viernes, 6 de febrero de 2015

Sacando la visa para los Estados Unidos (cuento)

Había llegado el momento: estaba frente a frente con el señor que decidiría mi suerte. Una lámina de vidrio nos separaba. La comunicación se lograría a través de un achacoso intercomunicador.

Ningún recuerdo o imagen vino a mi mente, como suele pasar cuando uno se encuentra debatiéndose en lo que podría ser el suceso más importante de su vida. No, no recordé ni rememoré absolutamente nada. Solo me repetía que tenía que estar tranquilo. Expulsar los nervios. Que me dejen de sudar las putas manos.

*

Salí de la casa a las seis y media de la mañana. Había discutido ligeramente con mi esposa, aunque nos calmamos y nos fundimos en un abrazo después. Me deseó suerte. Nunca he tenido suerte, le dije. Claro que la tienes, sino mira, me dijo y señaló una foto de nuestra hija. Por eso, le respondí, en Morganita gasté toda mi suerte.

Desde la cumbre de uno de mis libreros, San Judas Tadeo observa la escena desde atrás del vidrio que protege su urna. Lo toco con mi índice y mi anular. Gracias, susurro.



*

Qué atrevido e insolente es andarle pidiendo cosas a Dios. A Dios solo se le agradece por lo que nos dio, nos da, y nos dará. Que se haga siempre Su voluntad. Cuando pedimos corremos el riesgo de convertir a Dios en un simple amuleto de la buena suerte. Evitemos pedir y solo agradezcamos.

*

Caminar hasta la Bolívar. Llegar al paradero de la cuadra diez. Un sol hasta Arenales con Cuba. Alcanzar la Arequipa. Caminar tres cuadras hasta alguno de los paraderos autorizados del Corredor Azul. ¿Cuánto es el pasaje, maestro? Sol veinte. Bajar en Angamos. Chapar una combi hasta el puente Primavera. Caminar, bajo un sol implacable, veinte cuadras hasta la Embajada de los Estados Unidos. Ocho y cuarto de la mañana. Llegar a la Embajada. Buscar algo de sombra. Es fresco aquí, bajo la copa de este árbol joven y delgado.

*

Mi entrevista está programada para las diez y media de la mañana. Estoy a dos horas de esa hora, acodado en uno de los grandes maceteros de la Embajada, viendo cómo funcionan las colas, tomando tiempos.

La primera cola (fila 1) es la más nutrida. Debes formar parte de ella media hora antes de tu entrevista. Después del tiempo señalado, llegarás a una ventanilla en donde, a cambio de tu pasaporte y la hoja de confirmación, el diligente burócrata te entregará un ticket blanco y una tarjeta verde. Consérvalos. En el ticket blanco, figura el número del grupo según el cual serás llamado para comparecer ante tu entrevistador. La tarjeta verde la entregarás al celoso guardián que te esperará al finalizar la siguiente fila. Pase a la fila 2, oirás.
La fila 2 es la última cola que harás antes de entrar en territorio americano. No te preocupes, esta fila avanza bien rápido. Cuando llegues al final, entrégale la tarjeta verde al atento guardián peruano. Conserva el ticket blanco.

*

Quítese la correa y cualquier otra cosa metálica. ¿Es ese su celular? Démelo. Con esta tarjeta roja la reclamará después.

La oficial que coloca mi correa y mi mochilita guinda putona en una bandeja plástica es una mujer bastante robusta, casi musculosa. Calculo que en dos segundos me podría hacer una llave mortal.

Pase debajo del detector. Recoja sus cosas y siga de frente.

Salgo de la oficina de revisiones, doy unos pasos y, apoyado en un muro bajo de cemento, me colocó calmadamente la correa, como si hoy no fuese uno de los días más importantes de mi vida. Me acomodo la correa con tranquilidad. Nadie te apura, choche. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Regresar a la mina e internarse diaria y maquinalmente en las entrañas de la Tierra? No, eso no puede pasar. Saco la estampa de San Judas. Por tercera vez, leo la plegaria del reverso. La primera vez la recé en la cuadra uno de La Encalada; la segunda, en la cuadra catorce. En ambas ocasiones, tenía el cuello y la cabeza abrumados de sudor. Las tres veces elevé la plegaria con verdadera devoción. Algunas lágrimas asomaban cautelosas en las comisuras de mis ojos como botones, como diría Faulkner.

 


Faulkner. Ayer leí a Faulkner, sentado en las gradas de la Catedral de Lima. Picoteé algunas páginas de “Santuario”.


*

Al ver aquel recinto lleno de gente que esperaba, sentada, la penúltima llamada, recordaste claramente aquella vez, hace doce años, cuando te negaron la visa. Eras un estudiante de mierda que se entrevistó sin saber absolutamente nada de su viaje a los Estados Unidos. Ahora eres un viejo de 31 años, que se va por los 32, y todavía no le ha ganado a nadie, ni siquiera a sí mismo.

Hay una mujer que, de tanto en tanto, anuncia los números de ciertos grupos. Los llamados tienen que formarse delante de ella. Luego, oirán que deberán pasar por esa puerta para que se les tome las huellas digitales.

Sus hojas de confirmación tienen un código escrito en esta parte de arriba. Cuando lleguen a la vitrina en donde se les tomará la huella digital, apoyarán el número contra el vidrio para que el oficial pueda leer el código. Pasen.

Tengo hambre y calor. A pesar de que un toldo nos cubre a todos, el vientecillo refrescante es una ausencia importante.

Un hombre de pelo cano y bigotes expende triples, helados, empanadas, gaseosas.

Maestro, un triple y una Coca helada, por favor.

La gente abandona el recinto en grupos. Siguen a la señorita e ingresan por una puerta. Ahí se juega todo mi futuro, pienso; detrás de esa puerta. La Coca Cola apenas me ayuda a refrescarme el cuerpo. Las manos me sudan, un par de gotas resbalan por mis patillas. Estoy nervioso y con calor. Eso es lo más jodido.

En la mano tengo el ticket blanco con el número de mi grupo: 161. Me he pasado el ticket por la frente, a modo de rastrillo o pala, para eliminar el sudor que vuelve a aparecer, pertinaz, apenas lo he eliminado. El papelito parece ser de un buen material porque no se ha humedecido del todo.

Entonces, luego de unos diez minutos, me llega el momento.

Grupo 158, 159, 160 y… 161. Formen aquí, por favor.

Aquí vamos, San Judas. Let’s do this shit.

*

El primer percance ocurrió en la ventanilla de la toma de huellas digitales.

Había formado una cola breve, pues el trámite no exigía mucho tiempo. Tal como había indicado la señorita, tenías que colocar el número que te habían escrito en la parte superior de la hoja de confirmación contra el vidrio de la ventanilla. El oficial sentado detrás leería el código y diría: ¿Señor Gutiérrez? Tú contestarías, con cara de yo no fui: Así es. Luego él, visiblemente fatigado por los miles y miles de rostros peruanos que tiene que ver a diario, te indicaría lo que debías hacer en ese instante; es decir, poner tu meñique, anular, medio e índice de la mano izquierda sobre la superficie de una pantallita de 8 cm x 12 cm que está delante de ti. Luego, colocar los mismos dedos, pero de la otra mano, sobre esa misma pantallita. Los dedos deben estar muy juntos unos contra otros. Enseguida, presionar las yemas de tus dos pulgares juntos sobre esa misma pantalla.

Más arriba tiene que poner los dedos, señor.

Me pongo nervioso. Veo que la pantalla está como subdividida en dos franjas y, según veo, ambas podrían ser las que detectan las huellas. Entonces, los nervios me obligan a decidir la posición incorrecta sobre la que debo posar mis dedos.

Más abajo, señor, me dice, molesto, el joven oficial americano desde el otro lado de la ventanilla. Ahora ponga sus dedos de la mano derecha.

Y nuevamente contraataca.

Más abajo. No; más arriba. Ya, ahí está bien. Ahora sus pulgares.

Y estoy nervioso. Me veo en la oficina de la compañía minera en la que acababa de trabajar, pidiéndole un puesto al director de Recursos Humanos, aceptando el hecho de que había fracasado y no me quedaba más alternativa que trabajar para vivir. Adiós consultoría, adiós vida literaria nocturna, adiós California.

Señor, todo ha salido mal. ¿Puede, por favor, limpiarse los dedos con ese papel del lado? La computadora no ha registrado nada. Tiene los dedos muy mojados.

Ahora sí: adiós a California, parafraseando el “Adiós a las armas” de Hemingway.

Después de haberme secado los dedos, y ante la mirada de cansancio y fastidio (qué peruano más bruto) del oficial americano, vuelvo a hacer el procedimiento de toma de huellas digitales.

Gracias, dice el oficial.

Cuando doy la vuelta, la cola, gracias a mi estupidez y mis nervios, había crecido bastante. Había sido yo la causa de la congestión.

*

Al fondo de la sala, hay varios asientos dobles acolchados, y ahí esperan su turno las personas que acabamos de dejar nuestras huellas digitales para pasar, por fin, la entrevista que decidirá si podrás dejar unas flores en la tumba del viejo Bukowski, en Los Ángeles, California.

Al dirigirme hacia los asientos, paso por la zona de fuego. A mi derecha, la fila, corta, de mis esperanzados compatriotas, que piensan qué dirán ante las preguntas del oficial, que repasan algunas líneas aprendidas, que rezan en silencio, que escuchan ávidamente lo que se dice a mi izquierda, en donde hay cinco ventanillas atendidas por los cinco oficiales que te preguntarán las cosas mínimas y necesarias que les harán optar por prohibirte el ingreso a los Estados Unidos o permitir que te tomes unas fotos con Pluto en Disneylandia.

*

Aquí hay aire acondicionado. Trepo hacia los asientos que están más cercanos de la zona de fuego. Quiero escuchar las entrevistas y estudiar a los oficiales, detectar quién es el más duro, el más blando, el más carismático, el que no me haga preguntas difíciles.

*

¿Hay alguien del grupo 148 que no haya pasado la entrevista?

Nadie contesta.

Ya, a ver, hagan la cola para la entrevista el grupo 159, 160 y… 161.

Listo, ahí vamos. Acompáñame, San Judas. Entonces me toco el tatuaje de mi brazo derecho, que representa a San Judas Tadeo, para armarme de valor.



*

Hay cinco oficiales. Dos son mujeres y están ubicadas en los extremos. Entre ellas, hay tres varones.

La mujer del extremo izquierdo tiene el cabello negro. Parece que es bastante amable.

La mujer del extremo derecho es rubia. Puede tener cuarenta y ocho años. También es amable e incluso ríe con varios de sus entrevistados. No parece que fuera difícil obtener la visa con ella. Imploro porque esta oficial me haga la entrevista. Antes de este día, había leído varios artículos en internet que te aconsejaban lo que debías hacer en las entrevistas y todos coincidían en que las risas estaban prohibidas. Ciertamente, las personas que los escribieron no se toparon con esta rubia.

El primer varón desde la izquierda es un gringo de bigote y chiva en forma de candado. Puede tener cuarenta y dos años. Es serio. No se ríe para nada. Debo tener cuidado. La visa peligra con este oficial.

El segundo varón desde la izquierda es un afroamericano. Como todos sus compañeros, está vestido con una camisa blanca impoluta. Se le nota amable. Aunque no se ríe como la señora de la izquierda pero tampoco es tan serio como el gringo ya descrito.

Con quien quiero entrevistarme, si en caso no pudiera hacerlo con la oficial de la derecha, es con el tercer oficial contado desde la izquierda. Es joven y mucho más inclinado a la risa y al trato campechano. Podría afirmar que supera en alegría a la rubia.

Delante de mí hay una viejita que no para de rezar. Que sea lo que Dios quiera, termina.

Cuando la viejita está liderando la fila, a un paso de la entrevista, ni la rubia ni el gringo reilón se desocupan. Todavía tienen para rato con sus entrevistados. Entonces, se libera el gringo serio. Y, uff, de la que me salvé, porque prácticamente empujo a la abuelita para que se atienda con él. Enseguida, se desocupa la ventanilla del moreno. Tomo aire y ahí vamos.

*

Buenos días.

Buenos días.

El oficial me hace una seña: debo pasar mi pasaporte y mi hoja de confirmación por debajo de la ventana.

El oficial teclea algo en su computadora. Tiene la mirada y el cuerpo fijos en su monitor. Cuando quiere hablarme, solo desvía sus ojos hacia mí.

¿Señor Daniel Gutiérrez?

Sí.

Las páginas de internet decían: responde solo lo necesario.

¿Edad?

31 años.

Tecleo.

¿Motivo de viaje?

Entrevista profesional.

Más tecleo.

¿Por qué?

Una empresa americana está interesada en contratarme. Justamente aquí traje una carta escrita por ellos.

Hago el ademán de entregársela, pero el extiende su mano izquierda. No será necesario. Este oficial no quiere ver nada.

¿A qué se dedica usted?

Soy ingeniero de minas.

¿Cuánto es su sueldo?

Siete mil soles mensuales.

¿Para qué va a los Estados Unidos? ¿Me lo dice una vez más?

Sí, claro, para una entrevista profesional.

¿Brindará usted algún tipo de asesoría?

No, no. Solamente pasaré una entrevista.

When are you travelling?

Entonces viene el segundo percance: entender y hablar inglés a través de ese vetusto aparato de intercomunicación con el que apenas pude entender las preguntas en español.

Titubeo, no porque no sepa la respuesta sino porque hablar en inglés en el momento que decidirá mi futuro, el de mi hija, el de mi esposa y el de mi familia, así de pronto, sin previo aviso, cuando tengo la guardia baja, me ha dejado impávido.

Sir, when are you travelling?

Ah, ah, well, if everything goes ok with my visa, the company wants me to travel in the third week of February.

Where is located this company?

In Clovis.

Who is paying the flight?

Oh, well, the company will take care of my flight and accommodation expenses.

Fine. Where’s the nearest airport?

What?

Where’s the nearest airport?

Sorry, what?

No entiendo la pregunta. ¿Cuál es el aeropuerto más cercano? ¿No es el Jorge Chávez? Luego de largos microsegundos, comprendo que el oficial puede no saber dónde queda Clovis ni cuál es el aeropuerto más cercano a ese lugar. Entonces, reacciono.

Los Angeles. The flight will be Lima Los Angeles, Los Angeles Clovis.

Oh, ok, I see. So, again, when are you travelling?

Otra vez la misma pregunta.

Ah, well, two weeks from now.

Ok.

Y veo que su mano se dirige hacia una pila de papelitos verdes. Me extiende uno de ellos.

Well, remember that your visa will be ready within a week. Congratulations. Your visa has been approved.


Recibo el papelito verde y solo puedo decir “thank you”. Los nervios habían desaparecido, al fin.

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