Sssh, sssh,
ya cállate, oe, huevón; ya entró la llamada. Silencio, silencio, exigió
Marly en susurros. Era otro programa más del Habla Montecito. Llevaban cinco
horas de transmisión y los temas de conversación se habían agotado. Entonces, a
Marly se le ocurrió la brillante idea de telefonear a los personajes más
conspicuos de la Brutalidad, meterles cizaña y allanar así el terreno para la
generación de nuevas polémicas sobre las cuales conversar en las próximas
semanas.
¿Aló? La voz
medio desorientada le pertenecía a Marito Cocavel, especie de trashumante
universitario que, en su mocedad, había iniciado varias carreras, pero
terminado ninguna. Qué diferencia con las líneas de coca que te aspiras,
le había dicho Míster Pito, conocido y poderoso YouTuber deportivo, en una de
las emisiones de su programa El Pito de Míster Pito. Si terminaras algo en
la vida, así como te terminas las líneas de coca que te metes, otra sería tu
historia, payaso. Y no te voy a nombrar. No te voy a colorear, porque para
colorearte es suficiente todo el cloro que te inyectas. Ustedes, muchachos,
les decía a sus seguidores, que usualmente rondaban las diez mil unidades, ya
saben de quién estoy hablando.
¿Quién
habla? La voz de Marito Cocavel parecía surgir desde los quintos infiernos de
la pasta básica.
Oe, Mario,
soy yo, el Tío Marly.
En el Habla
Montecito, se solía fomentar todo tipo de música, según quien estuviera al
mando de la producción. Si dirigía Montes, había cumbia, chicha, huayno; si
Homero, techno o algo de rock maricón. Lorna había colocado como telón de fondo
el único éxito del olvidado Francesc Picas, Locos por amor.
¿Quién
eres?
Tu pata, el
Tío Marly, pes, huevón. Quiero decirte que estamos contigo y que me voy a
encargar de enviar a mi ejercito personal para que se bajen el canal de Míster
Pito, se animó Marly.
Cocavel iba
reaccionando. Parecía ir regresando al planeta Tierra.
Ya, ya,
gracias, dijo Cocavel, con pesadez, como si le costase hablar.
De pronto,
se escuchó una voz grave, aunque senil, de fondo: ¿Ya hiciste tu cama,
Coquita?
Upa, exclamó
Homero Lorna. Ahí está su viejo.
Montes, que
barría una calle milanesa al mismo tiempo que actuaba de co-panelista en el
programa, intervino con estruendosas carcajadas: ¡Que palta! Tremendo viejonazo y su papito cocho tiene
que pedirle que haga su cama. Palta, on.
Quién ha
dicho eso, ah, se cabreó Cocavel. Su voz era ahora firme, desafiante.
¡Quién
chucha ha dicho eso!
Montes, que
no era cojudo, respondió ladinamente: Marly. Enseguida, imitó casi
correctamente la voz del gago Marly y prosiguió: Yo dije eso. Qué chucha va
a pasar. Soy el Tío Marly de la barra brava Locura Sydney, conchatumadre.
Marly, Marly...
Cocavel
trataba de recordar dónde chucha había escuchado ese nombre. A pesar de que el
mismo Marly le había dicho hacía poquito, en los términos más cordiales y hasta
dóciles, que él era el Tío Marly, Cocavel no lo pudo recordar. Al parecer, todavía
estaba obnubilado y adormilado por los efectos de los psicotrópicos que había
consumido hacía unas horas.
Ya, ya, dijo
Cocavel.
De pronto,
prendió cámara. Llevaba lentes oscuros, que camuflaban el estrepitoso estado de
sus ojos: las pupilas dilatadas y la esclerótica más colorada que la nariz del
borrachito Raúl Patán, panelista acomodaticio en varios programas de la
Brutalidad que decía ostentar una gran fortuna en los Estados Unidos.
Te voy a
cocinar, Marly, empezó Cocavel. Te voy a ensartar un palo por el
culo y te voy a dar vueltas y vueltas a fuego lento, conchatumadre, como si
fueras un pedazo de caca a la brasa.
Estas
amenazas causaron confusión entre los panelistas, en especial en Marly, quien
desde el inicio había propuesto su apoyo cibernético hacia Cocavel contra el
periodista Míster Pito, apodado así por la inobjetable similitud de su cabeza
calva con la pinga de un hombre circuncidado.
Montes lanzó
una risita azuzadora que se fue convirtiendo en una tronadora carcajada que
solo podía significar: Este huevón de Cocavel ha quemado cerebro por tanta
pasta que se mete, conchasumare, on.
Oe, oe, oe,
a quién le hablas así, oe, huevón, se pronunció Marly. Encima que estoy diciendo que
te voy a defender con toda mi army y te me vienes a poner faltoso, coquero fumón.
Cocavel
tenía ante sí una pantalla oscura. Nadie prendía cámara. Él era el único idiota
ventilando a los ciento cuatro conectados su rostro golpeado por las drogas.
¿Quién
está hablando?, demandó Cocavel.
Yo,
huevón, tu cachero el Tío Marly.
A
ver, prende tu cámara, pe, huevón. A ver, si eres muy guapo y muy macho, prende
tu cámara. ¿O eres un dibujito que insulta sin mostrar la cara?, exigió
Cocavel. Por unos segundos, nadie se animó a quebrar el silencio que se
produjo. Entonces, Cocavel volvió a arremeter: Yo soy Mario Cocavel, tengo cuarenta
y cuatro años y esta es mi cara, huevonazo. Se quitó los lentes por un
momento y los ciento veinte conectados pudieron verle los ojos achinados, rojos;
la boca deformada en el gesto tieso de una sombría carcajada.
Mario
Cocavel permaneció con los vidrios de sus lentes oscuros cabalgados sobre la
punta de su nariz -que era una gran aspiradora de cocaína y otros gases innobles-,
oteando en la negrura de la pantalla esperando que aparezca el rostro del Tío
Marly.
Y
esta es mi cara, gritó de pronto el Tío Marly, prendiendo la cámara y
enfocándose el ano, que lo tenía libre de pilosidades. Los televidentes, a
pesar de la sorpresa que les producía tal imagen, vieron cómo el agujerito final
del Tío Marly, rodeado de un centenar de arrugas, dejó escapar una poderosa
flatulencia salpicada de diminutas y anaranjadas partículas fecales.
Cocavel
hizo un gran esfuerzo por ver con detenimiento el rostro que Marly le ofrecía a
la comunidad de la Brutalidad: el ano depilado con una técnica brasilera.
Cuando Cocavel, por fin, cayó en la cuenta de lo que estaba viendo, empezó a
vomitar. El huaycoloro quedó esparcido en su pantalla, en el teclado; en parte
de su barbilla.
Marly,
Montes y Lorna estallaron en potentes carcajadas. El número de conectados
alcanzó la solemne cifra de ciento cincuenta personas.
***
Cambrito
y su tío estaban calatitos en la cama.
¡Qué
horror, chico!, dijo Román, el tío. ¿Y esto te gusta ver, sobrino?
Cambrito
tenía la pinga muerta. El tío le había sacado toda la leche con varios sentones
y sendas chupadas. La de Cambrito era una pinga gruesa y larga; el orgullo de
su tío peluquero Román Clavijo.
Yo
creo, entonces, que este programa sí te puede gustar, dijo Cambrito pasando
del programa de Montes al de un hombre maduro, de barba enmarañada a lo náufrago.
Hablaba raro; no como lo haría un leñador alasko-americano de similar barba. Román
lo detectó al toque: Es una cabra vieja. Es una loca profunda. Más loca que
yo inclusamente.
Este
adverbio chirrió en los oídos cultos de Cambrito, pero se lo perdonaba al tío.
Sabía que no todas las personas lograban un interés por la lectura y la consiguiente
mejora de sus vocabularios. Además, el tío le bajaba generosas propinas con
oportuna frecuencia, y hubiera sido contraproducente andar señalándole las
muchas fallas que cometía al hablar.
Sí,
confirmó Cambrito. Pero este viejo es culto. Habla de temas políticos. Y
también viaja. Ha ganado la mayoría de sus suscriptores por los vídeos de los
múltiples viajes que ha hecho por el mundo. Es más, ahorita está en Bolivia,
creo, siguió Cambrito, quien estaba enterado de todo lo que ocurría en el
mundo de la Brutalidad, en particular, y en el mundo del YouTube, en general.
El viejo Groover solía preguntarse, mientras pasaba horas en el baño soltando
la diarrea propulsada por el Zinedine SIDAne, en qué momento leía un libro
Cambrito. Con todo el tiempo que vivía imbuido en las redes sociales, era imposible
que leyera algo. Groover estaba seguro de que Cambrito desplegaba cierto
vocabulario gracias a que le pedía a la inteligencia artificial que le muestre
tres palabras cultas al día. Luego, se las memorizaba y asimilaba. Ahí radicaba
su secreto. Porque el insecto ese ni por error tomaba un libro.
Y lo que me
gusta de este viejo, dijo Cambrito, es que asume su homosexualidad con
orgullo. Por eso se hace llamar, y su canal también se llama así, Cabro Viejo
El Viajero.
Ay, mira tú,
qué conveniente, dijo Román, cubriendo con su muslo grueso y peludo
las esmirriadas y huesudas piernas de su sobrino. ¿Y cómo se llama ese maricón?
Ay, pero habla como cabro pituco. ¡Qué asco! Esos cabros pitucos nos miran con
desprecio a nosotras las mariconas del pueblo; sobre todo a las que nos
dedicamos a cortar pelo.
Es que no
todos somos perfectos, excusó Cambrito a Cabro Viejo, por quien guardaba
cierta simpatía. Ah, sí, se llama Rigoberto.
Román le
había dado a Cambrito, que no podía vivir decorosamente con la plata que le
pagaban en el McDonald’s de Chorrillos, un dinerito para que comprase un
proyector de celular. Así, conectaban inalámbricamente el celular al proyector
y, en la pared de la trastienda de la peluquería, podían disfrutar de música,
películas, series, o, como en esos momentos, de los programas de la Brutalidad favoritos
de Cambrito.
¿Y de que
está hablando ahora el Cabro Viejo?, dijo Román, jugueteando con el glande gordo y
descomunal de su sobrino. Lo estrujaba como si fuese una pelota elástica que podía
amoldar según las pulsiones caprichosas de su ánimo. A Cambrito le producía una
serena relajación que su tío jugueteara así con su glande. Había sido justamente
ese glande el que, aquella tarde, casi noche, en que Cambrito hubo sorprendido
involuntariamente a su tío siendo clavado por el negro ropavejero Vicente,
conquistó la pasión y corazón de su tío Román para siempre.
Ahorita está
hablando de una obra de teatro, creada por unos estudiantes universitarios, que
ha sido cancelada por burlarse de los ídolos religiosos de la iglesia católica
al mezclarlos con la mariconería, informó Cambrito.
Ay, esos
maricones universitarios son los primeros homofóbicos en la lista. Me gustaría
ver a uno de esos cabritos cortando pelo a mi lado o recibiendo pinga de un
moreno como Vicente o de un cholito pacotilloso como tú. Ahí los quiero ver.
Yo estoy a
favor del arte, dijo Rigoberto, el Cabro Viejo Viajero, que
transmitía desde el cuartito de un hotelito en Bolivia. Como vivía de lo que
YouTube le pagaba, no podía costearse un mejor lugar. Que no me vengan con
que la obra de teatro se mete con la religión. Eso es pura censura de la
facción más conservadora de la sociedad contra el homosexualismo reinante que
algún día, estoy seguro, dominará en el Perú.
Cómo
quisiera entrar a la transmisión y decirle a ese Cabro Viejo que es un
hipócrita. El día que lo vea cortando pelo conmigo, ese día lo voy a respetar. Sácamelo,
sobrino, sácame a ese maricón y métemelo, sobrino, métemelo todo tu nabo.
A pesar de
que no se debía usar el pronombre átono “lo” cuando ya se mencionó al objeto en
la oración (“nabo”), Cambrito reunió paciencia ante la poca rigurosidad
gramatical de su pariente y contestó: No, tío, ya no se me para.
Cambrito
hizo un esfuerzo por escuchar las palabras de Rigoberto, ya que la voz ronca de
su tío era más potente que la del YouTuber. Había que aguzar el oído.
De pronto,
vibró el celular de Cambrito. Era el Tío Marly. Qué querrá este pelao,
pensó en voz alta.
¿Cuál pelao?, dijo Román,
que ahora jugueteaba con las bolas de su sobrino.
Ese gago lisuriento
que te mostré en un programa de Habla Montesito.
¿Al que me
contaste que le cortaron las cejas en el colegio?, dijo Román.
Ese mismo.
Dice que va a pagar una fuerte cantidad para que tú y Cabro Viejo se conozcan, dijo Cambrito,
leyendo el mensaje que el Tío Marly le había enviado.
Román se
rio. ¿Y cómo así me conoce ese angelito?
Es que he
hablado un par de cosas de ti, explicó Cambrito.
O sea que
me has hecho famosa, bandido, dijo Román, disforzado, y le dio un piquito a la
punta de la pinga de su sobrino.
A ese
conchasumadre no se le pasa una, dijo Cambrito, serio, castigador, descartando el
mensaje de Marly. No pasa nada con este huevón. No voy a meterte al show de
la Brutalidad. Eres mi familia, tío.
Y, además,
soy la que te saca el oro como ningún otro, acotó Roman.
Claro,
claro, dijo Cambrito y le agarró el miembro muerto a su tío. También gustaba de
jugar con aquel nervio.
Volvió a
vibrar el celular.
Pasu, dijo
Cambrito.
¿Ahora qué
pasó?, dijo Román, que no estaba interesado en las huevadas que salían de la
boca de Rigoberto Cabro Viejo El Viajero, y se había arrodillado en la cama
para resucitar al muerto cabezón que Cambrito tenía entre las piernas y que
merecía ser revivido.
Mira, dijo
Cambrito y le mostró la pantalla de su celular. Me ha depositado cincuenta
dólares. El gago dice que quiere que entres a la transmisión mañana para que
converses con Cabro Viejo.
Bueno, si
hablar con ese maricón pituco te hace ganar cincuenta dolaritos, lo haré. Lo
haré por ti, mi amor.
Román sabía
que Cambrito pasaba penurias con el sueldo miserable que recibía por trabajar esclavizadamente
en McDonald’s. Justamente había sido gracias a Román que consiguió un empleo
ahí, ya que esa empresa había adoptado la consigna modernista de contratar a
homosexuales o a personas cuyos familiares fuesen homosexuales. Cambrito había
ido con su tío a solicitar un puesto en la sucursal de Chorrillos, y, el
reclutador, al verlo con tremendo maricón al lado, le dio el puesto indubitablemente.
Entonces, ¿qué
le digo?, dijo Cambrito, que no tenía muchas intenciones de devolverle los
cincuenta dólares al peruano radicado en Australia. ¿Le digo que aceptas?
Tenía los pulgares listos para responderle a Marly, el Pelao Cabeza de Pinga.
Dile que
sí, que mañana converso con el Cabro Viejo, dijo Román, guiñándole un
ojo pizpireto a su sobrino y, luego, mamándosela con fruición.
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