viernes, 26 de abril de 2024

Novela "El profe Bruti" de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 02


 

Bruti se encasquetó su tan preciado blazer azul y se dirigió a la puerta. Su esposa, ocupada en lavar la vajilla, lo atajó.

¿Otra vez te vas a largar con tus amigotes?, las manos de la mujer goteaban agua sucia y espuma deslucida.

Oe, y a ti qué chucha te importa, ah, ladró Bruti sin dignarse a mirarla. Él era más alto que ella por varias cabezas.

Baja la voz, oye; el bebe está durmiendo, farfulló la mujer, los pelos largos, las puntas de sus cabellos abiertas como tridentes.

Bruti, negro alto, corpulento, el cabello enrulado y pegadísimo al cráneo, se abrió paso hacia la puerta. No me esperes despierta. Voy a regresar mañana, dijo. 

***

Era un restaurante especializado en parrillas. Bruti le dio la mano a Cinthio Valente, conocido periodista deportivo que había perdido su principal fuente de ingresos económicos por culpa de un altercado en el que no supo mantener la cabeza fría.

Ambos intercambiaron un saludo distante.

¿No llega?, preguntó Bruti.

No, dijo Cinthio y volvió a enterrar la cara en su celular.

¿Por qué no entras?, dijo Bruti.

Intenté, pero me sacaron, masculló Cinthio. Fuera de cámaras, su fallida vocalización también era flagrante. Solo dejan entrar a gente de plata, agregó secamente, sin levantar la cabeza del celular.

Aún no se sentía el calorcito que los noticieros anunciaban sería fuerte en veinte o treinta días más. El viento que barría las calles de ese elegante distrito limeño se coló por los resquicios del elegante blazer de Bruti. El grueso del dinero que percibía por dictar clases en las instituciones educativas que lo contrataban se convertía en perfumes caros, ropa de marca y alguna que otra veneca. El vientecillo juguetón le provocó a Bruti un cosquilleo gélido.

Pensó: Este huevón de Cinthio es un cojudazo. A ver, que me saquen a mí del restaurante, conchasumadre.

Se ajustó fuertemente el blazer, miró su reflejo en los vidrios de la puerta y se aprestó a entrar, decidido a parar de cabeza a quien se atreviera a retirarlo del lugar. En eso, se oyó un silbido que alebrestó el ambiente.

***

Acá no entra cualquier huevón, chamo, dijo Guillermo, delgado y guapo ciudadano venezolano. Enfrente de él, Cinthio y Bruti devoraban unas piezas de carne término medio. Rodeando a los platos; papas fritas y cocacolas gigantes heladas. Bruti pensó: Esta huevada está más rica que el bufo de mi Chincha querida.

Miren, mamahuevos, yo los he citado aquí, primero porque los sigo, dijo el venezolano; como dicen ustedes, soy su hincha, pues. Me gustan las mentadas de madre que se lanzan en sus programas. Él no comía nada; se dedicaba a sorber de una botella de cerveza de cuando en vez y a mirar a los dos especímenes que tenía delante de sus gafas oscuras. Aunque últimamente tu programa es una ladilla, señaló a Cinthio, quien procuraba llenarse la boca de carne, papas y gaseosas al mismo tiempo. Cinthio levantó la mirada, extrañado. ¿Qué chucha será ladilla?, pareció pensar. ¿Lo dices porque es muy picante mi programa?, dijo, el hocico inflado de comida masticada.

No, mamahuevos, refutó Guillermo, lo digo porque tu programa es recontra aburrido. Ninguno de los carajos que tienes ahí me da show. Creen que están trabajando en un programa serio y lanzan opiniones que pondrían a dormir a una sarta de burros pingones. Cinthio se tragó esa crítica con una bocanada gigante de cocacola helada.

Pero, Bruti, tu programa sí que me hace reír, chamo, aplaudió el venezolano. Gozo un puyero cuando te arrechas, chamo.

Yo no me arrecho, amigo. Yo me molesto con los faltosos, aclaró Bruti. La carne había estado deliciosa. Nunca había probado algo similar. Se recordó hacerse una fotito al salir del lugar. Sus seguidores tenían que enterarse de que él era asiduo visitador de establecimientos como ese en aquel distrito aristocrático de la ciudad.

A eso me refiero, chamo, dijo Guillermo. Tomó un sorbo de cerveza y, mirándolos, dijo: Los he citado aquí para proponerles un negocio.

***

¿Acá vamos a cerrar el trato?, inquirió Valente al ver que el venezolano los había conducido al jirón Peñaloza, calle infestada de prostitutas transexuales.

Claro, ¿cuál es el problema de cerrar el negocio aquí con unas cervecitas y bien acompañados por tres de mis mejores muchachas?, dijo el venezolano, acabando de aspirar una línea de cocaína.

           Acá me conoce mucha gente. No me voy a bajar de tu auto. Si me ven caminando por aquí, me van a joder de por vida. La noticia llegará a oídos de mi esposa y me voy a ver con botafogo, argumentó Valente. Estás seguro de que estas lunas son polarizadas, ¿no? Porque yo, de aquí, veo clarito a toda la gente. Mira, dijo, señalando a tres transexuales churriguerescamente ataviadas que salían del hotel Malkamasi. Desde aquí veo clarito a esos cabros.

¿De verdad eres bruto, chamo? Pensé que era broma eso de que eras el rey de los brutos, dijo Guillermo, cagándose de la risa. Claro que las ves, pues, pero ellas a ti no. De eso se trata este coroto de las lunas polarizadas. 

Bruti miraba con intensidad las caderas descomunales de los transexuales.

¿Qué miras, profe?, dijo Cinthio, risueñamente desconcertado. Pensé que te gustaban las hembras y, más específicamente, las periodistas deportivas blanconas. Guillermo celebró la ocurrencia de Cinthio, quien, a causa de la penumbra del auto, se asemejaba más a un sapo que a una persona.

¿Qué? ¿No son mujeres?, se hizo el cojudo Bruti. Luego, los nervios, como siempre que se apoderaban de él, le provocaron un frenético parpadeo. Se están acercando para acá, Guillermo, balbuceó.

Claro, pues, chamo. Esas son las amiguitas de las que les hablaba. Con ellas vamos a celebrar el inicio de nuestro proyecto, dijo el venezolano y abrió la puerta posterior izquierda del auto presionando un botón en el tablero electrónico.

Las transexuales entraron raudas al auto. Bruti tuvo que arrimarse contra la puerta posterior derecha. No se le notaba indignado; por el contrario, parecía dispuesto a dejarse llevar por lo que dictaminase o resolviera el venezolano. Quien sí brincó en su sitio fue Valente. No, no, yo me bajo, dijo. Palpó la puerta de su lado y no halló algún botón o palanca que lo liberase del auto. ¿Cómo se sale de esta huevada?, acezó el periodista.

Cinthio; tranquilo, Cinthio, dijo Bruti. No va a pasar nada, lo calmó. Tenía ya una de sus largas manos sobre los muslos de la transexual que le quedaba más cerca.

Guillermo, divertidísimo con la situación, presionó otro botón en el tablero electrónico del auto y liberó a Cinthio, quien corrió y corrió sin detenerse ante los semáforos del jirón Zepita. Corrió con la cabeza gacha para evitar que sus seguidores lo identificaran en aquel lugar relacionado con el comercio transexual.

Profe, abróchese su cinturón. Hoy usted va a cantar en la zona, dijo Guillermo, acomodándose las gafas oscuras y encendiendo su potente bólido.

 Bruti, de ocupación docente, maestro, profesor, no respondió nada. Guillermo lo espió por el espejo retrovisor y dio su visto bueno: el profe había empezado a conocer mejor a sus amiguitas.


sábado, 20 de abril de 2024

Novela "El profe Bruti" de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 01

 


La expectativa es la raíz de toda angustia.

William Shakespeare

 

Luego de que lo besé, me tomó del cuello y, con una fuerza que no sabía que podía salir de él, me lanzó contra la pared. En la caída, quebré la mesita que me había regalado Sandra. Me dormí sobre los restos de esa mesa, los ojos hinchados y rojos de tanto llorar, no por los raspones y moretones, sino por el dolor de un amor homosexual que jamás decantaría en una dichosa y duradera felicidad.

Después de haberme arrojado contra la pared, Gonzalo se encerró en mi cuarto. El portazo que lanzó tronó dentro de mi alma ya maltrecha por su desprecio. No oí más de él, apenas mis sollozos de niña rechazada.  


domingo, 24 de marzo de 2024

La novela "Vera, la camarada" a través del pulso del escritor Renzo Miranda

"Vera, la camarada". Daniel Gutiérrez y una novela que desnuda a la izquierda local.


Conviene reconocer que Daniel Gutiérrez, cual adolescente ansioso por la experiencia que nutre a la literatura, ha transitado por las veredas del underground, y lejos del hogar clasemediero ha respirado el aire de Quilca y coqueteado con la vivencia homoerótica. Por lo menos, en el plano de la ficción, así lo demuestran muchos de sus libros. Escritor bisoño no es. Dominio técnico y trama para escribir no le faltan.
Pero en "Vera, la camarada" (2023) es quizá la construcción de los personajes en que Daniel Gutiérrez demuestra mayores logros narrativos. Ahí centramos nuestra mirada.
La retahíla de seres que pueblan las páginas de esta nouvelle representan varios tipos humanos. Germán Morante, el típico empresario oportunista que trabaja con el gobierno de turno, sin importarle el talante ideológico o político de cada presidencia. Morante encarna el pragmatismo amoral de nuestros días, la lógica del capital que se impone a la mala: la licitación servida, la triquiñuela legal, la prevalencia del negocio sobre el bien común.
Por su parte, Vera es la burguesía de familia y el socialismo de manual, un ser racista y confuso en sus ideales, que juega a la revolución (con piedras en mano), incapaz de tomar un trabajo con madurez, al punto de socavar diariamente a su madre. A pesar de sus privilegios de clase, Vera no se asume burguesa, no reconoce su fracaso ocupacional y está convencida de que sirve a una causa mayor. Pero su trágico final no es otra cosa que el epílogo de una fútil existencia, la simple crónica de una muerte innecesaria (como tantas veces se ha visto en Perú). Vera es la expresión de una izquierda confusa, delirante, tartufa y suicida.
Jack, hijo de Germán Morante, es otro personaje inquietante de la novela. Sin norte en la vida, ocupa sus días de privilegio burgués en el ocio de la música y en alguna que otra marcha contra el gobierno, en las que, sin culpa, se granjea unos soles a cambio de llevar a más incautos. Jack representa a todos los vampiros (quizá remedos de rockers o poetas) que roban siempre con la mano izquierda, cuyo interés es siempre subalterno.
Asimismo, desfilan por esta novela personajes a los que podemos contrastar hoy con la realidad más cercana, en Plaza San Martín. Es cierto que una novela no pretende ser una fotografía de la realidad, como escribió Ernesto Sábato, pero en la pluma de Daniel Gutiérrez leer los capítulos dedicados a Jaimito y a Aníbal Stacio son un festín para el diagnóstico psicológico, antropológico y filosófico de la izquierda local. El escritor los despoja de su pátina de sabiduría para exhibirlos en sus miserias humanas.
El libro propone, pues, una mirada crítica, feroz en su particular sarcasmo, para poner en trompo a cuanto zurdo (o prospecto de comunista y socialista) pulula en las sucias calles de Lima. Daniel Gutiérrez se engolosina en la polémica, pero es valiente y tiene forma y fondo para escribir.

"Vera, la camarada" ratifica un estilo propio en nuestro autor, esta vez para parodiar con deliciosa justicia a todo el zurderío de doble moral, a aquellos que parasitan mientras juegan al arte o a la revolución. Este es un libro jocoso, de prosa hilarante y realista, que, desde la ironía inteligente, retrata la hipocresía cotidiana de un amplio sector de la izquierda limeña. 



viernes, 22 de diciembre de 2023

Novela "El conquistador de Risso" de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 17 de 17

 


¿Sabes cocinar?

 

El gusto está hecho de mil repulsiones.

Paul Valéry

 

Tania llevaba encima solamente un largo polo viejo. Iba a cocinar. Dejó entrar a Luis y le ofreció asiento en el sofá de espera. Eran las once de la mañana. Sus chicas llegarían en cuatro horas más. 

Voy a hacer un lomito de pollo, dijo Tania. ¿Te gustaría almorzar conmigo? En media hora, lo tengo listo.

A Luis le sorprendió verla tan tranquila, como si no le hubieran matado al marido que tanto decía amar.

Una tiene que pasar la página, pues. En este negocio, no conviene estar asustada o apenada; primero, porque te cagas y no haces nada y, segundo, porque te vas a la mierda. En un ratito, te ganan la plaza, te roban las chicas, o ellas te pierden el respeto, y terminas quebrada. He visto muchos casos, créeme.

Luis la ayudaba como podía; le pasaba el ajo, la sal, el cucharón con el que revolvía el pollo en la sartén.

Cocinar me distrae. Aunque varias veces salía a comer con el gordo. ¿Sabes cocinar?

No, nada, dijo Luis.

Tania mezclaba la cebolla con el pollo, en tanto que el arroz se hacía en una olla aparte.

En pocos minutos, hubo dos platos calentitos sobre el tablero de la cocina. En la sartén, aún quedaba lomo para una persona más. El aroma del arroz era insuperable.  

A veces, alguna de mis chicas viene sin almorzar y le dejo tomar lo que haya sobrado de mi almuerzo, dijo Tania sin que Luis le hubiese preguntado nada.

Claro, claro, dijo él.

Se sentaron a la mesa.

Hay chela, Coca. ¿Qué quieres?

Coca.

Tania fue a la refri. Luis le miró el culo; Tania no llevaba calzón debajo del polo.

¿Cómo sabes que Sánchez está muerto?, le dijo cuando dejó la Coca Cola encima de la mesa.  

Tania permaneció en silencio. Se concentró en su plato de comida. Apuró un largo sorbo de agua. Lo suyo no era la Coca.

Tania, ¿me vas a responder? ¿Cómo sabes que Sánchez está muerto?

Ella continuó con los ojos sobrevolando los pedazos de pollo y papas fritas.

¡Tania!, gritó Luis, Le cogió fuerte el brazo. ¡Carajo, mi vida depende de lo que me digas! ¡No puedo hacer nada si no sé qué le pasó a Sánchez! Mi familia depende de lo que me digas. Dime, vamos, dime; ¿qué le pasó a Sánchez? ¿De verdad está muerto? ¿Has visto el cuerpo? ¿Cómo sabes que está muerto?

No está muerto, huevón, ¿ya? ¿Contento? El imbécil se ha fugado y se ha largado con su puta; con Fátima. ¿Estás feliz?

Luis quedó perplejo. Varias preguntas le acribillaron la cabeza: ¿Qué? ¿Así de fácil quedaba yo al frente de un muy buen negocio? ¿Sánchez, con tanta experiencia, renunciaba de buenas a primeras a tanta plata?

¿Cómo sabes que se ha escapado con Fátima y no está muerto?, dijo Luis, dudando ya hasta de su propio nombre.

A ti qué chucha te importa, cojudo, zanjó Tania.

La paciencia de Luis se diluyó; tiró su plato al suelo. La botella de la gaseosa cayó sobre la mesa y rodó al piso, haciéndose añicos. Ya te dije que necesito saber la verdad por mi tranquilidad, carajo. Si mataron a Sánchez, yo puedo ser el siguiente; mi puta familia puede ser la siguiente.

Tocaron dos veces el timbre. El segundo toque fue más largo y brutal que el primero. Luis sintió miedo. Tania, también. A pesar de ello, ella se encaminó hacia la puerta no sin ciertos escrúpulos. Puso el ojo en la mirilla. Putamadre, exclamó tras ver de quién se trataba.

Vete, le dijo a Luis, vete rápido.

¿Adónde me voy a ir si estoy aquí? ¿Qué pasa?

Después te digo. Ven sígueme, le ordenó Tania y lo tomó del brazo. Lo condujo a uno de los cuartos donde atendían sus chicas. No salgas de aquí, por favor. Si sales, la cagas. Y no respondo por lo que te pase, ¿ok?

Cagado de miedo, la piel fría como la de un lagarto, Luis asintió. Desde ese lugar, oyó abrirse la puerta del departamento, una voz diciendo ¿dónde está?, unos pasos apurados acercándose al cuarto donde temblaba de pavor, el rastrillar de un arma, la misma voz, esta vez más fuerte, diciendo: ahorita te mueres, maricón.

 

 

Fin


Novela "El conquistador de Risso" de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 16 de 17

 


El hermano de Fátima

 

Una casa será fuerte e indestructible cuando esté sostenida por estos cuatro pilares: un padre valiente, una madre prudente, un hijo obediente y un hermano complaciente.

Confucio

 

Hola, buenas tardes. Soy Luis Fuentes. ¿Está Fátima?

Le abrió la puerta un joven trigueño. Llevaba un par de tatuajes en el brazo derecho. Vestía un bividí negro, sucio, o manchado con algo que parecía haber sido yogurt.

¿Quién la busca?, dijo el joven. Tendría unos quince años. A Luis le sorprendió que alguien tan joven tuviera ya dos tatuajes.

Luis Fuentes, un amigo.

Amigo de qué, contrarrestó el joven, seco, contundente. Esta insolencia asombró a Luis; pero qué esperaba encontrar en esa parte de Lima donde el paisaje era agreste; las paredes de las casas, derruidas; los caminos, polvorientos; y los perros callejeros mordían ferozmente a quien se cruzara en sus caminos.

Luis no se esperó esa repregunta. Tuvo que decir parte de la verdad: Soy su jefe. No está viniendo a trabajar y no se ha comunicado conmigo. ¿Quiero saber qué le pasó?

Al muchacho se le transformó el semblante. Habrá pensado: chucha, estoy hablando con alguien de respeto, alguien de plata. Mejor me porto bien, se figuró Luis, tan claro había sido el cambio en el rostro del chiquillo.

Mucho gusto, señor, dijo el joven. Ah, educado era este conchasumadre, pensó Luis. Se le fue todita su malcriadez cuando escucho la palabra “jefe”. Cree que tengo plata, que le puedo chorrear un poco. Y, sin que Luis se lo esperara, vio que el mocoso se le abalanzaba, las manos dirigidas a su cuello.

Como todo fue muy sorpresivo, Luis no estuvo muy bien aferrado al suelo, por lo que el joven y él fueron a parar al piso terroso del lugar. El muchacho empezó a descargarle una serie de puñetes. Algunos le magullaban la cara, otros le combaban el pecho. Eran dolorosos; el condenado sabía golpear. ¡Dime dónde está mi tía, conchatumadre! ¡Dime o te mato!, amenazaba con cada arremetida.

Y ya lo estaba matando. Luis estaba a dos puñetes de perder el conocimiento cuando sintió, la vista ya medio nublada, que el joven se alejaba de su cuerpo, se quitaba de encima. O lo quitaban de encima. Sí, lo quitaban de encima. ¡Sal de ahí, huevón! ¡Qué estás haciendo!, oyó que tronaba alguien.

Una mano lo ayudaba a levantarse del suelo. Una boca rodeada de pelos le preguntaba si está bien. Unos ojos pequeños le suplicaban que perdonase a ese mocoso impulsivo de mierda. Una cabeza redonda le consultaba por qué ese atrevido le había descargado tanto puñete.

Fue ingresado a la casa de cuya puerta había sido tiroteado a golpes. Lo sentaron y le dieron de tomar un vaso de agua que apestaba a cebollas y ajos. 

Ese sabor rancio lo despertó un poco.

Dígame, qué le pasó. Cómo así terminó agarrándose a las piñas con ese mocoso del diablo, dijo el tipo que tenía enfrente.

Luis, tomándose la cabeza, sobándose la cara por aquí y por allá, empezó a contarle la historia: solo quería saber el paradero de Fátima.

Como le acabo de decir, soy su jefe en la textilera donde trabaja y, desde hace tres días, Fátima no se presenta. Tampoco contesta el celular.

Soy el hermano de Fátima, dijo el hombre, un tipo gordo, de candado cafichero y aspecto no muy cuidado. Y sí, tal cual dices, hace tres o cuatro días que no sabemos nada de ella. Pero no es la primera vez que se desaparece. Acá viene cuando le da la gana. Además, no te hagas el gil, yo sé muy bien que eres su caficho.

A Luis se le agarrotaron los sentidos: temió que lo volvieran a agarrar a puñetazos.

Este, este…, balbució Luis, yo, yo…, se ha equivocado, maestro. Yo… yo soy un empresario textilero.

Déjate de huevadas, comparito, yo sé que Fátima es una puta. ¿Quién crees que la ha llevado algunas veces al puterío que tienes ahí en Lince? Yo, pues, huevón. Yo la he llevado. Y el huevón de mi hijo te iba a matar a golpes porque él se la cachaba rico. Se cachaba rico a su tía puta. ¿Entiendes? Un adolescente que pierde a su mujer es peor que leona sin hijos. Mira cómo te puso la cara. Mañana vas a parecer un camote, huevón. Déjame que te pongo estas carnes.

Luis ya no podía continuar con su farsa; el tipo sabía de lo que hablaba.

Sí, ella trabaja para mí, confesó. Hace tres días que está desaparecida. Nunca se había ausentado. Hasta ahora no me llama y, cuando la llamo, no contesta.

Solo te diré algo, huevón. A mi hermana, la han matado y yo no voy a ponerme a averiguar quién lo hizo. No quiero que me maten también. Cuando ella empezó a juntarse con venezolanos, supe que todo se iría a la mierda. Y, mira, no me equivoqué, dijo el hombre.

¿Qué me recomienda hacer? Yo sí quiero saber qué le pasó a Fátima, intentó Luis.

Yo te recomendaría que sigas chambeando como si nada hubiese pasado. Mujeres como Fátima hay un culo. Además, para muestra un botón: mi hijo, que sé que no ha matado nadie, bueno, hasta donde yo sé, estaba a punto de matarte. Imagínate qué no te hará un huevón que sí quiera matar al soploncito que esté andando de chismoso. Yo te recomendaría que, en asuntos de mafiosos, no te metas. Una cosa es ser caficho y otra muy distinta ser mafioso. Si hay sangre de por medio, ya te convertiste en mafioso, muchacho.

Comprendo, dijo Luis. Lo tendré en cuenta. Gracias por el aviso.

De nada, muchacho, dijo el hombre.

Luis quiso saber el nombre del tipo. Aunque segundos después, consideró que saber aquello no tendría importancia alguna. Era mejor así. El hombre, a pesar de su seguridad, dejaba traslucir cierto miedo a romper su anonimato.

Se dieron la mano en la puerta.

Oye, una cosita, dijo el tipo. Antes de que te vayas, quiero hacerte una consulta.

Sí, dígame, dijo Luis.

¿Cuánto hacía mi hermana?

¿Cómo?

Sí, ¿cuánto billete te generaba mi hermana? Ella me daba semanal quinientos soles, pero creo que me robaba. Dime, ¿cuánto hacía?

Nos vemos, señor, dijo Luis, cortante y con la mejor cara de pocos amigos que pudo poner.

Lo primero que hizo Luis, luego de abandonar ese arenal que se autoproclamaba como distrito limeño, fue pensar adónde iba a ir. Qué hacer. A quién más recurrir. No se le ocurrió nada. Tuvo una nostalgia inmensa por ver a sus hijos. Sentía que su vida corría peligro. Quienquiera que hubiera matado a Sánchez, también lo tendría en la mira a él. Entonces, a medida que esa corazonada se hacía más plúmbea, quiso ver a sus hijos, abrazarlos, sacarlos a pasear a algún lugar bonito, verlos sonreír antes de que algún conchasumadre le metiera dos tiros en la cabeza.

Putamadre, pensó, si visito a mis hijos, me van a ver todo golpeado. Mi mujer me va a cagar a preguntas. Un bus se detuvo a sus pies. ¡Todo Faucett! ¡Todo Faucett!

Mierda, se alegró, hay un carro que pasa por estos descampados y me deja en San Miguel. Desde ese distrito, a la casa de sus hijos, o al departamento prostibulario que también era su hogar, solo había escasos minutos. Tenía para pensar cuidadosamente su siguiente destino.

Se vio en una encrucijada. Resolvió que debía averiguar a fondo lo de Sánchez: ¿Dónde estaba? ¿Lo habían matado de verdad? Porque mientras no resolviera esos cuestionamientos, no podría ver a sus hijos. El asesino o los asesinos de Sánchez y Fátima (si daba por cierta la noticia de Tania) estarían siguiéndolo y, si es que aún no habían registrado que tenía hijos, lo harían ni bien él se acercase a la casa de su mujer o, mejor dicho, a la casa que él aún pagaba para que viviera allí su mujer y sus hijos, mientras la muy puta metía allí a su nuevo cachero. El ánimo se le avinagró. Dejó de pensar y se dedicó a mirar el turbio paisaje de la ciudad nocturna. Claro, pensó, tengo que ver a Tania; esa puta es la que dice que han matado a Sánchez. Y si lo dice, algo debe saber. Tengo que sacarle bien toda la información posible. Eso haría, volvería a hablar con Tania.


Novela "El conquistador de Risso" de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 15 de 17

 


No te metas

 

Pero donde hay peligro,

crece también lo que nos salva.

Friedrich Hölderlin

 

Fue Tania quien me lo dijo: Sánchez estaba muerto. Le habían dado vuelta. La noticia me descolocó. ¿Y Fátima?, se me escapó.  ¿Sabes algo de ella? Tania interrumpió el llanto: ¿Por qué lo preguntas? Sin saber qué inventar, solo me quedó decirle la verdad, la tardía verdad: Anteayer Carlos la llevó a su casa.  Y desde eso, ni ella ni él han vuelto a aparecer. La reacción de Tania fue mayor que la que me esperaba. Se levantó y, pequeña como era, se dio maña para tomarme del cuello y empujarme contra la pared: ¡Huevón, debiste haberme dicho eso cuando te conté que el gordo no me había escrito como lo hacía siempre! ¡Esa perra lo ha centrado! ¡Esa perra lo ha centrado! Descargada la ira, me liberó y volvió a hundirse en el sofá.

Le dije al gordo cojudo que, si alguna vez me sacaba la vuelta, no lo hiciera con las venezolanas nunca. Los Horna sembraron a Fátima para cagar a mi gordo, carajo. ¡Venezolanos y la reconchasumadre!

Sin dejar de sobarme el cuello para aliviar la presión que me habían dejado los dedos de Tania, bajé la cabeza. Sentí que tenía gran parte de la culpa en la desaparición de Sánchez. Me quedé pensando también en lo que acababa de decir Tania, en eso de que el gordo estaba advertido de no sacarle la vuelta.

Sus sollozos eran sinceros: He perdido a mi marido, carajo. Quedé en shock, un shock más fuerte que el que me había producido la noticia de la muerte del gordo. ¿Sánchez era el marido de Tania? ¿Y por qué no vivían juntos? Sánchez y Tania siempre se comportaron como socios delante de todo el mundo; nunca como amantes. ¿Era tu marido?, pensé en voz alta. Tania se aleonó: Sí, cojudo, era mi marido, mi socio, mi todo. Volvió a sentarse en el sofá.  No estábamos casados, pero era como si lo estuviéramos, siguió llorando.

Luego de que Tania se fue, les dejé un mensaje hablado a las chicas: No vengan hoy. Día libre. Y apagué el celular. Sabía que ellas protestarían. ¿Día libre? En la kinería, no había día libre. Un día no trabajado era un día no comido. Aunque mis putas, si estaban administrando bien su dinero, podían darse el lujo de huevear un mes si así lo deseaban. No podían quejarse: ganaban las más altas comisiones de la industria gracias a la estrategia de ventas y atracción del mejor talento que desarrollamos con Sánchez. Nuestro chongo había ganado prestigio entre los kineros más serios de Lima. Así que, volviendo al tema del día libre, bien podían permitirse un día sin trabajar.

Aseguré la puerta del departamento y reflexioné sobre mis próximos movimientos. Si mataron a Sánchez, ¿sus enemigos estarían también detrás de mí? ¿Qué mierda había hecho Sánchez? A ver, a ver, para empezar ¿era verdad que estaba muerto? Eso era lo que había dicho Tania, pero ¿había visto el cadáver con sus propios ojos? Y si no lo vio, ¿cómo se enteró? ¿Quién le fue con la noticia?  Debía volver a conversar con Tania. Debía resolver esas dudas que recién, en la soledad de mi departamento, se me presentaron contundentes. Le toqué la puerta. Ella misma salió a recibirme.

¿Qué quieres, huevonazo? Si me hubieras avisado a tiempo, mi gordo no estaría muerto, me ladró.

¿Y cómo sabes que está muerto? ¿Quién te lo dijo? De repente, es mentira, la animé.

¿Cuál mentira, idiota? ¿Crees que mentiría con algo tan delicado? ¿Crees que voy a estar llorando por las huevas? Yo había escuchado, cuando era parroquiano, que Tania se loqueaba luego de beber con desafuero. También, se decía que se volvía más cachera. A veces, les buscaba la bronca a la gente con la que chupaba. Al verla así de airada, confirmaba alguno de esos dichos.

Tania, de repente, el gordo no está muerto. ¿Acaso lo has visto?, intenté que entrara en razón.

Ella, medio vencida por mi tozudez, cejó: No lo he visto. Me lo han contado. Lo encontraron baleado en su auto.

¿Te mandaron fotos?, me apresuré.

No, idiota. No quise. Eres bien frío ¿no, mierda? ¿Si matan a tu papá a balazos, te gustaría ver las fotos de la masacre? No seas insensible.

Permanecí en silencio. No quería exacerbar todavía más sus ánimos revueltos. Tras unos segundos de calma, le comuniqué mi decisión: Voy a averiguar qué pasó con el gordo.

¿Qué?, saltó Tania. ¿Qué vas a hacer?

Voy a averiguar.

¿Y qué? ¿A quién le vas a preguntar? ¿Vas a ir por la calle preguntándole a todo el mundo quién mató a Sánchez?

No, pero voy a averiguar. Es más, ya sé por dónde empezar, dije.

Yo te sugeriría que no te metas. Ni yo que soy su mujer quiero meterme. Cuando matan a alguien en este negocio, es por algo. Seguro el gordo cagó a alguien o se pasó de la raya en algo. Es mejor no meterse, huevón. En mi caso, seguiré con mis cosas sin joder a nadie.

¿Estás segura? ¿Es en serio lo que me dices?, no podía creer que no quisiera mover un dedo por, al menos, averiguar quién mató a su gordo.

Tómalo como quieras, Luis.

Luego de botarme de su departamento, fui a donde creía que hallaría una pista.


Novela "El conquistador de Risso" de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 14 de 17

 


Padre suplente

 

Los niños comienzan por amar a sus padres.

Cuando crecen, les juzgan.

A veces, les perdonan.

Oscar Wilde

 

¿Se puede saber cuándo vas a ver a tus hijos?

Era mi esposa. Aunque no era un mensaje de voz, podía entender nítidamente el tono con el que lo había compuesto, el mismo tono amenazador y quejumbroso de siempre. ¿Quién podía entenderla? Primero me decía que me largara para siempre de su vida y de la de los chicos, y ahora me demandaba estar presente. Bueno, por otro lado, tenía razón. Desde que me fui de la casa, no volví a visitarlos. Se suponía que andaba chambeando en provincia. Eso sí, a fin de mes yo cumplía puntualmente con el envío de la pensión.

Fátima y Sánchez no habían dado señales de vida. Que ni venga Fátima, pensé cuando recibí a Silvia, que siempre llegaba a las dos de la tarde y tenía ya a dos arrechos, fanáticos de sus chupadas de pinga, esperando por ella. Puede considerarse despedida.

A las cinco, llegó Linda. A las diez, bebiendo una Coca helada, cuadré las cuentas del día. Fue durante esos cálculos cuando me cayó el mensaje de mi esposa. Termino esto y le contesto, pensé. No quiero avinagrarme la vida mientras cuento el dinero que he ganado.

Media hora después, tomé el celular y le respondí: Qué casualidad que me escribas al respecto. Hace unos días pedí un permiso para visitar a los chicos y me lo dieron. Dentro de una hora, estaré llegando a Lima. Te aviso ni bien me encuentre camino de tu casa.

Eran las once y media de la noche cuando terminé las cuentas. Volví a revisar el celular. Mi esposa había leído el mensaje, pero no me respondía nada. Putamadre, me lamenté. ¿Y si voy y no están los chicos? ¿Para qué mierda me pide que visite a los chicos si luego no me va a confirmar si puedo ir? Decidí que igual iría a verlos. El tema de Sánchez y Fátima me tenía preocupado. En todo el día, ni el uno ni la otra se habían comunicado conmigo. Si no visitaba a mis hijos hoy, no lo podría hacer después. No tenía tiempo ni cabeza para hacerme cargo de mi chongo y del huevón de mi socio.

Cogí mis llaves y tomé un taxi. Dormiría un día más en la casa de Sánchez. Al día siguiente, sí o sí me mudaría a Lince. Además, la casa de Sánchez me quedaba a tiro de piedra de la de mis hijos. Ya estoy en el taxi camino a tu casa. Que los chicos no se duerman todavía, por favor, le escribí a mi esposa.  

En quince minutos, ya estaba tocando el timbre de la casa de mis hijos. Nadie respondía. La oscuridad detrás de la cortina de la ventana era indicio de que no había nadie o de que estaban durmiendo.

Si ya están durmiendo y sigo tocando y los despierto, mi esposa va a salir y me va a hacer un escándalo de la putamadre, pensé. Ya fue, me dije, ya fue; luego de resolver el asunto del gordo, veré en qué momento regreso.    

Ya estaba a punto de alcanzar la esquina cuando veo llegar a mi esposa, tomada de la mano de un huevón, y a mis dos hijos. Ellos iban muy sonrientes, felices, llevando unas gordas hamburguesas en sus manos. Pedrito, el más apegado a mí, mi hincha, también cogía una de las manos del huevón, un tipo que llevaba el pelo largo, negro, algo ondulado. No tuvo que pasar más de un segundo para que me vieran, para que nos viéramos por fin. Yo hubiera querido desaparecer. Necesitaba procesar lo que estaba viendo. Pero no tuve tiempo. Yo no soy de los que hacen escándalos. Yo soluciono las cosas en silencio, entre cuatro paredes. Papi, papi, corrieron hacia mí los niños. Con un bracito me abrazaban y con el otro sostenían sus hamburguesas.  

Hola, amores. ¿Qué hacen? ¿Salieron con mamá?, les pregunté, fingiendo que yo la estaba pasando de maravilla y que no me importaba un carajo que mi esposa saliera con otro huevón, aún casada conmigo, y tuviera a mis hijos, tan tarde en la noche, deambulando por las calles, en lugar de tenerlos acostados para que estuvieran listos para el colegio.

Sí, hemos salido, se adelantó el pelucón. Entonces, lo reconocí, ya mejor iluminado por uno de los postes de la calle. Era el exenamorado de mi esposa; su amor de toda la vida antes de que me casara con ella y, por lo visto, después también. Al parecer, no habían perdido el contacto; apenas me largué, retomaron y reforzaron su relación. Ahora, salía con mis hijos y hacía las veces de papá, de papá de mis putos hijos, carajo. ¿Qué se habrá creído este huevón? Y ahora tenía la conchudez de contestar una pregunta que no le había hecho.

Lo miré a los ojos, sin achicarme: No te pregunté nada, huevón. Estoy hablando con mi hijo.

El pata bajó la mirada y la escondió detrás de sus greñas. Se me ha bajado, pensé. Me sentí eufórico por esa pequeña victoria. Yo jamás hubiera reaccionado así; sin embargo, el trabajo en el chongo me había forjado una auténtica personalidad de macho. Sin necesidad de irnos a las piñas, con mi sola voz segura y confiada, había logrado disminuirlo. Esta pequeña victoria me soliviantó el ego y, al mismo tiempo, hizo que se me disolviera un poco el escozor de haber visto a mis hijos salir con un huevón que no era su padre.

¿Qué haces acá?, saltó mi mujer. Ella sí tenía los huevos que no poseía el pelucón.

¿No me dijiste que venga a ver los chicos?, me defendí, sin levantar la voz, tranquilo, relajado. Acá estoy, pues.

¿Y a estas horas llegas? Mi mujer nunca se quedaba callada. ¿Qué horas son estas de venir?

¿Y qué horas son estas de salir? ¿A estas horas sacas a mis hijos a la calle? ¿Mañana no tienen que ir al colegio? Quedé gratamente sorprendido por mi reacción; nunca le había respondido los insultos a mi mujer con tanto aplomo y prontitud. El negocio del puterío había fortalecido mi espíritu. Las cosas malas también podían traer cosas buenas. Era ahora un tipo con resolución.

Oe, no le hables así. ¿Qué te pasa?, interfirió el huevón que, sabía yo, se llamaba José.

No te metas, huevón. ¡Uy, mierda! Me volví a arrebatar. Más le valía no meterse en mis asuntos porque estaba con todas las ganas de sacarle la mierda hasta a un león. La mirada era fundamental. Cuando miraba grueso, me ponía aún más feo. Ese era un recurso del cual recién tenía conciencia. Si lo hubiera aprovechado en el colegio, otro hubiera sido mi destino.

Respeta a mi mujer, serrano de mierda, me respondió el huevón. Lo dijo bajito, como para que no lo oyeran los chicos, que comían sus hamburguesas a unos pocos metros de nosotros, pero lo suficientemente claro y contundente como para que lo escuchásemos mi mujer y yo.

Pedrito, Juancito, entren en la casa, por favor. Yo ya me voy, les dije; luego, mirando a su mamá: Llévatelos, por favor.

¿Qué vas a hacer?, me preguntó ella.

Déjalo, dijo el pelucón, déjalo; cree que me va a pegar. Déjamelo, va a ver la sorpresa que se va a llevar.

José, le increpó mi mujer amortiguadamente, pero con fiereza, no quiero escándalos aquí, enfrente de mi casa. ¿Quieres que me boten a mí y a mis hijos? Luego, mirándome con sorna, continuó diciéndole: Y tampoco quiero que mates al papá de mis hijos. Yo sé que él no te aguantaría ni dos segundos.  

Así que me vas a matar, ¿no? Me gustaría ver eso, cachudo, le dije.

José reaccionó: ¿Cachudo? ¿Yo cachudo? Cachudo tú, huevonazo. ¿No ves que acá sales sobrando? ¿No ves que estoy con tu mujer?

Se me calentó la sangre, ella tenía razón: no valía la pena hacer un escándalo en frente de la casa de mis hijos. No quería que se quedaran sin hogar. Ya habría un momento para zanjar esa disputa.

Mejor vengo a ver a los niños otro día, le dije a mi esposa.

La mirada que me ofreció reveló su completo desinterés en lo que le dije. Di media vuelta y me alejé unos pasos. A pesar de ello, pude advertir que José quiso avanzarme, pero fue contenido por mi esposa. Seguramente le dijo que no valía la pena.

Las luces del segundo piso de la casa de Sánchez estaban apagadas. ¿Estaría durmiendo luego de tanto cache? Entré. Esperaba encontrarlo jateando de lo lindo, roncando despreocupadamente. Entré sigilosamente, pero al cabo de unos segundos de reconocimiento supe que no había nadie en esa casa. Ahora sí la cosa era preocupante: a Sánchez le había pasado algo, algo nada bueno.