miércoles, 30 de enero de 2019

El solitario de Zepita - Capítulo 36 (Fin)


Del lunes 21 al miércoles 30 de noviembre del 2016

“On ne meurt qu’une fois et c’est pour si longtemps !”
(¡Solo se muere una vez y es para tanto tiempo!)

Molière – Le Dépit Amoureux
El dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a duda.
John Maxwell Coetzee – Esperando A Los Bárbaros
I’m lost. I’m no guide.
Pearl Jam - Leash
This is the end, my only friend, the end.
The Doors – The End

La preocupación y la compasión se convirtieron en odio. Mejor te hubieras muerto, pensé. No quiso ir a un hospital. Quería una clínica. La San Gabriel. Me hizo gastar un chingo de dinero por un puto parche. El golpe la había desmayado. Había sangrado bastante, sí; pero no había fracturas ni desviaciones, nada. Una venda en la nariz, unos analgésicos y descanse, por favor. La llevé en taxi a su casa.

En el taxi, no me libré de las preguntas. ¿Con quién estabas en el cine? No estaba en el cine. ¿Cómo que no estabas ahí? Entonces, ¿qué hacías en el Centro? ¿Te olvidas de que vivo por ahí? Estaba por la plaza San Martín. Ay, no te hagas. Me escribieron al WhatsApp y me dijeron que estabas con una chica en el cine y que encima le invitaste cosas. Cuando has salido conmigo, nunca me has invitado nada, miserable. Contestarle solo alargaría sus ataques. Dejé que hable. Luego de unos minutos, sus dardos perdieron convicción. Iba creyéndose mi mentira. Aproveché el momento para cambiar el tema. Le conté lo de Honduras. ¿Sabías que existe la posibilidad de que la bebe y tú viajen conmigo y vivamos juntos allá? ¿Y qué tendría que pasar para que viajemos? Que me prolonguen el contrato. Le detallé los pormenores. Te van a contratar más tiempo. Ya lo verás, Dani; tú eres muy bueno en tu trabajo. Todo el mundo parecía creerme bueno en mi trabajo; excepto yo. Me abrazó. Lloró. Me dijo que a veces no aguantaba a Melina y que me extrañaba. Por eso, salió volando ante el chisme de mi infidelidad; no quería verme con otra. Melina la recibió. Puso cara de culo al verme. Nos saludamos fríamente. Luego, se deshizo en atenciones con mi esposa. Negrita, qué te pasó. A pesar de que era tarde, caminé hasta Zepita. Había gastado mucho en todo el día.    

Jean Carlo no está en la oficina. Pero me llama al celular ni bien me siento al escritorio. Me dice que una mina en Huaraz quiere que visitemos sus instalaciones. Está muy interesada en nuestros ventiladores. Así que hoy, en la noche, viajas a Huaraz. Tu pasaje ya está comprado. Te lo estoy enviando a tu correo. Vas a estar llegando a las siete y media de la mañana. Yo estaré esperándote desde las siete. Lo que pasa es que ahorita estoy en Trujillo; pasé todo el fin de semana aquí.  Putamadre. No tenía ánimos de viajar; mucho menos a la sierra.   

Entra otra llamada. Es Héctor Tróchez. Ingeniero Gutiérrez, le estoy enviando a su correo el contrato. Por favor, léalo bien y me lo envía escaneado con su firma. Lourdes Cueva, nuestra asistente de gerencia, está tramitando sus pasajes aéreos para este primero de diciembre. ¿Tendría inconvenientes, ingeniero Gutiérrez? No, ninguno. Perfecto, en unos minutos Lourdes le estará enviando a su correo el listado de los documentos que debe enviarnos. Me aceptaron. Es casi casi un hecho que me voy a Honduras.  

Me voy temprano de la oficina; tengo que alistar mis cosas para el viaje a la sierra. Esta nunca me gustó; tan fría, tan hosca, tan distinta de Lima, recordatorio de la opresión minera.

Jean Carlo y yo estamos en una combi rumbo a la mina. Reviso mi correo en el celular. Son varios los documentos que Lourdes me pide. Señala que debo enviárselos pronto porque el gerente de la mina quiere que viaje el treinta; ya no el primero. Le explico que estoy en una mina, lejos de Lima; por lo que no podré tramitar tan rápido lo que me solicita. Me sugiere que encargue el asunto a alguien. Le pregunto a Jean Carlo por nuestra fecha de regreso a la ciudad. Jueves, me dice. La cagada; toda la semana perdida. Será mejor contarle lo de Honduras para separarme de la empresa cuanto antes y enfocarme en los documentos de Lourdes.

Representamos nuestra pantomima; Jean Carlo habla maravillas de sus ventiladores, repitiéndose en varias oportunidades, y yo intervengo dos minutos para reafirmar lo que ha dicho. En el colectivo de regreso a Lima, le cuento lo de Honduras. Lo acepta. Me felicita con tibieza. Definimos la fecha de mi desligue. Sugiere que sea el próximo lunes.  Me recuerda que el ingeniero de la mina nos ha encargado una simulación para redondear la compra de un lote de ventiladores. Tiene razón. No puedo largarme así como así. Recibo otro correo de Lourdes. Lo leo. Daniel, debido a que usted está lejos de Lima, hemos decidido que los documentos los gestionaremos una vez que se establezca aquí. No se preocupe. Sí le pediríamos que se vacune pronto contra la fiebre amarilla. Usted sabe que esa vacuna es importante para viajar a un país tropical como Honduras. Debe aplicársela, como mínimo, diez días antes del vuelo. Usted debe viajar con el carné de la vacuna para mostrárselo a las autoridades que se lo soliciten. Recuerde que está viajando el treinta de noviembre. Haga eso pronto, por favor, y me avisa.

Rosario ya sabe que me voy. Por eso, va a mi cuarto y hacemos el amor. Al día siguiente, nos despertamos temprano. Nos besamos largo rato. Intuimos el fin de todo. Ella toma un taxi al trabajo; yo me pongo la vacuna contra la fiebre amarilla en el Hospital San José. Le escribo a Lourdes. Ya me puse la vacuna. Es viernes veinticinco. Como se habrá dado cuenta; de hoy hasta el treinta no hay diez días. Conversaré con alguien de migraciones para que no tenga problemas al llegar a Honduras, me escribe.

Paso la tarde en la oficina. El encargo del ingeniero de ventilación lo termino en cuatro horas. Son casi las seis de la tarde. Le presento el trabajo a Jean Carlo. Queda sorprendido y complacido con mi rapidez. Va a ser una gran pérdida para la empresa que te vayas, Daniel. Pero ya sabes, si deseas volver, las puertas están abiertas. ¿Con el mismo sueldo? No, gracias, Jean Carlo. Le agradezco el gesto. Manejo rumbo a Zepita.  

Como es viernes, paso por mi hija. Mi esposa está mejor, pero aún lleva el parche en la nariz. ¿Melina? Salió. ¿Por qué no vamos al Bembos? No, Daniel, pucha, en estos días no he ido al gimnasio, por lo del reposo que me recomendaron en la clínica, y he estado comiendo poco para no engordar. Yo soy así. Olvido los odios con rapidez. Vamos, le insisto; de paso que te distraes. Sigue negándose. Entonces, le cuento que mi vuelo a Honduras ya tiene fecha; el treinta. Me queda menos de una semana, me hago la víctima. Vamos, salgamos; será la última vez que lo hagamos en familia este año. No puede negarse más. Le escribe un mensaje a Melina. Salimos.  

Nos damos un banquete en el Bembos. Repletos, nos vamos al Coney Park. La bebe y yo nos trepamos en El Gusanito. Es inofensivo, no es muy veloz y apenas se despega tres metros del suelo. Mi esposa nos saca unas fotos. Por un instante, somos felices. Embarco a mi esposa en un taxi. Mi hija y yo, en otro taxi, nos vamos a casa de mi mamá. Veo las noticias en el celular: Fidel Castro, el dictador cubano, por fin ha muerto.

La bebe y yo dormimos juntos. No estaré a su lado en mucho tiempo. Quiero que me invada su olorcito. El sábado me la paso jugando con ella. Vemos sus vídeos favoritos en Youtube.  

Sábado, noche. La bebe quiere dormir conmigo. Quiere a su papi. Me conmueve su ternura. Es una niña súper cariñosa. Sacó lo mejor de mí y de su mamá. Empieza la madrugada. La bebe duerme a mi lado. Ronca suavecito. Como yo, suda, y bastante. Le paso una mano por su cabecita. Acopio su sudor. Su olor es riquísimo. Sus labiecitos se alargan en una sonrisa. Está soñando conmigo. Me siente. Luego, se da la vuelta. Pega su cuerpo contra la pared. Sumida en el sueño, inconsciente, sabe balancear su temperatura corporal: la fría pared la refrescará. Veo la hora en mi celular. La una de la mañana. Pienso. Pienso en Azul. Estoy a punto de irme del país y no sé quién mierda es ni si me contagió algo. Se me ocurre buscarla por última vez.

No me preocupa que mi mamá se dé cuenta de que me he ido. Me preocupa que mi hija no me sienta a su lado y se ponga a llorar. Pero debo hacer esto. Tomo un taxi a Zepita.

Son casi las dos de la mañana. Hay pocas hembras en Peñaloza. Por ejemplo, no está Jazmín. Tampoco hay rastro de Azul. Veo, sin embargo, a una chica que quería cacharme desde hace un tiempo. Está tan buena como Azul o Jazmín. Es mi último fin de semana en Lima. Mi última oportunidad de tirármela. Me acerco. La tarifa es igual a la de Jazmín: cuarenta por el cache y diez por la habitación. ¿No vamos a un hotel? No, vamos a su cuarto. Así estamos más tranquilos y te atiendo sin apuros. Bueno. Caminamos hacia su cuarto. Vive en el mismo edificio de Azul. Entramos. ¿No está prohibido llevar clientes a ese edificio? En la práctica, parece que no. Además, se entiende que esta chica quiera embolsicarse los diez soles del cuarto.

Antes de entrar, le recuerdo que prometió besarme en la boca. Yo solo me vengo cuando me besan en la boca, con todo y lengua. Claro, claro.

Siempre he sido fatalista. Este cache puede ser el último de mi vida. El avión puede irse al mar sin que ninguno de sus ocupantes sobreviva. Así que he decidido chuparle la pinga a esta mujer.

Se llama Brigit. Su cuarto está en el segundo piso de la casona; no en el tercero, donde vive Azul. Entramos. Se desviste. Se quita el conchero, artilugio que se pone entre las piernas para disimular la pinga, y lo pone sobre una cómoda. Desvestido ya, me acerco a ella. Me acuclillo y le lamo el trasero. Qué piel. Qué culo. Es una diosa. Mi lengua es una brocha que no deja vacíos en ese enorme y duro trasero. Te amo, Brigit, te amo.

Me tiendo en la cama y ella se apodera de mi pene. Le pone un condón y empieza a chupármelo. Es delicioso ver un rostro así de bello deformándose al tratar de acapararme la pichula. La tengo súper dura. Es mi despedida. Tengo que disfrutar de este momento sin límites ni complejos. Nadie más sabrá de esto; únicamente Brigit y yo. ¿Tienes otro condón? ¿Para qué?, me pregunta. Quiero chupártela. A pesar de no tener puesto el conchero, se da maña para ocultarse la pinga. Me mira. ¿Es en serio? Mi respuesta es un beso que ella corresponde. Hay lengua, hay saliva. Queda tendida sobre la cama. La trato como si se fuese a romper al menor descuido. Me hace una seña. Quiere que le alcance su bolso. Saca un condón y se lo pone. Deja el bolso a un lado de la cama. Nos volvemos a comer la boca. Le dejo los senos llenos de saliva. Desciendo y me topo con una riquísima pinga. No tiene un pelo. Está peladita. Me encanta. Acuden los prejuiciosos religiosos y familiares. Acuden a joderme el momento. Pero los ahuyento. Es la oportunidad de ser yo mismo. Empiezo a chupársela y es delicioso. Ella se estremece. Sus piernas dobladas tiemblan. Me pone una mano sobre la cabeza. La miro desde ahí y sus ojos me gritan que no pare. No pienso parar ni por un segundo. Pero el plástico estorba. Es mi último cache en Lima, quizá en el mundo. Le quito el condón. Ella no protesta. La sensación es diez mil veces mejor. Te amo, te amo, se lo repito. Me he comido varias conchas en mi vida, pero ninguna tan rica como esta. Brigit sigue estremeciéndose. Busco sus manos y entrelazamos nuestros dedos. Ha dejado de ser una transacción carnal. Es un acto de amor. Ella se siente emocionalmente urgida a devolverme el favor y ya sé lo que quiere. Lo leo en sus ojos. Hacemos un sesenta y nueve. Le chupo las bolas. Las tiene peladitas, deforestadas. Te amo, bebé. Ella se traga las mías, que exhiben, orgullosas, unos pelos retorcidos como alambres. Es una mujer y la amo. Es mi mujer.

Brigit se ha tomado mi leche. Yo no la suya. El piso pagó pato. Ya luego limpio, dijo. Quedamos acostados en la cama. Abrazados. Por un momento, he cerrado los ojos. Me he quedado dormido unos minutos. Ha sido el éxtasis el que he experimentado. Si quieres quédate conmigo, me dice. Eres súper lindo. Le agradezco la oferta, pero declino. Estoy en la casona de Azul. Voy a encararla en su propio cuarto. Brigit me dice que ya no va a salir. He sido el último cliente del día. Me estaba ahuesando hasta que llegaste. Me salvaste. Me visto y me despido. Gracias, amor, la pasé rico, me dice. Yo también, le contesto y nos damos un beso.  

Las escaleras al tercer piso están a unos pasos. Me convenzo de que nada malo puede pasarme. Avanzo. Todo está más o menos oscuro. Me ayudo con la luz del celular. Llego al tercer piso. Parece que todas las puertas están cerradas. Camino hacia el cuarto de Azul. Por los resquicios de la puerta, huyen retazos de luz amarilla. Es muy probable que esté adentro. ¿Estará sola? ¿Acompañada? Me acerco sigilosamente. Quiero oír voces o silencios. El corazón es una bomba a presión. Sudo y me cago de frío, pero estoy muy cerca de la puerta. Unos hombres conversan. Se ríen. Dicen lisuras. Se burlan de alguien. ¿Y la voz de Azul? Uno de los hombres -parece que solo son dos-dice que ya se quita. La cagada. Retrocedo hasta las escaleras. Me escondo tras la esquina. Se abre la puerta. La figura de un tipo alto se recorta contra el rectángulo de luz. Entonces le preguntas, pe. Mañana yo te llamo, le dice al que se queda en el cuarto. Reconozco su voz. No hace falta que le vea la cara. Es el huevón de Pesadilla.

Pesadilla es alto. Tiene la cabeza cuadrada. Perdió el ojo izquierdo de un navajazo. Siempre usa lentes oscuros. Pesadilla es conocido en Quilca. Todos saben que dirige una banda de atracadores de centros comerciales, pero nadie le tira dedo. Gracias a él, todo comerciante en Quilca está asegurado. Con el barrio, nadie se mete. Es frecuente verlo en bicicleta supervisando sus dominios, ofreciendo al mejor postor un perfume, unos zapatos, gafas. Todo original. De marca. Conoce a mi esposa desde que ella trabajaba vendiendo ropa en el extinto Boulevard de la Cultura. Cuando nos hicimos enamorados, me lo presentó. Pesadilla, si lo ves por ahí, me lo cuidas por favor. Es bien delicadito mi novio. El tipo me miró y me dio la mano. Cuida muy bien a la Negra, compare. Quien frecuentaba Quilca o vivía ahí, sabía quién era Pesadilla.

Si Pesadilla me ve, me cago. Se lo contará a mi esposa. Bajo las escaleras lo más rápido que puedo. Cuido, al mismo tiempo, ser tan silente como una pluma. Por fin, en el primer piso, abro la puerta de madera y salgo por la de rejas. Corro a mi cuarto. Meto la llave como chucha sea y encaja. Luego, meto otra llave en la puerta de madera y también encaja a la primera. Cierro todo y espío por la mirilla. Me regresa el alma al cuerpo. Pasan unos cinco minutos y aparece Pesadilla. Es él. No me equivoqué. Va rumbo a Quilca. Prende un pucho y continúa su camino.

Me despierta el celular. Es mamá. Me dice que por qué me escapé así, que la tuve preocupada. Quería despedirme de la vida nocturna del Centro, le digo. Está llegando en un taxi para ayudarme con la mudanza. ¿La bebe?, le pregunto. Está bien; la dejé jugando con su Tablet, me dice. Ni bien entra en mi cuarto exclama, horrorizada: ¿Cómo has podido vivir aquí? Pero está aliviada y orgullosa a la vez; su hijo dejará de vivir como un pordiosero y, por fin, le dará la alegría de su vida: demostrará su talento en el extranjero. Se lleva casi todo en el taxi. Solo queda mi colchón y mi bicicleta. Aún viviré ahí hasta el martes.

El domingo, en la noche, dejo a mi hija en casa de mi esposa. La bebita no sabe que dejará de ver a su papi en mucho tiempo. En el bus a Zepita, lloró descontrolado, sentado en uno de los asientos del rincón.    

Es lunes. Último día en la empresa de Jean Carlo. Nos invita a una cevichería cercana a la empresa. Nos lleva en su camioneta. Es un lugar amplio. Hay carros lujosos en las afueras. Brindamos por que me vaya bien en Honduras. Jean Carlo y yo bebemos cerveza; Patricia, Inka Kola. Te voy a extrañar, dice Patricia, y se hace un silencio incómodo que la mesera, una atenta señora de pelo pintado, rompe, trayéndonos una fuente de tiradito.

Rosario y yo nos encontramos en la Estación de Matellini. Tomamos un taxi a mi cuarto. Dentro, me alarga un paquete. Es tu regalo de Navidad, me dice. Su gesto me conmueve. Qué linda. Quiero llorar, pero me hago el macho. Ábrelo, me dice. Es un reloj Casio. Tú nunca usas reloj, Daniel. Y creo que te hace falta. Me siento corto. No tengo nada que ofrecerle porque no soy detallista. Pero se me ocurre algo.

He comprado un panetón. Dejamos en el cuarto nuestras cosas y salimos a despedirnos del Centro de Lima. Nos metemos en un bar de Emancipación. Nos comemos el panetón con algunas botellas de cerveza. En cierto punto de esa Noche Buena anticipada, nos deseamos Navidad y nos besamos. Es el beso más tierno que nos hemos dado. Nos abrazamos. Lloro. Le humedezco la blusa.

Regresamos a Zepita. Sabemos que es la última noche juntos, la última noche en ese cuarto, mi última noche en el Centro de Lima. No hacemos el amor. Estamos desnudos, sí, pero no hay lascivia. Hay tristeza. Nos acurrucamos, mi pecho y su espalda fusionados. Lloramos en silencio. Cada quien enfrenta la pena con su mejor repertorio.

Mamá parte en un taxi con el colchón. Te espero en la casa, alcanza a decirme. Le entrego el cuarto a Jaime. Lo evalúa. No halla nada raro. Entra al baño. Remueve el wáter. Está flojo. Me dice que eso estaba firme como una roca. Ustedes lo removieron con la cabeza cuando se pelearon esa vez. Lo niego. Le digo que eso no podía ser posible; hubiéramos terminado con la cabeza rota. El pendejo se cierra. Dice que no me devolverá los trescientos cincuenta soles de la garantía. Se quedará con doscientos. Para reparar el baño. Hijo de puta. Le devuelvo las llaves y me monto en la bici. Gordo culero, me despido.   

Manejo hasta la casa de mi esposa. Le dejo la bicicleta. La bebe está en el colegio. Es mejor así. Despedirme de ella sería desgarrador. Cuídate, me dice mi esposa. Tú también, le digo. Nos abrazamos. Me escribe Lourdes: no habrá problemas con los diez días de la vacuna. Puedo viajar con tranquilidad.

Es miércoles. Mamá y Celso me acompañan. Estamos en el aeropuerto, en el segundo piso. Debo entrar por aquella puerta que dice “Vuelos internacionales”. Nos abrazamos. Les pido que se cuiden mucho, que vean siempre por mi hija. No te preocupes, papito. Vamos a engreírla siempre. Más bien cuídate tú, hijito; cuídate mucho. Vas a estar solito. Escríbenos apenas llegues. Celso nos hace fotos. Es hora de partir. Estoy ya en la cola de la gente que saldrá del país. Reviso mi correo en el celular. Un mensaje de Lourdes. Buen día, Daniel; le adjunto los exámenes médicos que le haremos cuando llegue. Lo reviso. ¿Qué? ¿Me van a hacer la prueba de Elisa? ¿Por qué? Tiemblo. Se me baja la presión. Ya no hay marcha atrás. Estoy avanzando en esa cola.