jueves, 30 de noviembre de 2023

MisTraca: El stalker de Pajoy - Cuento de Daniel Gutiérrez Híjar, desarrollado en su Taller de Redacción Brutality

 


Era la sexta vez que se jalaba el ganso y ya no le salió leche. Como siempre, desde que tenía uso de razón, se masturbó calatito delante del espejo de cuerpo entero que le había comprado su padre.

Pajoy estaba sudadito; parecía que hubiese terminado de jugar un partido de fútbol de noventa minutos. Miró la pantalla de su celular; eran casi las diez de la mañana. A esa hora, debía estar listo para producir su diario programa de YouTube, que tenía ya miles de suscriptores, y donde solía bailar y comentar de fútbol.

 

***

 

Había empezado media hora tarde el programa, pero ello no fue obstáculo para que su legión de admiradores le donase cien dólares en superchats. Pajoy terminó el directo feliz y contento. Esto merece otro pajazo, pensó, extasiado.

Media hora después, fue al gimnasio. Era el Total Gym de Breña. Se había inscrito en ese lugar para fotografiar culos, aunque, claro, a sus viejos les había metido el cuento de que necesitaba fortalecer la musculatura que la tenía inexistente.

 

***

 

Haz punche, le dijo Verdurita a Pajoy. Verdurita era un tipo pequeño, narizón como Pajoy, que también se había inscrito en el Total Gym, pero con las intenciones de acercarse a Pajoy para intimar con él. Verdurita siempre le enviaba audios risueños a su programa de YouTube; su deseo era robarle un beso. Verdurita se jalaba la tripa todas las noches viendo las repeticiones de los bailes de su amor platónico. 

 

***

 

¡Qué tal bola que se te ha formado!, le dijo Verdurita a Pajoy, mientras le tocaba los bíceps del brazo derecho. Está bien dura. Pajoy sintió que los tres meses en el gym habían valido la pena. Además, sus pajazos habían cobrado notable sustancia, ya que su celular lo tenía poblado de culos femeninos negros, blancos y trigueños, todos con algo de carne; no mucha. Pajoy era fino; detestaba a la mujer con cuerpo de vedette.  

 

***

 

¿No reconoces mi voz?, dijo Verdurita.

No, ¿por qué? ¿Debería?

Verdurita y Pajoy estaban en los vestuarios del Total Gym. No había nadie en el baño pedorro de ese local, salvo esos dos.

Pajoy se había desnudado con total desparpajo. Estaba habituado a calatearse entre hombres. Lo hacía siempre luego de que peloteaba, por ejemplo. Sus veinte centímetros de gampi le granjeaban la confianza necesaria para pasearse por los baños completamente desnudo.

 

***

 

Verdurita le miró la rata a Pajoy. Era lo que más deseaba en el mundo. Era una vaina muerta que colgaba como plomada de albañil. El glande se asemejaba al trompo con el que solía jugar de niño.

Ya no pudo guardar más su secreto.

Soy MisTraca, el que siempre te manda los audios divertidos, dijo Verdurita. MisTraca era el alías que utilizaba este para comentar en el programa de Pajoy.

¿En serio?, dijo Pajoy, gratamente sorprendido.

Sí, soy tu fan.

Gracias, gracias, dijo Pajoy.

Qué grande la tienes, dijo Verdurita, señalándole la pieza. ¿También haces pesas con eso para mantenerla grande? Con el respeto que te mereces, ¿crees que te la puedo tocar un ratito?

Pajoy se asustó. No se esperaba que el pícaro e ingenioso MisTraca fuese cabro.

No, nada que ver, loco. Yo solamente le entro a las mujeres.

Por fa, dijo MisTraca, ya totalmente desarmado, sumido en el rito de la imploración. Ya, volvió a la carga, aunque sea déjame tocarte un segundito la puntita de esa cabezota de gato que tienes.

Pajoy se compadeció de Verdurita. Recordó que, además de ser uno de los personajes que desternillaba de risa al público con sus audios, también le donaba varios cientos de soles a la semana.

Ya, está bien. Tócame. Pero al toque. Rápido. No tolero huevadas, o si no con este puño…, le advirtió Pajoy.

Pero, que se te pare, por fa. Quiero tener en mi mano tu miembro duro y venoso.

¿Qué?, se sorprendió Pajoy. Toca así nomás, le dijo. Apura.

No, la quiero ver dura, dijo Verdurita.

Pajoy sabía que se le ponía dura solamente bailando calato. Calato ya estaba. Entonces, empezó a bailar. Ni bien se mandó con unos cuantos movimientos, Verdurita empezó a jalársela: sí, así, muévete así, Pajoy, no pares, no pares, no pares, sigue, ya termino.

Pajoy, entregado completamente al juego de la danza, sin darse cuenta, realizó un movimiento que provocó que el glande, ya poderoso y compacto, chocase con la cabeza de Verdura, quien cayó al suelo mugriento de ese baño, totalmente inconsciente.

 

***

 

Amigos, empezó el programa Pajoy, ¿alguna vez se han topado con un cabro en los baños del gym? Yo odio a los maricones. A ver, comenten, comenten; los leo.


sábado, 25 de noviembre de 2023

Vera, la camarada. Novela de Daniel Gutiérrez Híjar. Capítulo 09 (Final)

 


El poder es un centauro: mitad coerción, mitad legitimidad.

Antonio Gramsci

 

Nos rectificamos, dijo la periodista Susana Vargas en la transmisión que hacía para el Canal 5. En un primer momento, temerariamente llamamos a la señorita que pereció fatídicamente en la marcha “camarada”. La “camarada Vera” fue el calificativo que le endilgamos en vista de algunas informaciones que nos llegaron a nuestra redacción y a las que, lamentablemente, les otorgamos confiabilidad.

Mientras Susana hablaba, en la esquina superior derecha de la pantalla, aparecía una fotografía risueña de la susodicha Vera.

La señorita Vera, que ese es su verdadero nombre y no un perverso alias; la señorita Vera, repito, es una heroína. Sí, repetimos; la señorita Vera es la heroína que, por reclamar el justo derecho que tenemos todos los peruanos de vivir bajo un gobierno con las manos limpias de sangre y de corrupción, y no el que viene llevando la señora Boluarte, murió a manos de un proyectil disparado por la policía.

Un tipo detrás de la cámara a la que se dirigía Susana hacía unas señas.

Me indican que tenemos las imágenes del casquillo del proyectil que acabó con la vida de esta noble muchacha de…, Susana buscó en sus papeles; no podía creer la cifra que el teleprompter le mostraba. El tipo detrás de cámaras, que podía ser el productor del noticiero, le señalaba enfáticamente a la pantalla negra del prompter. Lee, lee lo que está ahí, parecía decirle. A Susana se le llegó a oír lo que murmuraba: Pero no puede ser tan vieja; tiene que ser más joven. Tras unos eternos segundos de pesquisa en sus apuntes, dio con la edad de la heroína. Era cierto lo que estaba escrito en el teleprompter.

Sí, ejem, ejem, decía que pasaremos el vídeo del hallazgo del casquillo de bala que cegó la vida de nuestra heroína de… cuarenta y nueve años, la mártir Vera, dijo Susana con cierta resignación.

***

Cierto día, una mujer es asesinada de un balazo en la cabeza y es acusada de terrorista. Los medios elogian la actitud del gobierno de Boluarte: Así debe tratarse a los terroristas. Quien a hierro mata, a hierro muere. Ese mismo día, asume la presidencia del Congreso peruano el mejor amigo de Germán Morante en el colegio y en la universidad.

Dos días después, la mujer asesinada de un balazo en la cabeza ya no es terrorista; es una heroína de la democracia, un símbolo de la libertad. Los medios destruyen a Boluarte: Que caiga la presidenta. No puede seguir en Palacio alguien que tiene las manos manchadas con la sangre de una inocente.

Al día siguiente, el mejor amigo de Germán Morante, tanto en el colegio cuanto en la universidad, es nombrado, en céleres elecciones congresales, presidente de la República del Perú. Los medios celebran la caída de Boluarte y aplauden con esperanzas al nuevo mandatario.

***

Oye, dijo la señora de Morante. Oye, mocoso, adónde vas.

No soy mocoso, mamá, le respondió Jack. Tengo cuarenta años. No me trates como a un niño. Voy a salir y punto.

¿No vas a ir a la juramentación del amigo de tu papá?, inquirió, escandalizada, la señora.

No, mamá, yo tengo mi propia vida. Tengo MIS propios amigos, dijo Jack condescendientemente, a punto de cruzar la puerta a la calle.

Óyeme, alzó la voz la señora de Morante.

¡Qué, mamá!, suspiró Jack.

La señora se acercó a su hijo y le extendió unos billetes. Diviértete, dijo, una sonrisa de madre abnegada inundándole el rostro. Pero cuídate siempre.

Gracias, mamá, dijo Jack, mansito, los ojos absortos por el monto regalado.

Cuando estuvo a una nada de cerrar la puerta, alcanzó a decirle la señora de Morante: La chica esa que murió en la marcha se parecía bastante a la horrorosa con la que salías, ¿no? ¿O me equivoco?

 Te equivocas, mamá, dijo Jack y desapareció.


Vera, la camarada. Novela de Daniel Gutiérrez Híjar. Capítulo 08

 


Si algo te estorba, lo eliminas. Si no puedes eliminarlo te jodiste. Así de simple. ¿O jodes o te joden? Yo siempre opté por lo primero. ¿Entendiste?

Daniel Gutiérrez Híjar – “Mote”

 

¡Me muerden tus perros, me muerden tus perros, vieja de mierda!, gritaba Vera.

Oiga, señora, mire lo que sus perros le están haciendo a mi mujer, dijo Jack, señalando el alboroto que dos schnauzers armaban en torno a las piernas de su chica.

¡Canela, Menta! ¡Qué les pasa! ¡Tranquilas, chicas, tranquilas!, intentaba calmar a las bestias la provecta dueña, una señora que podía tener entre setenta y ochenta años. La voz se le había hecho como de niña, aunque algo quebrada en las hendiduras tonales.

¡Vieja cojuda, con esa voz de puta no te van a hacer caso; sácamelas!, profería Vera, lanzándoles erradas patadas a los canes quienes, completamente desbocados, esquivaban los puntazos de las negras botas de la agredida.  

Mentita, Canelita, amores míos, ¿qué les pasa?, decía la abuela con sorpresa y tristeza, sentimiento este último que le nacía al constatar que, por primera vez en el tiempo que tenía a esas perritas, era completamente desobedecida.

¡Au, carajo!, aulló Vera. ¡Estas mierdas me han arrancado la piel! ¡Ayúdame, Jack, carajo! Nunca me dijiste que estos perros me iban a tragar.

Oiga, vieja de mierda, mire, mi novia está sangrando. Ahorita mismo le meto una denuncia. Ya se cagó, le dijo Jack a la dueña de los canes, quien, la cabeza sumida en las manos y sollozando, había dejado de calmar a sus mascotas. Jack, muy cerca de uno de sus oídos, continuaba increpándole: Si no te caes con un buen billete, ahorita mismo te denunciamos.

Más allá, Vera había empezado a correr, dejando un rastro de sangre que alocaba a los schnauzers.

***

Ayer, un grupo de seguidores de Keiko Fujimori linchó a nuestro querido profesor Jaime. La policía ha declarado que va a investigar los hechos, pero nosotros dudamos seriamente de que esa policía corrupta y alcahueta de Dina Boluarte y su compinche Keiko vayan a dar con los responsables de este execrable acto. ¡La prensa independiente del Perú pide justicia para Jaime! ¡Libertad de expresión para la izquierda valiente del Perú! ¡Viva el Partido Comunista del Perú!, estalló Aníbal Stacio en una seguidilla de gritos.

Stacio era un joven de treinta años. Había tentado, en innumerables ocasiones, ocupar una plaza de estudios en la universidad San Marcos para cursar la carrera de Filosofía. Sin embargo, las matemáticas le negaron dicho sueño. La trigonometría, la geometría y el álgebra le pusieron un sinfín de zancadillas en los exámenes de admisión a la universidad. No necesito de una universidad de mierda para ser un filósofo, concluyó para su sayo antes de ponerle fin a sus repetidos intentos de convertirse en universitario.

Dina, tus días están contados, continuó Stacio. Ya se están congregando en la ciudad las diversas sangres que componen el torrente sanguíneo de este convulso, pero generoso país, para sacarte a patadas de Palacio y reponer allí a nuestro querido profesor Castillo. Stacio se excitaba hablando “en difícil”. Terminaba con el calzoncillo mojado. Y ahora que nuestro otro amado y venerado profesor Jaime acaba de morir a manos de tus esbirros, Dina asesina, tenemos una razón todavía mayor para verte defenestrada y humillada. Miró a quien estaba detrás de la cámara que transmitía sus piromaníacas declaraciones.

Me dicen que tengo ya solo segundos. Me despido, entonces. Ya sabes, Dina, este sábado se acaba tu circo romano barato, finalizó Stacio.

Listo, fuera de cámaras, anunció el tipo al que Stacio había mirado antes de despedirse.

¿Cuánto hicimos, Jarita?, dijo Aníbal, limpiándose el sudor de la frente con un pedazo de papel toalla.

Seiscientos quince, dijo el aludido.

¿Soles?, se alertó Stacio. Mierda, qué bien, porque necesito pagar mi cuarto; si no, me botan. Hasta mañana me dio de plazo la dueña.

No, seiscientas quince vistas.

Pero yo no estoy hablando de esa huevada. Yo estoy hablando de los yapes, de las donaciones; plata, querido, plata, aclaró Aníbal. Necesito plata. La vieja puta de mi cuarto me va a botar si no le doy al menos algo. Stacio le miró los bolsillos a Jarita.

No tengo nada, Aníbal, hace dos meses que no cobro en mi chamba. Mi jefe también me está paseando. Y este canal… Ya ves que no da nada. Tenemos mucha gente que nos ve, eso sí; pero misios. No hay comunista rico. Los comunistas ricos se hacen llamar socialistas y usan al comunista pobre para llegar al poder, dijo Jarita.

Putamadre, se lamentó Stacio. ¿Y si me vuelvo capitalista?

El canal del Profe Coquero hace entre cien a doscientos soles diarios en donaciones, apuntó Jarita. El mencionado Profe era un activista del liberalismo más extremo. Su canal gozaba de tremenda popularidad entre los peruanos emprendedores. Ella (la pingüe popularidad) lo había seducido para crear un partido político que, dentro de tres años, le permitiese acomodar las nalgas en el sillón de Pizarro. Pero lo ven seis mil en promedio. En sus mejores días, cuando alcanza el top de su brutalidad, se hace diez mil y, consecuentemente, las donaciones suben, anotó Jarita, mientras Stacio se colocaba el viejo saco que le había birlado a su anciana madre. Era un saco que compendiaba toda la moda de la década de 1970. Esa prenda lo hacía sentirse una mujer fatal e intelectual. Para que nos caiga plata al canal, continuando con el rollo comunista, hay que elevar la audiencia y esperar a que entren y se enganchen varios socialistas.

Ya sé; no digas obviedades, dijo secamente Stacio, que, cuando sentía el hincón de la pobreza (cosa muy frecuente en su vida), solía perder los papeles con una facilidad sobrecogedora. La pregunta que debieras contestar inmediatamente, en tu calidad de productor, es: ¿cómo hacemos para elevar el nivel de audiencia y nos vean los socialistas?

Montesinos, mencionó Jarita. Montesinos, Vladimiro Montesinos, había sido el retrechero asesor del presidente Fujimori durante sus poco más de diez años de gobierno que, entre muchas otras perlas, había popularizado el método de crear grandes (aunque huecas) noticias para ocultar sus marrullerías políticas.  

¿Cómo?, dijo Stacio, sin entender la alusión. Sus pensamientos más inmediatos estaban en lo que le inventaría a su casera para dormir una noche más en su diminuto cuarto.

Creemos un psicosocial a lo Montesinos, los ojos de Jarita brillaban como carbunclos.

¿Se puede hacer eso?, dudó Stacio, algo más interesado en la propuesta.

Por supuesto que sí. Es más, tengo una gran idea. Solo tengo que hablar con el huevón de Anca para concretarla.

Más te vale, bufó Stacio, porque ya me cansé de hacer programas y no recibir un sol partido por la mitad.

Tranquilo, vas a ver que luego de la marcha, nuestro canal superará las diez mil vistas. Mientras tanto, toma estos diez soles, entregó Jarita.

Crees que vivo del aire, ¿no, huevón?, dijo Aníbal. Debo de ser el único periodista que cobra diez soles a la semana. Me doy pena yo mismo, carajo. Adiós.

***

¿O sea que funcionó esta huevada?

Funcionó demasiado bien, dijo Jack, afinando su guitarra. Lo malo fue que todo lo que le sacamos a la vieja tuvimos que gastarlo en curarle las heridas a mi flaca.

Esa flaquita tuya, compare

¿Qué? ¿Por qué lo dices en ese tonito?, dijo Jack, dejando la guitarra a un lado. ¿Tú también te vas a poner en el mismo plan cagón de mi vieja?

No, loco, tranquilo, nada que ver. No hay ningún tonito. Quizá me estás malinterpretando. Lo que quise, eh, eh, eh, resaltar, esa es la palabra, resaltar, es que tu flaquita siempre te hace caso en todo. Solo quería decir eso.

Claro, pe, huevón, a quién más le va a hacer caso si no es a su marido, espetó Jack.

Bueno, no es normal. O sea, mi flaca, por ejemplo, me apoya en ciertas cosas, pero no me hace caso en todo lo que le digo. Más bien, ya quisiera que mi flaca fuera como la tuya, loco.

Pero ¿por qué dices que me hace caso en todo?, dijo Jack, más calmado, volviendo al ajuste de las clavijas de su instrumento musical.

¿Te parece poco que, solo porque tú se lo pediste, se haya puesto a vender los juguetes coleccionables de su hermano? ¿O que se haya bañado con las hormonas que te di para que los perros de la vieja esa la muerdan y puedan sacarle plata? Eso por mencionarte solo un par de casos.

Me ama, pues, huevón, resolvió Jack.

¿Y tú a ella?

Jack no sostuvo la mirada de su interlocutor. Más bien, concentró su atención en probar el sonido de las dos primeras cuerdas de su guitarra.

¿Y por qué estás con ella, entonces?

Un par de sonidos gruesos y sostenidos fueron la respuesta.

¿Vas a llevarla a la marcha del sábado? Porque me he dado cuenta de que es bien metida en estos temas sociales. Es filocomunista, ¿no?

No tanto así. No le gustan algunas huevadas injustas. Pero, sí, es bien temperamental. Si algo no le gusta, te lo dice. Y si no le haces caso, toma cartas en el asunto. Ella no se guarda nada, dijo Jack y, satisfecho con el sonido de las dos cuerdas, puso la guitarra a un lado.

Pero ¿vas a llevarla a la marcha?

No sé. Yo no tengo pensado ir. No he logrado convencer a nadie de que vaya. Le dije a mi flaca que lleve a sus alumnos, que los involucre, pero creo que todos son unos pitucos de mierda, dijo Jack.

Tú también eres pituco. No te hagas.

¿Cuál pituco, huevón? Mis viejos tienen plata; yo no. Específicamente, el cagón de mi viejo es el de la plata. Desde que me dedico a la música, me han cerrado el caño, explicó Jack. Así que no soy ningún pituco. Ya quisiera yo.

Entonces, ¿no vas?

No, pues, para qué voy a ir si no voy a sacar nada. No soy tan huevón para estar achicharrándome en plena calle, dijo Jack, desganado.

Loco, tú ve; ve, pero… con tu hembrita, y te pago. Te va a caer un buen dinero. Te lo prometo.

¿Y para qué quieres que vaya con mi hembrita?, sospechó Jack.

Unos segundos de silencio. Una respuesta que se estaba elaborando con tiento.

Porque me prometieron mil soles por dos personas que lleve. ¿Vas?

Los ojos de Jack aún no podían desmarcarse del asombro despertado por la cifra que se acababa de lanzar.

Ahí estaremos, fue su devolución.


viernes, 24 de noviembre de 2023

Me engrosaron la gampi y pagué - Cuento de Daniel Gutiérrez Híjar, desarrollado en su Taller de Redacción Brutality

 


José Martínez tenía cuarenta años y todavía no sabía lo que era una mujer; o sea, nunca había probado una concha. Se había pajeado muchas veces en el baño, en su dormitorio y en el cuarto de sus padres (porque, sí, aún vivía con sus dignos y ancianos padres) pensando en las tantas chicas que había conocido y, por supuesto, le habían gustado, pero a las que jamás pudo abordar para los fines sexuales que perseguía.

 

***

 

Durante un tiempo, Jorge se dedicó a grabar potos femeninos blancos en el Metropolitano. Estos vídeos los subía a una cuenta que se creó en la página pornográfica Tres Equis Vídeos. Sus filmaciones tuvieron gran acogida entre el público morboso que frecuentaba dicha página. Sin embargo, renunció a continuar con la grabación de las partes nobles de las incautas pasajeras del Metropolitano porque estuvo a punto de ser descubierto por la policía. Afortunadamente para Jorge, los vídeos que llegó a colgar le dejaron unas ganancias nada desdeñables.

Con el dinerito recaudado, acudió a una sexshop en el Jirón de la Unión, un lugar en el que, según el discreto anuncio que ostentaba en las afueras, se le prometía el alargamiento y engrosamiento del miembro.

  

***

 

Su pene me da risa, señor; nunca vi uno tan… micróscopico, dijo el vendedor de la sexshop, sin contener la risa.

Por favor, tengo un buen dinero, haga lo posible para alargarme la pieza. Esta mierdita que tengo aquí me ha truncado todas las posibilidades de sexo que he tenido a mis cuarenta años, dijo Jorge. Necesito de su ayuda. No se ría, por favor.

¿Cuánto tiene?

¿Tres mil soles estarán bien?, dijo Jorge.

Veré qué puedo hacer, estimado, dijo el vendedor.

 

***

 

Cierta noche, Jorge se citó con María, una amiga de los tiempos del colegio; rubia, bien despachada y totalmente amena. María sentía cosas por Jorge, pero este jamás pudo concretar sus avances. Ahora, en esa mesa del bar Queirolo, el asunto pintaba distinto, pues Jorge tenía ya entre las piernas una pinga de proporciones elefantiásicas. Esto le reforzó el carácter y la seguridad personales como nunca en su vida. Estaba decidido a inaugurar su flamante miembro dentro del cuerpo del amor platónico de su adolescencia: María.

 

  ***

 

Siempre me gustaste, Jorgito. No entendía muy bien por qué te alejabas de mí, le dijo María luego del primer beso. En el trabajo, a María la conocían como La Caballota.

Era muy tímido, se excusó Jorge, y se pegó a ella de tal manera que le hizo sentir el bultazo.

María, que tenía un recorrido sexual no menor, entendió la indirecta y se imaginó, con deleite y gozo, el tipo de criatura que se escondía en esos pantalones caqui.

 

***

 

El dinero se le había ido en el costo de la cena y los tragos de El Queirolo. Plata para el hotel, ya no había. Y eso era lo que necesitaba Jorge en esos precisos momentos: un hotel, un lugar donde estrenar su nueva y mejorada bestia.

¿Por qué no nos vamos a otro lugar?, dijo María, tras morderle los labios con delectación, dejándole hilos de saliva que él tragaba como si se tratase del más delicioso de los néctares.

Decidió ser completamente honesto: Me he quedado sin plata, María. ¿Puedes ponerte el telo, por favor?, se atrevió a proponerle.

María, que también era conocida como la Chuchumeca Incorregible, aceptó de sumo buen grado. Se moría por ver, sin que interfiriese ningún pedazo de tela, la criatura que palpitaba detrás del pantalón caqui de Jorge.

 

***

 

¡Aaaaajjj! ¡Qué es esto!, gritó María, luego de haberle propinado a Jorge uno de los mejores sentones de su repertorio amatorio. Las ancas de esa mujer eran capaces de romper una sandía de cinco kilos con una buena y contundente sentada.

Jorge no podía responder; aullaba de dolor. La gampi se le había reventado y todo el aceite de avión con el que se la habían inflado se desparramaba por las sábanas percudidas de ese hotel de veinte soles en la avenida Uruguay.

María miró con asco el desastre que circundaba al buen Jorge, que no paraba de gritar por el tormento de la pinga destruida. Ella, como pudo, se limpió el aceite de avión que le salpicó las nalgas con una de las almohadas de la cama. Se vistió de prisa y desapareció.

Nadie en el hotel oyó los gritos de Jorge que, poco a poco, iban menguando. Todos estaban ocupados tirando como locos.

Jorge, derrotado, sin nepe (antes, al menos tenía algo microscópico), cogió una de las glándulas que se le habían destejido del sistema urinario y, efectuando un nudo gordiano alrededor de su cuello, se ahorcó. Antes de exhalar el último suspiro, pensó: Ya está, me voy a la mierda.


martes, 21 de noviembre de 2023

Vera, la camarada. Novela de Daniel Gutiérrez Híjar. Capítulo 07

 



¿Puede el capitalismo sobrevivir?

No, no creo que pueda.

Joseph Schumpeter

 

Tu comunismo es un sueño.

Hizo una pausa que propició que sus palabras calaran en las mentes de cada uno de los presentes.

Y el capitalismo también, remató. ¿Sabes lo que es un sueño? ¿Una utopía? ¿Lo saben ustedes?

De pronto, la multitud se fijó en el fino cuero de los zapatos de Germán, en el coqueto reloj de platino que vibraba en una de sus muñecas.

A ver, a ver; si quiere polemizar, debe presentarse, caballero, dijo Jaime, algo impactado por la blancura de la piel de Germán, por la ropa reluciente, los zapatos caros, el bendito reloj ese que parecía hablar por sí mismo. No era uno de sus típicos habitúes.

Adán, mintió Germán. Adán Martín.

¿Va a polemizar, señor Adán?

¿Qué es el comunismo, Jaime?, retrucó el interrogado.

El comunismo, camarada, es el sistema en el que los medios de producción son manejados por el pueblo, dijo Jaime.

¿Qué hay de las clases sociales?, dijo Germán.

No hay clases en el comunismo. En su fase final, el Estado y las clases sociales desaparecen, sentenció Jaime.

Y qué hermoso sería vivir en una sociedad así, ¿verdad?, dijo Germán.

¿Tan rápido lo convencí?, pensó Jaime, complacido.

Sería hermoso y será hermoso cuando se inicie la revolución que nos llevará a ese estado, pontificó Jaime.  

El único obstáculo, déjame decirte, Jaime, para que ello suceda es que el comunismo no ha tomado en cuenta el factor “ser humano”, dijo Germán.

¿A qué se refiere, camarada?, dijo Jaime.

A lo que sí consideró el maestro de toda tu teoría, el gran Aristóteles, cuando dijo que las pasiones pervierten a los hombres.

Los circunstantes se revolvieron en murmullos.

Así es, señores, todo lo que el hombre imagina puede ser perfecto en tanto permanezca como un ideal. Los imperfectos, los codiciosos, los ociosos, los tramposos, somos nosotros. Entonces…

La pausa necesaria para mantener enganchado al auditorio.

…¿cómo podemos pretender que el comunismo y el capitalismo sean reales?

A ver, camarada, intervino Jaime.

No, no, Jaime, primero déjame exponer y luego me refutas, ¿está bien? Mira que estoy en tu terreno. Soy visitante y el visitante merece la oportunidad de hablar primero, dijo Germán con tal seriedad que los seguidores de Jaime enmudecieron respetuosamente. El tipo había mencionado a Aristóteles. Algo debía de saber. Parece que no es cualquier huevón, pensó alguno.

Pondré un ejemplo que nos es familiar a todos aquí, continuó Germán. Todos hemos ido a la escuela, ¿cierto?

El público asintió. Jaime escuchaba con la mano en el mentón; la mirada achinada, clavada en el suelo.

 Bien. El ideal de escuela es un profesor y sus alumnos. Lo que se espera de la interacción de profesores y estudiantes es la educación, la superación y cultura de los alumnos. ¿O estoy equivocado?

Ve al punto, huevón, gritó un cholo. Jaime pidió calma: Sin insultar.

El punto, retomó Germán, señalando al cholo que se le quería sublevar, está en que el ideal de la escuela es que todos los alumnos sepan los mismos temas al mismo nivel. Pero, les pregunto, ¿pasa eso?

Los murmullos eran rebasados por uno que otro Cristo ya viene, carajo, arrepiéntanse, mierdas que venía de los otros grupos.

No ocurre nada de eso, señores. Pasa que siempre existirán, y a ustedes les constará, el flojo, el astuto, el inteligente, el vago, y así. ¿Aprenden todos al final del curso? Por supuesto que no. Unos habrán aprendido más que otros; y otros, nada. ¿Por qué pasa eso? Porque el ser humano es libre y diferente por naturaleza. Habrá siempre gente responsable y gente que no. A algunos les agradará el sistema y a otros no; algunos se acomodarán al sistema y otros tratarán de petardearlo. Entonces, Jaimito, dijo German con cierto retintín de burla, ¿cómo pretendes que exista tu sistema comunista? ¿Crees que todos los seres humanos quieren vivir en comunión? ¿Cómo vas a hacer para que la naturaleza humana, que ha sido siempre egoísta e indomable, cambie para convertirse en mansa y santa criatura que comparte todo lo que tiene con sus pares?

Oiga, usted no está mencionando ningún pensamiento filosófico. Usted está hablando desde sus experiencias, y las experiencias no son admisibles en el debate filosófico, protestó Jaime.

Los presentes empezaron a pifiar la participación de Germán. Este los miró con una seriedad asesina. Dio una vuelta sobre su eje para clavarle los ojos a cada uno de los pobretones que chiflaba como mono. Las clavadas surtieron efecto. El silencio se había restaurado.

Me sorprende, Jaimito, que no reconozcas al filósofo que ha dicho todo lo que estoy diciéndoles ahora. Les presento a Baruch Spinoza. Él dijo esto, allá por el siglo diecisiete, para los que quieran investigar: “Las pasiones rigen al hombre por encima de su intelecto”. Por eso, él ya decía desde esos tiempos que el hombre debe ser gobernado lo menos posible y ser dominado también por la menor cantidad de gente posible. De lo contrario, siempre tendrás descontentos. Te repito: ¿Cómo pretendes que todos sean comunistas?

Jaime dio unos pasos alrededor de su sitio y dijo: Pero ¿acaso el capitalismo es la respuesta?

El capitalismo, como tal, tampoco existe, dijo Germán. El capitalismo se basa en el “dejar hacer” de Adam Smith. Cada individuo en la sociedad crece según sus propios intereses egoístas. Y a través de ese “egoísmo”, “apoya” a sus semejantes sin que tenga que venderse como un mesías o un monje caritativo.

¡Qué explique esa huevada!, prorrumpió un cholo.

Un tipo quiere tirarse a una puta -ojo, en un estado comunista, según los propios comunistas, no habrá putas ni trago ni homosexuales; están advertidos-. Decía que un tipo quiere estar con una puta. ¿Qué hace? En la consecución de su deseo egoísta, le comprará condones al dueño de una farmacia, contratará los servicios de un taxista que lo lleve a un hotel, le pagará al dueño de ese hotel por una buena habitación, y así. La cadena económica y el bienestar colectivo se mueven a partir de un solo impulso egoísta. Y nadie le ha dicho a ese individuo que tiene que hacerse cargo de los “medios de producción” ni que tiene que compartir su plata con el prójimo ni ninguna de esas tonterías. Todo el proceso ha sido libre. Ese es el capitalismo ideal, pero…

Una pausa, que era evaluada atentamente por el auditorio, allanó el terreno para el colofón del contrincante de Jaime.

…ese capitalismo ideal también se trastorna por la avaricia del ser humano, por su natural codicia, por su natural ser, porque, y otra vez menciono a Spinoza, la naturaleza del hombre es imposible de ser cambiada; el hombre es un animal que ama la libertad y el riesgo. Entonces, otra vez, Jaime, ¿cómo puede tener acogida el comunismo en una sociedad compuesta por seres humanos? ¿Habrá escuadrones de la muerte que se encarguen de eliminar a todo aquel que simplemente no quiera ser parte de tu sistema?

Jaime, aludido, abrió la boca para intervenir.

Ya termino, lo calló Germán con un dedo levantado. Para no quedarme en Spinoza. Te doy a otro pensador: John Stuart Mill.

Germán le echó una mirada a su alrededor. Los cholos habían enmudecido. Aristóteles, Spinoza y, ahora, Stuart Mill. No, este blanquito sí que sabe de lo que habla.

“El valor de un Estado es el valor de los individuos que lo componen”. Y un mundo lleno de egoístas jamás llegará a ser comunista.

¿Y, entonces, qué propone usted?, dijo Jaime.

Propongo que se ponga a trabajar, señor Jaime. Si usted quiere dejar de envidiarle sus cosas al resto, trabaje, ahorre, y disfrute de la vida, dijo Germán, y los cholos acribillaron el aire con chiflidos.

Propongo, también, continuo Germán, levantando algo más la voz, sin prestar oídos a los silbidos de los circunstantes levantiscos,  que el ser humano siga buscándose en función de sus egoísmos. En el Perú, no existe el capitalismo ideal, pero lo que se vive es lo más cercano a la libertad que el ser humano, que el peruanito de a pie, puede conseguir.

Los abucheos se habían extinguido.

En conclusión, los sistemas capitalistas y comunistas son buenos en teoría. Preguntarnos qué sistema es bueno es inútil. Ambos sistemas son buenos. La diferencia es que para que se consiga el comunismo, el ser humano tiene que ser un tipo angelical, puro, sin ambiciones, sin deseos propios. Una abeja no podría ser comunista porque hasta ellas tienen rangos y jerarquías que dominan al común. En cambio, el capitalismo puede funcionar con el ser humano tal cual es. Solo haría falta que le baje a sus codicias para que no se vuelva mercantilista o un explotador de mierda. Por lo demás, ese capitalismo, aunque imperfecto, es el sistema que más libertad le brinda al hombre. Germán se abrió el saco y extrajo un fajo de billetes de uno de sus bolsillos. Y, para terminar, mi prueba final, anunció.

Oiga, pero yo no le he rebatido aún. Falta que le dé mi contraargumento; la antítesis de su tesis, reclamó Jaime.  

Guarda tu plata, oye, pituquito, dijeron unos cuantos cholos.

No he terminado, Jaime. Cuando termine, quiero que rebatas a los mismos hechos, a lo que va a pasar delante de tus narices; ya no a todo lo que te he dicho, porque, bueno, estoy seguro de que te ha parecido una buena mierda capitalista de la ultraderecha, dijo Germán.

Los billetes del fajo fueron desmenuzados lentamente y contados en voz alta.

Mil dólares que provienen, no del capitalismo, sino del mercantilismo más feroz. Un mercantilismo cuyo concepto usted y sus seguidores odian parejo, pero cuyos productos estoy seguro de que adoran. A las pruebas nos remitiremos, concluyó Germán, y fue distribuyendo los diez billetes de cien dólares sobre cada una de las fotocopias que Jaime vendía para subsistir.

A partir de este momento, cada uno de esos billetes ha dejado de pertenecerme. Pero siguen siendo producto del mercantilismo. Te vas a dar cuenta, Jaime, de si, a pesar de saber eso, tus seguidores se apropian de ellos. Los hechos dirán si todos ustedes son consecuentes con lo que hablan o, mejor dicho, con lo que escuchan repetir una y otra vez sin haber analizado una sílaba, dijo Germán. Bueno, me retiro. Yo ya sé cuál será el resultado de este experimento. Y lo sé porque el Homo Sapiens no ha cambiado un gramo durante los doscientos mil años que lleva peregrinando en este mundo. Y no cambiará. No cambiará así el mundo se vuelva comunista o capitalista. El hombre siempre querrá su propia libertad.

Con prisa, perforó el círculo que lo rodeaba y desapareció. Pocos lo vieron salir, la mayoría tenía la vista clavada en el billete de cien dólares que le quedaba más cerca.

Bien, camaradas, olvidemos a ese loquito y pasemos a nuestros asuntos, dijo Jaime. Enseguida, luego de haber dado un par de pasos, se acuclilló ante el billete que tenía ante sí. Lo tomó y lo guardó en su bolsillo.

Cien dólares, para cada uno de esos cholos y negros pobres, era un mes de comida, era la deuda de dos meses del agua, la luz y el gas, era un respiro en medio de tanta sequía.

Doscientos dólares significaban un mes de cerveza y baile; un mes de terapia callejera al son de los boleros maroqueros, con caricias últimas a cargo de una exquisita venezolana normalmente descartada por la acostumbrada anemia de monedas de un pantalón viejo y polvoriento.

Trescientos dólares. Todos los deseos que podían satisfacerse con esa riquísima cantidad de billetes verdes nunca vistos así, tan de cerca, tan verdes, tan gringos, tan capitalismo Nike, Apple, carro de futbolista que se pudre en plata, juerga de narcos en un yate con mujeres desnudas y harta coca volando al viento y a las ñatas.

 Cuatrocientos, quinientos, seiscientos dólares que podrían pagar meses de víveres en la casa de esteras, ollas de choclos, galones de leche, comprando como rico en Tottus, dejando de hacer caldos de huesos y patas de pollo para por fin conocer el sabor de un buen pedazo de lomo.

Setecientos, ochocientos cocos que servirían para reemplazar el silo por un wáter y cagar como lo hacen los capitalistas cuyas gollerías admiramos en secreto, pero detestamos en público, en plazas, en calles rumbo al congreso o a palacio para tomarlo en nombre de no sabemos qué.

Novecientos, mil dólares que el pendejo de Jaime se acaba de embolsicar en nombre de la decencia del comunismo y en contra de la porquería del capitalismo, sí, camaradas, porquería por su acepción de puerco. Los capitalistas son eso; puercos malditos que adoran al dinero en desmedro de la colectividad que es la verdadera mano de obra que produce las riquezas que ellos se tiran en fiestas, en lujos, en derroches, en drogas. El capitalismo es droga, camaradas, dice Jaime, asegurando los billetes en su bolsillo, metiéndolos bien al fondo, recogiendo sus folletos de mierda, ya me voy yendo, camaradas, nos estamos viendo mañana, apurado por largarse, por gastar esos cocos que son del pueblo, carajo, agárrenlo, ahí metió los billetes, en ese bolsillo, chápenlo que se escapa.

Decenas de manos que cogieron a Jaimito y lo envolvieron en una vorágine de sacudidas y jaloneadas; manos que se hicieron de los billetes mercantilistas y huyeron en pos de la consecución de sus tan postergados anhelos.

Jaime quedó inconsciente sobre el asfalto. Alrededor de él, sus panfletos formaban una especie de críptica corona mortuoria. El título de uno de ellos anunciaba: El capitalismo ha muerto.