jueves, 15 de marzo de 2018

El solitario de Zepita - Capítulo 29


Del sábado 15 al martes 18 de octubre del 2016

No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

Horacio Quiroga – Decálogo Del Perfecto Cuentista

El hombre elefante, sentado en una de las camas, el rostro impasible, lo vio llevarse el vaso con cianuro al borde de la boca. Lo vio dudar. No había suicida que no hubiera experimentado ese segundo de vacilación antes del paso definitivo. Lo imaginó recordando aquellos episodios que lo habían orillado hasta ese punto, hasta ese hospital, hasta esa cama, hasta ese vaso.

Desembolsé los quinientos dólares. Me dolió. Me esperaba otro golpe más tarde. La dependienta del banco me indicó que, para finalizar el trámite, aún debía presentar una copia legalizada del acta de fundación de la empresa. Apenas la tengas, regresas. Más papeleos. No les bastaba el dinero. Regresé al cuarto de Zepita. Estaba muerto de calor. Me ardía la piel. El agua fría de la ducha fue una bendición. Pensé en Rosario. Le era imposible entender que vivía una etapa de exploración: necesitaba conocerme a mí mismo y volcar ese conocimiento en la novela. El mundo de las tracas me invitaba a penetrar en él. Mientras durasen mis pesquisas, no podía prometerle fidelidad a nadie. Solo podía serle fiel a mis instintos y a mis ideas.  

Con el derecho, su único ojo bueno, veía el vaso de cianuro tambaleándose en la boca de su amigo. Era imposible que supiera que el suicida anhelaba escuchar unas notas de La Cabalgata De Las Valquirias para apurar el contenido del vaso, para matarse de una buena vez.

En lugar de seguir por Wilson, tomé Quilca. La tarde estaba algo fresca. En una de las librerías, vi el tomo de los cuentos completos de Horacio Quiroga. De él, había leído Cuentos De Locura De Amor Y De Muerte, su cuentario más popular, más impreso, más pirateado. El tomo era original. Editado por Alfaguara. ¿Tiene copias, maestro? No, a nadie le interesaba leer la obra completa de Quiroga. Los piratas se volcaban sobre lo popular; no necesariamente lo mejor. A cuánto me lo deja, maestro. Sesenta soles, joven. Mucho. Regateé. Lo dejamos en cuarenta y cinco. Pagué. Valió la pena. El tomo no solo contenía los cuentos; también ofrecía una biografía del autor y un análisis de su obra. Salí de Quilca leyendo el libro. Retomé Wilson. Fui a la tienda de la gordita machona. Me mostró la laptop. En la foto, lucía menos aparatosa. No me quedaba más alternativa. A cambio de mi laptop malograda, y cuatrocientos cincuenta soles, recibiría esa máquina de apariencia anticuada, aunque, según la gordita, muy moderna por dentro.

Tenía dos meses de nacido cuando vi morir a mi papá. Obviamente, me era imposible recordar el incidente. Mi madre me lo revelaría tiempo después. Papá ejercía un importante cargo diplomático. Era un tipo justo, divertido y bonachón. Sus vicios eran su familia, su trabajo y la cacería. Debido a una inopinada diligencia diplomática, no pudo estar al lado de mamá durante el parto. Esto le dolió tremendamente. Dos meses después, tras la conclusión exitosa del asunto que lo había mantenido en ajetreos, solicitó veinte días de descanso. El ministro, su jefe, se los concedió. Los tenía bien merecidos. Alquiló una cabaña en uno de los parajes más boscosos de la provincia en que residíamos. La idea era alejarnos del ruido de la ciudad, que el mundo se redujese a nosotros tres en llano contacto con la naturaleza. A los cuatro días de instalados, papá anunció que saldría a cazar. Se internaría en el río que corría cerca de la cabaña. Estaba ansioso por descubrir la fauna que derribaría con su escopeta. A la mañana del quinto día, zarpó en el botecito que flotaba con quietud a un lado del pequeño muelle. Regresó con el crepúsculo. Abarloó el bote y se aprestó a salir de él. Mamá, tras divisarlo por una de las ventanas de la cabaña, y conmigo en brazos, fue a su encuentro. Quería que los tres nos fundiésemos en un largo abrazo. Mamá y yo estábamos ya en el muelle, acercándonos a papá. Él, de un salto, abandonó la embarcación y aterrizó sobre los tablones del muelle. En ese preciso instante, la escopeta, que tenía colgada del hombro, se disparó. La bala le ingresó por la barbilla y le salió por la coronilla, volándole la tapa de los sesos. Su cuerpo cayó pesadamente sobre los húmedos tablones del muelle. Únicamente la cabeza quedó fuera, colgando por encima de las aguas del río. Parte del cerebro terminó como alimento para los peces. Mamá quedó paralizada por varios minutos antes de reaccionar. No dejó de sujetarme con fuerza. Tampoco dejó de temblar.

Pero, amigo, la laptop va a estar lista todavía el martes. Te rogaría que vuelvas ese día. Me falta añadirle unos detallitos. Contaba los billetes que le acababa de entregar. Billetes nuevos, recién salidos del cajero automático. Hija de puta. Me habías dicho que ya estaba lista, que dependía de mí aceptar o no el trueque. No le dije nada. Acepté mansamente, sin emitir queja alguna. Caminando al cuarto, leyendo a Quiroga, no dejé de farfullar mi mal humor. Cómo era posible que jugara con un cliente como yo, que pagaba por adelantado. Así, no más, un peruano no pagaba nada por adelantado. Los peruanos eran desconfiados, jodidos. Yo no. Yo prefería confiar en las personas, aunque ellas terminaran atorándome el culo, como lo acababa de hacer esa gorda machona.  

Aquel día sí fui testigo de cómo una bala destrozaba un cráneo humano. Ya no era un bebé. Tenía diecisiete años. Regresaba de manejar bicicleta. Había estado con unos amigos con quienes compartíamos la afición por el ciclismo, a tal punto que pensábamos formar un grupo al que denominaríamos La Sociedad Del Ciclismo. La inauguraríamos recorriendo un tramo de ciento veinte kilómetros de un camino agreste, desde Salto hasta Paysandú. Aficionado a la mecánica, le había efectuado innovadoras modificaciones a mi bicicleta, haciéndola más veloz y resistente. Abrí la puerta de la casa. Mamá no estaba en la cocina, lugar donde solía pasar la mayor parte del día. Pensé que habría salido con Ascencio, mi padrastro. Llevaba cinco años de casado con mamá. Ascencio no era el típico padrastro malvado. Era el padre que no llegué a conocer. Por desgracia, hacía tres meses, un derrame cerebral le había paralizado medio cuerpo y arrebatado el habla. Quedó notoriamente reducido. Me dolía verlo así. Yo lo quería mucho. Había sido un tipo jovial, pletórico de vida. Fui a su cuarto. La puerta estaba junta. La abrí por completo. Ascencio tenía los ojos arrasados por el miedo y las lágrimas. Nuestras miradas llegaron a encontrarse, pero el contacto no evitó que frustrase lo que tenía planeado hacer desde que hubo tomado conciencia de que su cuerpo, de que él, se había convertido en un guiñapo, en una carga. Estaba parado en medio de la habitación. El cañón de su escopeta le apuntaba a la barbilla. Un rudimentario mecanismo le unía el dedo gordo del pie derecho, el único lado que aún podía mover, al gatillo del arma. Una fracción de segundo después, un ramalazo retumbó por toda la casa, estremeciendo las paredes y mis tímpanos. Su cuerpo, tirado sobre el suelo, había quedado prácticamente decapitado. La bala era de aquellas que detonaban y destrozaban todo lo que se cruzara en su camino.

Recibí un mensaje de Rosario: Te voy a prestar los quinientos dólares. No te preocupes. No podía creer lo que leía. ¿Por qué se animaba a prestarme semejante cantidad de plata luego de haber descubierto las perversiones que anotaba en mi diario? La respuesta me saltaba en la cara: porque me amaba. Su mensaje y la intención arrebujada entre sus líneas eran una razón más para amar a esa mujer. Te lo agradezco un montón, le respondí. Cogí el libro de Quiroga y seguí leyendo. Hacia las diez de la noche, tenía los ojos reventados, lagrimeando. Salí. Caminé hasta Alfonso Ugarte y tomé el bus a casa de mamá.

Federico Ferrando fue mi mejor amigo y un tremendo poeta. Junto con otros compañeros, fundamos un grupo literario. Federico prestaba su casa para las reuniones. Discutíamos textos y leíamos nuestras creaciones. La mayoría escribía poemas; yo no. Lo mío era la narración. Supongo que no tenía la sensibilidad que exigía la poesía. Algunos poemas conseguían ser publicados en revistas y en diarios. Cada publicación era un logro en la expansión de nuestro afán de renovación poética. Amenizábamos las tertulias con vino y harta marihuana. Los experimentos poéticos del grupo no siempre cayeron bien. Los críticos más conservadores nos saltaron encima. Uno de ellos, de curioso y onomatopéyico apellido, volcó su virulencia contra Federico; no contra la calidad de sus escritos, ojo, sino contra la persona de Federico. En una columna periodística, lo llamó espantapájaros. Era evidente que no había leído una palabra de la obra, hasta ese momento desperdigada, de Federico. No le interesaba hacer crítica. El cerebro no le daba para tanto. Lo suyo era la pelea de callejón, apelar al facilismo, al insulto elemental. Federico no era cuidadoso con su imagen. Efectivamente, parecía un espantapájaros. Yo diría más: un loco de la calle. Enfocaba toda su atención en la poesía. Escribir una sola línea le demandaba días, incluso semanas. La perfilaba, la tallaba, le entresacaba las impurezas. Volcaba la vida en el papel, descuidando, entre otras cosas, su aspecto personal. Federico no toleró la ofensa pública. El diario en cuyas páginas fue insultado le concedió una columna para que ejerciera la justa réplica. Tras apabullar al crítico con fundamentadas razones, lo retó a duelo. Propuso hora y lugar. Luego de dejar el artículo en la imprenta, regresó a su casa. Nos encontramos ahí. Conversamos en su cuarto. Me mostró el revólver que usaría para el duelo. Era un viejo Lefaucheux de mediados del siglo diecinueve. Lo examiné. Como entendía de armas, quise asegurarme de que el revólver estuviese operativo. Lo peor que le podía suceder a un duelista, y había ocurrido en varias ocasiones, era que su arma no disparase en el momento deseado. Muchas vidas habían terminado prematuramente por semejante imprevisto. El arma era vieja, una reliquia, pero parecía hallarse en buen estado. Revisé el resorte del seguro. Estaba duro. Cogí un alicate e intenté moverlo. Jalé, sin medir la fuerza, y el resorte cedió. La habitación tronó. Los vidrios se estremecieron y el vacío se llenó de un humo denso y asfixiante. Un pitido agudo me taladró los tímpanos. El tiempo se detuvo. Volví a la realidad cuando sentí que un bulto caía a mi lado, sobre la cama. Me espanté. Aún cegado por las tinieblas, palpé el bulto. Era un cuerpo. No podía ser otro que el de Federico. Éramos los únicos ocupantes del cuarto. Aterrado, abrí las puertas y ventanas. Con el humo disipado, pude ver la escena completa: el disparo le había destrozado toda la mandíbula. Un pozo de sangre empezaba a circundarle la cabeza. Mi amigo no se movía. Tenía los ojos en blanco. Corrí a buscar ayuda. Acudieron su hermano y el jardinero de la casa. No había nadie más. Lo trasladamos al hospital, aunque sabíamos lo inútil de la empresa: llevábamos un cadáver. Algunas horas después, me entregué a la policía. Maté a una persona, les dije. Me aprehendieron. Me recluyeron en una celda maloliente y húmeda. Estuve preso cuatro días hasta que se comprobó que todo se trató de un estúpido accidente.    

De tanto en tanto, a pedido de la bebe, corría al baño: Papi, ya terminé, límpiame. Volvía a tenderme en el sofá, una Pilsen helada al costado, y continuaba con los cuentos de Quiroga. Había empezado a leer desde las seis de la mañana de ese domingo. Hacia las ocho de la noche, terminé el libro: cuatrocientas páginas de los mejores relatos del cuentista uruguayo. Estaba agotado; los ojos destrozados. Dejé a la bebe en casa de su mamá. Llegué a mi cuarto con el único deseo de tirarme en el colchón. Antes de desconectarme, le dejé un mensaje a Jean Carlo: que me disculpara, pero iría a la oficina luego de la hora del almuerzo. La razón: debía reunirme con unos clientes de mi empresa, de cuya existencia Jean Carlo estaba debidamente enterado. Cuando le hablé de ella, luego de felicitarme, me aseguró que, si alguno de sus clientes pedía un estudio de ventilación complejo, me los mandaría. Envié el mensaje y apagué el celular. Era cierto: FAMIC quería reunirse con nosotros; conmigo y con mi hermano, para entregarnos los datos que necesitábamos del proyecto de la mina Ranra. Dormí hasta las ocho de la mañana del lunes. A las nueve, estaba con mi hermano en una notaría de Lince. Legalizamos la copia del acta de fundación de la empresa. Tres horas para que un abogado firmase el papel. En la tarde, debía dejar la copia en la agencia del banco en Chorrillos. Con eso finalizaría el trámite de la apertura de la cuenta en dólares de la empresa. Tomamos un taxi a San Isidro. Llegamos puntuales a la cita en FAMIC. Uno de sus ingenieros nos entregó los datos luego de cuatro horas. El huevón se había puesto a trabajarlos recién cuando nos vio llegar. Consecuentemente, almorzamos tarde. Fuimos a un chifa. Eran casi las cinco cuando salimos del restaurante. No tenía sentido aparecerse en la oficina de Jean Carlo a esa hora. Le mandé otro mensaje: la reunión se había prolongado, que me volviera a disculpar, nos veíamos mañana. Apagué el celular. Me despedí de mi hermano. En el bus al Centro, recibí un mensaje de Rosario. ¿Cómo te fue en tu reunión? Ella siempre pendiente de mis asuntos. Bien, le respondí. Continuamos la conversa. Terminamos citándonos para vernos en la noche. Sí, tal cual, como si nunca hubiese visto el diario donde anotaba mis desafueros e infidelidades. Nos encontramos en la esquina de Wilson con Quilca. Me provocó una salchipapa en El Kachito. Entramos. Ella tenía una botella de té helado en su bolso, bebida que se había popularizado rápidamente. Prueba, me dijo. No, le dije, no me gusta. Prefiero mi Inka Kola helada. Me acercó la botella. Cómo vas a decir que no te gusta si nunca lo has probado. Probé. Me gustó. Desde ese día, empecé a consumir los té helados siempre que estuviesen bien helados. Nos sirvieron las salchipapas. Eran inmensas. Las mesas estaban grasientas. Eran la marca distintiva de El Kachito. En el televisor del lugar, empezaba una película de Marvel. Relataba los orígenes del irascible Wolverine. Me enganché con el inicio, a pesar de que el bullicio de la avenida Wilson ahogaba los diálogos de los personajes. Rosario también se había enganchado con la película. Vamos a mi cuarto, le propuse. Buscamos la pela en internet y la vemos. Nos habíamos citado para conversar y compartir una cena; de pronto, le proponía ir a la cama. Era evidente que solo podíamos ver la película echados en mi colchón. De ahí a lo otro, solo había un paso; sobre todo si sabíamos que éramos un par de arrechos.

Cierto día, Ana María, mi primera esposa, determinó que había sido suficiente. No toleraría un segundo más la vida de reclusión que llevábamos en la selva de Misiones. La euforia de sus veinticinco años era incompatible con el sosiego de mis treinta y siete. Una tarde, mientras los chicos jugaban en la sala de nuestra cabaña, bebió el pomito del ácido acético que usaba para revelar mis fotografías. No logró terminarse el contenido porque una potente quemazón le corroyó el tracto digestivo. Los niños, alarmados por los desgarradores alaridos, corrieron hacia nuestra habitación. Hallaron a su madre retorciéndose en el suelo. No atinaron a nada. Eran muy pequeños para hacer algo. Eglé tenía cuatro años y Darío tres. Volví a casa varias horas después. Traía la leña para la semana. Papi, mami está mal, me recibió Eglé. No estaba mal; estaba muerta.  

Veíamos la película echados sobre el colchón. Era obvio que no la terminaríamos. Nos ganaría la arrechura que palpitaba en nuestros genitales. Empezamos en la misma posición: boca abajo, con los codos hincando el colchón. Nos separaba una cierta distancia. Para la mitad de la película, quedamos hombro con hombro. La trama dejó de interesarme. Alucinaba con el sexo que se avecinaba. Le pregunté si no tenía problemas con que me desnudara para dormir. Ella sabía perfectamente que yo dormía calato. No, me dijo. Agregó que también haría lo mismo, pero conservando el sostén y el hilo. Se me escapó una gotita al oír aquello. Sonó su celular. Contestó. Una sombra le cubrió el rostro. Qué pasó, le pregunté. Su abuelita acababa de sufrir un derrame cerebral. Varias veces me había hablado de ella. La quería muchísimo. Tenía una edad incalculable; posiblemente pasase los noventa años. Nadie sabía la fecha exacta de su nacimiento, ni siquiera la propia abuela. Debía irse. Habían internado a la abuelita en una clínica. Era casi medianoche. La acompañé al paradero. Caminamos hasta Wilson. Paramos un taxi. La tarifa fue razonable.

Se había convertido en uno de los cuentistas más importantes en Uruguay y Argentina. El Edgar Allan Poe latinoamericano. Sin embargo, ya nada de eso le importaba. El doctor se lo había dicho sin rodeos: el cáncer que tienes es incurable. Tomó la noticia con inesperada calma, pero le solicitó un permiso de salida. Hacía un mes que estaba internado en ese hospital de Buenos Aires. De pronto, he sentido que necesito abrazar a mi esposa y a mi hija. El doctor entendió. Le concedió la salida. Volvería antes de la medianoche, doc. No tenías por qué venir; nosotras te íbamos a visitar mañana, le dijo tiernamente Ana María, su segunda esposa, luego de haber recibido el abrazo de ese hombre espigado, barbudo, en extremo delgado. Le hubiera gustado ver a Darío y a Eglé, sus hijos ahora veinteañeros. Deseo imposible. Se habían alejado de él jurándole un odio eterno por la muerte de su madre. ¿Cómo así te dejaron salir del hospital? Les dijo que había sentido unas ganas enormes de verlas. Solo eso. El doctor había sido muy comprensivo. Mañana vamos a estar contigo todo el día, amor. Les dijo que las esperaría con ansias. De camino al hospital, se detuvo en una droguería. Compró uno gramos de cianuro. Para matar unas ratas, le dijo al dependiente. Éste reconoció al gran escritor uruguayo. No le cobró; por el honor de haberlo conocido.
   
Rosario prometió mensajearme para confirmarme que llegó bien a la clínica. Eran las doce y media de la madrugada. Crucé Wilson. En la esquina con Piérola, entre los pocos autos detenidos por el rojo del semáforo, una joven -entre quince y dieciocho años- paseaba una bolsa de caramelos. Las ventanillas cerradas le ofrecían demoledora indiferencia. Era una muchacha delgada, el rostro marcado por una larga resignación. El tiempo y la pobreza habían envejecido sus ropas. La escena que protagonizaba me conmovió hasta las lágrimas. ¿Qué hacía esa niña vendiendo caramelos hasta esas horas de la madrugada? Traté de imaginarme la tremenda necesidad que la obligaba a conducirse de esa manera: una madre desahuciada, unos hermanitos hambrientos peleándose por un pedazo de pan. No era justo que esa niña tuviese que sobre esforzarse a cambio de unas cuantas monedas. Ella debería estar durmiendo, descansando, reponiendo fuerzas para estudiar, no para desgastarse trabajando a cambio de un pago miserable. ¿Dónde estaba el papá que permitía esa situación? Lloré, parado en esa vereda de la esquina de Wilson y Piérola. Lloré porque si me moría, mi bebe podía convertirse en aquella infortunada muchacha. Me la imaginé con una bolsa de caramelos, con frío y con hambre, paseándose entre la indolencia de los autos. Esa muchacha era mi hija. Metí las manos en los bolsillos. Hallé un billete de veinte soles. No lo dudé. Era mi hija a quien nadie le compraba los caramelos. Me sequé las lágrimas y respiré hondo. Me acercaría a ella. Estaba sentada en la berma del islote que separaba los dos carriles de la pista. Crucé Piérola con facilidad. Ya casi no había autos. En pocos minutos, la muchacha dejaría de tener clientes. Se le esfumaría la esperanza de convertir sus caramelos en panes. Hacía algo de frío y la niña estaba en sandalias. Una vez delante de ella, me traspasaron sus ojos dóciles. Hola. ¿Cuánto por un caramelo?, le dije, tratando de controlar las emociones que me traicionaban. Diez céntimos la unidad. ¿De qué sabor lo quiere?, preguntó. Hay de limón, naranja y manzana. Su entusiasmo me desconcertó. ¿Quién podía alegrarse por diez céntimos? La gente en extrema pobreza. Uno de manzana, por favor. Examinó la bolsa. La alegría se le salía por los ojos. Era un pan más para la casa. Encontró un caramelo de manzana. Me lo alcanzó con una sonrisa. Cuando le entregué el billete, la frustración y la pena nublaron la chispa de sus ojos. No tengo vuelto, dijo, apenada. No te preocupes, le dije. Quédate con el vuelto. La sorpresa la dejó sin palabras. Se quedó sujetando el billete, dudando de la veracidad de lo que acababa de ocurrirle. Gracias, le dije, y me fui. Caminé por Piérola. Volví a llorar. Esos veinte soles no serían suficientes para recuperar un futuro ahogado por la insensibilidad y la injusticia. Aquella noche determiné que no viviría demasiado en este mundo. Había que tener un alma despiadada para “ser feliz” cuando se sabía que más de la mitad de la población se iba a dormir sin haberse llevado nada a la boca. Había que ser una mierda para presumir en Facebook todo lo que uno tragaba en medio de tanta miseria. Yo era adicto al sexo, a las mujeres de pechos y culos descomunales. Luego de pagarles y llenarlas de semen -pagando era la única manera en que podía llevarme a la cama a una mujer tetona y culona-, me asaltaba una culpa sin fondo. El dinero gastado pude habérselo donado a alguna de las tantas personas hambrientas que había en la ciudad. Ese pensamiento no me dejaba vivir. No me dejaría vivir. Estaba seguro de que terminaría suicidándome. Había que ir pensando en la forma de hacerlo. 

Finalmente, bebió el cianuro. A los pocos minutos, se convirtió en una máquina de aullidos. Su estómago era una bola de fuego. El cuerpo le ardía desde adentro. Se le hacía difícil respirar. Había planeado matarse de un modo discreto; no gritando ni retorciéndose, echando sangre por la boca. Unos enfermeros acudieron a los gritos. El hombre elefante permanecía sentado sobre una de las camas. No le dolió ver al amigo en semejante estado. El suplicio que experimentaba no era nada con respecto al que le hubiera aguardado de continuar viviendo con ese cáncer. En todo caso, era un pago necesario antes de alcanzar la paz total. Nada pudieron hacer los enfermeros. El afamado escritor uruguayo, Horacio Quiroga, falleció a los pocos minutos. Eran las primeras horas del diecinueve de febrero de mil novecientos treinta y siete. Meses más tarde, se suicidó Eglé, su primera hija. Quince años después, Darío, el segundo hijo, siguió el mismo destino.  

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