudo, roncando, con la mujer al lado. El cuarto entero olía a alcohol, a semen, a vómitos. La chica fue expulsada de la empresa. El ingeniero solo recibió una amonestación escrita.

Clemente nos contó de los accidentes que habían enlutado a los proyectos de la empresa. Había una señorita bien simpática, no me acuerdo su nombre, que trabajaba en el área de Comunidades. Una vez hubo un problema con la comunidad. Habían bloqueado la carretera para protestar. Entonces, esta chica fue al pueblo para reunirse con los dirigentes. Viajó en una camioneta de la empresa. Ella iba en el asiento de atrás, trabajando en su computadora, creo. En eso llegan al tramo que la empresa estaba construyendo, en la ladera de una montaña. Estaban doblando una curva cuando de lo alto cae una piedra de este tamañito, vea; así, no más, era la piedrita, pero con la fuerza de la caída atravesó el techo del carro y se hundió en la cabeza del chofer. El pata mancó en una. Pucha que la chica se controló; nervios de acero tenía, no se asustó, y lo primero que hizo fue lanzarse por la puerta que tenía al lado. Imagínese que ella salta y el carro al siguiente segundo se fue derechito al abismo. Había más relatos. Gente que moría decapitada, sin piernas, sin brazos. La empresa demoraba en pagar las indemnizaciones. Treinta mil dólares valía la vida de un obrero. Si el cuerpo no era encontrado en el accidente, como pasó con dos chamberos a los que se llevó el río, los deudos no veían ni un centavo.

Luego del almuerzo, regresamos a la obra. Yo solo pensaba en volver a Lima. Ricardo continuó intentando cumplir el pedido de Luciano. Dieron las cuatro de la tarde y no conseguía resultado alguno. Los mosquitos del lugar, unos insectos medio verdes, gordos y peludos, se pegaban a la piel. Cuando los sentías, ya era demasiado tarde; te dejaban un chupazo. Ricardo, acaba rápido, carajo. A las cuatro y cuarto, se dio por vencido. No quiero malograr los variadores, Jean Carlo. Mejor, me gustaría probar lo que quiere el gringo con los que tenemos en Lima. Además, Luciano quiere esa vaina para cuando el túnel llegue a los dos kilómetros, y ahorita no llevan ni doscientos metros. Tenemos bastante tiempo para hacer las pruebas con calma. Dile eso al gringo, por favor, que le vamos a dar la solución en las próximas semanas. Luciano entendió. Al fin y al cabo, el propósito inicial de la visita –configurar los variadores- fue conseguido. Nos despedimos. Partimos hacia Lima.

Hicimos una parada en Sondorillo. Eran las nueve de la noche. Compramos panes y gaseosas. Tres horas después, estábamos en Pacasmayo. Ricardo y yo tomamos un bus a Lima. Jean Carlo se quedaba con su familia. Regresaría a la oficina en los próximos días. El viaje fue largo. Era la una de la tarde, cuando llegamos a Lima.


La agencia estaba a pocos pasos de Polvos Azules. Caminé hasta allí. Me compré unas Supra. Acompañarían a mis Adidas. También, unas mancuernas para ejercitar los brazos. Tomé un taxi a Zepita.  





Me rondaba el temor de hallar el cuarto desvalijado. Pero todo estaba en su lugar. Me convencí, finalmente, de que era un lugar seguro. Acomodé mis nuevas adquisiciones. Me bañé. El agua estuvo rica. Decidí que empezaría a escribir la novela La iría publicando en mi blog, capítulo a capítulo hasta terminarla. Tenía el nombre: El Solitario De Zepita.

martes, 20 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 4

Del viernes 09 al domingo 11 de setiembre del 2016

Partimos a las nueve de la noche. Jean Carlo y Ricardo, el técnico electricista, hicieron turnos para manejar la camioneta. Yo tenía brevete, pero no sabía conducir. Me lo habían solicitado hacía seis años para que me admitieran en una empresa minera. Tuve que coimear para obtenerlo.   

Unos metros después del control vehicular de Ancón, nos detuvo un policía. Ricardo manejaba. Putamadre, murmuró Jean Carlo, desde el asiento de atrás, flanqueado por su esposa e hija, que viajaban a Pacasmayo. Nosotros continuaríamos hasta el proyecto, en Piura. Ricardo, los papeles están en la guantera.

El policía se acercó a la camioneta. Pidió los papeles. Los examinó ¿Quién es Jean Carlo Caballero? Yo, jefe, dijo Jean Carlo, asomando la cabeza para que el oficial pudiera verlo. ¿Sabía que este permiso de lunas polarizadas le autoriza solo usted la conducción del vehículo? ¿Lo sabía? Sí, jefe, solo que… Entonces, ¿por qué está manejando este señor? No, jefe, lo que pasa es que yo estaba descansando un ratito porque nos estamos yendo hasta… Bájese del auto. Vamos a tener que llevarlo a la comisaría. El policía se alejó de la ventana. Se ubicó en la parte posterior. Putamadre, volvió a decir Jean Carlo. No hables lisuras, oye, lo amonestó su mujer. Sin hacerle caso, sacó un par de billetes de su bolsillo. Ya vengo; voy a arreglar con ese huevón.

Listo, dijo Jean Carlo. Yo manejo, le dijo a Ricardo. El tombo me avisó que por el Óvalo de Huacho hay otro operativo. Una vez que lo pasemos, manejas tú otra vez.

Dormí bien toda la noche. Era una ventaja no saber conducir. Nos detuvimos en un grifo. Estábamos en Pacasmayo. Ricardo y yo bajamos del auto. Tómense un desayuno y yo regreso por ustedes. Voy a dejar a mi esposa aquí en la casa de su mamá. Toma, me extendió la tarjeta de débito de la empresa; para que pagues el desayuno. Coman bien, ah.


Regresó al cabo de cuarenta minutos. Reanudamos el viaje. Al mediodía, llegamos a Olmos. Buscamos un restaurante. Solo encontramos pobreza y desolación. El intenso calor acentuaba la miseria. Los pocos lugares que ofrecían comida eran penosos; chabolas de esteras y un escuadrón de moscas escoltando el ingreso. Por alguna razón, Jean Carlo no encendía el aire acondicionado de la camioneta. Yo vestía un polo de manga larga. Sudaba. Deseé quitármelo. Pero no podía; quedarían al descubierto mis tatuajes. Podría perder mi trabajo.



Hallamos un lugar más o menos decente. Los dueños estaban sentados en el piso de la entrada. Eran un hombre gordo, su esposa y un par de muchachitos. No parecían muy incómodos con las moscas que sobrevolaban sus cabezas. Al ver que nos aproximábamos, se levantaron para recibirnos. Bienvenidos. Los chibolos salieron disparados persiguiendo una gallina. Estaban descalzos. Una joven embarazada fue la encargada de leernos el menú y tomar nuestra orden. Pedimos lo mismo; pollo horneado con arroz blanco. ¿De tomar? Una Inka Kola bien helada. 




Un perro se me acercó. Se sentó en el suelo. Me miró. Quería comer. Tenía el hocico alargado. Lo vi bien. Era una perra. Tenía varios pezones. Gruesos. Apuntaban al suelo. Se le veía las costillas. Me dio pena. Sus ojos eran parecidos a los de mi esposa; el hocico era idéntico a su nariz larga. Sentí que me miraba ella y no el animal. Cuando llegó nuestro pedido, sin que Jean Carlo ni Ricardo lo notasen, le arrojé mi presa. Se la tragó de un bocado. Movía la cola con dificultad. Estaba débil, pero agradecida.

Dos horas después, llegamos a Canchaque, un pueblito piurano en el que se ubicaba la oficina principal de la constructora. Se trataba de un modesto hotelito de dos pisos convertido en una serie de despachos. Nos recibió Luciano Brasca, el ingeniero italiano a cargo del proyecto. Era delgado, algo encorvado, rubio. Se estaba quedando calvo. Fumaba. Nos largó un discurso sobre los funcionarios piuranos. Solo servían para ponerles trabas a los proyectos. Papeleo tras papeleo. En Italia hacemos las cosas speditamente. Acá le dan vuelta a tutto, ¡joder! Ya han pasado seis meses y hasta ahorita no puedo perforar mi túnel. Yo quiero dejar esta merda lista y largarme a otro proyecto en Cuba. No puedo estar cuatro annos detrás de un tunnel di merda. Bueno, basta de parlare. Vamos al campamento del proyecto para que pasen la induzione de seguridad.

Luciano y su chófer treparon en una camioneta. Condujimos detrás de ellos. Íbamos por una trocha angosta y serpenteante. A un lado, teníamos un abismo de proporciones. Ese camino nos llevaría desde los quinientos metros en que se hallaba Canchaque hasta los cuatro mil doscientos del proyecto. La neblina y el crepúsculo se convirtieron en un riesgo para nuestras vidas. Jean Carlo nunca había conducido por ese tipo de caminos. Le temblaban las manos. Tenía los ojos bien abiertos, como a punto de reventar. Un bus interprovincial se apareció repentinamente rompiendo la neblina. Iba a toda prisa, como huyendo de la policía. Jean Carlo torció el timón a la derecha y logró esquivar al bus que, cual asteroide, se nos venía encima. ¡Hijo de puta!, gritó. Sus reflejos nos habían salvado. Estuvimos a punto de morir y aún no escribía la novela que me perseguía desde hacía un tiempo. Si regresaba con vida a Lima, empezaría a escribirla. Contaría que un exalumno de la Católica, casado, con hija, y un trabajo respetable, tiraba con travestis. Rosario, mi esposa, mi familia, mis amigos se escandalizarían, pero ya no me importaba. ¿No se escandalizó también el París del siglo XIX cuando apareció Madame Bovary? ¿Y quién recordaba siquiera a alguno de los moralizadores que censuraron la novela? Nadie. Solo pervivía la figura del escritor, de Flaubert.

Eran las seis cuando llegamos al campamento del proyecto. Virgilio, el ingeniero de seguridad de la constructora, nos daría la inducción. Éramos un grupo de siete contratistas. Hicimos un semicírculo en el patio de tierra del local. Bueno, dijo Virgilio, asumo que todos estamos bien de salud; sino no estaríamos aquí. Con eso hemos concluido el chequeo médico. Así, al ojímetro, no más. Se rio. Con respecto a la charla de seguridad, será rápida, como le gusta al ingeniero Luciano. Primero, tengan cuidado con las bestias que manejan los buses interprovinciales en los caminos hasta aquí. Esos te meten el carro, no más. No les importa nada, ni sus propias vidas. Tengan cuidado. En segundo lugar, en la obra, es obligatorio el uso de casco, zapatos de punta de acero y lentes de seguridad. Si van a manipular algo, no olviden ponerse sus guantes de cuero. Y, tercero, siempre vean por dónde pasan los equipos; debemos evitar atropellar y ser atropellados. Buena suerte. Fue una de las inducciones de seguridad más rápida de la industria. Firmamos un registro. La visita al túnel será mañana. A las siete, partimos de acá, agregó Virgilio.

¿Hay algún alojamiento por aquí?, preguntó Jean Carlo. No había. Todas las casas y los poquísimos hospedajes del lugar habían sido alquilados por la constructora para su personal. Solo quedaba ir a Huancabamba, el pueblo más grande y moderno de la zona. ¿Cómo se llega allá?, volvió a preguntar Jean Carlo, asustado ante la posibilidad de volver a toparse con otros buses interprovinciales. Nosotros vamos para allá, dijo un joven que pertenecía a una empresa proveedora de cemento. Sígannos.

Huancabamba estaba a media hora del campamento. Nos alojamos en el hotel más decente del pueblo; un edificio de cuatro pisos. La única habitación libre en el primer piso fue para Jean Carlo. A Ricardo y a mí nos tocó la 405 y la 401, respectivamente. Dejamos las mochilas y fuimos a cenar.

Antes de dormir, acordamos encontrarnos en el vestíbulo a las seis de la mañana, listos para regresar al campamento.

El baño tenía agua caliente. Me bañé. Me sequé las bolas, los pies, el culo y la cabeza viendo los noticieros de la tele. Apagué la luz y me cubrí con la colcha. Cogí el celular y busqué una porno. Dos tetonas veinteañeras se la chupaban a un moreno basquetbolista. El negro, con sus dedos largos como patas de tarántula, les pellizcaba los pezones. La pinga del negro les inflaba los cachetes. Imaginé que me la chupaban a mí. Me vine en un pedazo de papel higiénico. Dormí tranquilo.

A las tres de la mañana, un temblor despertó al hotel. El edificio se movió durante sesenta segundos. Las paredes parecían de papel. Permanecí acostado, esperando estoicamente el momento en que el techo me cayera encima. Era otro aviso de la muerte. Si me salvaba de esta, empezaría a escribir y publicar la novela.     

jueves, 15 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 3

Del jueves 08 al viernes 09 de setiembre del 2016

Jean Carlo se acercó a mi escritorio. Daniel, los italianos quieren que arranquemos los ventiladores este viernes. Así que mañana viajamos con el técnico. Nos vamos en mi camioneta. Salimos en la tarde. Nos encontraremos en Plaza Norte. ¿Está bien? Yo te confirmo la hora.

Me acababan de cagar el primer fin de semana completamente instalado en Zepita. Daniel, volvió a la carga Jean Carlo; no es necesario que vengas mañana a la oficina. Así tienes tiempo para alistar bien tus cosas

Llamé a mi esposa. Le conté del viaje; no podría ver a la bebe el fin de semana. ¿Puedo verla hoy, por favor? Claro, no había problema.   

Llamé a Rosario. Malas noticias; tengo un viaje para mañana. No estaré el fin de semana. Me dijo que no importaba, que podíamos vernos el próximo. Un rato después, me envió un mensaje: Te visito hoy a las once y media; después de mi clase. ¿Te parece? Hacía unos meses, Rosario había vuelto a las aulas. La Bibliotecología, que había estudiado en San Marcos, no resultó rentable. Decidió convertirse en ingeniera industrial. Se inscribió en la UPC, en el programa diseñado para la gente que trabajaba. Claro, vente, le escribí. La pasaremos rico, ya verás. Te chuparé el pene hasta que te quedes dormidito y puedas viajar tranquilo mañana. Me pidió que la esperase en El Queirolo.   

Llegué a mi cuarto poco antes de las ocho. Cuadré la bici al pie de las escaleras. Me bañé. Me vestí. Corrí hacia el paradero de buses en Alfonso Ugarte. Ya quería ver los ojitos de mi hija.

Mi esposa me contó los logros de la bebe en el colegio. Ya escribía del uno al diez. ¿Cierto, amor?, le pregunté. Yes, daddy, me dijo ella, con su fina vocecita. La cubrí de besos; los cachetes, la frente, las orejitas, su pelito.

Les invité unas hamburguesas en una sanguchería de la cuadra catorce de La Alborada.

Ahora vas a ir a la casa a dormir con mamita, ¿ya? Sí, papi. ¿Me prometes que no vas a llorar y vas a dormir tranquilita? Yes, daddy. La volví a besar. Mi esposa y yo nos despedimos. Cuídense, por favor. Ya nos vemos pronto. Mi esposa me abrazó. Cuídate mucho, cuídate por nuestra gordita. La bebe subió tres escalones y me dijo: Papi, papi, sube, por favor. Su pedido me quebró el corazón. Su inocencia le cubría la jodida realidad. Esa ya no era mi casa. No puedo, mamita; pero sube que arriba está Mel. ¿Quieres jugar con Mel? Sí, papi. Subió el resto de peldaños, alegre. ¿Vas a portarte bien? Sí, papi. Mel era Melina, la pareja de mi esposa. Mi bebe la quería mucho. Se entendían. Mel era excelente con los niños; les tenía paciencia.


Eran las once cuando llegué a Alfonso Ugarte; aún a tiempo para el encuentro con Rosario. Al pie del colegio guadalupano, en puestos improvisados, se vendían libros, celulares, ropa, gorras, billeteras. Hallé la edición original de Conversación En La Catedral, de 1971, en dos tomos. En la biblioteca que dejé en el departamento de mi esposa, tenía una copia pirata. Esos tomos eran una joya. Dame diez soles por los dos, me dijo el vendedor, un joven de barba tupida. Pagué. Era una ganga. Recibí un mensaje de Rosario. Estaba a cinco minutos del Queirolo. Apuré el paso. Conseguí releer las primeras páginas del tomo uno. Santiago mira la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?




Compramos unas cervezas en el camino a mi cuarto. Conversamos. Bebimos directamente de las botellas. Una para mí; la otra para ella. En este cuarto jamás habrá un vaso, le dije. Acá todo se toma del pico.

Me contó sus problemas. El octogenario dueño del departamento que alquilaba había fallecido hacía poco. Los herederos querían desalojar a los inquilinos y vender la casa. Varias constructoras estaban dispuestas a levantar modernos edificios en ese lugar. Las ofertas eran incontables. Seguía sin trabajo. Vivía de sus ahorros. Pero, Diosito es grande, acababa de recibir una propuesta de trabajo en PetroPerú. Ahora que nos quieren desalojar, tengo que tener dinero para buscarnos otro lugar. Desde que egresó de la San Marcos, nunca le faltó trabajo. El último fue en VISA, donde nos conocimos. La empresa sufría la crisis más jodida de su historia. Había empezado a deshacerse del personal que estuviera a punto de cumplir los cinco años de permanencia. Ese fue el caso de Rosario. Afortunadamente, salía lo de PetroPerú. Brindamos por eso.

Puse Doble Nueve. Habíamos prescindido de las luces. Ella ocupaba la sillita azul. Yo tenía el culo en el suelo, la espalda contra la pared.      

Al término de las cervezas, nos acostamos. Me chupó la pinga tal cual lo prometió. Eyaculé. Nos quedamos dormidos casi de inmediato.

Nos despertó la alarma de mi celular. Tenía el culo de Rosario contra mi pinga. Se me puso dura. Se la metí en la concha, por detrás. Empezó a gemir. Chúpame la pinga, perra, le ordené. Obedeció. Le gustaba que la llamara así; perra. Volví a eyacular. Esta vez, dentro. Rosario se cuidaba con un anillo que se insertaba cada cierto tiempo en la vagina. 

La acompañé a tomar su colectivo. Caminamos hasta la siete de Tacna. Anotas la placa, ¿ya?, me pidió, por seguridad. Sí, claro, la apunto de todas maneras, le aseguré. No apunté nada. Ni siquiera memoricé el número. Sabía que a nosotros difícilmente podría pasarnos algo malo, sobre todo después de haber tirado tan rico.

Compré algo más de ropa en la calle Capón; un par de pantalones ajustados y tres camisas oscuras.

Regresé al cuarto. Me bañé. Me vestí. Empaqué lo que llevaría al viaje. Tomé el bus a casa de mamá. Ella custodiaba mis zapatos con puntera de acero. Toda mina te pedía ingresar a sus instalaciones con ese calzado. Me recibió con un lomazo saltado. Me alcanzó un jugo de maracuyá, heladito, como me gustaba. Ahí están tus zapatos, me dijo. Gracias, má. Los había lustrado hasta sacarles un brillo que ya no tenían. Descansa, hijito. Duerme un ratito. Era buena idea. Antes, le mandé un mensaje a Jean Carlo; que me confirmara la hora del encuentro. A las ocho en Plaza Norte.

martes, 13 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 2

Miércoles 07 de setiembre del 2016

Salí temprano del trabajo. Manejé lo más rápido que pude. Llegué a Zepita en hora y media. Guardé la bici y me bañé. Me vestí de negro, empaqué mi laptop y salí.  

Caminé por Peñaloza. Vi el enorme culo de Jazmín, que resaltaba de entre todos los que se ofrecían en esa calle.

Salí a Nicolás de Piérola y torcí en Chancay. Puro cabro feo. Agarré Zepita y salí a Wilson. Me detuve en el primer local de reparación de computadoras que encontré. Una gordita simpática y blancona me recibió. Sonreía. Le expliqué el problema de mi laptop. Discúlpame, amiguito, la técnica no soy yo. Ahorita sale; está atrás. Otra gordita apareció desde la trastienda. Esta no sonreía, era trigueña, y se vestía como hombre. Era la técnica. ¿Serán torteras estas gorditas? Le expliqué el problema. Me pidió la máquina. Se la di. ¿Tienes el cargador? Se lo di. La otra gordita no paraba de sonreírme. Qué bonitos tus tatuajes. ¿Éste no es Vallejo? Su dedo hincó uno de los ojos del poeta. Sí, era él. ¡Qué loco! ¿Te gusta leer? Sí, me gustaba. ¡Qué loco! ¿Y éste no es Jaime Bayly? El mismo.

Amigo, creo que es la placa madre. Mira, para mañana te la tengo lista. Te va a costar noventa soles. Perfecto. Me habían inspirado confianza. Prometí regresar al día siguiente. Necesitaba que esa máquina estuviese operativa cuanto antes. No hay problema, amigo; mañana vienes a esta hora y la recoges.

Miguel, mi hermano, me había invitado a ver el Perú Ecuador en su casa, en La Perla. Podía ir, pero el viaje sería largo: cuarenta minutos en combi. Chelearíamos. Los comentarios irían y vendrían, al igual que los vasos de cerveza. Me costaría abandonar la chupeta y al día siguiente había que chambear. No, paso. Fui a la librería del señor Luna, en Quilca.

Mis más de mil seiscientos libros se habían quedado en el departamento de mi esposa y su pareja. ¿Para qué llevármelos? Quería que mi hija creciera familiarizándose con ellos, estimándolos, leyéndolos.


Al cuarto le faltaba libros. Yo los necesitaba. Por quince soles, metí en la mochila Los Poemas Completos Y Las Prosas Selectas, de Eguren; Abaddón, de Sabato; La Ciudad De Los Tísicos, de Valdelomar; El Tungsteno, de Vallejo; Las Tradiciones Peruanas, de Palma; Garabombo El Invisible, de Scorza; ¿Quién Mató A Palomino Molero?, de Vargas Llosa; El Cantor De Tango, de Tomás Eloy Martínez; Crímenes Imperceptibles, de Guillermo Martínez; una antología de cuentos; y un volumen de historia de la filosofía.














En una tienda cercana, compré Vinifan, cinta adhesiva y un mata polillas en spray. Había que resguardar los libros de las plagas.

De vuelta en el cuarto, empecé a forrar los libros. Forrarlos me gustaba más que leerlos. Encendí la radio del celular Nokia que me dieron en el trabajo. Era un modelo pequeño, barato, antiguo. Nadie, por muy desesperado que estuviese, lo hubiera robado. Busqué la transmisión del partido. Todavía jugaba Argentina, pero los comentaristas no dejaban de anunciar que, en breve, la selección de todos saldría victoriosa a aplastar a Ecuador. No te muevas de Radio Unión, ciento tres punto tres de la efe eme.   

Luego de cuatro libros forrados, llamé a Jazmín. Hacía varios días que contaba con su número. Jazmín, hola, le dije. ¿Sí?, dijo ella, la voz atiplada, de cabro. Soy el pata de los tatuajes de escritores, ¿te acuerdas? Un silencio de duda. Mmm, ah, ya, dime. Nada, solo que estoy por el Centro y quería saber si estás en Peñaloza. Sí, aquí estoy. Bacán, ¿te parece si te caigo en quince minutos? ¿O ya fugas? Otro silencio de duda. Ya, pues, te espero.

Forré El Tungsteno y Garabombo. Volví a rociarme el Rexona en las axilas y aplicarme otro poco del perfume que mi esposa me había obsequiado por mi cumpleaños, fragancia que Rosario había encontrado bastante agradable -obviamente, no sabía que era un regalo de mi esposa-.

No se muevan, ya viene el partido que todo hincha peruano de corazón espera. Nosotros aquí, desde Radio Unión, le vamos a…

Ahí estaba el culazo de Jazmín. Me acerqué. Me reconoció. Sonrió. ¿Vamos? Vamos. Entramos al Malka Masi, hospedaje de más de cien años de antigüedad, donde, se contaba, José María Eguren había pasado la noche luego de un recital en el Politeama.  

La pagué doce soles al tío que miraba fútbol detrás de un mostrador. Ya estaba jugando Perú. Pasa, me dijo, sin despegar los ojos del televisor. Me alargó un rollo de papel higiénico y un condón.

Jazmín había entrado en uno de los cuartos del primer piso. Me esperaba sentada al filo de la cama. Me senté a su lado y le pagué sus cuarenta soles. Los metió en su cartera. ¡Qué tetas! Se las toqué. La tendí en la cama. Me apresuré en quitarle el sostén. Le lamí los pezones. Gimió. Presionó mi cabeza contra sus senos.

Tenía que tirármela ya mismo. Me desvestí. Se quitó la pantaloneta que le resaltaba aún más el rabo. Quedó al descubierto un culo enorme y blanco. Se me paró la pinga. La tomó entre sus manos y le encajó el condón. Échate boca abajo, le dije. Obedeció. La vista era insuperable. Una mujer con el mismo cuerpo de Jazmín costaba entre doscientos y trescientos soles. Esta perra me salía mucho más barata.  

Me tendí sobre su culo. Hundí mi pichula entre sus nalgas. La cogí de la cintura y empecé a bombear, sin metérsela. Me sobaba. Le agarré las tetas. Volvió a gemir. Pegué mi cara a la de ella. Quería sentir de cerca su arrechura. Unos cañoncitos le crecían en la barbilla o se habían escapado de la afeitada. Me rasparon ligeramente.

Chúpamela, le dije. Ponte en cuatro y chúpamela. De un bocado, se tragó mi pinga. La lamió. La idolatró. La hizo suya. Fueron dos ricos minutos.  

Ven, le dije. ¿Ahora qué quieres?, preguntó. Nada, respondí, solo déjame chuparte las tetas mientras me la corro. Ella seguía en cuatro. No, eso sí que no; yo quiero sentir esa pingota en mi culo. No me hice de rogar. Se la metí. Empezamos en perrito. El furor me llevó a terminar encima de ella, aplastándola. ¿Te gusta? ¿Te gusta así?, le preguntaba, arrecho, sin dejar de bombear. Sí, sí, me encanta, hazme un hijo, vamos. Se la seguí empujando. Tenía un ano ajustador. Alguien gritó “¡gol!” y las luces del hotel se apagaron. No nos importó. Estábamos demasiado arrechos como para detenernos. ¡Hazme un hijo, hazme un hijo! ¡Ah! Terminé. La pinga me quedó latiendo dentro de ese culo, botando la descontrolada leche.

Saqué la pinga con cuidado. Podía darse el caso del condón atorado en el ano. No quería contagiarme de ninguna enfermedad.

Nos vestimos. Gracias, Jazmín. Estuvo rico. Te pasaste. Luego de un cache, se me quitaba toda la lujuria y solo quería estar solo. Pero los modales inculcados desde niño me obligaban a dar las gracias e intercambiar algunas palabras. No me llamo Jazmín, dijo. Claro que sí. Me dijiste que te llamabas Jazmín la última vez que estuvimos juntos, le recordé. ¿Sí?, preguntó, cubriéndose las tetas con el brassier. Claro, afirmé. Bueno, a mí me dicen Keiko, por lo chinita. Era cierto, tenía los ojos rasgados. Quedamos en ir a un bar. Conversaríamos; nos conoceríamos un poco más. Me interesaba saber cómo se había hecho cabro. Planeaba escribir la historia de un tipo que, tras terminar una relación heterosexual, se hacía novio de un travesti de tetas y culo desproporcionados. Había mucho por investigar.

Salí del Malka Masi. Estaba ligero, fresco. Si el mundo aplacara sus urgencias como lo hacía yo, sería un lugar feliz, sin guerras.

Caminé por Nicolás de Piérola. Unos cuantos tipos, acumulados en las afueras de un minimarket, veían el partido. Perú, uno; Ecuador, cero. Al minuto, gol del Ecuador. ¡Malos de mierda!, gritó un vejete. Era calvo, delgado, y el poco pelo que le quedaba arriba de las orejas estaba tieso y gris. Apestaba a sudor de semanas.

Terminó el primer tiempo. El grupo se deshizo. El vejete se acercó a un tacho de basura y metió la mano en el agujero. Sacó algo que se llevó a la boca. Murmuraba. No se le entendía. Se alejó.


Fui a Chancay y seguí hasta Quilca. En la cuadra cuatro, el restaurante Piero era el único atendiendo a esas horas. Las mesas estaban llenas de botellas de cerveza. Hallé un asiento vacío. Entré y pedí una cerveza bien helada. Al poco rato, empezó el segundo tiempo. ¡Písenles la cola a esos monos malparidos!, se exasperó un tío. Llevaba el pelo engominado y raya al costado. Un bigotito grasiento le colgaba de la nariz. ¡Esos monos no nos ganan! ¡La casa se respeta, carajo!




Cuando entró La Pulga, se escucharon aplausos. Sin la leche jodiéndome la cabeza, me entregué al disfrute del partido. El tío del bigotito era el más entusiasta. Aplaudía, gritaba, saltaba, golpeaba la mesa cuando los jugadores desobedecían las instrucciones que él, desde su mesa, forjaba a viva voz. De pronto, se hace un silencio. Tiro libre para Perú. Lo lanza Cueva. La pelota hace pim pum pam en el área chica hasta que se la encuentra Renato Tapia. Pam, dispara y gol peruano, conchasumadre.  ¡Goooool, carajo! ¡Goooool por la reputamadre!

Era ya la medianoche. Quedábamos pocos en el restaurante. Yo terminaba mi segunda cerveza. El propietario del lugar, un provinciano de nombre Eric, compartía una cerveza con un amigo. Por las puertas aún abiertas, se filtró un tío de pelo entrecano, delgado. Vestía una vieja casaca de cuero. Se acercó a la mesa del dueño.

Eric, yo te conozco. Sé que me conoces, también. Seguro no te acuerdas. Trabajo aquí cruzando la calle; en esa imprenta, señaló. Miren, no quiero interrumpir su conversación. Es solo que mi pecho está hinchado de orgullo, eructó. No puedo más. Tenía que decirles, decirles a todos los presentes aquí, nos miró, que estoy orgulloso de ser el papá de Tapia. Sí, soy el papá de Renato Tapia. ¿No me creen? Sacó algo del bolsillo de atrás de su pantalón. Eric, mira, mi DNI. ¿Qué dice ahí? ¿Ves? Me apellido Tapia. Eric y su amigo lo miraron como se mira a un borracho que habla huevadas. Yo me estaba creyendo el cuento. ¿Y cuál es el apellido de tu esposa, de la mamá de Tapia?, preguntó Eric. El señor Tapia dudó. No supo qué decir. Eh, este, este, este. Bueno, un abrazo y arriba Perú. Se retiró.

Unos minutos después, también me fui. Era rico dormir completamente calato en tu propio cuarto.  

lunes, 12 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 1

Martes 06 de setiembre del 2016
They say the bad guys wear black
We're tagged and can't turn back

Pantera - Cowboys From Hell

El celular se disparó a las cuatro y media de la mañana. El cuarto estaba a oscuras. Solo brillaba la pantalla del aparato que no dejaba de chillar. Era martes. Acallé el ruido y continué durmiendo. No dormía tan profundamente desde el viernes, día en el que fui expulsado del departamento donde viví con mi familia por casi dos años.


Esa noche del viernes, Melina, la nueva pareja de mi esposa, mudaba sus cosas a nuestro departamento. Fui testigo de esa mudanza. Al mismo tiempo, yo iniciaba la mía. Mientras Melina desempacaba, ayudada por mi esposa, mi cuñada y mi hija -quien no tenía idea de lo que le ocurría a su papi-, yo empacaba sin que nadie me prestase atención. Ese mismo día, luego del trabajo, hallé el sitio perfecto para reubicarme; un cuartito en pleno Centro de Lima, en el jirón Zepita, entre los jirones Peñaloza y Chancay, calles repletas de todo tipo de travestis. La librería del señor Luna y los bares que solía frecuentar me quedarían a pocos pasos. Más no se podía pedir.


                             Fuente: Google Maps

Ese viernes, dormí sobre una manta. Mi columna quedó hecha mierda. La mañana del sábado, fui al Sodimac de la avenida Tacna. Compré una escoba, un recogedor, un colchón inflable de dos plazas -con su inflador-, una mesita blanca, una silla plegable, dos cojines azules, una colcha de plaza y media y un ropero armable hecho de varillas de aluminio y láminas de tela.

Invité a Rosario a pasar la noche.


Para la tarde, tenía el cuarto amoblado. Ahora, faltaba yo. Quería que Rosario me viese presentable. Fui a Polvos Azules y compré unas Adidas Superstar, originales. 

                                              Fuente: Google Maps

La mudanza había reconfigurado mi cerebro cachivachero. Me deshice de todo lo viejo. Vestiría y usaría solo lo esencial. Tiré a la basura las tres zapatillas de cincuenta soles que había comprado en El Hueco hacía cinco meses. No me asaltó la pena. Esas huevadas merecían desaparecer. Las plantas de mis pies habían padecido ya bastante.

Me duché tranquilamente. El agua estaba tibia, rica. Me talqueé las bolas y el ojete, que siempre me sudaba, caminase, durmiese o corriese. Me talqueé los pies. Me vestí de negro. Me había traído toda mi ropa negra y ajustada, que era poca. La ropa de colores, que era mayoría, se fue a la mierda junto con las zapatillas de cincuenta soles. En adelante, solo me vestiría de negro.


Me encontré con Rosario en Plaza Vea de Alfonso Ugarte. Compramos un vinito helado. Caminamos a mi cuarto. Es bien chiquito, dijo, ni bien abrí la puerta. Te lo dije; es recontra chiquito, le recordé. Sí, pero no pensé que tanto, dijo, divertida con la situación. Un rato después, luego de habernos tomado el vino, tiramos.

                                              Fuente: Google Maps

Con mucho cuidado, ensayamos diversas poses sobre el colchón. Temíamos reventarlo. Enseguida, nos dimos cuenta de que resistía bastante bien las refriegas del cache. Más confiada, se sentó sobre mi pinga, de espaldas a mí. Movió el culo en círculos, con fuerza. Ah, qué rico, por la putamadre. Las paredes y el piso empezaron a temblar. ¡Terremoto!, gritó un vecino. Nos detuvimos. No nos quedó otra que cachar suavecito; el piso del cuarto transmitía nuestros movimientos hacia las paredes.

Terminamos con una de sus gloriosas chupadas de pinga. La grabé para el recuerdo. Eyaculé en su boca y me quedé dormido. Ella no; continuó despierta un rato más.

Se fue a su casa el domingo por la mañana. Pasé todo ese día solo. No pude dormir. A la medianoche, decidí salir. Fui a La Jarrita, una discoteca para gays, lesbianas, transexuales y curiosos, en la nueve de Camaná. Compré una Pilsen helada. La bebí cerca de una pantalla gigante donde pasaban videos musicales.

Un tipo con cara de pavo, ebrio, de lentes, de cuarenta y tantos años, bailaba con tres chicas. Identifiqué a una de ellas. Se prostituía en Chancay. Me la había cachado hacía unos días, cuando aún no me expulsaban de la familia. Se llamaba Estrella. Su servicio fue malo. Falto de pasión. Pero era linda. Parecía una mujer de verdad. Ella, más que bailar, se movía suavemente en su sitio. Eran sus amigas, una chata culona y una grandaza de espaldas anchas, ambas horribles, quienes pirueteaban en torno al pavo. Este se arrodillaba en el piso salpicado de cerveza e incrustaba su nariz en el culo de la grandaza. Movía la cabeza de un lado para el otro. Estaba en su salsa.

La chata culona se me acercó disimuladamente. Meneaba el trasero. Sabía lo que tenía ahí detrás. Me lanzó miraditas que no correspondí; estaba demasiado fea.

Terminé la cerveza y regresé al cuarto. Llegué en cinco minutos, caminando tranquilamente.

Seguía sin poder dormir. Vi el video de la mamada de Rosario y me corrí la paja. La eyaculada me noqueó durante unos segundos, pero seguí sin conciliar el sueño. A las cuatro y media, se disparó la alarma. La apagué y me puse la ropa de ciclista. Me había mudado con la bici que compré en agosto, en Saga de Plaza San Miguel. Llegué al trabajo en hora y media. Luego del almuerzo, cerré los ojos, sentado al escritorio. El ruido de un mensaje en el WhatsApp me despertó. Daniel, necesito plata. Era mi esposa. Lo que le había dejado para el mes se le había ido en unos gastos imprevistos. Yo sabía que esos gastos tenían que ver con la mudanza de su pareja. No le respondí inmediatamente. Dejé que el tiempo me aplacara la ira. Luego de unos minutos, le escribí que pasaría por su casa a las nueve, que me recibiera para darle el dinero.

Le di la plata y me fui. Llegué al cuarto en diez minutos. Guardé la bicicleta. Me bañé. Me vestí. Fui a la licorería de la cuadra tres de Piérola. Compré un Queirolo helado y un paquete de galletas de soda. El tendero añadió un vasito de plástico. Regresé al cuarto. Los travestis escaseaban en el jirón Chancay. En Peñaloza, había unos cuantos, pero feos. Por tercera vez, estaba solo en ese cuarto, mismo Bukowski. Una buhardilla en pleno Centro de Lima, donde, como dijo Eurípides, el peligro brilla como la luz del sol. Llené el vasito con un poco del vino helado. ¡Ah! Preciso para la garganta.

Abrí la laptop y presioné el botón de encendido. ¡Carajo! No arrancaba la huevada. ¿Qué pasó? Volví a presionar el botón. Nada. Ni un pestañeo. Repetí el proceso veinte veces más. Entonces, supe cuál era el problema. Temeroso de que mis vecinos me la robaran durante mi ausencia, decidí llevármela al trabajo. La máquina viajó pegada a mi espalda durante hora y media de ida y hora y media de vuelta. El sudor -porque sudaba como un cerdo- había traspasado la mochila, empapando mi laptop. Ni modo, pensé, mañana salgo temprano del trabajo y me la llevo a Wilson. La avenida Wilson, ubicada a escasas cuadras del cuarto, era el paraíso de las tiendas dedicadas a la venta y reparación de computadoras.  

Salí a caminar. Aún había pocos travestis. Ninguna de tetas y culo grandes. Di vueltas por Chancay y Peñaloza. Nada. Los serenos habían cuadrado sus carros en las esquinas. Hijos de puta. Ustedes aquí y en La Victoria, el Callao y San Juan de Lurigancho los choros atracando y matando a mansalva. ¿Qué daño hacían los travestis?

Regresé al cuarto. Volví a ver la mamada de Rosario. Su técnica había mejorado con los años. Ya no me clavaba los dientes en el glande. Eyaculé. Envolví la leche en un pedazo de papel higiénico que encesté en el recogedor de basura. Dormí. Dormí profundamente en el colchón inflable. Dormí calato, tapado solo con la colcha.


La alarma chilló a las cuatro y media, pero la mandé a la mierda. Cuando desperté, a las seis y diez, sentí que por fin había hecho de ese espacio de dos por dos MI cuarto. Me puse la ropa de ciclista y llegué a la chamba en dos horas, manejando despacio y con concha, oyendo Doble Nueve.

                                                                                           Fuente: http://radiodoblenueve.com/