viernes, 28 de junio de 2013

El fruto prohibido - Somerset Maugham



Cuatro interesantes novelas cortas, unas mucho más que otras, componen “El fruto prohibido” de Somerset Maugham (París, 1874 – Niza 1965).



Decían los más acerbos críticos del siglo pasado que los protagonistas femeninos de las historias de Maugham estaban cargados de un deseo sexual irrefrenable, característica que el escritor les atribuía, según estos críticos, porque, a causa de su bisexualidad –sí, era bisexual, aunque el rostro de recto militar le desdijera-, sentía que las mujeres eran su competencia. Cierto o no, la primera historia del volumen, titulada como el libro, “El fruto prohibido”, presenta a esta mujer culta y en extremo liberal, esposa de un dedicado pero poco sexual profesor de ciencias naturales, que se enamora poderosamente del joven aprendiz de su marido. El joven aprendiz, llamado Neil, se resiste al acoso de la guapa mujer. Ella le ruega y, prácticamente, se le ofrece en bandeja. ¡Cómo olvidar la descripción, precisa y sólida, que Maugham hace de esta femme fatale, a quien ha llamado Darya! Neil no se doblega ante los insistentes requerimientos amorosos de Darya, porque tal flaqueza constituiría una tremenda traición a la confianza de su maestro, el profesor Munro. Por momentos, nos da la impresión de que Neil fuese homosexual. Yo, en su lugar, le hubiera dado curso a la señora Darya desde el primer momento. Se nota que el respeto por la mujer del prójimo no es uno de los miramientos que me caracterizan.

El final de esta historia es algo regular. Por el desarrollo magnífico y sinuoso que Maugham logra en la historia, esperaba un final más logrado. Sin embargo, el lector rijoso coincidirá conmigo en que la imagen que se nos impregna en la memoria, y que no nos abandonará sino hasta el último día de nuestras existencias, es aquella en la que una desnuda y bien torneada señora Darya se zambulle en el solitario lago en el que Neil chapoteaba tranquilamente. La descripción de la escena, con el estilo directo de Maugham, es muy vívida.

“La decadencia de Eduardo Barnard”, segunda historia del libro, nos relata el por qué el protagonista, Eduardo Barnard, abandona una vida de logros y éxitos profesionales en Chicago, y se convierte en despachador de telas en una fábrica en el paupérrimo pueblito de Tahití, otrora hogar político del pintor Paul Gauguin. Allí lleva una vida apaciguada y feliz. En Chicago, su mejor amigo y su prometida se preguntan por su paradero. El amigo va en busca de él, al cabo de dos años de su partida. Se sorprende cuando ve lo mucho que Eduardo ha cambiado, aquel Eduardo ambicioso y materialista.

Dejar todo aquello que los demás (familiares, amigos) esperan de nosotros (ser profesionales, adinerados, exitosos) y llevar la vida que realmente anhelamos, sin reglas ni dogmas impuestos, eso hace Eduardo, y eso le dice a su amigo, un día antes de que éste regresara a Chicago: “Vamos, hombre, no te conmuevas hasta ese punto. No he fracasado, he triunfado. No puedes imaginarte con qué entusiasmo afronto la vida, y cuán significativa me parece ahora. […] A mi modesto parecer, yo también habré vivido en la belleza. […] De nada sirve que un hombre gane todo el universo cuando acaba de perder su alma. Creo haber ganado la mía”.

La mayoría de personas que nos rodean, estén embozadas bajo el disfraz de un amigo o de un padre, siempre nos dirán que no hagamos aquello que nosotros sentimos que nos llenará espiritualmente. En muchas ocasiones, las advertencias de estas personas serán acertadas, y nosotros, aún molestos por la derrota y a regañadientes, les daremos la razón. Pero es imperioso que experimentemos, que corramos, suframos o gocemos de nuestra suerte. ¿Cuál es el objetivo de la vida sino? ¿Ganar plata, ser algo, ser alguien? Eso era lo que los familiares de Jorge, muchacho de origen judío, querían para él: una vida de prestigio como parlamentario inglés. Su padre, y el resto de su familia, se sentían ingleses puros, olvidaban su origen judío. Jorge solo quería dedicarse a la música, al piano, a su verdadera pasión y vocación.

Ante la testarudez del muchacho, sus padres acuerdan con él enviarlo a Alemania para que estudie música. Al cabo de dos años, Jorge debía regresar y demostrar ante una pianista profesional y de gran trayectoria, de muchas campanillas como Lea Makart, si tenía madera para ser un pianista excepcional. Si la señorita Makart no hallaba genialidad en él, Jorge debía renunciar a sus veleidades artísticas para dedicarse a la continuación de la tradición parlamentaria de la familia en el senado inglés. El trato agradó en extremo al joven, quien partió anhelante y triunfante hacia Alemania.

Pasado el tiempo convenido, Jorge regresa de Alemania sintiéndose más judío que nunca, adorando sus raíces, y renegando de la falsedad e histrionismo de sus padres por ocultar su verdadero origen y querer aparentar un abolengo inglés inexistente.

La familia está reunida en la sala y Lea Makart los acompaña, ocupando un sitio preferencial. Jorge, ante el piano, alista su recital. El glacial veredicto de la baqueteada señorita Lea y el consecuente trágico acto de Jorge, al conocer tal juicio, dejarán pensando al lector sobre qué tan acertado y prudente es que nos entrometamos en los deseos y querencias de los demás. Excelente relato de Maugham, quien una vez más demuestra fineza y concisión para plasmar una historia con tanta verdad. Esta corta novela es la tercera historia del libro y se la llamó “La voz de Israel”.

El último cuento, quizá inspirado en alguna de las peripecias de Maugham en su etapa de espía, titulado “El Mexicano calvo”, en mi opinión, pudo haberse trocado por otro tan bueno como los anteriores. Maugham escribió alrededor de cien historias cortas durante su carrera literaria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario