martes, 4 de octubre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 7


Del jueves 15 al viernes 16 de setiembre del 2016

Cogí un libro y salí del cuarto. Fui a La Jarrita. Siempre cabía la posibilidad de tirar gratis con una trava. Brother, saludé al portero del local. Causa, esto es un bar de travestis, me advirtió. Sí, ya sé, le dije. Entré. Una pareja conversaba en una mesa. Dos chelas, dos vasos. No hay ambiente, ¿no, brother?, le dije al portero. Así son los jueves, respondió.  

A dos casas de La Jarrita, se hallaba La Casona De Camaná. No sabía que existía. Se notaba que no era un bar de cabros. Entrada gratis, decía un cartelito. Un tipo flaco me esculcó antes de entrar. El lugar había sido el hogar de alguna vieja familia rica. Cada cuarto era el reino de un género musical: rock, reggaetón, salsa, electro.  

Me acodé en la barra del ambiente rockero. Pedí una cerveza. Prendí un cigarro. Me entregaron la cerveza. Leí. Era Los Señores, de Luis Alberto Sánchez. Isaías, hijo mayor de don Nicolás de Piérola, junto a unos matones, irrumpe en Palacio de Gobierno. A punta de balazos, secuestran al presidente Leguía y lo conducen hasta la Plaza de la Inquisición. Le obligan a firmar un documento en el que declara dimitir de la presidencia. Las cosas estaban más interesantes en el libro que en La Casona.

Un pata y dos flacas se aparecieron en la barra. Pidieron cervezas. Los tres eran gringuitos. Pitucos. Recibieron unas Coronas y se alejaron a un rincón del ambiente.

Leguía es liberado por un grupo de gendarmes. Varios muertos tapizan el suelo de la Plaza. El presidente, devuelto a su sillón, ordena perseguir a todos los pierolistas hijos de su madre.

Iba por mi tercera cerveza cuando alguien dijo: Hola, gente. Somos Koala. Hoy vamos a ofrecerles un tributo a Panda. Por Elena, antigua enamorada cuyas mamadas relaté en Latidos Del Asfalto, el único libro que había publicado en mi vida, conocía varias canciones de esa banda. Cerré la novela y me acerqué al escenario. Tocaron las canciones que me sabía de memoria. Las canté. Las grité. La Pilsen era mi micrófono. Luego de tres temas, tenía el bividí empapado de sudor. Una gringuita se movía junto a mí. Era una de las pitucas de la barra. Me miró. ¿Te gusta Panda? Asentí. El vocalista anunció una canción que yo desconocía. Era demasiado lenta. Regresé a la barra. Terminé mi cerveza y pedí otra. Continué leyendo. El concierto era un montón de canciones sin alma; lo peor de Panda.

¿Qué lees? Era la rubia de hacía ratito. Bebía una Corona. Era preciosa. Tenía unas tetas redonditas. Llevaba una pantaloneta ajustada a un culito trabajado en el gimnasio. Le mostré la tapa del libro. Es la primera vez que veo que alguien lee en una discoteca. Se echó un trago de la Corona. No tenía otra cosa que hacer, le dije. Fue una acotación estúpida. Ella sonrió. Ya sin entender lo que leía, me preguntaba por qué una chica así me estaba hablando. Permanecí en silencio; los ojos en el libro.  

Terminé la cerveza. Dejé la botella sobre la barra. Nos vemos, le dije. Espera. Su mano cubrió el rostro tatuado de Guy de Maupassant en mi brazo izquierdo. Nos miramos. ¿Puedo darte un beso? Disimulé mi sorpresa. ¿Era cierto eso? ¿Una pituca quería chapar conmigo? Seguro no era tan pituca. Debía decir algo que sonase inteligente y liviano. La respuesta equivocada destruiría sus intenciones. ¿Solo uno?, se me ocurrió. Volvió a sonreír y me besó. Fue un beso largo. Nuestras lenguas se enredaron. Se me paró la pinga. Despacio, se la arrimé al cuerpo. Cuando la sintió, terminó el beso. ¿La había ofendido? ¿Qué fue eso?, preguntó. ¿Qué fue qué?, me hice el cojudo. Olvídalo. Besas rico. No te pierdas. Nos vemos. Bye. Regresó con sus amigos.

Caminé a mi cuarto. Eran las dos y media de la madrugada. Estaba agotado. Me calateé y me derrumbé en el colchón.  

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