sábado, 16 de mayo de 2015

La pasajera - Alonso Cueto

A mi esposa ya no le causan celos mis salidas. Podría decirse que ya no le importa el asunto.

Ella tenía clases en su instituto. Yo, en la sombra, urdía un encuentro con Kathy. A decir verdad, no tenía por qué guarecerme en las tinieblas, puesto que a mi esposa le importa un rábano lo que haga o dejé de hacer con mi pichula, pero uno no deja de guardar ciertos resquemores. Hay que conservar las formas, ¿no? La recogería en su instituto e iríamos al Chili’s de Plaza Norte a tomar unos tragos y conversar. Le adelanté, por supuesto, que no tenía plata. Ni un puto sol. No te preocupes; yo pago, me dijo cariñosamente.

Cierro la conversa. Le digo a mi esposa que voy a salir más tarde. No hay problema, me dice. Ahorita sirvo la comida: He hecho arrocito, puré de frejoles, con tu paltita y tu ensalada de lechuga. Te vas a comer hasta el plato.

Le agradecí y le di un beso en la mejilla. Me tiré sobre el sofá, como el gran vago que soy, y terminé de leer “La pasajera”. Me costaba terminar (o empezar) esta nueva novela de Cueto. El tema del terrorismo ya me tenía hinchado. Es decir, la forma en cómo se enfoca este tema en la literatura actual peruana me parece demasiado intelectual y bombardeado de lugares comunes. No sé. Como no me gusta dejar una lectura a medias, sobre todo si se trata de un libro de pocas hojas, continué. A ver, un ex militar, dedicado, luego de la guerra interna, al noble oficio del taxi, cierto día, tiene como pasajera a Delia, la mujer a quien un grupo de soldados, bajo el mando de este ex militar, quien a su vez seguía las órdenes de su inescrupuloso coronel, violó salvajemente. Este encuentro casual le despiertan a Arturo (nombre del ex militar) aquellos infaustos recuerdos que, al parecer, no tenía del todo olvidados. El contrito militar se propone hallar nuevamente a Delia para resarcir su error. El destino, el azar, la habían colocado en su camino luego de tantos años de calamidades espirituales y ahora se proponía él arrebatarle las riendas al destino para ajustar él mismo las deudas con su conciencia.



El desenlace de la novela me pareció poco real, fingido. Sentí que los personajes vivían atados, que seguían un libreto, el libreto que debe seguir todo personaje “afectado” por la guerra interna. Ni bien lees esas páginas, percibes que los personajes se mueven dentro de parámetros, que no hay espontaneidad.

Terminé la novela y almorcé como los dioses. Mi esposa tiene una estupenda sazón.

La salida con Kathy estuvo amena. Para no aburrirla, recurrí a mi vieja estrategia: entrevistarla. Una persona se siente a gusto cuando la dejas hablar de su vida, cuando le haces preguntas que azucen o espoleen sus lenguas. Los seres humanos somos unos animales sumamente egoístas. Unos lo reconocemos; otros no.

Luego del Chili’s, fuimos a su casa. El propósito era pasar la noche con ella resolviendo unos crucigramas. Sin embargo, el plan fracasó. Su papá todavía estaba despierto y merodeando por la sala de la casa. Una incursión hubiera sido bastante temeraria, creía yo. Me mojaba los pantalones, tal como lo hizo Ollanta Humala cuando se rehusó a recibir a Capriles en Lima para no enojar al todavía vivo Chávez, su mentor. Decidí retirarme y agradecerle los tragos y la conversación.

Hoy le escribo un mensaje: buenos días.

Hola, me responde, ayer hubiera sido bonito que te quedaras conmigo.

No hay problema, replico. Quizás fue mejor: seguro me quedaba dormido, acoto. Ella se ríe.



     

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