jueves, 11 de junio de 2020

Un País Feliz. Una Presidente Transexual en el Perú - Capítulo 5 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

Sé curioso, no prejuicioso…

 

Walt Whitman

 

La voz de John Chávarri se escuchó por todo el salón: ¡Profe, se han hecho la caca!

El maestro oyó la queja, pero continuó escribiendo en la pizarra. El polvillo de la tiza blanca se acumulaba en las mangas de su camisa azul y en los recovecos de sus pulmones. Federico Soto llevaba diez años enseñando matemáticas en el Baden Powell, un colegio particular en Los Olivos, y lo que había aprendido en ese tiempo era que la generación estudiantil de hoy siempre es mucho más salvaje que la anterior. 

Profe, insistió Chávarri, se han cagado. Huele a mierda.

Federico le puso punto final al párrafo de tres líneas que ocupaba el largo superior de la pizarra. Ese es el problema, chicos. Tienen un minuto para copiarlo y cinco para obtener la respuesta. El que salga a la pizarra y lo resuelva correctamente tiene dos puntos extra en el examen final.

Dejó la tiza sobre la mesa y se acercó a la carpeta de Chávarri.

Profe, se han cagado al fondo, pe. Haga algo. Así no se puede estudiar.

Federico miró hacia la esquina que le señalaba Chávarri. Medio escondido por las cabezas de sus compañeros, Renato Soldevilla se limpiaba el culo con unas hojas cuadriculadas.

 Tiraba los trozos usados hacia la otra esquina del aula. Federico cogió la regla de Chávarri y fue hacia Soldevilla.

¿Se puede saber qué está haciendo?, interpeló el maestro. El olor era insoportable. No era un excremento seco y consistente el que había salido del culo de Soldevilla, sino uno pastoso, churretoso.

Puta, profe; usted no me dio permiso para ir al ñoba. Y, ya ve, tengo la barriga hecha mierda. Me cagó el ceviche que comí anoche.

Un murmullo de risas sofocadas esperaba el desenlace de la escena. Todo el mundo sabía que el profesor de matemáticas, Federico Soto, caería esa tarde. Soldevilla lo había jurado. Nadie sabía por qué. Soldevilla mantenía el motivo en total secreto. Y todos sabían que, cuando él prometía algo, lo cumplía.

Levántese, por favor. Súbase el pantalón y vaya a la dirección, dijo Soto.

Espere, pe, profe. Todavía tengo caca en el culo. Y estos papeles me raspan toda la piel. Soldevilla había arrancado otra hoja de su cuaderno. La arrugaba todo lo que podía para ablandar su textura. Termino y voy a la dirección.

Soto tenía a Soldevilla agachado, a su merced. Era el momento oportuno para zamparle la merecida patada en la cabeza. El joven que se había convertido en su pesadilla desde hacía dos años caería sobre su propia mierda y terminaría embarrado en ella. ¿Pero qué lograría con eso?    

***

Gustavo iba a mi lado. No me importó sentarme junto al cabro de la clase. Fuimos el blanco de las burlas del resto de nuestros compañeros. El bus en el que viajábamos nos regresaba a Lima luego de una mañana-tarde en un club de Chosica. Era un viaje de dos horas. Los jodidos del salón se aburrieron de chiflarnos y se dedicaron a follar en los asientos posteriores del bus con las chicas más pendejas de la clase. Gustavo y yo, más tranquilos, empezamos a conversar. Era la primera de tantas conversaciones que sostendría con él.

Yo: ¿En serio te gustan los hombres?

Gustavo: Claro, pues. ¿Crees que soy así porque sí?

Yo: No entiendo cómo no te pueden gustar las mujeres.

Gustavo: No me gustan, pues. ¿A ti te gustan?

Yo: Claro, claro que me gustan.

Gustavo: A ver, dime quién te gusta.

Yo: Pero no le dices a nadie.

Gustavo: Ay, a quién le voy a decir. Nadie me habla en este salón. Apenas tú. Es más, estoy pensando cambiarme a otro colegio el próximo año.

Yo: ¿Adónde?

Gustavo: No sé. Creo que, en general, voy a dejar esto de los colegios. Me aburren. No es lo mío. Yo quiero hacer lo que me gusta.

Yo: ¿Y qué te gusta?

Gustavo: Ay, no sé, Cerebrito. Muchas cosas.

Yo: ¿Tú también me vas a decir así?

Gustavo: Así te dicen todos en el cole, ¿no? Tú eres el más inteligente entre todos; el consentido de los profesores. La vez pasada la directora te sacó en medio de la formación para que todos aplaudamos que eras el alumno con las más altas notas de la historia.

Yo: Sí, pero a ti te dicen “cabro”, y yo no te llamo así.

Gustavo: Sí, tienes razón… ¿No te gusta que te digan Cerebrito?

Yo: ¿A ti te gusta que te digan “cabro”?

Gustavo: A mí me da igual.

Al fondo, se oían gemidos. También las risas de aquellos palomillas que, por feos, no habían logrado insertar sus gampis en las panochas de las chicas más perras del salón. No les quedó otra que burlarse del lunar con pelos en el poto de John Chávarri, uno de los alumnos más cacheros y guapos del aula. Natural de Iquitos, Chávarri era más caliente que una tetera hirviendo.

Yo: A mí me gusta Paola.

Gustavo: ¿La Fresita?

Yo: Sí, ella. Pero no le digas a nadie, ah.

A Paola le decían la Fresita por las múltiples pecas de su cara.

Gustavo: ¿Qué te gusta de ella?

Yo: Te lo digo en la oreja.

Gustavo acercó su oído a mi boca. Sus tetas, le dije. Paola era, de lejos, la chica más tetona del colegio. Lo que lamentaban los pirañitas del salón era que ella no fuese igual de puta que muchas de sus compañeras. Paola era una alumna aplicada, la mejor en Matemáticas, Historia, Lengua, Literatura y Física.

Gustavo: Cerebrito, habías sido un mañoso.

Sí, lo era. Me gustaban las tetas desde pequeño. Dios me bendijo con esa fijación. Me atreví a pedirle un consejo de conquista: siendo él homosexual, tendría una noción de cómo sienten las mujeres.

¿Qué te puedo decir? Solo que te mandes. A las chicas les gusta la sinceridad. Si ella te ha dado sajiro, entonces te acepta si te mandas. Pero mándate con palabras sinceras, dijo Gustavo.

Era un consejo lógico: si quieres algo, atrévete a conseguirlo.

Yo: ¿Has tenido… pareja?

Gustavo: Sí.

Yo: O sea, ¿pareja mujer?

Gustavo: No, ya te dije que no me gustan las mujeres. Más antes he estado con dos chicos y ahorita estoy como que empezando a salir con un chico de mi barrio.

Gustavo vivía a algunas cuadras de mi casa. Yo vivía en un barrio más o menos pudiente; él, en un vecindario matonesco, donde la mayoría de las casas lucía, en el mejor de los casos, fachadas de ladrillos sin tarrajeo ni pintura y, en el peor, paredes de esteras. Me imaginé al chico con el que empezaba a salir: trigueño como yo, feo, el pelo negro, la nariz torcida, chuzos en los brazos; un pandillero, en resumen, de esos que habían empezado a sembrar el terror en Los Olivos.

Yo: ¿Ya están o todavía?

Gustavo: Te estoy diciendo que estamos “como que” empezando a salir.

Ah, ya, dije, sin entender muy bien lo que quería decir Gustavo. Él notó mi duda. O sea, nos hemos dado besitos y eso, pero nada más, agregó. Quedé impactado. A esa edad, me era muy difícil imaginarme a dos hombres besándose. Gustavo, perceptivo como él solo, volvió a notar mi desconcierto. Nunca has visto a dos hombres besarse, ¿no? Pues, no. Era 1995 y yo aún seguía casto. Ni siquiera había besado a una chica. Es riquísimo besarse con la persona que te gusta, dijo Gustavo. Su aliento era suave y sus dientes sanamente blancos. 

Era el único chico, o uno de los pocos chicos, que no tenían mal aliento. En esa época, y a esa edad, a todos los chiquillos del colegio Baden Powell les apestaba terriblemente la boca. Había que conversar con ellos manteniendo cierto distanciamiento. Lo que me parecía increíble era que no se sintieran el aliento entre ellos. ¿O lo sentían y les daba igual?

Gustavo: Oye, Cerebrito. ¿Ya has chapado? ¿O todavía? Yo creo que eres un santito; como para ponerte en un altar.

Yo: No soy un santo, pero todavía no me he besado con nadie. O sea, me gustan las chicas y sí quiero besarme con alguien, pero soy muy tímido y no puedo declararme a la chica que me gusta.

Gustavo: ¿A Paola?

Yo: .

Yo te puedo ayudar, dijo Gustavo. Entonces, sentí que su mano de uñas largas (sí, sobre todo la uña del dedo meñique la tenía desmesuradamente larga) se me resbalaba por el muslo izquierdo y, como al desgaire, me tanteaba el pene. Me sobresalté, no tanto por las intenciones que le sospechaba (acariciarme el miembro) sino porque no quería que me sorprendiese con la pinga muerta. Mi pene de por sí era pequeño, pero muerto causaba pena, risa. Lo último que deseaba era que me endilgaran, en pleno segundo de secundaria, la fama de manisero.

Oye, Cerebrito, ¿y tu pichula?, se asombró Gustavo. Sin reacción alguna, me limité a contestarle que ahí estaba. Él, muy hábil, continuó esculcando sobre mi pantalón, uno de mis dos únicos buzos de educación física, el que tenía un parche negro en la rodilla. Uy, ya lo encontré, se alegró Gustavo. Ay, Cerebrito, se te está poniendo durita.

El bus, que corría a sesenta y cinco kilómetros por hora, era testigo de cómo se apagaba el día. Las nubes se teñían de negro y al chófer le llegaba al chómpiras encender las luces interiores del bus. Gustavo, pícaro él, se aprovechó de la oportunidad. Cerebrito, ¿te la han chupado?

Yo: No, nunca.

Gustavo: Si quieres que te ayude con Paola, déjame hacerlo.

Yo: ¿Qué cosa?

Gustavo: Chupártela, pues.

Nuestra conversación era un ir y venir de susurros. Sabíamos muy bien que, a pesar de que recibíamos la subrepticia protección de la oscuridad, corríamos el riesgo de que alguien nos descubriese; nuestras voces tenían que permanecer bajitas, raspaditas, apeligradas, ¡qué rico!

Yo: ¿Y cómo me vas a ayudar?

Algo más urgido, porque intuía que la oscuridad era pasajera, ya que pronto la tutora del aula exigiría se enciendan las luces, Gustavo me metió letra.

Gustavo: Soy pata de Paola. Conozco su casa. Basta una conversa con ella para dejártela en bandeja.

Yo: Fuera, tonto.

Ahora hubiera dicho: “Fuera, mierda”; pero en esa época, año 1995, y hasta bien entrados los 2000, yo no sabía decir lisuras. No podía. La educación que me había brindado mamá había sido impecable. La sociedad, finalmente, me tragó.  

Gustavo: Créeme, Cerebrito.

Lo pensé. Paola me gustaba, me encantaba. Me moría por besarla. Quería que mi primer beso fuese con ella.

Yo: Está bien. Pero hazlo rápido.

Con pánico, con muchísimo miedo, la piel fría y la carne de gallina esteparia, me descubrí la pichula. Ya iba medio dura. Así, de ese tamaño, algo de orgullo sentí por ella. La mano de Gustavo, el cabrito de la clase, se adueñó de la base del tallo de mi gampi. Miré al techo y cerré los ojos.