martes, 6 de febrero de 2018

El solitario de Zepita - Capítulo 27


Del domingo 09 al lunes 10 de octubre del 2016

Por esa puerta huyó, diciendo: «¡Nunca!»
Por esa puerta ha de volver un día...
Al cerrar esa puerta, dejó trunca
la hebra de oro de la esperanza mía.
Por esa puerta ha de volver un día.

Amado Nervo – La Puerta

Es domingo. Tengo la garganta inflamada. Reviso las noticias en el celular. Hoy debaten Trump y Clinton por la presidencia de los Estados Unidos. Si retomo ahorita la corrección del libro de McPhilips, podré ver el espectáculo con tranquilidad.

Trabajo sin pausas. A las cuatro de la tarde, queda lista la corrección. La envío a los gringos. Me he quitado un enorme peso de encima. Sin embargo, el dolor en la garganta ha empeorado. Busco el debate en internet. Los candidatos se insultan y se lanzan golpes bajos.  

Es lunes. Cuesta abrir los ojos. El dolor en la garganta ha devenido en fiebre. Estoy solo en el cuarto. No tengo a nadie que me ayude. La fiebre se ensaña conmigo. Le envío un mensaje a Jean Carlo: Mil disculpas, Jean Carlo; hoy no podré ir a la oficina. He amanecido con fiebre. Apago el celular. Temo la réplica. Trato de retomar el sueño y pienso que hubiera sido mejor pasar la noche en casa de mamá.

En una bolsa, tengo un montón de ropa sucia. Está ahí, en un rincón, pudriéndose, desde el sábado. 

Estoy sudando. Me había quedado dormido. Prendo el celular para ver la hora. Son las ocho. Jean Carlo no ha respondido. Mejor. Apago el celular. La fiebre ha recrudecido. No tengo nada para combatirla. La infección en la garganta es una pelota que me destruye los nervios cada que paso la saliva. Necesito unas pastillas para desinflarla. Pienso en Balani, la botica de la cuadra siete de Piérola, en donde compraba los remedios que mi esposa y mi hija necesitaban cuando vivíamos en el viejo edificio de Camaná. Ya no hay esposa, tampoco hija. Estoy solo, sin fuerzas y sin ánimos para levantarme. Necesito dormir más. Podría leer, pero me duelen los ojos. Podría masturbarme, pero con el celular apagado, sin internet, será difícil.  Opto por usar la imaginación. Imagino a Rosario a mi lado. A ella le gusta cuidarme. Si supiera que estoy enfermo, vendría a verme. Compraría medicinas, algo de comer, algo de beber. Rosario siempre me trata bien. Y yo le pago mal. No lo hago a propósito. Es mi naturaleza: me gusta seducir a las mujeres, hacerles el amor, apretujar sus tetas, palmear sus culos. Imagino a Rosario junto a mí. La conozco tan bien que podría dibujarla completita. La he visto calata innumerables veces. Hemos conversado sin ropa, echados en la cama de un hotel, brindando con latas de cerveza. Cuando me cuenta una historia, le exijo que me chupe la pinga. Así, entre anécdotas, me la mama con maestría. Ahora mismo me está chupando la pinga. Mi mano es su boca. Me frota el tallo con esos labios blanditos y gruesitos. Frota y frota. Oh, sí, ya me vengo. Ya no es necesario cerrar los ojos. Se me viene el quaker. Es obvio que la boca de Rosario no va a recibir la leche. Busco el rollo de papel higiénico. Ahí está, sobre la mesita blanca, en el extremo más alejado. Carajo. No lo alcanzo. Rosario desaparece. Su boca se deshace. No hay fuerzas para levantarse, estirarse, coger el papel, arrancar tres vueltas de mano y volver a la posición masturbatoria. Imposible retomar la viada. El esfuerzo mental me ha agotado. Cierro los ojos y consigo dormir. Despierto luego de un rato. Tengo el pelo empapado de sudor. Me lo seco con las manos. Las huelo. El olor es narcótico. Sudor de enfermo, de fiebre, de colchón nuevo. Me jode que la ropa siga pudriéndose en una esquina del cuarto. Me incomoda saber que millones de hongos y bacterias proliferan en las entrañas de ese montón de trapos sudados. Sudor de ciclista callejero.

La persistente idea de la ropa pudriéndose a escasa distancia del colchón me hace saltar de la cama, vestirme al toque y salir a la calle, directo a la lavandería. 

Saludo a la gorda que atiende. Una chica se para a mi costado. No soy de los que miran con descaro a una mujer; pero igual le echo una ojeada. Su perfume es atrayente. El short que lleva es muy corto; descubre más de lo que cubre. Subo la mirada. Me topo con las puntas de una cola entintada. Adelante, unos pezones desafiantes hinchan un polito casi transparente.

La muchacha le encarga una bolsa de ropa a la gorda. Esta la pone en una balanza. Le dice el precio que le cobrará por el lavado. Hola, me saluda la chica. Le entrega un billete a la gorda. Hola, le contesto. La chica vuelve la cabeza en señal de que ha recibido mi saludo. Todo lo ha hecho con estudiada coquetería. Me flecha. Es hermosa. Con disimulo, le miro los pies. Son muy importantes los pies. Los de ella llevan unas Nike blancas, limpias, tan limpias que parecen nuevas. ¿Vives por aquí?, me pregunta. Sí, aquí, no más, en la otra cuadra, le digo.  

Es algo más alta que yo. Es tetona, culona y piernona. Su piel es clara. ¿Y tú?, le pregunto. Supongo que vives por acá. Me hace una seña con los dedos, una seña que interpreto como: termino con la gorda y regreso contigo, ¿sí? Tras recibir su vuelto, lo cuenta. ¿Por qué “supones” que vivo por acá? Me resulta peligroso conversar con una traca a plena luz del día. Algún datero de mi esposa podría estar observándome. La gorda nos ve conversar. ¿Pensará que soy homosexual?  Una vez me dijo que las ropas de los homosexuales o no las acepta o las lava aparte. En adelante, ¿lavaría mi ropa con la de los cabros?

Si no vivieras cerca, llevarías tu ropa a otro lado, ¿no? Se ríe con sutileza. ¿Cómo te llamas? Invento un nombre: Andrés. Lo repite en un susurro, como memorizándoselo. Lo vuelve a repetir, pero su voz apenas se deja oír. ¿Y tú?, le pregunto. No me contesta. Le dice a la gorda que regresará mañana. No te preocupes, dice la gordita. Yo pienso: preocúpate; a mí ya me va perdiendo varias medias. En lugar de responderme, examina mi cara. ¿Estás mal? Me sorprende la pregunta. Se supone que debía decirme su nombre. Sí, tengo algo de fiebre. Su rostro planea sobre el mío. Su aliento es suave. Mi boca está a pocos centímetros de la suya. Me palteo. No me arrecho. Si estuviéramos solitos en un cuarto, ya habría intentado besarla. Pero estamos en el pórtico de la lavandería de la gorda pendeja, a merced de cualquier chismoso.

Ven conmigo. Me toma de la mano; pero me suelto con disimulo, para no ofenderla. No sé cómo se llama, ni dónde vive, ni adónde me lleva; sin embargo, el trasero que se mueve delante de mí es lo suficientemente atrayente como para preocuparme por esas cuestiones.

Cruzamos Chancay, pasamos El Chinito, y, por la putamadre, estamos a punto de desfilar ante la tienda del hijo de puta de Jaime. Me va a ver caminando detrás de un cabro y va a pensar lo peor de mí. Demoro mis pasos. Creo una distancia estimable entre ella y yo. Cuando alcanzo el pórtico de la tienda, chequeo de reojo que Jaime no esté. No está. Es un milagro. Lo único que sabe hacer ese huevón es espiar la vida de la gente.   

Al doblar la esquina, en Peñaloza, recupero los metros que me dejé sacar. No hay tracas a esta hora. Nos detenemos ante una puerta de rejas. Ella mete un brazo por entre los barrotes y abre un ala de la puerta de madera que está detrás. Gimen los goznes que sujetan el maderamen. Es una vieja casona, como todas las de la zona. Entramos. Subimos unas escaleras de losetas negras. Llegamos al segundo piso, a una especie de salita de estar. Hay unos muebles viejos, un televisor enorme encima de una mesa antigua. La alfombra del centro también es vieja. La salita se estrecha en un pasillo repleto de puertas cerradas con candados. La escalera continúa hacia el tercer piso. Subimos. Hay dos pasillos a cada lado de la escalera y más puertas con candados. Tomamos el pasillo de la derecha. Llegamos a la puerta del fondo. Entramos. 

Me llamo Azul. Hay una cama, una mesita, una silla y un ropero muy pequeño. Todo muy ordenado. Esto hace que la habitación, tan pequeña como la mía, luzca algo más grande. ¿Sabes qué te puede ayudar con esa fiebre? No. Supongo que una pastilla o un jarabe. Prueba esto. Me acerca una botella rectangular. La luz que viene de la calle crea más espacio en el cuarto. Recibo la botella y, sin desconfianza alguna, tomo un trago. Es whisky, creo. Siento el remezón. Tras unos segundos, desaparecen el malestar de la cabeza y el dolor en los ojos. ¿Ves? Te estás sintiendo mejor. No lo puedo creer; es verdad. ¿En dónde vives exactamente? Me doy cuenta de que está vestida toda de blanco: el shorcito, el polito, las zapatillas. Le digo que aquí, en Zepita, pero no me atrevo a precisarle el lugar exacto. Podría buscarme y encontrarse, así son las casualidades, con Rosario. O Jaime podría echarme del cuarto por maricón. 

Sé que te he visto antes, pero no sé dónde, dice. Está sentada sobre el filo de la cama, las piernas cruzadas, los pezones apuntándome detrás del polo. La cola rubia de su cabello cae en cascada por entre sus tetas. Yo estoy sentado en la única silla del cuarto. ¿Y qué vas a hacer ahora?, le pregunto. Azul mira a su alrededor. Hay un periódico encima de la almohada. Leer, supongo. Se echa. Cruza las piernas. ¿Qué haces? ¿Trabajas?, me pregunta, sin apartar la vista del periódico. No, no trabajo, le digo. ¿Te mantienen? Ya estás algo viejo para eso. No quiero decirle que soy ingeniero. Se supone que un tipo así tiene plata. Y ese no es mi caso. Bueno, me recurseo. Hago cualquier cosa: albañilería, pintura, lo que sea. Ella aparta el periódico y me mira. No tienes pinta de albañil, papito. Vuelve a su periódico. ¿Y tú en qué trabajas? No tiene que decirme en qué. Estoy seguro de que se prostituye como todas las tracas de esa calle. Hago mis cositas, dice. Cambio de tema. ¿Siempre has vivido aquí? El cuarto tiene una ventana que da a la calle. El aire entra con relativa fuerza, fresco. Mi cuarto no tiene ventanas a la calle. Cuando llegue el verano, voy a cocinarme adentro. Azul se levanta. Se acerca a la ventana. Apoya sus manos en el alféizar y empina el culo. El viento le revuelve el cabello. Parece reconocer a alguien afuera. Hace una seña y sale del cuarto. Llevaba una sonrisa en la cara. Alcanza a decirme que ya vuelve. Yo me quedo sentado en la silla, como petrificado. No quiero asomarme por la ventana. No sé qué clase de peligro pueda estar allí afuera. Temo que sea su marido. Espero ¿Y si ella sube con alguien con quien se ha puesto de acuerdo para pepearme, drogarme, robarme y matarme? Me pongo nervioso. Abandonar el lugar es la única solución razonable. La puerta ha quedado abierta de par en par. Tras unos segundos de mucho miedo, me asomo a la puerta. Ni cagando miraré por la ventana. Debo escapar. El pasillo está vacío. Salgo. Camino lo más rápido que puedo, sin hacer ruido. Me apresuro en bajar las escaleras. Cuando llego al segundo piso, me detengo y escucho. ¿Estarán subiendo Azul y su acompañante? Las parejas de estos cabros suelen ser asesinos o asaltantes; vagos, en el mejor de los casos. No oigo nada. Bajo lo más rápido que puedo y llego a la puerta de madera que da a la calle. Está cerrada. Carajo. Me acerco a la puerta. No tiene llave. Solo hay que jalar de la manija para estar afuera. Pero puede que haya alguien al otro lado, puede que Azul y su acompañante estén conversando en el porche de la puerta. Pego la oreja a la madera. No oigo nada. Jalo la manija muy despacio. Estoy helado. Me cago de miedo. Abro la puerta lo justo como para deslizar el cuerpo. Felizmente, la puerta de rejas está junta. Ahora solo es cuestión de salir disparado. Nadie debe verme ahí, mucho menos los inquilinos de esa casona; puede que sean tipos de cuidado.

Pero no corro. No hay nadie cerca. Estoy sudando. Es la fiebre y son los nervios. Curiosa mezcla. Oigo la voz de un cabro. Pero no es la de Azul. La voz proviene de la esquina más alejada de la calle. Hey, grita. Salgo de mi estupor y me doy cuenta de que trata de comunicarse conmigo. Hey, adónde vas. Es un cabro metido en un vestido rojo. Corre hacia mí montado en unas zapatillas celestes, de suela gruesa. Lleva en la mano una botella de cerveza. Oye, quién eres. Se va acercando. Corro en la dirección opuesta. Corro y, en la esquina con Zepita, tuerzo a la derecha, para perderme en Alfonso Ugarte.     

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