domingo, 17 de diciembre de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 26


Del jueves 06 al viernes 07 de octubre del 2016

La cuestión está en la rodilla. Baudelaire (lo cuenta Proust) amaba las rodillas femeninas. Amaba, quizás, en la mujer, lo que tiene de menos femenino, esos momentos de su cuerpo en que asoma el hombre que pudo ser, un fantasma varón o un fantasma de varón. No diremos, ingenuamente, que de esto pueda deducirse un trasunto de homosexualidad baudeleriana. Más bien, en la fascinación por el nudo en que se destrenza o se trenza la posible e imposible dualidad sexual de una criatura, descubrimos la inquietud por el enigma mismo de la sexualidad.

Francisco Umbral – Tratado De Perversiones

Les invité un pollo a la brasa. La bebe se divirtió. Era lo único que me importaba. Ahora, rondo Peñaloza en busca de Jazmín, una de las chicas más despampanantes del lugar, con quien ya tiré en un par de ocasiones.   

No es fácil. Una voz me pide terminar el día sanamente; abortar la búsqueda de Jazmín. Pero yo continuo. Quiero estrujarle las tetas, amasarle el culo, meterle la pinga, gozar, chupársela… ¿Me atrevería a esto último? 

Jazmín no está en Peñaloza. Es inútil buscarla en Piérola. Jamás se ofrece por Chancay. Siempre lo hace en Peñaloza. Pero no está. No está en ninguna parte y yo estoy muy arrecho. Tengo su número. Puedo llamarla. Pero no me atrevo. Lo haría si supiera que está en Peñaloza y que ella misma me contestará; ella y no otra persona. La llamaría para reservarla, para que otro no se me adelante mientras salgo del cuarto y camino hasta Peñaloza. De otro modo, prefiero no llamarla. ¿Por qué? Porque puede estar con su marido. Los novios de las tracas generalmente son sicarios o narcotraficantes. No quiero que una llamada mía los sorprenda en pleno acto. Imagino a su marido, furioso, exigiéndole explicaciones. Quién es ese huevón que te llama. Si descubro quién es, le corto los huevos. No quiero que me corten los huevos.

Nunca lo he hecho, pero la idea no me resulta repulsiva. Por el contrario, me atrae y me arrecha. Es una de mis más secretas fantasías. Hablo de chuparle la pinga a una traca; el clítoris del siglo veintiuno.     

En Chancay, veo dos hermosos ejemplares. Me pregunto por qué no se ofrecen en Peñaloza. En Chancay, hay mucha luz, tráfico, gente. No puedo arriesgarme a que alguien me vea transando por sexo; mucho menos con una traca. Así que vuelvo a Peñaloza. No está Jazmín ni nadie que remotamente le iguale los atributos. Me desespero: quiero cachar y no hay con quien. 

Son ya las doce. He caminado hasta el jirón Washington en busca de un reemplazo de Jazmín. Hasta hacía un año, en esta calle, uno podía encontrar dos que tres mamasotas. Hoy, no hay nadie. Las tracas abandonaron estos predios y se mandaron a mudar.

Resurgen los sentimientos de culpa. Veo a mi hija disfrutar de sus papitas; la escena familiar sin peleas y sin gritos; mi esposa desmenuzándome el pollo, sirviéndome la Inka Kola. No puedo terminar el día tirándome a un cabro; no si hace poco he besado y abrazado a mi niña.

Regreso al cuarto. Me echo en el colchón. A pesar de que anoche tiré con Rosario, siento la necesidad de hacerle el amor a un cuerpo prohibido, más desmesurado, peligroso y hechicero. Tengo la pinga dura. Hay una manera de calmarla. Cojo el celular y entro en el blog que Rosario creo exclusivamente para nosotros. Allí, entre algunos poemas suyos, cuelga los videos que nos hicimos tirando. En el celular que me robaron, los vídeos eran mucho más explícitos, como que yo los había dirigido. En los del blog, solo hay chupadas de pinga. Ubico la que me dio en un hotel de Barranco, luego de que acudimos a un concierto en el que terminé con un tajo en la muñeca izquierda. Así, sangrando, hicimos el amor. En el video, no se ven ni el tajo ni la sangre, pero sí la boca de Rosario atragantándose con mi trozo. Me corro la paja. Eyaculo en menos de un minuto. Por fin, se me aquietan los ánimos. Duermo.

Al día siguiente, en la oficina, luego del almuerzo, Patricia se acerca a mi escritorio. ¿Me harías un masaje? Nos sostenemos la mirada. Me gusta. Le haría más que unos masajes.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 25

Del martes 04 al miércoles 05 de octubre del 2016

¿Qué cualidades le exige usted a su colchón?

Georges Perec – Las Cosas. Una Historia De Los Años Sesenta

Publiqué el capítulo siete. Rosario lo leyó. Me llamó. Lloraba. ¿Cómo pudiste estar con otra chica? No le contesté. No tenía nada que decirle. No quiero saber nada de ti, explotó. 

Cuando llegué al cuarto, encontré el colchón desinflado. Lo revisé. Hallé el problema. Un agujero en una de las junturas. Solucioné el inconveniente con capas de gutapercha.

Recibí un mensaje de mi esposa. No podría ver a la bebe sino hasta el jueves. El mensaje me descorazonó. Me había ilusionado con verla al día siguiente.

La bebe no crecía conmigo. Lo hacía al lado de mi esposa y de Melina, su pareja. Me había ganado tal castigo. Mi esposa, meses antes de que me botara de la casa, descubrió unos mensajes en mi cuenta; no los que sostuve con Rosario, que, de por sí, eran incriminantes, sino los que intercambié con Daniela, mi prima, que, aunque pocos, resultaban bastante explícitos.

Los mensajes eran de este tenor: Quiero meterte la pinga. Quiero que me des esa chuchita rica. Dime en qué hotel estás para caerte al toque. En mi defensa, pude haber dicho que esos correos eran de la época en que me separé de mi esposa y salí con Daniela. Puesto que quería tomar las cosas en serio, me fui de la casa y busqué refugio en la de mi madre. Lo de Daniela terminó pronto. Me aburrí, supongo. Regresé con mi esposa, pero nunca borré los mensajes. En fin, era culpable. Si bien no por lo de Daniela, sí por lo de Rosario. No le jugué derecho a ninguna de las tres.

Luego del incidente de los mensajes, mi esposa me desechó sentimentalmente. Conoció a Melina. Se enamoraron. Cuando descubrí sus amoríos, me reclamó, con todo el derecho del mundo, que merecía ser feliz. A los pocos días, Melina se mudó a la casa y yo al cuartito de Zepita.     

Apagué la luz y me eché en el colchón. Lloré por mi hija. Fuera de mis desmanes, me pesaba que la bebe creciera sin mí, que yo creciera sin ella. Si Dios existía, ¿por qué no desaparecía a mi esposa del mapa? Pensamientos así de toscos me surgían del dolor.

La imaginé a mi lado. Espérame hasta el jueves, amor. Iré por ti sin falta. Saldré muy temprano del trabajo. Me escaparé. Manejaré la bicicleta con todas mis fuerzas para verte más tiempo, mi amor. Espérame. El sueño y el llanto me vencieron. Dormí.

Amanezco prácticamente en el piso. El colchón se ha desinflado durante la madrugada. Qué huevada. Tengo dos mensajes en el Whatsapp. Uno es de Rosario. Vuelve a enumerar los sacrificios que hizo por nuestra relación. Me pide que no le escriba ni la llame más. El otro es de Karina. Ha leído el capítulo siete de la novela. Eres un loco, Danny.

Mientras me visto, chateo con ella. ¿Es verdad todo lo que escribes? No quiero desilusionarla. Sí, es verdad. Y vas a salir en los próximos capítulos. Me dice que, cuando salga, le mande el link para publicarlo en su página de Facebook. Rosario me escribe. ¿Con quién estás hablando? Te veo en línea. Le digo que con nadie. Me pongo el casco. Lo aseguro. Estás hablando con la perra de Karina, ¿no? Rosario sí que tiene un sexto sentido. Le digo que sí. Eres un maldito. No te importa que me aleje de tu vida. No te importa perderme. Le digo que Karina ha leído el capítulo siete y lo ha tomado con gracia. Se ha hecho fan de mi novela y me ha dicho que va a venir a mi cuarto en la noche para felicitarme. Rosario se enoja. Me descarga su ira en varios mensajes. No, Daniel, de ninguna manera vas a meter a esa perra en tu cuarto. Yo voy a verte hoy en la noche. Así que ya sabes. Más te vale que Karina ni se aparezca. Le digo que no venga, que no voy a estar. Si vienes, te jodes porque nadie te va a abrir la puerta. ¿Se te ha ocurrido que puedo tirar con Karina en un hotel y no en mi cuarto? Rosario me llama. Contesto. Está llorando. ¿Por qué eres así conmigo, Daniel? Porque eres muy celosa, quiero decirle; pero no lo hago. Además, ¿no se suponía que me había terminado? ¿No me había exigido que no le escribiese ni la llamase?

No hay trabajo en la oficina; mejor dicho, no hay trabajo para mí. Sin embargo, los ventiladores se venden bastante bien. Quien sí tiene chamba es Patricia. Recibe las órdenes de compra, las facturas y las guías de remisión; las archiva y verifica que los pagos se efectúen en los plazos establecidos.

Jean Carlo y Victorio fugan temprano. Yo me quito unos minutos después. Patricia es la única persona que cumple puntillosamente el horario.

Había decidido comprarme un colchón de verdad, con resortes y espuma. Luego de bañarme, voy a Sodimac. Compro el primer colchón de plaza y media que se cruza en mi camino.

El personal de Sodimac no me ayuda a cargar el colchón hasta la avenida Tacna. Lo cargo yo mismo. Paro un taxi. El conductor, diligentemente, trepa el colchón en el lomo de su vehículo y lo asegura con una soga. A pesar de que serán escasas cuadras de viaje, el taxista me cobra quince soles. Ni modo. Acepto. En dos minutos, llegamos al destino. El taxista desmonta el colchón y lo deja sobre la vereda. Yo mismo, sudando como un puerco, me encargo de subirlo al cuarto.

El colchón inflable está cerca de la puerta, hecho mierda. Tiene muchos recuerdos encima. Ha visto correr mi semen y distintas mujeres lo han ungido con sus fluidos vaginales. Quiero conservarlo, pero violaría la consigna de no acumular basura en el cuarto. Cojo una tijera y lo apuñalo. Queda completamente sin aire. Lo enrollo. Lo pongo bajo el brazo y salgo a la calle. Camino un par de cuadras y lo tiro al pie de un poste de alumbrado público, donde la gente acumula su basura. 

Rosario llega a las diez. Me llama. Estoy abajo. Ábreme la puerta. Más te vale que la perra de Karina no esté ahí contigo. Ábreme, Daniel. Corto. Miro a mi alrededor. Tengo un colchón nuevo que espera recibir pronto el cuerpo de una mujer. Rosario vuelve a llamar.

Hace falta cerveza. Cojo algo de dinero, mi mochila, y bajo las escaleras. Abro la puerta. Ahí está Rosario, súper encabronada. 

domingo, 26 de noviembre de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 24

Lunes 03 de octubre del 2016

Es cierto que escribo sobre mí mismo
¿A quién otro conozco mejor?

Allen Ginsberg –Tema Objetivo

Voy a casa de Elena, una ex enamorada a la que no veo hace mucho tiempo. Voy con las esperanzas de tirármela. En el cuento Dinero, del libro que publiqué en el 2010, relaté un episodio de nuestra relación, un episodio bochornoso primero y glorioso después. Bochornoso porque no tuve dinero para pagarle la entrada a una discoteca ni para cancelar el taxi que nos llevó de regreso a Los Olivos. Glorioso porque, en ese taxi, que ella terminó pagando, me chupó la pinga en el asiento de atrás.

Elena vive en el departamento de su primo, un ingeniero de minas acostumbrado a trapear el piso con la gente. En sus descansos en Lima, descarga su malhumor en Elena. Ella debe soportar el vendaval; no tiene opción: vive gratis en el departamento. Elena dejó Huánuco para estudiar Medicina en Lima. Cuando la conocí, en el 2007, estudiaba Obstetricia. Terminó la carrera y no tuvo suerte con los empleos. Con un hijo que sostener, y ante la ausencia del padre, decidió estudiar Medicina, con la esperanza de que el panorama laboral le resultase más auspicioso.

Llegaba al cuarto cuando recibí unos mensajes de Elena. Me pedía que la ayudara con una tarea de la universidad. Es un tema de Física. No lo entiendo por más que trato. ¿Crees que puedas venir a ayudarme? Lo pensé un poco antes de contestarle. Había tenido una mañana larguísima. Nos habían citado, a mi hermano y a mí, para cerrar el contrato de un estudio de ventilación. Nos citaron a las ocho y abandonamos el edificio de la consultora interesada seis horas después, aburridos y con hambre; pero con el botín prácticamente en nuestros bolsillos. Antes de la entrevista, tuve que sacarme los aros del labio.   

¿Y si Elena quiere tirar conmigo? ¿Si lo de enseñarle Física es solo un pretexto para reunirnos? Me había dado la dirección del departamento de su primo; en la cuadra veinticinco de la avenida Salaverry. No estábamos tan lejos. Calculé el tiempo que me tomaría bañarme y quedar listo para verla. Ok. Llego en media hora, le contesté.

El edificio está en una zona tranquila de Jesús María, enfrente de un parque de árboles enormes. Abro una puerta de vidrio y paso a la recepción. Un cholo viejo, de piel extremadamente marrón, ve un programa de televisión sentado detrás de un mostrador. Buenas noches, lo saludo. El tipo ve mis brazos tatuados. Recela. El tono de mi voz y mis maneras educadas le remueven la duda. Asume que soy el hijo de uno de esos ricachones que les complacen a sus vástagos cualquier tipo de extravagancia, como la de tatuarse los brazos. Sí, joven, ¿a quién busca?, me pregunta. Se muestra amable. Sonríe. Es mejor llevarse bien con los niños engreídos de papá. A Elena Rojas. Le doy el número del apartamento. El tipo baja el volumen del televisor y levanta el auricular de un teléfono negro. Marca unos números. Espera. Habla, supongo que con Elena. Un jovencito la está buscando. Me mira. ¿Su nombre? Le doy mi nombre. Correcto, joven, dice, tras colgar. Vaya por el ascensor, a su derecha. Piso ocho.        

Elena me espera en la puerta del 802. Hola, Dani; pasa. Nos saludamos. Besos en la mejilla. ¿Deseas algo de tomar? Hay cerveza, gaseosa, jugos. Hablaba como si el departamento y las bebidas le perteneciesen. Se sentía una diva. El lugar era pequeño. Pocos adornos en la sala. Sillones de cuero, un televisor de pantalla plana, un equipo de sonido. Sobre una mesita de vidrio, rodeada por los sillones, se despliegan unos fragmentos de roca. Unos cartelitos nombran cada pedazo y las minas de su procedencia. Típica huevada del minero fanático: coleccionar piedras.

Me lleva a la habitación en donde le ayudaré con la Física. Ella la llamó “el estudio”. Dani, vamos al estudio, dijo. Quise reírme, pero me contuve. Le miro el culo. Ha desaparecido; no queda ni rastro del que lamí hace mucho tiempo. En el estudio, hay una mesa larga, llena de papeles, pegada a una de las paredes. En un extremo, reposa una computadora de pantalla plana. Arriba de la mesa, hay una repisa, también repleta de papeles. Elena se sienta enfrente de la computadora; yo, a su lado. Reubico algunos papeles para crearme un espacio de trabajo. Dejo mi mochila en el suelo alfombrado. Elena me alcanza unos papeles que tiene cerca. Ayúdame con esto, Dani. No entiendo nada, alucina. Tiene las uñas bien pintadas. Tomo los papeles y analizo el contenido. Ella se desenchufa rápidamente. Asume que resolveré todos sus problemas. Le sonríe a la pantalla. Chatea en el Facebook.

En diez minutos, entiendo lo que ella no. Suspende sus chats y me presta atención. A ti sí te entiendo, Dani. Deberías enseñarnos en la universidad. No seas cojuda, esta huevada la puede enseñar y la puede entender cualquier huevón.

Dejo que ella resuelva los últimos cinco problemas. Le echo un vistazo a mi celular. Hay una llamada perdida de Rosario. No, hoy no tengo ganas de verte; hoy tiraré con Elena. Son casi las diez de la noche. Estoy seguro de que me invitará a pasar la noche en su departamento; beberemos algunas cervezas; cansados, algo ebrios, nos echaremos en el sofá. Una cosa llevará a la otra y, en el momento menos pensado, estaremos cachando a forro, recordando viejos tiempos. 

No sucede nada de lo que he planeado. Terminados los ejercicios, Elena me despacha. Me da las gracias y un beso apurado en el cachete. Hija de puta. Afuera hace frío. Camino hasta Salaverry. Tomo un bus al Centro. Bajo en 28 de Julio. Decido caminar hasta Zepita. Escucho Doble Nueve. La música se interrumpe. Es una llamada. Es Rosario. Contesto. Se disculpa por el incidente del sábado. Te he estado llamando, ¿por qué no me contestabas? Le digo que estoy en el Centro, caminando a mi cuarto. Retoma sus disculpas. Yo no reacciono así. No soy violenta. Su voz me acompaña las decenas de cuadras que atravieso raudamente. Quizá podamos vernos pronto, me dice. Quizá, le digo.    

Llego a Zepita. Jaime está parado en el portal de su tienda. La cagada. Me va a decir algo. El huevón siempre cierra a las once. Ahora, son casi las doce y el idiota aún está ahí, los brazos cruzados, la cara avinagrada. Me ve. Lo miro. Lo saludo. Enseguida, inserto la llave en la puerta de la casa. De reojo, lo veo cruzar la pista. Viene hacia mí. Acelero el proceso. La llave se me traba. Carajo. Es tarde. Ya lo tengo encima. Daniel, me dice, serio como el culo de un obispo. Pongo cara de tonto, de inocente, de yo no fui. Daniel, ¿qué pasó el sábado? Entiendo; los vecinos le fueron con el chisme. Hijos de puta. Me han dicho que te has mechado a tu chica en el baño. ¿Es cierto? Su voz es amenazante. Me quiere asustar. Mira, compare, si le vas a pegar a tu hembra hazlo en otra parte. Acá no. Si van a tomar y luego se van a pelear, mejor no vengas a dormir acá. Todos los vecinos me vinieron a dar las quejas al día siguiente. No me parece pertinente aclararle que fue Rosario quien me pegó; no yo a ella. Le digo que discutimos; sin violencia. No me cree. Los vecinos dicen que escucharon golpes que venían del baño. Dijeron que sonaba una cabeza o un brazo chocando con el wáter. Exagerados de mierda. Que no se vuelva a repetir, me dice y se aleja. Vete a la mierda, huevón. 

Me tiro sobre el colchón y trato de olvidarme de todo. Estiro las piernas. Estoy completamente desnudo. Pienso: obtuve el contrato, no tiro con Elena, y el huevón de Jaime me putea. ¿Así va a terminar mi día?

Pienso en coger un puñado de billetes, bajar a Peñaloza, y contratar los servicios de la mejor puta del lugar. Quiero cachar para olvidar. Son casi la una. Sin darme cuenta, me quedo dormido.   

miércoles, 13 de septiembre de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 23


Del sábado 01 al domingo 02 de octubre del 2016

Madrugada. La chica al fin revienta
En sollozos, lujuria, pugilatos;
Entre olores de urea y de pimienta
Traza un ebrio al andar mil garabatos.

César Vallejo –Terceto Autóctono

El concierto había terminado. Salí empapado. Rosario se había tomado cuatro chilcanos. Quería continuar bebiendo. Yo también. Las cervezas que me invitó las había sudado en el concierto.

Busquemos algún lugar. Es sábado y estamos en el Centro, me dijo. Caminamos deprisa. Rosario sabía que me cagaba de miedo; podíamos toparnos con algunos de los locos que había insultado el día anterior.

Nos metimos en el bar del hotel Bolívar, famoso por sus piscos sours. Hay que tomarnos un chilcano, dijo Rosario. ¿Otro? Te has tomado varios en el concierto, le recordé. Yo invito, contrarrestó. Pidió dos chilcanos. Conversamos. Un chico me estuvo coqueteando en el concierto. Estaba hermosa. Ella sabía que sus historias de seducción me arrechaban. Era un chico blancón; muy diferente de los cholos con los que te mezclabas. Me preguntó si estaba sola. Le dije que había venido con un amigo. “¿Y dónde está tu amigo?”, me preguntó. “Ahí, en primera fila”, le contesté. La animé a continuar su relato.

Me invitó un chilcano, pero no se lo acepté. Le dije que yo misma podía pagarme mis cosas. Me dijo que le gustaban las mujeres independientes y lindas. Me gustaba su cabello. Era medio castaño y enrulado. Lo tenía larguito. Conversamos mucho.

¿Cómo así no te vi con él?

Porque tú estabas adelante, saltando y gritando como un loco.

Le hubieras sacado el número, pues. ¿Y si ese chico era el amor de tu vida?

Rosario hizo una mueca apenas perceptible, pero contundente. Le jodía que la entregara fácilmente a los brazos de otro. Ella quería que me encabronara, que la celara, que le preguntara quién carajos era ese huevón que la había estado gileando, quién, quién, para sacarle la mierda. Con un sorbo más de su chilcano, se tragó el sapo y saltó a otro tema.

Me faltó contarte algo sobre el robo de tu celular.

Le dije que, si se trataba de alguna otra estupidez que había hecho, prefería no saberlo. Ya bastante trabajo me estaba costando olvidarme de todo aquello; mejor dicho, de todo lo que ella me había revelado, porque, hasta ese momento, aún no recordaba nada de nada.

No. Tiene que ver con encontrar a la persona que te robó el celular. Es más, creo que existe la posibilidad de que puedas recuperarlo.

¡Mierda! Eso sí que me interesaba. Ya tenía un nuevo celular. Había recuperado mi antiguo número. Rosario me había ayudado con los trámites durante la mañana. Pero recuperar mi viejo celular era lo que realmente me aliviaría. En él estaban almacenados todos los vídeos sexuales que protagonizamos Rosario y yo. Mi miedo era que esos videos se divulgasen o, peor aún, que alguien me chantajease con enseñárselos a mi esposa. Si ella los veía, me olvidaría de mi hija para siempre. Ella se encargaría de eso, de alejarla de mí.   

Luego del robo, caminamos hasta tu cuarto. Un chico estaba sentado al pie de la puerta de una de las casas vecinas. Me dijo que sabía quién te había robado. Lo había visto todo. Tú estabas a mi lado, como dormido. Las baterías se te habían acabado. Ni siquiera estabas consciente de que te habían robado. Era como si, al doblar la esquina, el asunto se te hubiese olvidado.

¿Qué te dijo el pata?

Me dijo que te robó una chica conocida como “la carnada de la Sara”.

¿La carnada de la Sara? ¿Qué mierda es eso?

Supuestamente, es una chica que trabaja para una tal Sara.

¿Y cómo vamos a ubicar a esa chica o la tal Sara? Tú, que tienes buena memoria, ¿te acuerdas de la cara de la chica? Si la tuvieras enfrente, ¿la reconocerías?

Claro que la reconocería. Yo nunca olvido una cara.

El chico le dijo que me había visto varias veces por la cuadra. Le preguntó si yo era inquilino de Jaime. Ella le dijo que sí. El chico inspiraba confianza. El colorao sabe quién es la carnada y quién es Sara, le dijo el muchacho. El colorao era Jaime.  

Jaime conoce a todas las chicas que estuvieron esa noche. Sara es como que la mami.

¿Y esa tal Sara estaba ahí esa noche?

No, no estaba. Solo estaban las chicas de Sara. Pero la que te robó es como que la más allegada a ella. El chico, muy amable, me dijo que le hablaría a Jaime para que trate de recuperar tu celular. También me dijo que todos en el barrio saben que nadie se puede meter con los inquilinos de Jaime. Es como una ley. Me dijo que a la Sara no le va a quedar otra que devolverte el celular.

Volví a sentir pánico; mis vídeos sexuales podían hundirme en cualquier momento. Estaban en las manos más inescrupulosas del mundo.

Salimos del bar y buscamos una discoteca. Llegamos a una en el cruce de Camaná con Quilca, en la esquina opuesta a la del Queirolo. Un tipo alto, moreno, de camisa a rayas, parado a la puerta, invitaba a los transeúntes a pasar. Adelante, adelante, precios de inauguración.   

La cerveza era barata. Yo invito las dos primeras, le dije a Rosario. Nos acomodamos en una de las tres mesas disponibles. Antes de pedir las chelas, Rosario me encargó su bolso. Debía ir al baño. En la mesa de enfrente, un tipo blancón, de casaca de cuero, bebía con un par de mujeres gordas. Fumaban. Cada tanto, soltaban potentes carcajadas. El tipo, sin embozo alguno, no dejaba de mirarme. Tenía la pinta de ser cabro. Rosario salió del baño y ocupó su asiento, dándoles la espalda al grupo del tipo de casaca. Fui por las chelas.  

Terminadas las cervezas, cogí una botella vacía y me puse a cantar. Sonaba un tema de Soda Stereo. La gente bailaba. Rosario, luego de asegurar su bolso, se paró a mi lado y empezó a moverse delicadamente.

Cuando pusieron Your Love, de The Outfield, extremé mi performance. Me sabía la letra de memoria. The Outfield era una de mis bandas favoritas. Mucha gente dejó de bailar y empezó a aplaudirme. A media canción, se me acercó el tipo de casaca. Cantas muy bien, me dijo. ¿Perteneces a alguna banda? Negué con la cabeza y seguí cantando. El tipo permaneció cerca de mí, observándome. Algunos patas me acercaban vasos de cerveza, felicitando mi desenvolvimiento. Una de las amigas del tipo de casaca se acercó a Rosario y le dijo algo al oído. Rosario le contestó de la misma forma, al oído. Luego, la gorda se acercó a mí. ¿Puedo bailar con tu amiga?, me preguntó. Sí, no hay problema, le dije. La otra gorda, sin que me hubiese dado cuenta, se me acercó por detrás, me cogió de la cintura y me estampó un beso en la cara. Regresó a su sitio cagándose de la risa, acompañada del tipo de casaca.    

Ya no podía estar ahí. La gente se había amontonado en torno a mí. Además, tenía a la gorda del beso pegándoseme; el cabro de la casaca observándonos desde su asiento, fumando un enésimo cigarrillo. Rosario bailaba cómodamente con su nueva amiga, muy cerca de mí. De rato en rato, me miraba, divertida. La gorda trataba de enamorarla. Rosario recibía los cumplidos con amabilidad. Tu enamorado tiene suerte, le dijo. No es mi enamorada, me entrometí. Está libre, añadí. Rosario me traspasó con la mirada. No le gustó nadita que la ofreciera así, como si me importase un carajo.

Siguió una canción de El Tri. Dejé la botella sobre una mesa y me senté. Nunca me gustó El Tri. La gorda le dejó un beso a Rosario y regresó a su sitio. Eres hermosa, alcanzó a decirle. Cinco minutos después, se entrometió en nuestra mesa. Nos propuso, como si fuésemos amigos de toda la vida, que nos mudásemos a La Jarrita. ¿La conocen? Está aquí, no más, en la siguiente cuadra de Camaná. El cabro y la otra gorda se unieron a la invasión. Insistieron con ir a La Jarrita. Ya era mucha huevada. Me había molestado lo conchudos que eran. Tomé de la mano a Rosario y me paré. Gracias, pero nosotros nos vamos. Rosario cogió su bolso y salimos. No se vayan, no se vayan; conversemos, dijo el cabro.

Unos metros antes de llegar a Wilson, Rosario estalló. Ahora me acuerdo de La Jarrita. Tú la mencionas en tu novela. Entonces, existe; es real. ¿Has estado ahí, Daniel? Has tirado con cabros, entonces. Por supuesto que no. Conocía La Jarrita. Había estado ahí, sí. Pero investigando para la novela. No había tirado con nadie, Rosario. No se creyó mis mentiras. Dime la verdad, por favor. Podrías estar enfermo. Podrías contagiarme algo. Eso sí que no. Siempre usaba condón. Esto, obviamente, no se lo dije. Empezó a llorar. Procuré tranquilizarla. Caminó más aprisa. Me obligó a correr detrás de ella. Le pedí que se calmara, que no pensara huevadas.

Llegamos al cuarto y Rosario se quitó la ropa. Voy a dormir. No quiero que me molestes, dijo. Dejé las llaves, la billetera y el celular sobre la mesita blanca. No te voy a molestar, le dije. Solo quiero que te tranquilices, por favor. Voy al baño. Ya vuelvo. Fui al baño. Oriné. Oriné bastante. El chorro no paraba. Era relajante mear con tal potencia y duración. De pronto, alarmado, recordé haber dejado el celular a merced de Rosario. Carajo. Sin embargo, casi al mismo tiempo, reparé en que el celular era nuevo; no tenía conversaciones que ocultar. Continué meando. El chorro terminó por cortarse. Me sacudí el pene antes de guardarlo. No había peligro con el celular. Me lavé las manos y la cara. 

Encontré a Rosario con mi celular en la mano. Miraba la pantalla con repulsión. Alzó la vista y me clavó su indignación y su rabia. La escena se repetía, pero ahora no entendía por qué. Di un paso y ella me detuvo alargando el celular. Era una llamada entrante, en progreso; el nombre de Karina rutilando en la pantalla. ¿Para qué mierda me llamaba esa puta? Voy a decirle a esta perra que no te vuelva a llamar, gritó. Sí, contesta, dile eso, la reté. No me importaba que lo hiciera. Ya había tirado con esa perra. No la necesitaba. Es más, me hubiera gustado que Rosario le dijera un par de cosas a Karina. Lo que sí temía era lo que Rosario pudiera hacerme; que se alejara de mi lado definitivamente, por ejemplo. Contesta, contesta, insistí. Para que veas que esa perra no me interesa. ¿Ves? Ella es la que me llama; no yo. Podía adivinar que quería partirme la cabeza con el celular.     

Dudó. No supo qué hacer. Entonces, traté de arrebatarle el celular. Forcejeamos. Caímos sobre el colchón. Ella encima de mí. Contéstale a esa perra, contéstale, gritaba. Quiero que sepa que estás conmigo. La puta de Karina seguía insistiendo en el teléfono. Contéstale, carajo, ordenaba Rosario. Lloraba. Reuní fuerzas y me sobrepuse. Ahora, yo estaba encima de ella. La dominé con una mano y con la otra puse a buen recaudo el celular. Cálmate ya, le increpé. Estás gritando. Vas a despertar a los vecinos. Ahogó sus gritos, pero continuaba el llanto. Le dije que me quitaría de encima si prometía que dejaría de joder. Hizo un gesto que interpreté como una afirmación. Quedó tendida sobre el colchón; las hermosas tetas al aire, la vagina cubierta por el hilo negro. Se cubrió el rostro con las manos. El llanto se convirtió en un murmullo. Me senté en un extremo del colchón. Ya se le pasará, pensé. Me quité el pantalón y el bóxer, y me tendí. El colchón era tan grande que cabíamos los dos sin que nos tocásemos. Rosario se levantó y fue hacia la mesa. Acomodé la cabeza sobre mis brazos. Podía verla en su integridad. Me arrechaba la manera en que le colgaban las tetas; el hilo del calzón ocultándose entre las nalgas, lamiéndole el ano. Después de todo, terminaría tirando con ella, pensé. Luego de la tempestad, asomaría la quietud. Pero ¿qué mierda habría querido decirme la perra de Karina?  

Con una rapidez seguramente espoleada por su frustración, cogió mi celular, y huyó del cuarto. No lo dudé un segundo y, desnudo como estaba, corrí tras ella. Nuestros pasos retumbaron en todo ese segundo piso. Estaba seguro de que los vecinos aguardaban detrás de sus puertas, las orejas atentas a cada uno de nuestros movimientos, esperando por los insultos, los golpes y la sangre. Con un pie certeramente colocado, evité que se encerrase en el baño. Dame el celular, dame el celular, le dije. No, no, yo voy a llamar a la perra de Karina para decirle que no te vuelva a llamar nunca más. Con todas mis fuerzas, lancé el hombro contra la puerta. Rosario cayó contra el suelo del baño, el celular aún en la mano. Volví a forcejear con ella.  Luchamos al pie del wáter. Nada nos importaba. La adrenalina y el alcohol nos habían convertido en sus títeres. Voy a llamar a tu zorra, gritaba. Cállate, cállate, le ordenaba, sin levantar la voz. Eran suficientes sus gritos. Me van a botar de este cuarto por tus escándalos. La tomé del cuello. Quise ahorcarla. Los vecinos le irían con el chisme a Jaime y terminaría en la calle, sin cuarto y sin historias que contar, sin novela, sin nada. Quise presionarle el cuello, pero me contuve. Presioné, en cambio, su muñeca. Puse mucha fuerza. Recuperé el celular. ¿Por qué juegas conmigo, Daniel?, lloró, vencida, haciéndose un ovillo en el suelo cochino del baño.  

No tengo adónde ir, le dije, ya en un tono conciliador. No quiero que me echen de este lugar. Le tendí una mano. Vamos, le dije. Vamos a dormir. Ya es tarde.     

Rosario se cubrió con la colcha. Me eché a su lado. La abracé por detrás. Hacía unos minutos, el cuarto había sido un concierto de gritos; ahora, imperaba un silencio monacal. La abracé fuerte. Quise decirle que la amaba, pero, en esos momentos, aquello hubiera parecido un chiste de mal gusto.

jueves, 10 de agosto de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 22


Sábado 01 de octubre del 2016

¡Oh, monje holgazán! ¿Cuándo sabré yo hacer
Del espectáculo vivido de mi triste miseria
El trabajo de mis manos y el amor de mis ojos?

Charles Baudelaire – El Mal Monje

Llegó un momento en que no paraste de hablar. Paul solo te escuchaba.

Te movías y te movías. Paul no te decía nada porque te tenía paciencia, pero, la verdad, era que estabas bien, pero bien espeso. Daban ganas de meterte una cachetada. Así que yo te decía “Daniel, no te muevas. Mira que va a salir mal la carita de tu hija.”

“Me va a doler, me va a doler”, gritabas. Me dabas risa, oye. Paul te decía “tranquilo, tranquilo, va a ser rápido, no te va a doler nada”, pero tú dale con seguir quejándote. Entonces, yo te mire bien seria y te dije que te comportaras. Y te calmaste, oye. Será porque te hablé fuerte. ¿En serio no te acuerdas de nada de lo que te estoy contando? Bueno, Paul te hizo así el labio y te clavó la aguja. Luego, te metió rapidito el primer aro. Cuando te soltó el labio y se preparó para hacerte el otro huequito, tú dijiste “¿qué? ¿Ya?” Estabas feliz porque no sentiste nada. Seguramente, a esas alturas ya estabas totalmente anestesiado por los vinos que te habías tomado.

¿Dos? No, fueron CUATRO los vinos que te tomaste. Compraste dos más. Bueno, me mandaste a comprar a mí. ¿No te acuerdas? ¿En serio? Espera, espera, espera. Tú me mandaste a comprar tres botellas. O sea, iban a ser CINCO y no cuatro. Pero ¿sabes qué pasó? Rompiste una. La habías dejado sobre el filo de una mesa. En una de esas que te moviste mientras cantabas tu Pearl Jam, le diste una manazo y todo el piso de Paul quedó oliendo a vino.

Saliste feliz con el tatuaje de tu hija. “Quiero que todo el mundo la vea. Quiero que el mundo vea lo hermosa que es mi bebé.” Y te quitaste el polo. Yo te decía “Daniel, cállate. Ponte el polo.”, pero tú, terco, hiciste lo que te dio la gana. Te daba igual que la gente te mirara. Serían las doce de la madrugada.

Habían locos en la Plaza San Martín. Varios grupos. Tú te acercaste a uno de ellos. Creo que hablaban de religión. Los escuchaste un ratito en silencio. Luego gritaste “Dios me llega al pincho, sarta de ignorantes”. Toda la Plaza San Martín te quedó mirando. Habías resultado estar más loco que ellos. Yo me moría de vergüenza. Alguien te mandó a la mierda. Yo no me di cuenta de quién te había gritado, pero tú sí, y no sé cómo, porque estabas alocado y distraído. Entonces, corriste hasta el tipo ese. Yo me asusté. Pensé “ahorita le pegan a Daniel”. Todos te miraban con miedo. Es que, en serio, parecías un endemoniado. Cuando estuviste a punto de chocarte con él, te detuviste y como que lo retaste. Pusiste tu frente contra la de él. Parecías un toro que quiere embestir. A frentazos, lo llevaste contra una de las bancas de la plaza. Y, en el camino, le ibas diciendo que era un ignorante, que cómo se atrevía a insultar a un escritor como tú, que esto, que el otro. Ya sabes, pues, Daniel, cómo te pones de pedante cuando tomas. El tipo se quedó mudo. Todos se quedaron mudos. Con mucho miedo, me atreví a decirte que nos fuésemos. “Hazle caso a tu jermita”, dijeron por ahí. Miraste a ese que habló. De nuevo, parecías poseído. Dabas miedo. Imagínate, pues, qué puede pensar alguien si te ve así, sin polo, tatuado, gritando tontería y media. El tipo se quedó calladito. Luego me miraste y caminaste rápido a Quilca. Yo te tuve que seguir. Tenía que seguirte. No quería que nada malo te pasara. Cuando te alejaste un poco, uno de los tipos me dijo “flaca, cuida a tu enamorado”. Me gustó que me dijera flaca.

Cuando llegamos a Wilson, en lugar de cruzar la avenida, te pusiste a torear los autos. Los carros pasaban a toda velocidad y tú les pedías que te atropellen. Yo estaba asustada. No sabía qué hacer. Ya te veía tirado en la pista. Felizmente, pasaban pocos carros a esa hora, pero con una velocidad que si te hubieran agarrado te hubieran hecho volar kilómetros. Algunos de los conductores te gritaban “loco de mierda”, “te vas a matar, huevón”. Y tú decías “yo soy un genio, un artista, soy inmortal”. Estabas loco. Yo te decía “Daniel, cruza, cruza, por favor”. Y tú te ponías peor. Saltabas en medio de la pista esperando que llegue otro carro. “Yo soy Eddie Vedder”, gritabas, y te ponías a imitar su caminada en ese video que me enseñaste en tu cuarto. Me dio más miedo cuando llegó un camión cargado de cosas. Parecía que era de alguna mudanza. Iba a mucha velocidad para estar tan cargado. Mucho más rápido que los autos. Y tú te plantaste en medio de la pista. “Daniel, sal de ahí, por favor”, te grité. Un poco más y me ponía a llorar de la preocupación. Y tú, ahí, parado en la pista gritándole al camión “ven, atrévete a matarme, ven, aquí te espero”. El camión bajó la velocidad y se cuadró a un lado. Bajó el chofer. Era un señor grueso. Tenía unos brazos que yo dije ahorita lo desaparece a Daniel. Bajó furioso y caminó hacia ti. Yo dije ahorita Daniel se asusta y se va corriendo. Pero no. Al contrario, corriste a darle el encuentro a ese chófer. Era un cholo grandazo. Un brazo de él era una pierna tuya. El señor se quedó parado en su lugar. Estaba sorprendido porque no esperaba que fueras a correr hacia él. Seguro pensó que con solo verlo te ibas a ir corriendo. Estaba asustado. Y tú ibas derechito a él como para pegarle. Entonces, a mí se me pasó la rigidez y corrí hacia ti. No sé cómo, pero llegué antes de que tú y el chofer se acercaran. O, mejor dicho, antes de que tú te le aventaras. “Controla a tu enamorado, pe”, me dijo. Agarró y se subió a su camión.

Por unos momentos, estuviste tranquilo. Había logrado que te pusieras el polo otra vez. Yo pensaba que llegaríamos a tu cuarto y dormiríamos tranquilos. Pero me equivoqué. Estábamos por Washington, cuando le buscaste pelea a un chico que venía caminando con su enamorada. De la nada, apenas lo viste, corriste hacia él. Te me escapaste, porque te tenía de la mano. El chico te vio y te enfrentó. “Cuál es tu problema”, te dijo. Tú le respondiste “mi problema eres tú”. A pesar de lo preocupada que estaba, tus respuestas me hacían reír. El chico no se anduvo con cosas y te empujó. Caíste al suelo como un saco de papas. Te paraste al toque y te fuiste derechito al pata. Le tiraste un puñete, pero él lo cogió y lo desvió. Luego, te metió un rodillazo en la barriga. La chica del pata estaba tranquila. Parece que estaban acostumbrados a pelear con gente. El chico me dijo que te agarrara o te mataba. Y sacó una pistola, Daniel. Yo me quedé helada. Entonces, me fijé bien en el chico. Tenía toda la pinta de esos narcos que salen en la tele. Nunca había visto una pistola. Y el chico la tenía ahí en su mano, lista para usarla. ¿Y sabes qué fue lo más increíble? Que a ti no te importó. Te paraste y lo insultaste. Le dijiste que no le tenías miedo. Luego miraste a su chica. Era de esas que te gustan, alta, blanca, tetas grandes y un vestido de zorra. Le dijiste que por qué estaba con alguien sin cerebro. “Yo soy escritor, yo leo, ¿sabe leer tu cavernícola?”, le dijiste. Entonces, el chico te apuntó. “Cállate, conchatumadre”, te dijo. “Cállate o hasta aquí llegaste”. Mi corazón estaba a punto de estallar, Daniel. Y lo peor era que no podía hacer nada. El solo hecho de ver una pistola apuntándote, apuntando a alguien que yo quería, me paralizaba. Y me diste cólera porque dijiste una barbaridad: “Los poetas malditos no morimos sin haber dejado obra”. Y te acercaste al cañón de la pistola hasta que lo tapaste con tu pecho. No sé por qué no me desmayé ahí mismo. Sentía que la sangre se me iba del cuerpo. Me había quedado fría, pero sudaba. Sudaba mucho. “Dispárame, pues, dispara, huevón”. Entonces, lo empujaste. Y yo casi me muero, Daniel. Te odio, te odio. Solo por tu culpa tengo que pasar por cosas así de fuertes. El chico cayó de poto así como habías caído tú. La pistola cayó en la pista. Caminaste hasta donde cayó y la cogiste. El chico te vio con el arma en la mano y, luego de decirnos que nos iba a buscar para matarnos, corrió con su chica. Yo me asusté más cuando te vi con esa cosa en la mano. Dijiste “pesa esta huevada”. Te acercaste a un tacho de basura que había cerca. Luego, pusiste el cañón de la pistola en tu cabeza. Sí. No te estoy mintiendo. Yo ya estaba más que aterrada. En ese estado tuyo no sabía qué cosas eras capaz de hacer. “Así apretara este gatillo, no saldría ninguna bala. ¿Sabes por qué?”. Parecías el Daniel de siempre, pero había algo en tu mirada que me hacía sentir que hablaba con un extraño. Estaba muerta de miedo, Daniel. Tú con esa arma y diciendo tonterías. Para tu suerte, no pasó nadie más por la calle, porque hubieran pensado que estabas asaltándome o, algo peor, que estabas a punto de secuestrarme o violarme. Y volviste a decirme una tontería. “Si disparo no va a salir ninguna bala porque yo no puedo morir sin terminar de escribir mi novela. Me crees, ¿no?”. “Claro, claro”, te respondí. “Tú no vas a morir todavía”. Pero estabas terco. “No, no me crees. Mira, te lo voy a demostrar”. Y te apuntaste a la cabeza.

Disparaste. Solo sonó un clic bien fuerte, uno que nunca había escuchado antes. “¿Ves?”, me dijiste. “Nada me va a pasar todavía”. Luego, metiste la pistola en un tacho de basura. “Eres un idiota, Daniel”, te dije, y te abracé. Había sentido que te perdía para siempre. No sabía si estar molesta o feliz. Creo que estaba feliz. Yo tampoco quería que te murieras ahí. No quería que te mueras nunca. Te apuré para que nos fuésemos rápido. Temía que llegase el tipo a buscar venganza. Gracias a Dios, me obedeciste.

Faltaba poco para llegar al cuarto. Ya tú estabas más tranquilo. Estábamos acá en Chancay. Pero no habían cabros. Habían unas putas. Sí, mujeres. Y tú te acercaste a ellas. Yo pensé “pucha, y ahora qué cosa hará, Daniel”. “Ustedes qué hacen aquí”, les dijiste. “Este es el territorio de mis cabros. ¿Dónde están mis cabros?” Yo te decía que nos vayamos a la casa. Pero tú no me hacías caso. Era en vano decirte algo. Pero tenía que hacerlo. En el corto trayecto de los tatuajes al cuarto, ya te habían pasado muchas cosas. Estuviste así de morir. Te iban a matar los carros, te iban a disparar en el pecho y hasta tú mismo te ibas a disparar en la cabeza. Y ahora les estabas buscando pleito a esas prostitutas. Pero ellas no te hacían caso. Solo una te insultó o algo así. No sé de dónde habían salido tantas prostitutas, porque siempre que vengo por acá veo más cabros que mujeres. Pero eran mujeres. Y un grupo de ellas me empezó a rodear. Me querían robar, Daniel. Y tú no te dabas cuenta de nada. Entonces, te llamé. Me viste y corriste hacía mí. “¿Qué pasa?”, dijiste. Alzaste tu voz. Dabas miedo. Las putas se asustaron un poco. “Déjenla, qué quieren”. Y ellas me dejaron. Una dijo que quería mi celular. Entonces, tú sacaste el tuyo y dijiste “¿tanta cosa por un celular?”. Una chica que estaba detrás de ti saltó hasta tu mano y se lo llevó. Yo dije “Daniel, tu celular”. Y tú no reaccionaste. Grité: “¡Ratera, ratera!” Las otras putas se fueron corriendo. Solo las más conchudas se quedaron en sus lugares. Ni caso me hacían, ni se asustaron de mis gritos. Tú te quedaste parado. “Daniel, te robaron tu celular”, te dije. Pero no reaccionabas. Estabas ahí parado con cara de tonto. Luego de un rato me dijiste: “Era solo un celular. Puedo comprarme otro, Rose. Todo se puede comprar. Pero lo que tengo aquí en mi cabeza, mi novela, eso sí que no se puede conseguir en ninguna tienda”. Me abrazaste y me dijiste: “Vamos al cuarto que quiero cacharte”.

sábado, 22 de julio de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 21


Del viernes 30 de setiembre al sábado 01 de octubre del 2016

“He dormido todo
un año,
o tal vez he muerto
sólo un tiempo,
no lo sé.”

Javier Heraud


Llamé a Paul, el tatuador. Loco, hoy te caigo; quiero tatuarme el rostro de mi hija. Me pidió que llegase antes de las nueve; hora en que cerraban la Vía Veneto.

Eran las cuatro de la tarde. Estaba listo para salir de la oficina. Era viernes. Ni Victorio ni Jean Carlo se aparecieron en todo el día. Antes de montarme en la bicicleta, recibí un mensaje de mi esposa: que no me olvidara del dinero para los gastos del mes. Le escribí que no se preocupara. Le pedí que nos encontrásemos en el Metro de Alfonso Ugarte a las siete de la noche.   

Llegué al cuarto. Me bañé y me vestí de negro. Me miré en el espejo. Estaba flaco. El negro acentuaba mi delgadez. 

Mi esposa llegó con puntualidad a la cita. Algo no muy común. Se mostró cariñosa. Yo no estaba de humor. Quería acabar pronto con ella; pagarle a Jaime el dinero de la renta; e ir al estudio de Paul, donde me encontraría con Rosario.

Fue evidente; a mi esposa no le agradó mi frialdad. Caminamos hacia la fila de cajeros automáticos instalados en los exteriores del supermercado. Luego de esperar mi turno, saqué el dinero que había calculado para la familia, Jaime y el tatuaje.   

Eres una mierda, Daniel. No te voy a aceptar esa plata. Necesito más, dijo mi esposa luego de contar el dinero. Tenía la cara de culo, esa que ponía cuando quería cuadricularme la vida. Pero eso es lo que te doy todos los meses. Y no me grites que no te he hecho nada. ¿Qué te pasa? No entendía qué cosa la había jodido. Necesito doscientos soles más. ¿Y para qué quería ese dinero? Lo necesito y punto. Dámelo o no me des nada y que tu hija se muera de hambre todo el mes. Cuando esta perra metía a mi hija en los problemas que se inventaba, me desesperaba. Imaginármela pasando penurias me dolía en el alma. ¿Cómo vas a decir eso? Toma el dinero, tómalo, por favor. Tomó los billetes. Los miró. No, si no me das lo que te pido, puedes quedarte con tu plata. Y los tiró al aire. Me sobrepuse y levanté cada billete. Estaba pasando la vergüenza de mi vida.

Corrí tras ella. La alcancé. No te voy a aceptar nada si no me das esos doscientos soles más que te estoy pidiendo. Me había demostrado que era capaz de todo. Le di lo que pedía. Prefiero que este dinero esté aquí conmigo que contigo, Daniel. Me miró de pies a cabeza. Así vestido seguro te vas a ver con alguna de tus putas. Bueno, pues, en vez de que te gastes ese dinero en un hotel, créeme que yo lo invertiré mejor. Y se fue. Maldita perra.

No solo tenía el dinero del cajero; en la mañana, había retirado cierta cantidad del banco cercano a la oficina. Regresé a Zepita y le pagué la renta a Jaime. Terminaba mi primer mes en esa casona.

Antes de entrar en Veneto, compré dos botellas de vino en una licorería del jirón Moquegua. Corrí luego al estudio de Paul. Nos saludamos. Descargué la foto de mi hija y la imprimió en papel bond. ¿Dónde te la vas a tatuar? En el pecho, sobre el corazón.

Empecé a beber el vino, sin pausas. Necesitaba de su poder anestésico para soportar el dolor de los pinchazos. Sobre la foto impresa, Paul delineó el rostro de mi hija. En ella, la bebe estaba a punto de comerse una papita frita. Remarcó los contornos principales: ojos, nariz, boca.

Embarró una crema en mi pecho, en el área donde quedaría el tatuaje. Cogió la foto y la estampó contra la crema. El delineado quedó marcado en mi piel. Va a quedar así. ¿Está bien? Me miré en el espejo. Claro, estaba bien. Seguí bebiendo. Paul armó la pistolita con sus agujas.   

Llamé a Rosario. Estoy a punto de tatuarme. Le indiqué cómo llegar al estudio. Si encuentras la galería cerrada, hablas con el vigilante; le dices que eres clienta de Paul. Me dijo que estaba cerca, pero el tráfico la retenía. Seguí bebiendo. Programé un listado de canciones de Pearl Jam en la computadora del estudio. Estaba listo. El vino trepó rápido. Empezó a tatuarme.   

Abrí los ojos. Todo estaba oscuro. Me costó reconocer que estaba echado en mi colchón. La escena se aclaró ligeramente. A mi lado, ¿estaba Rosario? Sí, era ella, era su cabeza y el color nigérrimo de sus cabellos. Pero yo había estado tatuándome, ¿qué hacía acá? Salté del colchón y prendí la luz. Rosario reaccionó. Le costó abrir los ojos. ¿Qué pasó?, le pregunté. Hizo visera con la mano y me miró. ¿No te acuerdas nada de lo que has hecho?, me preguntó. No, no recordaba nada; solo que estaba tatuándome. Me noté algo en la boca. ¿Y esto?, le pregunté. Tenía dos aritos metálicos en el labio inferior, uno cerca de cada comisura. Te hiciste los piercings que tanto querías, pues; como los de ese rockero que te gusta. Mierda; no recordaba nada de eso. Vi una mancha extensa en el colchón. ¿Qué le pasó al colchón? Sonrió. Lo vomitaste, pues. Tuve que limpiarlo. En serio, ¿no recuerdas nada? Eres todo un caso. Me senté en la silla. Acuéstate, descansa un poco más. Todavía son las cuatro de la mañana. Descansa y después te cuento todo lo que has hecho. Me acosté. La abracé. Me sentí fatal. Tuve miedo.  

Duerme un poco más. Recuerda que a las nueve tenemos que ir a Claro para que recuperes tu número y te compres otro celular. ¿Qué? ¿Un nuevo celular? ¿Y mi celular? Ay, Daniel, te lo robaron, pues, ¿no te acuerdas? Absolutamente nada. Mierda, nunca dos vinos me habían cagado así la memoria. ¿Dos vinos? Volvió a reírse. Cuatro, Daniel; te tomaste cuatro. ¿Qué? Me tranquilizó. Descansa, Daniel. No podía; no podía siquiera fingir que descansaba. Estaba nervioso y asustado.

Tuvo una brillante idea. No me la comunicó; la ejecutó. Reptó hacia abajo y me quitó el bóxer, que era lo único que tenía puesto. Me chupó la pinga. Le bastó un par de minutos para sacarme la leche. Se la tomó todita. Con su lengüita, me limpió la cabecita de la pinga para que no tuviera que ir al baño a lavármela. Consiguió que me quedase profundamente dormido.

martes, 13 de junio de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 20


Del miércoles 28 al jueves 29 de setiembre del 2016

“Pero de lo que se trata es de hacer monstruosa el alma: ¡a la manera de los comprachicos, vaya! Imagínese un hombre que se implanta verrugas en la cara y se las cultiva”

Arthur Rimbaud – Cartas Del Vidente

En el bus al departamento de mi hija, recibí unos mensajes de Karina: Mark, el chibolo que la pretendía, y con quien ya había tirado en algunas oportunidades, había leído los mensajes de su celular mientras ella preparaba unos pisco sours en la cocina de su casa. Se había enterado de las visitas de su chica al cuarto de Zepita. Lloró. Por qué mierda me has hecho esto si yo te amo de verdad. Ella le aclaró las cosas: Quién chucha te has creído para controlarme. El tipo no se amilanó. Quería que Karina le negara lo que acababa de leer. Es un celoso de mierda, Dani.

Fuimos al Bembos de Plaza San Miguel. La bebe jugaba en la piscina de pelotas y mi esposa me contaba sus travesuras y progresos en el colegio. A la bebe le interesaban tres cosas en el mundo: las papitas fritas, los colores y las canciones en inglés.  

Dani, en el colegio me están pidiendo treinta soles para el disfraz de la bebe por el aniversario del colegio, ¿puedes ayudarme? Por supuesto que podía. Toma cincuenta, le dije. Si el gasto era para la bebe, con gusto lo cubría.   

Las llevé en un taxi a casa. La bebe entró corriendo en una librería. La seguimos. Papi, papi, quiero esos colores, por favor. Imposible decirle no.

Subió las escaleras, encantada con sus colores. Mi esposa y yo permanecimos en la puerta de rejas. Gracias por lo de hoy, Dani. La pasamos bien. Fijó sus ojos en mi boca y me regaló un beso demorado, pero corto. Cuídate mucho, se despidió. La relación con Melina parecía no estar del todo bien.

En el bus a Zepita, me cayó un mensaje de Daniela. ¿Qué haces, Chato? Nada. ¿Tú? Estaba en casa, sin mucho que hacer. Te invito un chifita, le dije. Estoy en Alfonso Ugarte. Aceptó. Media hora después, estábamos comiendo en uno de los tantos chifas de esa avenida. El arroz chaufa era una mierda. A ella tampoco le agradó lo que pidió. ¿No sientes que la comida tiene un sabor como a detergente? Putamadre. Tenía razón. Apartamos los platos y bebimos las gaseosas.  

La novedad era que estaba saliendo con un poeta. Se llamaba Johnny Reyes. Lo había conocido en la universidad donde ambos enseñaban. Salían, se besaban, tiraban, pero no podía asegurarme que fueran formalmente enamorados.

Hacía varios años, Johnny publicó un poemario. Daniela no recordaba el nombre del libro, pero señaló que recibió las mejores críticas de los entendidos en la materia. Lo proclamaron el renovador de la poesía rimbaudiana. Yo creo que eso lo mareó al Johnny, decía Daniela; se durmió en sus laureles y no ha vuelto a publicar. Él dice que está completando los poemas de su próximo libro, pero yo lo veo más borracho o drogado que escribiendo.   

Es un genio, decía Daniela. Yo no sé cómo hace ese hombre para sacarse unos versos tan alucinantes de la cabeza. Ambos eran profesores de Crítica Literaria en la UPC. En las reuniones, no puede faltar el Johnny. Sus amigos lo idolatran. Alucina que lo tratan de “maestro”. Y no lo dicen con cachita, ah. Lo dicen sinceramente. Y las mujeres, pucha, se le tiran a los pies; sobre todo sus alumnas. Ese hombre abre la boca y te enamora en una. ¿Era guapo? No, qué va a ser guapo. Es alto, sí. Tiene el pelo largo enrulado, que no sé con qué se lo cuida, porque lo tiene precioso. Es medio moreno, pero no es guapo guapo. Digamos que tiene su no sé qué. Pero con su verbo mata, Chato.

¿Y no le incomodaba a ella que las alumnas se le regalasen? Pucha, Chato, no sé. A veces me llama la atención que las chicas lo persigan. Pero desde que estamos juntos, he notado que las rechaza y se guarda para mí.

Hablamos de mi cuarto, de mi mudanza, de mi novela. Le interesaba conocer el lugar donde había vivido Eguren. Solo por eso me gustaría conocer tu cuarto, Chato; no creas que va a pasar algo entre nosotros. Yo ya te conozco. Te cuento que Johnny es fanático de la poesía de Eguren. Si él tuviera plata, se lo tatuaría en el pecho. Para Johnny, Eguren es el poeta niño, el poeta que ve el mundo, lo bueno y lo malo del mundo, con candor. Les devuelve a las cosas la mirada de la inocencia.

Terminamos las gaseosas y pagué la cuenta. Caminamos a su casa. Vivía a algunas cuadras de Alfonso Ugarte. No insistí con lo de visitar mi cuarto. Ya se presentaría la ocasión. Regresé a Zepita escuchando Doble Nueve. Era la hora del rock clásico. Caminé hasta la Plaza Dos de Mayo para entrar luego por Peñaloza. En esa calle, solo había un par de chicas hermosas; tetas como pelotas y culos descomunales. Pero no estaba de ánimos.  

Subí las escaleras y entré a mi cuarto. Quise escribir, pero aún no recuperaba mi laptop. ¿Cuándo chucha me la tendrían reparada? Me desvestí y me tiré en el colchón. Recibí un mensaje. Era Rosario. Amor, para mañana te tengo una sorpresita. Sueña conmigo, ¿sí?

domingo, 28 de mayo de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 19


Del martes 27 al miércoles 28 de setiembre del 2016

“Junto a su cabeza, un ángel aparece inclinado:
espía los susurros de un corazón inocente”

Arthur Rimbaud – El Ángel Y El Niño

No recordaba qué le había escrito; pero estaba seguro de que no habían sido cosas del tipo “quiero lamerte la vagina” o “quiero chuparte las tetas”. Las conversaciones con Daniela eran cortas; unos saludos apenas. Pero eso no le importaba a Rosario. Ella no quería que tuviera ninguna comunicación con Daniela, Karina, o alguna otra ex enamorada. Sabía que si yo conversaba con ellas era porque quería tirármelas. Tú no sabes tener amigas, Daniel. Quieres tirar con todas, por más que Daniela sea una enana sin gracia y Karina, una chola gorda y fea.   

¿Desde cuándo quieres verte con Daniela? Estaba furiosa. Por favor, no vayas a tirar mi celular. No tengo plata para comprarme otro. No supe qué otra cosa decir. Mientras no tuviera una pista de lo que Rosario acababa de descubrir, no podía lanzar una mentira. Sus dedos estrujaron el teléfono. Se le quebró la voz. Yo me entrego a ti, te complazco en todo y tú con ganas de verte con Daniela. ¿Para qué la quieres ver, ah? Intuí que había visto los últimos mensajes; esos en los que Daniela y yo tratábamos de fijar un día para vernos. Tuve suerte. Si hubiese visto los mensajes de Karina, sin dudarlo, me hubiese estampado el celular en la cara.

Estoy cansada de ser buena contigo. No me mereces. Yo merezco a un hombre de verdad. Dejó mi celular sobre la mesa. Estoy cansada de amarte y de que tú me rechaces buscando a otras personas. ¿No te basto, Daniel?

Quise abrazarla, decirle algo, pero sospechaba que un acercamiento físico reavivaría su furia. Se sentó en el colchón. Tenía el rostro desencajado. Se puso el sostén y el hilo. Voy a dormir, dijo. Supongo que tú también, porque ya lograste lo que querías. Ya me utilizaste. No me vuelvas a tocar, por favor. No había rencor en sus palabras, solo decepción y resignación. Eso me dolió más. Rosario no sabía almacenar rencores. Era demasiado buena persona.

Antes de que sonara la alarma de mi celular, Rosario ya se vestía. Buenos días, Rose, la saludé. No me hables, por favor. Yo ahorita me termino de cambiar y no me vuelves a ver más. Ahí tienes a tu Daniela. No insistí. Permanecimos callados. ¿La puerta de abajo tiene llave? Le dije que no, que podía abrirse fácilmente. Se paró y caminó hasta la puerta del cuarto. Se fue elegantemente; sin dar portazos.

No había nada que hacer en la oficina. Continué depurando la traducción de McPhilips.

¿Almorzamos?, preguntó Patricia. Me llamaba desde su anexo. Eran casi la una. Fuimos al chifa. No le permití pagar su cuenta.

Dani, ayer me robaron el celular. Apoyó la cabeza en mi hombro. No supe qué hacer. Solo me mantuve quieto; no quería que malinterpretase cualquier movimiento como un signo de que me incomodaba tenerla en esa postura. ¿Cómo así? Había salido tarde de la oficina. Jean Carlo la tuvo llenando y corrigiendo unas facturas. ¿Jean Carlo? Pero si ayer no vino, le dije. Sí vino. Justo cuando estaba a punto de irme. Tú ya te habías ido. El novio no pudo recogerla porque tuvo un retraso en el trabajo. El tipo era cajero en un banco. Ese día, las cuentas no le cuadraron al cerrar su caja. Patricia tuvo que emprender sola el regreso a casa. Eran poco más de las ocho de la noche. Jean Carlo quiso pedirle un taxi, pero ella declinó. A una cuadra de su paradero, un mocoso le arranchó el celular. Y lo había sacado un ratito, no más; para ver la hora. Y en ese ratito me roban. Entre otras cosas, lo que más le molestaba del asunto era que se había quedado sin música. Su computadora en la oficina no tenía parlantes. Sin música, le sería difícil trabajar.

En la tarde, mensajeándonos, Rosario y yo nos reconciliamos. El tiempo la calmaba. Le estimulaba nuestros mejores momentos. ¿Puedo verte hoy?, me preguntó. La verdad; tenía muchas ganas de ver a mi hija. Acababa de acordar con mi esposa, en una conversación paralela, que pasaría por el departamento a las ocho y media.

Entendió. Sabía que si no veía a mi hija cuando me lo pedía el corazón, podía deprimirme. Entonces, ¿crees que podamos vernos en el mercado un ratito? Es que quiero entregarte algo. Se refería al mercado Santa Rosa, que estaba a dos cuadras de la oficina.

Media hora después, estábamos en el mercado. Fuimos a una juguería. Pedí un jugo de fresa. Rosario no pidió nada. ¿En serio? ¿No quieres nada? No quería nada. Quería verme porque le urgía darme una sorpresa. Pero con mayor razón, pues. Déjame invitarte un juguito para que no me sienta tan en deuda. Cedió. Ordenó también un jugo de fresa.

Quería entregarte esto. Abrió su bolso. Siempre cargaba un bolso diferente. Moría por los bolsos y los zapatos de taco. Tenía más zapatos de taco y bolsos que cualquier otra cosa. Siempre que hacíamos el amor, estrenaba zapatos. Mis favoritos eran los que dejaban al descubierto las uñas de sus pies. Le pedía que no se los quitara mientras tirábamos.

Me entregó un estuche negro. Dentro, había un lápiz, un lapicero, un marcador y un resaltador. Todos de la marca Staedtler. Para que sigas escribiendo con tu letra bonita, me dijo. Me sentí pésimo. Yo jugando con sus sentimientos y ella haciéndome regalos; regalos que, por otra parte, me gustaban. Los libros, o todo aquello que estuviese relacionado con los libros y la escritura, eran para mí excelentes regalos. Los voy a cuidar un montón, le dije. Fue una promesa sincera. Le aseguré que el sábado nos veríamos. Le recordé el concierto de Pantera. ¿Todavía hasta el sábado? No podía ser tan desconsiderado luego de esa muestra de bondad.  Entonces, mejor el viernes, corregí.

Antes de salir del mercado, nos detuvimos en un puesto de accesorios electrónicos: audífonos, celulares, tablets. Le pedí a la dependienta que me mostrase los parlantes para computadora más económicos que tuviera. Treinta soles, joven. El sonido es muy bueno. Pagué y me los llevé. Rosario no me preguntó por la compra. Intuyó que lo necesitaba en el trabajo. La acompañé hasta su paradero. Nos despedimos con un beso.

Toma, le dije a Patricia. Es para ti. No esperaba nada de mí, así que su curiosidad y su alegría sobrepasaron mis expectativas. Cuando sacó la caja de la bolsa, me abrazó. No había nadie en la oficina. Ahorita pongo la música, me dijo. Gracias, muchas gracias. Fui a mi escritorio sintiéndome una basura. Había gastado treinta soles en unos parlantes para alguien que no daba un carajo por mí y solo cuatro soles en un jugo para la persona que hubiera dado la vida por mí. Volví al libro de McPhilips. De fondo, sonaban las salsas de Patricia.