domingo, 26 de noviembre de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 24

Lunes 03 de octubre del 2016

Es cierto que escribo sobre mí mismo
¿A quién otro conozco mejor?

Allen Ginsberg –Tema Objetivo

Voy a casa de Elena, una ex enamorada a la que no veo hace mucho tiempo. Voy con las esperanzas de tirármela. En el cuento Dinero, del libro que publiqué en el 2010, relaté un episodio de nuestra relación, un episodio bochornoso primero y glorioso después. Bochornoso porque no tuve dinero para pagarle la entrada a una discoteca ni para cancelar el taxi que nos llevó de regreso a Los Olivos. Glorioso porque, en ese taxi, que ella terminó pagando, me chupó la pinga en el asiento de atrás.

Elena vive en el departamento de su primo, un ingeniero de minas acostumbrado a trapear el piso con la gente. En sus descansos en Lima, descarga su malhumor en Elena. Ella debe soportar el vendaval; no tiene opción: vive gratis en el departamento. Elena dejó Huánuco para estudiar Medicina en Lima. Cuando la conocí, en el 2007, estudiaba Obstetricia. Terminó la carrera y no tuvo suerte con los empleos. Con un hijo que sostener, y ante la ausencia del padre, decidió estudiar Medicina, con la esperanza de que el panorama laboral le resultase más auspicioso.

Llegaba al cuarto cuando recibí unos mensajes de Elena. Me pedía que la ayudara con una tarea de la universidad. Es un tema de Física. No lo entiendo por más que trato. ¿Crees que puedas venir a ayudarme? Lo pensé un poco antes de contestarle. Había tenido una mañana larguísima. Nos habían citado, a mi hermano y a mí, para cerrar el contrato de un estudio de ventilación. Nos citaron a las ocho y abandonamos el edificio de la consultora interesada seis horas después, aburridos y con hambre; pero con el botín prácticamente en nuestros bolsillos. Antes de la entrevista, tuve que sacarme los aros del labio.   

¿Y si Elena quiere tirar conmigo? ¿Si lo de enseñarle Física es solo un pretexto para reunirnos? Me había dado la dirección del departamento de su primo; en la cuadra veinticinco de la avenida Salaverry. No estábamos tan lejos. Calculé el tiempo que me tomaría bañarme y quedar listo para verla. Ok. Llego en media hora, le contesté.

El edificio está en una zona tranquila de Jesús María, enfrente de un parque de árboles enormes. Abro una puerta de vidrio y paso a la recepción. Un cholo viejo, de piel extremadamente marrón, ve un programa de televisión sentado detrás de un mostrador. Buenas noches, lo saludo. El tipo ve mis brazos tatuados. Recela. El tono de mi voz y mis maneras educadas le remueven la duda. Asume que soy el hijo de uno de esos ricachones que les complacen a sus vástagos cualquier tipo de extravagancia, como la de tatuarse los brazos. Sí, joven, ¿a quién busca?, me pregunta. Se muestra amable. Sonríe. Es mejor llevarse bien con los niños engreídos de papá. A Elena Rojas. Le doy el número del apartamento. El tipo baja el volumen del televisor y levanta el auricular de un teléfono negro. Marca unos números. Espera. Habla, supongo que con Elena. Un jovencito la está buscando. Me mira. ¿Su nombre? Le doy mi nombre. Correcto, joven, dice, tras colgar. Vaya por el ascensor, a su derecha. Piso ocho.        

Elena me espera en la puerta del 802. Hola, Dani; pasa. Nos saludamos. Besos en la mejilla. ¿Deseas algo de tomar? Hay cerveza, gaseosa, jugos. Hablaba como si el departamento y las bebidas le perteneciesen. Se sentía una diva. El lugar era pequeño. Pocos adornos en la sala. Sillones de cuero, un televisor de pantalla plana, un equipo de sonido. Sobre una mesita de vidrio, rodeada por los sillones, se despliegan unos fragmentos de roca. Unos cartelitos nombran cada pedazo y las minas de su procedencia. Típica huevada del minero fanático: coleccionar piedras.

Me lleva a la habitación en donde le ayudaré con la Física. Ella la llamó “el estudio”. Dani, vamos al estudio, dijo. Quise reírme, pero me contuve. Le miro el culo. Ha desaparecido; no queda ni rastro del que lamí hace mucho tiempo. En el estudio, hay una mesa larga, llena de papeles, pegada a una de las paredes. En un extremo, reposa una computadora de pantalla plana. Arriba de la mesa, hay una repisa, también repleta de papeles. Elena se sienta enfrente de la computadora; yo, a su lado. Reubico algunos papeles para crearme un espacio de trabajo. Dejo mi mochila en el suelo alfombrado. Elena me alcanza unos papeles que tiene cerca. Ayúdame con esto, Dani. No entiendo nada, alucina. Tiene las uñas bien pintadas. Tomo los papeles y analizo el contenido. Ella se desenchufa rápidamente. Asume que resolveré todos sus problemas. Le sonríe a la pantalla. Chatea en el Facebook.

En diez minutos, entiendo lo que ella no. Suspende sus chats y me presta atención. A ti sí te entiendo, Dani. Deberías enseñarnos en la universidad. No seas cojuda, esta huevada la puede enseñar y la puede entender cualquier huevón.

Dejo que ella resuelva los últimos cinco problemas. Le echo un vistazo a mi celular. Hay una llamada perdida de Rosario. No, hoy no tengo ganas de verte; hoy tiraré con Elena. Son casi las diez de la noche. Estoy seguro de que me invitará a pasar la noche en su departamento; beberemos algunas cervezas; cansados, algo ebrios, nos echaremos en el sofá. Una cosa llevará a la otra y, en el momento menos pensado, estaremos cachando a forro, recordando viejos tiempos. 

No sucede nada de lo que he planeado. Terminados los ejercicios, Elena me despacha. Me da las gracias y un beso apurado en el cachete. Hija de puta. Afuera hace frío. Camino hasta Salaverry. Tomo un bus al Centro. Bajo en 28 de Julio. Decido caminar hasta Zepita. Escucho Doble Nueve. La música se interrumpe. Es una llamada. Es Rosario. Contesto. Se disculpa por el incidente del sábado. Te he estado llamando, ¿por qué no me contestabas? Le digo que estoy en el Centro, caminando a mi cuarto. Retoma sus disculpas. Yo no reacciono así. No soy violenta. Su voz me acompaña las decenas de cuadras que atravieso raudamente. Quizá podamos vernos pronto, me dice. Quizá, le digo.    

Llego a Zepita. Jaime está parado en el portal de su tienda. La cagada. Me va a decir algo. El huevón siempre cierra a las once. Ahora, son casi las doce y el idiota aún está ahí, los brazos cruzados, la cara avinagrada. Me ve. Lo miro. Lo saludo. Enseguida, inserto la llave en la puerta de la casa. De reojo, lo veo cruzar la pista. Viene hacia mí. Acelero el proceso. La llave se me traba. Carajo. Es tarde. Ya lo tengo encima. Daniel, me dice, serio como el culo de un obispo. Pongo cara de tonto, de inocente, de yo no fui. Daniel, ¿qué pasó el sábado? Entiendo; los vecinos le fueron con el chisme. Hijos de puta. Me han dicho que te has mechado a tu chica en el baño. ¿Es cierto? Su voz es amenazante. Me quiere asustar. Mira, compare, si le vas a pegar a tu hembra hazlo en otra parte. Acá no. Si van a tomar y luego se van a pelear, mejor no vengas a dormir acá. Todos los vecinos me vinieron a dar las quejas al día siguiente. No me parece pertinente aclararle que fue Rosario quien me pegó; no yo a ella. Le digo que discutimos; sin violencia. No me cree. Los vecinos dicen que escucharon golpes que venían del baño. Dijeron que sonaba una cabeza o un brazo chocando con el wáter. Exagerados de mierda. Que no se vuelva a repetir, me dice y se aleja. Vete a la mierda, huevón. 

Me tiro sobre el colchón y trato de olvidarme de todo. Estiro las piernas. Estoy completamente desnudo. Pienso: obtuve el contrato, no tiro con Elena, y el huevón de Jaime me putea. ¿Así va a terminar mi día?

Pienso en coger un puñado de billetes, bajar a Peñaloza, y contratar los servicios de la mejor puta del lugar. Quiero cachar para olvidar. Son casi la una. Sin darme cuenta, me quedo dormido.   

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