domingo, 7 de octubre de 2012

La niña que me araña la cara cuando la cargo


Dejas surcos delgados e invisibles sobre el rostro cansado del hombre que te sostiene.

Una frente que se deja besar, tocar y acariciar por manos ajenas, manos que te adoran.

Dices poemas de amor: gu, gu, gu, pah, pah, pah.

Rabias poemas de ira: buuh, burr.

Gritas versos de dolor: awah, uuu, ñaaah.

Hablas con exquisitez el idioma que trajiste del reino de los ángeles, en donde, seguramente, eras la poeta por antonomasia.

Muy pronto te corromperás y tu lengua dejará de hablar el idioma que tan bellos versos nos regala a cualquier hora del día.

Una sonrisa bella con la ausencia de innecesarios dientes. Una sonrisa transparente, etérea.  

Hilos finos y transparentes que tu boca derrama cuando te alzan para que recuerdes tu vuelo, como cuando eras un angelito nefelibata.

Hilos que esos dos seres de pelo largo que siempre te acompañan beben cuando desde arriba los miras a través de esas dos rayitas oblicuas, arqueadas y refulgentes.

Ojos que lo escrutan todo. Manos diminutas que lo quieren atrapar todo: el iPod mientras el hombre feo de cabello largo lee 1984 de Orwell en él; la Tablet mientras la mujer de cabello luengo chatea en el Facebook; la Memoria Descriptiva de la Mina Candelaria escrita por algún ingeniero; el grueso, fantástico y tocador libro de Bolaño: Los Detectives Salvajes.

Tus manos están ansiosas por sentirlo todo. Chupas el borde del iPod; clavas tus garritas en la pantalla de la Tablet; estrujas y alborotas esas letras sin sentido que pueblan la Memoria Descriptiva; pretendes seguirles el rastro a Belano y a Lima.

Babeas todo y todos babean por ti.


Tu papá quiere robar libros para sentirse un poquito Bolaño. Ojalá algún día lo ayudes en ese inveterado emprendimiento.

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