sábado, 24 de diciembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 11

Jueves 22 de setiembre del 2016

“Y me voy
Con el viento malo,
Que me lleva
Aquí, allá
Semejante a
La hoja muerta.”

Paul Verlaine – Canción De Otoño

Manejé tranquilo hasta Chorrillos. Eran las siete y media cuando llegué a la oficina. Me lavé la cara y el torso. Me miré en el espejo. Se me estaba cayendo el pelo. En pocos años, la calvicie me haría más feo de lo que ya era.  

Mientras la laptop arrancaba, desayuné el jugo de naranja y el pan con pollo que le había comprado a una señora en el camino.

No había trabajos en la oficina, así que abrí el archivo de la traducción del libro Subsurface Mine Ventilation, la biblia de la ventilación de minas escrita por Edward McPhilips, que hice para Konrad Wall, gerente de Mine Ventilation Projects, MVP.

Edward McPhilips fundó MVP, consultora especializada en ventilación de minas, en 1983. Al poco tiempo, McPhilips contrató a Konrad Wall, su mejor alumno en la Universidad de California. Era un honor trabajar al lado de McPhilips, el más destacado investigador en el área de la ventilación de minas en todo el mundo. McPhilips había trabajado, en su juventud, con la élite científica de los Estados Unidos. Fue alumno y amigo de Frederik Baden Hinsley, introductor de los principios termodinámicos en el estudio de los flujos subterráneos de aire. En 1952, fue el primero en simular climas subterráneos usando computadores analógicos.

McPhilips publicó, en 1993, Subsurface Mine Ventilation. Contó con el apoyo de Konrad, apoyo que fue reconocido en el prólogo escrito por McPhilips. En el 2001, se imprimió la segunda edición del libro, con algunas actualizaciones hechas por el propio autor, quien murió poco tiempo después. Entonces, Konrad asumió la gerencia general de MVP. En el 2013, Konrad Wall se propuso traducir al español el texto de McPhilips. Contrató a un traductor mexicano, quien, al cabo de un año, tuvo listo el encargo.

En octubre del 2014, yo trabajaba en Julcani, una de las minas más antiguas de Compañía de Minas Villanueva. Esa mina era una mierda, tanto o más que los ingenieros que trabajaban en ella. Quería huir de ahí, pero era imposible con una familia que mantener. En uno de mis descansos, les escribí a cientos de mineras estadounidenses, australianas y canadienses pidiéndoles un trabajo. Recibí amables rechazos. Sin embargo, un mes después, me llegó algo más que una respuesta positiva; Konrad me invitaba a formar parte de MVP. ¿Estarías dispuesto a mudarte a California?, me preguntó en el correo. Por supuesto, le contesté. Entonces, con el auspicio de MVP conseguí mi visa de turista. Me pagaron una estadía de seis días en Clovis, California. Pude conocer a toda la gente de la oficina; mis futuros compañeros de trabajo. Después de lo que vi, renuncié a Julcani. No podía seguir arriesgando la vida en ese hueco si al otro lado del túnel estaba la posibilidad de vivir en los Estados Unidos.

No era tan fácil que un peruano laborase legalmente en Norteamérica; había que poseer una visa de trabajo. No bastaba la sola invitación de una empresa. MVP contrató a un abogado y, tras reunir los papeles necesarios, me postuló al sorteo de visas de trabajo H1B. Los resultados se conocerían en junio del 2015. Mientras tanto, ¿de qué mierda iba a vivir? Les escribí a Compañía de Minas Villanueva rogándoles por otra oportunidad. Me aceptaron en otra de sus minas, Uchucchacua; mucho más grande que Julcani, pero con ingenieros igual de mierdas.

La bomba me cogió en aquella mina; no había salido elegido en el sorteo de visas. Fue un golpe duro. Me hacía en los Estados Unidos, alejado del jodido ambiente de las minas peruanas. Qué diferencia había entre los ingenieros amargados de esas minas y los gringos que conocí en Clovis. Allí sí que había gente de valía, de verdad. Konrad me escribió. Lamentó el resultado y me ofreció su apoyo para el sorteo del 2016.

Nunca me putearon en Uchucchacua, pero vivía atemorizado de que el gerente lo hiciera en cualquier momento. Las llamadas de atención, repletas de “conchatumadres”, eran cosa común en las reuniones. Renuncié en febrero del 2016. Me había contactado con Jean Carlo. Lo visité en el local de su empresa en Chorrillos. Quería pagarme dos mil soles. En la mina, yo ganaba seis mil. Rechacé amistosamente su propuesta. Me había quedado en la calle.

Por esos días, me llegó otra mala noticia; MVP no podría auspiciarme en el sorteo del 2016, pues estaba siendo absorbida por una consultora transnacional. Tendría que esperar hasta el sorteo del 2017, según me aseguró Konrad.   

Le conté mi situación; me urgía un trabajo. Le dije que fui despedido de la mina por una reducción de personal debido a la baja en el precio de los metales. Con mucha pena, le pedí que me recomendase en alguna mina. Me sentía fatal; estaba abusando de su confianza. Byron Patts, subgerente de MVP, quien tuvo la gentileza de invitarme a almorzar en su casa cuando estuve en Clovis, me contactó con Gary Porter. Éste me recomendó con una mina en España. Lamentablemente, el llamamiento no prosperó.

Al mes de renunciar, mis escasos ahorros se terminaban. No aguantarían un mes más. Necesitaba trabajar. Muy a mi pesar, le escribí un correo al jefe de Recursos Humanos de Compañía de Minas Villanueva. Me arrepentía de la renuncia y le pedía otra oportunidad en la Compañía. Redacté el mensaje un lunes de marzo y lo guardé. Lo enviaría al día siguiente. Luego de escrito ese correo, redacté otro, para Konrad. Le proponía traducir el libro de McPhilips. Cuando estuve en Clovis, me mostraron la traducción del mexicano. El muy pendejo había tipeado todo el libro en el Google Translator. El resultado fue una traducción repleta de incoherencias. Me avergonzaba cobrarle a Konrad por una verdadera traducción, pero no tenía más alternativa. Me estaba quedando sin un sol.  Terminé el mensaje y lo guardé. También lo enviaría al día siguiente.

Llegó el martes y envié los mensajes simultáneamente. Apagué la laptop y me acosté. Tuve pesadillas. El miércoles en la mañana, todavía en la cama de mi hija, que era donde dormía porque estaba peleado con mi esposa, revisé el celular. Tenía un mensaje de Konrad, pero ninguno de los hijos de puta de Compañía de Minas. Se me aceleró el corazón. Si Konrad rechazaba mi propuesta, me iba a la mierda. Acopié valor y abrí el mensaje: Daniel, me parece una buena idea. He calculado que podría pagarte diez mil dólares por traducir el libro ¿Estás de acuerdo? Ese Konrad, siempre tan educado, amable y atinado. Todavía tuvo la delicadeza de preguntarme si estaba de acuerdo. Claro que estaba de acuerdo. Ese dinero me permitiría sobrevivir algunos meses y buscar trabajo con más calma. Preparé inmediatamente un cronograma en el que especifiqué en detalle las fechas de entrega de los veintiún capítulos del libro. No le podía fallar.

Luego de dos meses de arduo trabajo, sentado frente a la laptop, incluso de madrugada, muchas veces sin dormir, logré terminar la traducción una semana antes de lo prometido en mi cronograma. Konrad quedó satisfecho. A la semana, me envió, para que lo tradujera, el prólogo de la edición en español. Allí me agradecía el esfuerzo y la puntualidad en las traducciones. Ese gesto me conmovió. Valió mucho más que los diez mil dólares. Mi nombre estaba al lado del de McPhilips, de Baden Hinsley, y del propio Konrad Wall.

Los diez mil dólares me ayudaron a vivir con calma. Parte de ese dinero, lo empleé en la creación de una consultora, en asociación con mi hermano.  

Se acercó agosto y los diez mil dólares estaban casi consumidos. No había tenido suerte buscando trabajo. Pero recibí un correo de la empresa para la que trabajé hacía cuatro años, VISA. Necesitaban un estudio de ventilación. Gané la oferta con la empresa que creé. Sin embargo, según el contrato, recibiría mi pago luego de sesenta días de haber presentado el estudio. El dinero era bueno, pero tardaría en llegar. Necesitaba un ingreso fijo. Volví a tocar la puerta de Jean Carlo.

Le escribí un correo. Le conté lo que había hecho desde nuestra primera y última entrevista; la traducción del libro, la creación de mi consultora y el primer trabajo que ésta había ganado. Concluí el mensaje con un ¿crees que todavía pueda trabajar en tu empresa? Me contestó casi al instante. Conversemos, Daniel; sabes que siempre hay un lugar.  

Rosario estaba al tanto de todas mis penurias. Siempre le contaba todo. Ella me escuchaba con paciencia y atención.

Fue Rosario quien me indicó la manera de llegar a la oficina de Jean Carlo, ubicada en Chorrillos, distrito donde ella vivía. Jean Carlo le agregó mil soles a su anterior oferta. Peor era nada. Acepté.

Ese había sido mi periplo laboral hasta ese jueves en que revisaba la traducción del libro de los gringos. No les cobré un solo dólar por ese último control de calidad.


lunes, 5 de diciembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 10


Miércoles 21 de setiembre del 2016

“Gilbert: ¿Qué libro es? ¡Ah! Ya veo. Aún no lo he leído. ¿Está bien?
Ernest: Pues me he divertido hojeándolo mientras usted tocaba, y eso que, por norma,
me desagradan los libros modernos de memorias. Suelen estar escritos por personas que o
bien han perdido por completo la memoria o nunca han hecho nada digno de ser
recordado; lo cual, claro está, es la auténtica razón de su éxito, pues el público inglés suele
sentirse a gusto cuando le habla un mediocre.”

Oscar Wilde – La Importancia De No Hacer Nada.

Mi esposa me escribió al Messenger. Necesitaba comprar cositas para la lonchera de la bebe. Quedamos en encontrarnos en Metro de Alfonso Ugarte. Voy a llevártela. Quiere verte.

La bebe iba sentada dentro del carrito de las compras. Yo lo empujaba. Mi esposa lo llenaba con galletas, bolsas de pan integral y jugos en cajita.

Oye, Dani, ¿cómo me ves? ¿Te parezco atractiva? Había adelgazado varios kilos gracias a sus rutinas en el gimnasio. Pero no me gustaba. Lo mío eran las mujeres de bastante carne; las mujeres con celulitis. Las flacas no me excitaban ni por asomo.  Sin embargo, se la notaba feliz con su nuevo cuerpo. Estás bien, le dije, sin entusiasmo.

Nos acercamos a la zona de carnes, pollos, quesos y salchichas. Metió tres cajas de hamburguesas en el carrito. Oye, le dije, ¿por qué pones tantas hamburguesas? ¿Acaso la bebe se va a comer todo eso? No me parecía creíble que, faltando tan pocos días para el fin de mes; es decir, para que le renovara el dinero de los víveres, la bebe fuera capaz de acabarse tantas hamburguesas. Claro, Dani, la bebe se come todo eso. Nuestra gordita es bien glotona. No me tragué ese cuento. Y cómo sé yo que esas hamburguesas no se las van a comer Melina y tú. No, solo llévate una caja. Estoy seguro de que el resto de hamburguesas son para ti y tu chica y yo no estoy dispuesto a gastar mi plata alimentándolas a ustedes. Ustedes viven juntas y son una pareja, así que, si quieren comer, coman con su plata. La plata que gano es para mi hija, no para parásitos. Comprensiblemente, se alteró. Devolvió las hamburguesas y me dijo que ya no quería nada, que me fuera a la mierda, que era un tacaño de porquería. Que tu hija se muera de hambre, entonces. Agarró el carrito y lo empujó hacia la salida. La llamé. La seguí. La sujeté del brazo y le ofrecí disculpas. Lo siento, no quise decir lo que dije. Llévate las hamburguesas que desees. Supliqué. Prefería que se llevase cien cajas de hamburguesas, pero que mi bebe pudiese disfrutar de al menos veinte. Tras un buen rato, la convencí.

Pagué las compras. Además de las hamburguesas, llevó quesos y salchichas. La bebe pidió que fuésemos al Kentucky. Fuimos al del segundo piso. Compré unas alitas, unas piezas de pollo, una caja de papitas y unas gaseosas. La bebe devoró sus papitas y las nuestras. De aquí ya no me vuelves a comer más comida chatarra, ¿me oíste?, la amonestó su mamá. Me jodía que le desinflasen la diversión a mi hija, pero convenía permanecer callado; mi esposa explotaba ante el menor cuestionamiento a su autoridad.

La bebe empezó a corretear por entre las mesas. Mi esposa y yo permanecimos sentados. Yo vigilaba los movimientos de la bebe. ¿Estás con otra mujer? Y a ella, qué mierda le importaba. ¿Por qué me preguntaba eso? Porque eres un idiota y se te nota clarito cuando andas detrás de una mujer. Pobre de ti que embaraces a alguien. Ahí sí que te friegas y jamás vuelves a ver a mi hija. Se levantó del asiento. ¿Sabes qué?; mejor me voy. Me enferma verte la cara. Llamó a la bebe. Vámonos, hijita. Traté de detenerla. ¿Qué era lo que tenía? ¿Por qué se ponía así? ¿Qué no te das cuenta? Me arreglé bien para verte, para salir en familia con la bebe, y tú lo que haces es ignorarme todo el tiempo. Estaba loca. No cabía duda. Había que darle por donde le gustaba y calmarla. La abracé. Le volví a ofrecer disculpas. Le dije que el trabajo me tenía distraído. Le dije que la quería mucho. ¿En serio? Me abrazó. Acercó su boca a la mía y nos besamos. Me dio gusto devolverle los cuernos a Melina.  

Las llevé en un taxi a casa. Todavía nos besamos un par de veces más dentro del vehículo. Ya en los alrededores del vecindario, cortamos los besos. Mi esposa miraba inquieta a través de las ventanas.

La bebe no quería que me fuese. Quédate, papi; sube conmigo. Vamos a jugar. La abracé. Contuve las lágrimas. Melina apareció en la ventana. Sube un rato, si deseas, me dijo. Me invitaba a pasar a mi propia casa. Decliné amablemente la oferta. Adiós, Daniel, gracias, dijo mi esposa, y subió tras la bebe.

Caminé hacia el paradero de Tingo María. Lloré lo que había reprimido.  

jueves, 10 de noviembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 9

Del lunes 19 al martes 20 de setiembre del 2016

“El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos:
Aunque le pese.
El lector tendrá que darse siempre por satisfecho.”

Nicanor Parra – Advertencia al lector

Llegué temprano a la oficina. Me mojé el cuerpo -incluidos los testículos sudorosos- en el mismo lavabo donde Jean Carlo, Patricia y Victorio, el gerente de ventas, se aseaban la cara y cepillaban los dientes. Recogí los pendejos caídos. No debía dejar huellas. Me puse el atuendo de oficinista y colgué la ropa de bicicleteo en la varilla de aluminio de la ducha para que se evaporase el sudor.

Revisé los mails del trabajo en la laptop que Jean Carlo me había asignado. Nunca en mi vida había manipulado máquina tan potente. Era una laptop del año. El único mensaje de la bandeja era uno dejado por él mismo la noche anterior. Daniel, por fa, ármate un procedimiento sencillo, pero completo, de medición de caudales de aire en minas y túneles. Cuando lo termines, me lo envías. Me lo está pidiendo un cliente para hoy. Gracias. Fácil. Había que escribir todo lo que sabía sobre medición de caudales de aire y complementarlo con la información que estaba en mis libros de ventilación. Abrí el cajón del escritorio. No estaban los libros. ¿Qué? Juraba que los tenía ahí. Entonces, recordé que aún permanecían en el departamento de mi esposa. Debía recogerlos ya mismo. Volví a ponerme la ropa de manejo, toda sudada como estaba, y salí.

Llamé a mi esposa y le comenté el problema. Estoy yendo a tu casa en estos momentos. Llego en dos horas. ¿Puedes esperarme para que me abras la puerta y recoja mis libros? Contestó que me esperaría. Maneja tranquilo, recomendó.

Antes de partir, sintonicé Doble Nueve en el Nokia y me puse los audífonos. Me aseguré de que mi celular personal, el Azumi de pantalla táctil, estuviese bien metido en el bolsillo lateral de mi mochila. 

En ocho minutos, llegué a la avenida Alfonso Ugarte. El semáforo estaba en rojo. Esperé en la vereda, junto a varios peatones. El semáforo cambió a verde. Pedaleé despacio y con cuidado para no arrollar a nadie.

A poco de llegar a la vereda opuesta, la llanta delantera topó con un tipo de camisa a rayas. El golpe fue suave, casi un roce. Había sido el tipo, más bien, quien se cruzó con mi bicicleta. A pesar de ello, fui yo quien ofreció las disculpas. No, amigo, más bien, discúlpame a mí; no vi tu bicicleta, reconoció. Después de un par de pasos, empezó a correr. Eso me llamó la atención. Observé sus movimientos. Unos metros más allá, se le unió otro sujeto de camisa. Se dijeron algo y corrieron hacia el Plaza Vea de la esquina. Ambos eran bajos, más bajos que yo. Antes de entrar en los predios del supermercado, el tipo que se había topado con mi bici volteó a mirarme. Era la mirada que te daba alguien que te acababa de cagar y esperaba que no te dieras cuenta. Dejé de pedalear. Adiviné lo que había pasado: me habían robado el Azumi; mi contacto con Rosario, con Karina, con todo el mundo; el lugar donde acumulaba los vídeos porno que Rosario y yo protagonizábamos, el video donde tiraba con una conocida puta de Lince. Revisé en el bolsillo de la mochila. Confirmado. Corrí tras los hijos de puta, arrastrando la bicicleta. Eran un negro y un cholo. El cholo fue quien se tropezó conmigo, distrayéndome, mientras el negro, por detrás, metía su manaza asquerosa para sacarme el celular de la mochila. El negro vio que los seguía y corrieron más rápido. Cuando llegaron a los casilleros donde los clientes de Plaza Vea debían guardar mochilas y paquetes antes de ingresar, los hijos de puta se dividieron: el negro entró en el supermercado y el cholo permaneció delante de los casilleros, como si fuese a guardar una mochila que no tenía. Me detuve a su lado. Como no tenía pruebas de que me hubiese robado el celular, no supe cómo confrontarlo. Disculpe, dije, agitado por la corrida, cuando se tropezó con mi bicicleta, parece que se cayó mi celular. Lo tenía en la mochila hasta antes del choque. Me miró. Tenía la nariz chueca, la frente pequeña y el pelo corto, duro y grasiento. ¡Qué! ¡Oh, yo no sé nada, sano! ¡Yo no sé qué chucha estás hablando! ¡De qué celular hablas! Qué tal cambio. El tono y las maneras de este hijo de puta eran muy diferentes de las que usó para disculparse conmigo. No me quedó ninguna duda: ese cabrón me había robado.

Insistí vehementemente; sabía que ese hijo de puta era culpable: Tú tienes mi celular. Clarito vi cuando te lo llevaste, mentí. Tenía que mentir. Antes de que replicara, apareció el negro de mierda. ¿Qué pasa, chochera?, preguntó, con el mismo tono patibulario de su compinche. Tenía la cara asquerosa; fea y amenazante. Llevaba una casaca en el brazo. Los vi mejor: las camisas y los pantalones eran su camuflaje; pero las caras los delataban. Tú tienes mi celular, compare; dámelo, le dije al negro. Ahí estaba yo, desesperado, con una licra ajustadita y un ridículo casco en la cabeza, manteniendo la esperanza de que ese par de rateros me devolviera el celular. Qué tienes, conchatumare; yo no tengo nada, se defendió el negro. No bajé la guardia; el cinismo de esos pendejos espoleaba mi enojo. Yo sé que ustedes lo tienen. Yo los vi. Si no me lo devuelven, ahorita llamo a un tombo. A una cuadra de allí, estaba la comisaría de Alfonso Ugarte. El cholo cedió. Choche, ¿este es tu celular? Levantó el ruedo de su camisa y me mostró, clavado entre su pantalón y la barriga mugrienta, un celular. No, le dije, esa huevada no es mía. Ustedes saben muy bien cuál es mi celular. Ya se cagaron; voy a traer a un tombo. Grité. Un policía, por favor; me han robado. El negro reaccionó. Tás huevón, tás huevón. Nosotros no tenemos nada. Mira, ve, dijo. Se llevó la mano al bolsillo de su camisa y a los de su pantalón. Vacíos. ¿Y qué guardas ahí?, señalé la casaca en su brazo. Se sorprendió, como si recién se diese cuenta de la existencia de esa prenda. Antes de que abriera la boca para decir alguna otra excusa, respondí mi propia pregunta: Ahí está mi celular; si no me lo devuelves, llamo a la tombería. Estaba furioso. Pocas veces me ponía así enfrente de terceros, y solo cuando discutía con mi esposa. El negro descolgó la casaca de su brazo y, con un rápido giro de la mano, me alargó el Azumi. Toma, oe, sano, y vete, fuera, fuera de aquí, dijo. No me fui; se fueron ellos. Se disolvieron. Me quedé ahí, parado, aliviado, sintiendo el celular en la mano. Habíamos llegado al punto en el que la vida de una persona cabía en un celular y, muchas veces, dependía de él. Mi cita con Karina dependía del celular. Lo guardé bien adentro de la mochila, escondido entre las páginas del libro que acababa de recoger. Manejé hasta mi cuarto. Llegué en dos minutos.

Pasé la tarde metido en una cabina de internet, redactando el procedimiento que Jean Carlo me había encargado. Lo terminé a las cinco. Se lo envié.


Era hora de dejar todo listo para la llegada de Karina. Antes del incidente con los rateros, había comprado en la Venezuela un USB de reggaetón. Lo insertaría en la esfera de luces psicodélicas que había comprado en El Hueco. Esa esferita, además de emitir luces multicolores, era radio y reproductor de mp3. 



Me cepillé los dientes. Me bañé. Me lavé la pinga con minuciosidad. Me vestí de negro. La ropa me quedaba bien. Había adelgazado. Valía la pena moverse en bicicleta.    

Nos encontramos en las afueras del Metro de Alfonso Ugarte. Nos abrazamos fuerte. Había pasado poco más de un año desde nuestra última vez juntos.

Karina estaba más delgada. Iba en buzo. Venía del gimnasio. En la licorería de Piérola, compramos dos vinos bien helados. Luego de revisar las vitrinas, Karina se animó por unos chifles; yo, por un paquetito de maní salado. Joven, disculpe, ¿podría descorchar las dos botellas, por favor? Luego les vuelve a poner los corchos sin mucha presión. Gracias. Guardé los vinos en mi mochila.

La llevé por Peñaloza. Decenas de travestis ofreciendo sus culos. Karina ató cabos. ¿Entonces todo lo que cuentas en tu novela es cierto? Por supuesto. No tengo imaginación; me limito a contar lo que me pasa. Llegamos a la casona. Abrí las dos pesadas puertas de metal y subimos las escaleras.

Le abrí la puerta del cuarto. La luz estaba apagada. La esferita daba vueltas; lanzaba cuadraditos multicolores. La melodía del reggaetonero de moda. Karina se rio. ¿Dónde conseguiste esa huevada? Juzgó las dimensiones de la habitación. Tu cuarto es bastante chiquito. Para un pata solo como yo, estaba bien. Siéntate, por favor. Le ofrecí la única silla del cuarto. Saqué los vinos de la mochila. Les quité el corcho. Le alcancé una botella. ¿No tienes vasos? No, en este cuarto todo se tomaba del pico.   Me senté en el suelo. Apoyé mi espalda contra una de las paredes. Empezamos a beber.

Cuéntame en qué andas. Tú nunca estás sola. Qué chico está sufriendo por ti.

¿Te acuerdas de Mark? Hablábamos del barrio. Nuestras botellas andaban por la mitad. Nos iban a quedar cortas. Mark, pues; el hermano de Hansel. Hansel fue uno de los veintitantos chicos con los crecí en el barrio; peloteando, principalmente. A Hansel le decíamos El Cojo. Era malo para el fulbito. O nunca lo escogían o lo escogían de último. Mark es su hermano, pues. Cuando te fuiste del barrio, Mark tendría nueve o diez años. Me acordé vagamente de Mark; un chibolo flaquito que correteaba junto a un grupo de chiquillos como él. Andaban hechos mierda, sucios, la cara pegoteada de mocos. Esa generación de chibolos no fue pelotera como la mía; fue más de videojuegos. ¿Qué fue con él? ¿Se murió? Se me acababa el vino. No, tonto; me lo levanté. Chucha, esta Karina de mierda siempre me sorprendía. ¿Te levantaste al chibolito? No jodas, ¿en serio? Le dio un sorbo a su botella. Se tomó su tiempo antes de continuar. No, pues, ya no es chibolito; ahora tiene diecinueve años y está en la universidad. ¿En la universidad? Mierda, cómo volaba el tiempo. Me preguntaba cómo había llegado a pasar algo entre Karina y el hermanito de Hansel. Hasta donde yo sabía, Karina llegó a tener algo con Hansel, pero ¿con su hermanito? ¿Cómo así? ¿Con Hansel? ¿Yo? Nunca. Él siempre ha querido estar conmigo; pero creo que ya aceptó que lo veo solo como amigo. ¿No estaba trabajando en Chile? Sí, pero regresó hace unos meses. Está haciendo sus papeles para irse a Estados Unidos. Quiere vivir al lado de su hijo. Los chifles y el maní se habían terminado. ¿Cómo me metí con Mark? Fue por culpa del idiota de Hansel. Fue en una de las tantas chupetas que organizaba en casa de su mamá. Karina, como siempre, estuvo invitada. También, un chico que la pretendía seriamente desde hacía un tiempo. El pata era lindo y, sí, me gustaba. Pero Hansel la cagó. Cuando se acabó el trago, a eso de las siete de la mañana, salieron a comprar más. Karina esperó en el cuarto de Hansel. Al regreso, el chico estaba diferente. La trataba con distancia. El idiota de Hansel le había dicho que yo era una cualquiera y que no debía enamorarse de mí. Para que le creyera, le dijo que siempre tiraba con él. ¿Y por qué crees que hizo eso? Por celoso. El chico se alejó de Karina. En lugar de lloriquear, ella preparó su venganza. No tuvo que esperar mucho. Fue Mark quien dio el primer paso. Desde hacía un tiempo me había dado cuenta de que el chibolo ya no era tan chibolo. Ya podía llevármelo a la cama. La invitó a salir en el auto que su mamá le regaló cuando ingresó a la universidad. Nos hicimos bien cercanos. Incluso, me llevaba a conocer su universidad, la UPC. Era muy respetuoso. Me hacía acordar a ti. ¿Y Hansel no sabía que salías con él? No, él ni se enteraba. Mark tampoco quería que se enterara. ¿Y cómo así pasaron de ser amiguitos a tirar como salvajes? Bebió más vino. Yo también. Las botellas estaban a punto de terminarse. Un día fuimos a una discoteca. Pagó un box para los dos solitos. Había harto trago, Dani. Yo tomaba más que él. Ese día, no sé qué me pasó, tomé bastante. Cuando ya estuve muy mareada, todo lindo y preocupado por mí, me dijo para ir a un lugar más tranquilo a descansar. Y atracaste, ¿no? Me llevó a un hotel. No estaba tan mareado, así que manejó bien. Tiraron. ¿Sigues saliendo con él? No, todavía no me respondas. Voy a comprar más vino y seguimos la conversa.

Regresé con una sola botella. Debía trabajar al día siguiente. Karina no trabajaba; solo recibía el dinero de las rentas de todas las propiedades que su papá le dejó al morir. Todavía sigo saliendo con Mark. Digamos que somos como que enamorados. Pero se me está poniendo muy controlador. Varias veces le he dicho que no se ilusione mucho porque lo nuestro no puede ser. O sea, imagínate, Dani: él tiene diecinueve y yo…, bueno, ya tú sabes cuánto tengo. Karina me llevaba tres años. A Mark lo veo como a un chiquillo. Cuando salgo con él, trato de disfrutar del momento, pero no me veo llevando una relación formal. Él me dice que me ama y que está enamorado de mí, y que si su familia se opone a nuestra relación, él luchará. Es un chibolo, pues. No tiene idea de las cosas.

Intentamos pararnos. Lo logramos, no sin cierto esfuerzo. Se nos había subido el vino a la cabeza. Hay que bailar, propuso Karina. Pegamos nuestros cuerpos y bailamos. Estás flaco, me dijo. Y tú estás más tetona. Sonrió.

Eran casi las dos de la mañana cuando se terminó el vino. Hora de dormir. Acomodé las botellas debajo de la mesa. Tiré el colchón al suelo. Saqué los cojines y la colcha del armario. Me quedé en bóxer y me cubrí. Karina se quitó el buzo. Se quedó en polo y calzón. Se cubrió con la colcha. Estaba del lado de la pared. El colchón era inmenso; podían caber cómodamente cuatro personas. Nos quedamos privados a los pocos segundos.

El Azumi no me despertó. Karina, sentada en el borde del colchón, se ponía las medias. ¿Qué fue? ¿Qué hora es?, pregunté, alarmado. Cogí el Azumi. Vi la hora. Chucha, las ocho. Ya debería estar en la chamba. ¿Qué fue? ¿Te estás yendo? Sí, ya se iba. Tenía que hacer. Se paró. Cogió el buzo para ponérselo. Sus tetotas querían reventar el polito blanco que las cubría. El calzón no era uno común y corriente; era un hilo. Recién me daba cuenta. Se me paró la pinga. ¿No me la había tirado en toda la madrugada? Ah, no, carajo, ni cagando se iría del cuarto sin antes haber pasado por las armas. Me acerqué a ella y la besé. Me correspondió. La forcé hacia el colchón. Caímos juntos. ¿Qué haces, loco? Continuamos besándonos. Nos chupamos las lenguas. Le quité el polo sin dejar de comerle la boca. Aparecieron esas tetas grandotas y aguadas, riquísimas. Sus pezones eran gruesos y largos. Los mordí. Los chupé. Con solo una mano, me quité el bóxer. Ella, también con una mano, se quitó el hilo. Sin dejar de mamarle las tetas, le metí la pinga. Luego de unos cuantos empujones, se la saqué y se la puse en la boca. Entró en una. Me lengüeteó la cabecita. Me mamó las bolas. Prométeme que mientras chapes con Mark, vas a recordar que con esa misma boca te comiste mi pichula. Me lo prometió. Eres un enfermo, sonrió y siguió chupando.  

Se acomodó en la posición en la que siempre se venía conmigo. Me pidió que no parara, que le diera más fuerte. Juntó las piernas, ahorcándome la pinga. No pares, no pares, Dani. Ya me estaba cansando, iba a parar, pero se vino pronto. Quedó rendida. Era mi turno. Volví a chuparle las tetas. Córremela. Sabía cómo frotarle la pinga a un hombre. Antes de venirme, se la volví a poner en la boca. Se tragó todita la leche. Ya sabes, no te laves la boca al llegar a casa. Quiero que así te lo chapes a Mark, ¿ok? Se carcajeó. Eres un loco.  

Antes de irse, me invitó a su casa. Vivía sola. Tienes que devolverme la visita. Le prometí que lo haría.

Era tarde para ir al trabajo. No se me ocurría ninguna excusa. Pero el cache me había puesto de tan buen humor que decidí manejar hasta la oficina.

Jean Carlo no llegaba. Patricia ordenaba unas facturas. La saludé y me fui al baño. Me lavé y me puse la ropa de oficina. Al salir, me topé con Victorio Marcelo, el gerente de ventas de la empresa. Victorio era igualito al ex presidente Alejandro Toledo y, como este, había sido tremendo borracho en su juventud. Lo saludé. Llevaba una taza de café en la mano. Se encerró en su oficina.

Revisé los mensajes de mi celular. Eran WhatsApps de Rosario. Los envió desde que estuve Karina. Había, también, varias llamadas perdidas. La llamé. Lloraba. ¿Qué has hecho, Daniel? ¿Con quién has estado? Chucha, y esta huevona cómo sabía que había estado con alguien. Con nadie; me desperté tarde, eso es todo. Era la verdad; no toda, pero una parte. Pero te he estado llamando desde temprano, ¿por qué no me contestabas? Por eso mismo, porque estaba durmiendo. Dime la verdad, no me mientas, por favor. ¿Has salido? ¿Has estado con alguien?  Me repitió esas preguntas varias veces. Insistió tanto que finalmente cedí. , le dije, estuve con una mujer. Se le quebró aún más la voz. ¿Quién es, quién es? ¿Por qué me haces esto, Daniel? Yo te amo. No es justo. Nada era justo en esta vida. No puedo contarte. Ya te vas a enterar cuando lo escriba en la novela, le dije. Tú y tu novela de mierda. Tu novela es una mierda. Está escrita con los pies. Te odio, te odio. Siempre me haces sufrir. Tenía razón. ¿Quién es esa mujer? Dime, dime, por favor, si alguna vez me has querido siquiera un poquito, tienes que decirme. No le dije nada. Continuó llorando. No era justo que llorara de ese modo, mucho menos por alguien que valía tan poco como yo, un mujeriego cacha cabros que merecía, no su amor, pero, sí, su desprecio. No merecía todo lo que había hecho por mí: pagarme comidas, comprarme libros, sacarme al cine. Cansada de suplicar, cortó la llamada.

domingo, 23 de octubre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 8


Domingo 18 de setiembre del 2016

Volví a La Jarrita. Quería levantarme gratis a una trava. Era la una de la mañana y el lugar estaba repleto. Había todo tipo de travestis. Ninguna estaba sola; andaban en grupos o acompañadas de amigos y maridos.  

Compré una cerveza y me ubiqué cerca de las travas más ricas. Eran cinco; dos, realmente bellas. Dos tipos, vestidos como reggaetoneros, eran quienes les proveían la cerveza.

Ozuna era el nombre del reggaetonero de moda. Sus canciones se sucedían sin parar.

Tres tetonas recién llegadas se instalaron a un metro de mí. Una de ellas vestía un shorcito diminuto. Mostraba todo el culo. Terminé mi botella y fui por otra. Al regreso, me ubiqué más cerca de ellas. La chica del shortcito se colocó delante de mí. Restregó el culo contra mi pichula, que se puso como piedra. Le gustaba sentírmela. La tomé de la cintura. La pegué del todo a mí. Echó su cabeza sobre mi hombro y me besó. Su lengua se revolvió sin control dentro de mi boca. Bajé las manos y le agarré el culo. Lo tenía durísimo. Delicioso. Metió una mano en mi pantalón. La deslizó bajo el bóxer. Empezó a corrérmela. La mano se le humedeció. Los besos ganaron intensidad. ¿En qué momento iríamos a tirar? ¿Debía proponérselo yo o debía esperar que saliera de ella?

Los temas del reggaetonero de moda cesaron y las luces del escenario les dieron la bienvenida a un par de cabros gordos, que parecían camioneros con peluca.

Hola, hola, chicas y “chicas” de La Jarrita, ¡cómo están! Nadie respondió. La gente quería seguir bailando. Acá estamos sus amigas de toda la vida, La Nena y La Nana, listas para entregarles entretenimiento del bueno.

Hoy vamos a premiar a dos chicos, dijo La Nana. Dos chicos valientes que se atrevan a participar en nuestro concurso de todos los sábados: El Chala De La Jarrita. El Chala, como siempre, se llevará seis chelas bien heladas para que celebre su reinado por todo lo alto. A ver, chicos, ¿quién se atreve?  

Sube tú, me dijo la tetona. ¿Yo? Ni cagando. Tú, pues; vamos, sube, insistió, haciendo pucherito. Tienes una rica pinga, papi. Fijo que ganas y nos llevamos el premio a mi cuarto para disfrutarlo juntitos. ¿Qué dices? Anda. Sube. 

Subí.

Ya tenemos a uno, celebró La Nana. No esperamos mucho para que subiera mi competencia; un chiquillo de gorra, delgado, con aretito en la oreja. Tenía toda la pinta de un futbolista. Se cierra la admisión, chicos, dijo La Nena. Ya tenemos a los dos competidores de la noche.   

¿Nos regalan sus nombres, amores?, preguntó La Nana. Daniel. ¿Y tú, papito? Michael. ¿Sus edades? Treinta y tres. Uy, dijo La Nana, estás viejo, papito. ¿Y tú, corazón? Veinte. El chibolo era guapo, blancón. La Nana y La Nena tenían ya a su favorito. ¿Desde dónde nos visitan?, continuó La Nana. De aquí del Cercado, dije yo. De La Rica Vicky, dijo Michael. ¡Me muero!, gritó La Nena. Varios de mis maridos han sido de La Rica Vicky. Te contaré, hermana, que ahí hay puro pingón. Se oyeron vivas y aplausos. Por eso tienes el poto bien abierto, comadre, replicó La Nana. Risas y aplausos. Envidiosa, dijo, afectada, La Nena.

Chicos, dijo La Nana, lo que tienen que hacer es muy fácil. Solo tienen que enseñarle la pinga a La Nena, nuestra estricta jueza, y ella dirá quién es nuestro Chala de la noche. La Nena se había sentado en medio del escenario. Tenía una toalla en las manos. ¿Quién quiere ser el primero? Michael dio un paso hacia La Nena. Aplausos para nuestro primer concursante, gritó La Nana. El índice de La Nena invitó a Michael a acercarse del todo. Cuando estuvo delante de ella, La Nana se acercó para rodearle la cintura con la toalla. La Nena sostuvo los extremos. Pusieron un reggaetón del cantante de moda. Michael se bajó el pantalón al compás de la canción. Los ojos de La Nena aprobaron lo que veían. Esa boca se desesperó por meterle una buena mamada. Hija, cuéntanos, cómo la tiene nuestro muchachito. Michael, que sostenía el micrófono de La Nena, se lo acercó a la boca. Nos falta ver al otro participante, pero creo que solo un burro arrecho le gana a Michael. Yo siempre lo he dicho; La Victoria es fábrica de pingones.

Fue mi turno. Tenía claro que estaba ahí por la promesa de sexo con la tetona. Pero veía muy difícil que pudiera ganarle a Michael; cuando no estaba excitado, la pinga se me ponía ridículamente pequeña. Y así la tenía mientras me colocaba delante de La Nena. La Nana se apresuró en rodearme la cintura con la toalla. Me pidió sostener el micrófono de su compañera. Pusieron la misma canción de hace un rato. Llevé las manos al botón del pantalón y no pude continuar. La Nena acercó su boca al micrófono y me alentó a seguir. Vamos, papi. A ver, aplausos para nuestro participante. El público aplaudió. Apagué el micrófono y lo guardé en uno de mis bolsillos. Me acerqué al oído de La Nena. La tengo chiquita cuando no estoy excitado. No fue necesario decir más. Me indicó sostener la toalla. Me desabrochó el pantalón. Me lo bajó. Hizo lo mismo con el bóxer. Cogió el micrófono y lo prendió. Amiga, este participante necesita respiración boca a boca para continuar en carrera. La gente celebró. La Nana dio su autorización. La jueza empezó a chupármela. Fue asqueroso. Ninguna de las dos era mínimamente agraciada; parecían dos voluminosos vigilantes de discoteca con peluca y vestido. Saqué la pinga de su boca y me subí el pantalón.

¿Qué pasó?, gritó La Nana. Su voz era la de un papagayo. Amiga, definitivamente gana Michael, dijo La Nena. La Nana corrió a ponerme el micrófono en la boca. ¿Qué pasó, papi? Como no respondí, me agarró los huevos por encima del pantalón. Uy, sí, aquí hay puro manicito. La gente estalló en carcajadas. Me puse rojo y bajé del escenario. Michael le mostró al público su cajón con seis cervezas.

Busqué, pero no encontré a mi tetona. Regresé al cuarto. Mi pinga nunca había estado en boca tan desagradable. Me la lavé varias veces en el baño. Eran casi las cuatro de la mañana. Me calateé y me tiré en el colchón.

Me desperté a las once de la mañana. Anoté en un cuaderno todos los incidentes de La Jarrita. Ese material me serviría para la novela. Regresé a La Perla, a casa de mamá. Pasé el resto del domingo al lado de mi hija. En la noche, la devolví con su mamá. No fue una tarea fácil; la bebe lloraba y había que ponerse fuerte para tranquilizarla. Amaba pasar tiempo en casa de su abuela, donde le permitíamos hacer lo que le diese la gana: comer papitas fritas, ver videos en YouTube. Regresé a Zepita.

Vibró el celular. Un mensaje en el Messenger. Era Karina; una amiga de Los Nogales, mi barrio de infancia y adolescencia. Fuimos enamorados por un par de semanas. Yo tenía diecinueve y ella tres años más. Fue la primera mujer con la que tiré sin pagar. Tras contestarle el saludo, la llamé. Le conté que vivía solo, en un cuartito en el Centro de Lima. ¿Por qué no te vienes?, le pregunté. ¿Ahorita?, dijo, divertida con la idea. Claro, ahorita. Lo pensó unos segundos. Ahorita no puedo, Dani. Créeme que me gustaría verte, pero ahorita es imposible. ¿Qué te parece mañana? Me parecía excelente. Quedamos así. Siempre que nos reencontrábamos, terminábamos tirando. Así eran las cosas con Karina; una chica del siglo XXI.  

Volvió a vibrar el celular. Otro mensaje en el Messenger. Era Daniela. Fuimos enamorados durante una semana en el 2014. Era ocho años más joven que yo. Amaba la poesía tanto como la vida. La Literatura nos unió durante esa semana. La llamé al celular. Le conté que me había separado de mi esposa y vivía en un cuarto en el Centro. Para estimular su curiosidad, le dije que la casona en la que me había instalado fue brevemente habitada por el poeta José María Eguren. Entonces, tendré que visitarte un día de estos, Chato. Había agarrado la costumbre de llamarme así; Chato.
                                              
Busqué un video porno en el celular. Googleé XNXX. Una milf le mamaba la pinga al amigo de su hijo mientras este hacía los deberes escolares en otra habitación de la casa. Eyaculé rápidamente. Me arrechaba con facilidad.

martes, 4 de octubre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 7


Del jueves 15 al viernes 16 de setiembre del 2016

Cogí un libro y salí del cuarto. Fui a La Jarrita. Siempre cabía la posibilidad de tirar gratis con una trava. Brother, saludé al portero del local. Causa, esto es un bar de travestis, me advirtió. Sí, ya sé, le dije. Entré. Una pareja conversaba en una mesa. Dos chelas, dos vasos. No hay ambiente, ¿no, brother?, le dije al portero. Así son los jueves, respondió.  

A dos casas de La Jarrita, se hallaba La Casona De Camaná. No sabía que existía. Se notaba que no era un bar de cabros. Entrada gratis, decía un cartelito. Un tipo flaco me esculcó antes de entrar. El lugar había sido el hogar de alguna vieja familia rica. Cada cuarto era el reino de un género musical: rock, reggaetón, salsa, electro.  

Me acodé en la barra del ambiente rockero. Pedí una cerveza. Prendí un cigarro. Me entregaron la cerveza. Leí. Era Los Señores, de Luis Alberto Sánchez. Isaías, hijo mayor de don Nicolás de Piérola, junto a unos matones, irrumpe en Palacio de Gobierno. A punta de balazos, secuestran al presidente Leguía y lo conducen hasta la Plaza de la Inquisición. Le obligan a firmar un documento en el que declara dimitir de la presidencia. Las cosas estaban más interesantes en el libro que en La Casona.

Un pata y dos flacas se aparecieron en la barra. Pidieron cervezas. Los tres eran gringuitos. Pitucos. Recibieron unas Coronas y se alejaron a un rincón del ambiente.

Leguía es liberado por un grupo de gendarmes. Varios muertos tapizan el suelo de la Plaza. El presidente, devuelto a su sillón, ordena perseguir a todos los pierolistas hijos de su madre.

Iba por mi tercera cerveza cuando alguien dijo: Hola, gente. Somos Koala. Hoy vamos a ofrecerles un tributo a Panda. Por Elena, antigua enamorada cuyas mamadas relaté en Latidos Del Asfalto, el único libro que había publicado en mi vida, conocía varias canciones de esa banda. Cerré la novela y me acerqué al escenario. Tocaron las canciones que me sabía de memoria. Las canté. Las grité. La Pilsen era mi micrófono. Luego de tres temas, tenía el bividí empapado de sudor. Una gringuita se movía junto a mí. Era una de las pitucas de la barra. Me miró. ¿Te gusta Panda? Asentí. El vocalista anunció una canción que yo desconocía. Era demasiado lenta. Regresé a la barra. Terminé mi cerveza y pedí otra. Continué leyendo. El concierto era un montón de canciones sin alma; lo peor de Panda.

¿Qué lees? Era la rubia de hacía ratito. Bebía una Corona. Era preciosa. Tenía unas tetas redonditas. Llevaba una pantaloneta ajustada a un culito trabajado en el gimnasio. Le mostré la tapa del libro. Es la primera vez que veo que alguien lee en una discoteca. Se echó un trago de la Corona. No tenía otra cosa que hacer, le dije. Fue una acotación estúpida. Ella sonrió. Ya sin entender lo que leía, me preguntaba por qué una chica así me estaba hablando. Permanecí en silencio; los ojos en el libro.  

Terminé la cerveza. Dejé la botella sobre la barra. Nos vemos, le dije. Espera. Su mano cubrió el rostro tatuado de Guy de Maupassant en mi brazo izquierdo. Nos miramos. ¿Puedo darte un beso? Disimulé mi sorpresa. ¿Era cierto eso? ¿Una pituca quería chapar conmigo? Seguro no era tan pituca. Debía decir algo que sonase inteligente y liviano. La respuesta equivocada destruiría sus intenciones. ¿Solo uno?, se me ocurrió. Volvió a sonreír y me besó. Fue un beso largo. Nuestras lenguas se enredaron. Se me paró la pinga. Despacio, se la arrimé al cuerpo. Cuando la sintió, terminó el beso. ¿La había ofendido? ¿Qué fue eso?, preguntó. ¿Qué fue qué?, me hice el cojudo. Olvídalo. Besas rico. No te pierdas. Nos vemos. Bye. Regresó con sus amigos.

Caminé a mi cuarto. Eran las dos y media de la madrugada. Estaba agotado. Me calateé y me derrumbé en el colchón.  

sábado, 24 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 6


Del lunes 12 al miércoles 14 de setiembre del 2016

Antes de acostarme, subí al blog el primer capítulo de la novela. Lo escribí en una cabina de internet en La Colmena. Contra lo que creí, no le generó ninguna molestia a Rosario.

Patricia Gibellini era la nueva asistente de Jean Carlo. Era bastante guapa, pero le faltaban culo y tetas. La conocí la mañana del martes. Jean Carlo aún no regresaba de Chiclayo. Uy, pero él me dijo que viniera hoy. Decidió que le hablaría por teléfono. Nos vemos, me dijo. Un gusto conocerte.  

Poco antes de regresar a casa, llamé a Rosario. Quería verla. Ya, yo también quiero verte. Te caigo a eso de las diez u once. Te confirmo.

Salí temprano del trabajo. Me detuve en Wilson. Pregunté por mi laptop. La gordita se deshizo en disculpas. Amigo, lo que pasa es que mi contacto recién ha encontrado la pieza que necesito para reparar tu computadora, pero estará en Lima todavía en un mes. ¿Tanto? Sí, amigo. La gordita había tenido cuatro días para desarmar mi laptop a su antojo. Nadie más querría repararla. No me quedaba alternativa. Está bien, regreso en un mes.  

La esperé en Quilca, a las afueras de una de las estaciones del Metropolitano. Venía de la UPC. Había tenido un día infortunado con la ropa y su cabello. Parecía una bruja. Caminamos a mi cuarto. Compramos un par de cervezas heladas. Nos tiramos en el colchón. Abrí las botellas. Bebimos. En su celular, vimos algunos videos que, sabía yo, harían que se cagase de la risa. Cuando terminamos las cervezas, apagamos todo. Nos desvestimos. Mientras se la metía, le chupaba las tetas. Eran mi debilidad. Eyaculé al poco rato. Antes de quedarme dormido, le pedí que me despertase temprano; el decano de la UNI quería reunirse con Jean Carlo. Como no estaba, debía ir yo.

El decano de la UNI resultó ser Jorge Huayta. Era bajo, muy trigueño, tímido, las manos siempre sudorosas. Lo había conocido en el 2014, en Julcani, mina en la que yo trabajaba como jefe de ventilación. El superintendente de Planeamiento, mi jefe, muy amigo de Huayta, lo contrató para que efectuase un estudio de ventilación. Lo que nos entregó fue una mierda. Su informe terminó en el tacho de basura. Parecía que cualquiera podía ser decano.

La reunión fue corta. Querían conectarle un variador de frecuencia al ventilador que les vendió Jean Carlo. Pero aún no había electricidad en el laboratorio donde el ventilador seguía cubriéndose de polvo. Mil disculpas, Daniel; los vamos a llamar en cuanto solucionemos este inconveniente. En serio, ¿cómo había llegado este insecto al decanato?

Decidí tomarme el resto del día. Había hallado una lavandería en el mismo Zepita, a una cuadra de mi cuarto. Les dejé una bolsa de ropa sucia. La dependienta, una gordita de pelo pintado, pesó la bolsa. Siete soles, amigo. Le pagué. Recógela mañana. ¿No había problema si la recogía el sábado? Tenía que trabajar al día siguiente. No, amigo, no hay problema. Le pregunté por el letrerito que colgaba cerca de su balanza: No se admiten prendas íntimas. En mi bolsa, había siete bóxers y siete pares de medias blancas. Ese letrero es para los travestis que vienen aquí. Sabrá Dios qué enfermedades tendrán en esos calzones. A ellos no les acepto ninguna prenda interior.

Fui a la calle Capón. Compré más bóxers, medias y polos. Lo necesario para la semana. Regresé sudando al cuarto. Sudaba mucho, incluso en invierno. Me sudaban la espalda, el pecho, los huevos y el culo. Me bañé. Cogí un libro. Tenía una prosa fulminante. Me durmió al instante.

jueves, 22 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 5

Del domingo 11 al lunes 12 de setiembre del 2016

Ricardo configuró los variadores de frecuencia, unos aparatos que regulaban el consumo de energía de los ventiladores. Terminó el trabajo en veinte minutos. Jean Carlo le comunicó a Luciano que todo estaba listo. Queríamos irnos pronto. Era lo atractivo de este trabajo: viajabas, te quedabas unas horas en el proyecto, y regresabas a la ciudad. Muy diferente de la esclavitud del sistema minero.

No tan rápido, dijo Luciano. Quería que Ricardo programara los variadores en un modo para el cual no habían sido diseñados. Ricardo lo intentó. Llegó la hora del almuerzo y Ricardo seguía intentándolo. Jean Carlo se sacaba fotos al lado de sus ventiladores. Vamos a mangiare, dijo Luciano. Después, continúas, le dijo a Ricardo. Los obreros treparon en una van. Luciano y su chofer lideraron el camino. Nosotros fuimos a la zaga. Un obrero, que no alcanzó cupo en la van, nos pidió un aventón. Se acomodó atrás. Se llamaba Clemente. Disculpe, ingeniero, le dijo a Jean Carlo, que conducía, ¿ustedes qué ven aquí? Veíamos la ventilación. Ah, ya. ¿Se quedan mucho tiempo? No, hoy mismo nos regresábamos a Lima. Quién como ustedes, inge; acá nosotros trabajamos treinta y cinco días y solo descansamos siete. Encima, ni nos pagan los descansos. Los ingenieros acá son bien ratas. En el proyecto que teníamos en Ica, los ingenieros pasaban vida. No había fin de semana que no se emborracharan. En cambio, a mis compañeros nos detectaban un poco de aliento y nos botaban como perros. Contó más historias; como la del ingeniero de seguridad que se emborrachó en su cuarto con la chica del servicio de lavandería. Habían tomado cerveza, vino, pisco. Al día siguiente, todo el mundo se preguntaba dónde estaba el ingeniero; no se había presentado a ninguna de las reuniones de trabajo que solía presidir. Lo buscaron. Lo hallaron en su cuarto, desnudo, roncando, con la mujer al lado. El cuarto entero olía a alcohol, a semen, a vómitos. La chica fue expulsada de la empresa. El ingeniero solo recibió una amonestación escrita.

Clemente nos contó de los accidentes que habían enlutado a los proyectos de la empresa. Había una señorita bien simpática, no me acuerdo su nombre, que trabajaba en el área de Comunidades. Una vez hubo un problema con la comunidad. Habían bloqueado la carretera para protestar. Entonces, esta chica fue al pueblo para reunirse con los dirigentes. Viajó en una camioneta de la empresa. Ella iba en el asiento de atrás, trabajando en su computadora, creo. En eso llegan al tramo que la empresa estaba construyendo, en la ladera de una montaña. Estaban doblando una curva cuando de lo alto cae una piedra de este tamañito, vea; así, no más, era la piedrita, pero con la fuerza de la caída atravesó el techo del carro y se hundió en la cabeza del chofer. El pata mancó en una. Pucha que la chica se controló; nervios de acero tenía, no se asustó, y lo primero que hizo fue lanzarse por la puerta que tenía al lado. Imagínese que ella salta y el carro al siguiente segundo se fue derechito al abismo. Había más relatos. Gente que moría decapitada, sin piernas, sin brazos. La empresa demoraba en pagar las indemnizaciones. Treinta mil dólares valía la vida de un obrero. Si el cuerpo no era encontrado en el accidente, como pasó con dos chamberos a los que se llevó el río, los deudos no veían ni un centavo.

Luego del almuerzo, regresamos a la obra. Yo solo pensaba en volver a Lima. Ricardo continuó intentando cumplir el pedido de Luciano. Dieron las cuatro de la tarde y no conseguía resultado alguno. Los mosquitos del lugar, unos insectos medio verdes, gordos y peludos, se pegaban a la piel. Cuando los sentías, ya era demasiado tarde; te dejaban un chupazo. Ricardo, acaba rápido, carajo. A las cuatro y cuarto, se dio por vencido. No quiero malograr los variadores, Jean Carlo. Mejor, me gustaría probar lo que quiere el gringo con los que tenemos en Lima. Además, Luciano quiere esa vaina para cuando el túnel llegue a los dos kilómetros, y ahorita no llevan ni doscientos metros. Tenemos bastante tiempo para hacer las pruebas con calma. Dile eso al gringo, por favor, que le vamos a dar la solución en las próximas semanas. Luciano entendió. Al fin y al cabo, el propósito inicial de la visita –configurar los variadores- fue conseguido. Nos despedimos. Partimos hacia Lima.

Hicimos una parada en Sondorillo. Eran las nueve de la noche. Compramos panes y gaseosas. Tres horas después, estábamos en Pacasmayo. Ricardo y yo tomamos un bus a Lima. Jean Carlo se quedaba con su familia. Regresaría a la oficina en los próximos días. El viaje fue largo. Era la una de la tarde, cuando llegamos a Lima.


La agencia estaba a pocos pasos de Polvos Azules. Caminé hasta allí. Me compré unas Supra. Acompañarían a mis Adidas. También, unas mancuernas para ejercitar los brazos. Tomé un taxi a Zepita.  





Me rondaba el temor de hallar el cuarto desvalijado. Pero todo estaba en su lugar. Me convencí, finalmente, de que era un lugar seguro. Acomodé mis nuevas adquisiciones. Me bañé. El agua estuvo rica. Decidí que empezaría a escribir la novela La iría publicando en mi blog, capítulo a capítulo hasta terminarla. Tenía el nombre: El Solitario De Zepita.

martes, 20 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 4

Del viernes 09 al domingo 11 de setiembre del 2016

Partimos a las nueve de la noche. Jean Carlo y Ricardo, el técnico electricista, hicieron turnos para manejar la camioneta. Yo tenía brevete, pero no sabía conducir. Me lo habían solicitado hacía seis años para que me admitieran en una empresa minera. Tuve que coimear para obtenerlo.   

Unos metros después del control vehicular de Ancón, nos detuvo un policía. Ricardo manejaba. Putamadre, murmuró Jean Carlo, desde el asiento de atrás, flanqueado por su esposa e hija, que viajaban a Pacasmayo. Nosotros continuaríamos hasta el proyecto, en Piura. Ricardo, los papeles están en la guantera.

El policía se acercó a la camioneta. Pidió los papeles. Los examinó ¿Quién es Jean Carlo Caballero? Yo, jefe, dijo Jean Carlo, asomando la cabeza para que el oficial pudiera verlo. ¿Sabía que este permiso de lunas polarizadas le autoriza solo usted la conducción del vehículo? ¿Lo sabía? Sí, jefe, solo que… Entonces, ¿por qué está manejando este señor? No, jefe, lo que pasa es que yo estaba descansando un ratito porque nos estamos yendo hasta… Bájese del auto. Vamos a tener que llevarlo a la comisaría. El policía se alejó de la ventana. Se ubicó en la parte posterior. Putamadre, volvió a decir Jean Carlo. No hables lisuras, oye, lo amonestó su mujer. Sin hacerle caso, sacó un par de billetes de su bolsillo. Ya vengo; voy a arreglar con ese huevón.

Listo, dijo Jean Carlo. Yo manejo, le dijo a Ricardo. El tombo me avisó que por el Óvalo de Huacho hay otro operativo. Una vez que lo pasemos, manejas tú otra vez.

Dormí bien toda la noche. Era una ventaja no saber conducir. Nos detuvimos en un grifo. Estábamos en Pacasmayo. Ricardo y yo bajamos del auto. Tómense un desayuno y yo regreso por ustedes. Voy a dejar a mi esposa aquí en la casa de su mamá. Toma, me extendió la tarjeta de débito de la empresa; para que pagues el desayuno. Coman bien, ah.


Regresó al cabo de cuarenta minutos. Reanudamos el viaje. Al mediodía, llegamos a Olmos. Buscamos un restaurante. Solo encontramos pobreza y desolación. El intenso calor acentuaba la miseria. Los pocos lugares que ofrecían comida eran penosos; chabolas de esteras y un escuadrón de moscas escoltando el ingreso. Por alguna razón, Jean Carlo no encendía el aire acondicionado de la camioneta. Yo vestía un polo de manga larga. Sudaba. Deseé quitármelo. Pero no podía; quedarían al descubierto mis tatuajes. Podría perder mi trabajo.



Hallamos un lugar más o menos decente. Los dueños estaban sentados en el piso de la entrada. Eran un hombre gordo, su esposa y un par de muchachitos. No parecían muy incómodos con las moscas que sobrevolaban sus cabezas. Al ver que nos aproximábamos, se levantaron para recibirnos. Bienvenidos. Los chibolos salieron disparados persiguiendo una gallina. Estaban descalzos. Una joven embarazada fue la encargada de leernos el menú y tomar nuestra orden. Pedimos lo mismo; pollo horneado con arroz blanco. ¿De tomar? Una Inka Kola bien helada. 




Un perro se me acercó. Se sentó en el suelo. Me miró. Quería comer. Tenía el hocico alargado. Lo vi bien. Era una perra. Tenía varios pezones. Gruesos. Apuntaban al suelo. Se le veía las costillas. Me dio pena. Sus ojos eran parecidos a los de mi esposa; el hocico era idéntico a su nariz larga. Sentí que me miraba ella y no el animal. Cuando llegó nuestro pedido, sin que Jean Carlo ni Ricardo lo notasen, le arrojé mi presa. Se la tragó de un bocado. Movía la cola con dificultad. Estaba débil, pero agradecida.

Dos horas después, llegamos a Canchaque, un pueblito piurano en el que se ubicaba la oficina principal de la constructora. Se trataba de un modesto hotelito de dos pisos convertido en una serie de despachos. Nos recibió Luciano Brasca, el ingeniero italiano a cargo del proyecto. Era delgado, algo encorvado, rubio. Se estaba quedando calvo. Fumaba. Nos largó un discurso sobre los funcionarios piuranos. Solo servían para ponerles trabas a los proyectos. Papeleo tras papeleo. En Italia hacemos las cosas speditamente. Acá le dan vuelta a tutto, ¡joder! Ya han pasado seis meses y hasta ahorita no puedo perforar mi túnel. Yo quiero dejar esta merda lista y largarme a otro proyecto en Cuba. No puedo estar cuatro annos detrás de un tunnel di merda. Bueno, basta de parlare. Vamos al campamento del proyecto para que pasen la induzione de seguridad.

Luciano y su chófer treparon en una camioneta. Condujimos detrás de ellos. Íbamos por una trocha angosta y serpenteante. A un lado, teníamos un abismo de proporciones. Ese camino nos llevaría desde los quinientos metros en que se hallaba Canchaque hasta los cuatro mil doscientos del proyecto. La neblina y el crepúsculo se convirtieron en un riesgo para nuestras vidas. Jean Carlo nunca había conducido por ese tipo de caminos. Le temblaban las manos. Tenía los ojos bien abiertos, como a punto de reventar. Un bus interprovincial se apareció repentinamente rompiendo la neblina. Iba a toda prisa, como huyendo de la policía. Jean Carlo torció el timón a la derecha y logró esquivar al bus que, cual asteroide, se nos venía encima. ¡Hijo de puta!, gritó. Sus reflejos nos habían salvado. Estuvimos a punto de morir y aún no escribía la novela que me perseguía desde hacía un tiempo. Si regresaba con vida a Lima, empezaría a escribirla. Contaría que un exalumno de la Católica, casado, con hija, y un trabajo respetable, tiraba con travestis. Rosario, mi esposa, mi familia, mis amigos se escandalizarían, pero ya no me importaba. ¿No se escandalizó también el París del siglo XIX cuando apareció Madame Bovary? ¿Y quién recordaba siquiera a alguno de los moralizadores que censuraron la novela? Nadie. Solo pervivía la figura del escritor, de Flaubert.

Eran las seis cuando llegamos al campamento del proyecto. Virgilio, el ingeniero de seguridad de la constructora, nos daría la inducción. Éramos un grupo de siete contratistas. Hicimos un semicírculo en el patio de tierra del local. Bueno, dijo Virgilio, asumo que todos estamos bien de salud; sino no estaríamos aquí. Con eso hemos concluido el chequeo médico. Así, al ojímetro, no más. Se rio. Con respecto a la charla de seguridad, será rápida, como le gusta al ingeniero Luciano. Primero, tengan cuidado con las bestias que manejan los buses interprovinciales en los caminos hasta aquí. Esos te meten el carro, no más. No les importa nada, ni sus propias vidas. Tengan cuidado. En segundo lugar, en la obra, es obligatorio el uso de casco, zapatos de punta de acero y lentes de seguridad. Si van a manipular algo, no olviden ponerse sus guantes de cuero. Y, tercero, siempre vean por dónde pasan los equipos; debemos evitar atropellar y ser atropellados. Buena suerte. Fue una de las inducciones de seguridad más rápida de la industria. Firmamos un registro. La visita al túnel será mañana. A las siete, partimos de acá, agregó Virgilio.

¿Hay algún alojamiento por aquí?, preguntó Jean Carlo. No había. Todas las casas y los poquísimos hospedajes del lugar habían sido alquilados por la constructora para su personal. Solo quedaba ir a Huancabamba, el pueblo más grande y moderno de la zona. ¿Cómo se llega allá?, volvió a preguntar Jean Carlo, asustado ante la posibilidad de volver a toparse con otros buses interprovinciales. Nosotros vamos para allá, dijo un joven que pertenecía a una empresa proveedora de cemento. Sígannos.

Huancabamba estaba a media hora del campamento. Nos alojamos en el hotel más decente del pueblo; un edificio de cuatro pisos. La única habitación libre en el primer piso fue para Jean Carlo. A Ricardo y a mí nos tocó la 405 y la 401, respectivamente. Dejamos las mochilas y fuimos a cenar.

Antes de dormir, acordamos encontrarnos en el vestíbulo a las seis de la mañana, listos para regresar al campamento.

El baño tenía agua caliente. Me bañé. Me sequé las bolas, los pies, el culo y la cabeza viendo los noticieros de la tele. Apagué la luz y me cubrí con la colcha. Cogí el celular y busqué una porno. Dos tetonas veinteañeras se la chupaban a un moreno basquetbolista. El negro, con sus dedos largos como patas de tarántula, les pellizcaba los pezones. La pinga del negro les inflaba los cachetes. Imaginé que me la chupaban a mí. Me vine en un pedazo de papel higiénico. Dormí tranquilo.

A las tres de la mañana, un temblor despertó al hotel. El edificio se movió durante sesenta segundos. Las paredes parecían de papel. Permanecí acostado, esperando estoicamente el momento en que el techo me cayera encima. Era otro aviso de la muerte. Si me salvaba de esta, empezaría a escribir y publicar la novela.