jueves, 30 de agosto de 2018

El solitario de Zepita - Capítulo 32


Del lunes 24 al domingo 30 de octubre del 2016

-No es posible soportar más. A este país se lo han cogido cuatro bárbaros, veinte bárbaros, a punta de lanza y látigo. Se necesita no ser hombre, estar castrado como los bueyes, para quedarse callado, resignado y conforme, como si uno estuviera de acuerdo, como si uno fuera cómplice.

Miguel Otero Silva – Casas Muertas

After the first glass of vodka
you can accept just about anything
of life even your own mysteriousness

Frank O’Hara – As Planned

Me vestí rápidamente. Las puertas seguían abriéndose a patadas. Cada estruendo me ponía más nervioso. Juré no volver a tirar con cabros, mucho menos en esos hoteles de mierda. Acabaría en una comisaría. No tenía escapatoria. Mi mamá o mi esposa, pues una de las dos, o las dos, serían citadas por el comisario, se enterarían de que su hijo, su esposo, había sido capturado teniendo relaciones contra natura en una oscura calle del Centro de Lima. Se me ocurrió abrir la puerta con sigilo, escurrirme por la mínima abertura posible y refugiarme en el segundo piso del hotel. Si no actuaba, me apresarían en pocos minutos. El estruendo de las patadas se aproximaba. Jazmín, sentada en la cama, parecía resignada. Le da igual, pensé. Estaba acostumbrada a los siniestros calabozos de la ciudad. Se miraba el maquillaje en el mismo espejo en el que se había contemplado antes de que hiciéramos el amor. Yo no iba a caer tan fácilmente. Abrí la puerta. Qué haces, huevón, exclamó. No reculé. Salí. Pero apenas di un paso, me detuve. Vi a Azul a mi izquierda, en un extremo del pasillo, en la recepción. Hablaba con un policía panzón. Las patadas habían cesado y la horda policial desaparecido.

Nos levantamos muy temprano para trabajar en el nuevo proyecto que nos encargó VISA. Dos laptops en la mesa de la sala. Un par de latas de cerveza helada vigilando nuestros movimientos. Miguel se encarga de las simulaciones en el software de ventilación. Yo redacto el informe y hago los cálculos. Trabajamos ininterrumpidamente hasta poco más del mediodía. Hemos avanzado un cuarenta por ciento del proyecto, a pesar de ser el primero de los veinte días programados. Lo terminaremos antes de lo estimado. Cobraremos con tranquilidad. Me tiro en una de las dos camas del cuarto de Celso. Quiero desconectarme unos segundos. Estiro las piernas. Me relajo. En uno de los bolsillos de mi pantalón, me vibra el celular. Es una de esas llamadas sin número. Contesto. Es Azul.    

Después de todo, una buena noticia: VISA nos depositó el dinero adeudado. Irma León había cumplido su palabra. No tuve ganas de salir a ningún lado; mucho menos de ver a Azul. Ya no quería preguntarle nada. No quería saber nada. Era mejor olvidar aquella madrugada. Luego, estaba lo de ayer; por poco y terminaba en la comisaria. No volvería a pisar el Malka Masi. No volvería a pagarle a ningún cabro de Peñaloza. Pero si me mantenía al margen del peligro, ¿qué contaría en la novela? No, no podía sustraerme. Debía continuar hasta el final. Me escribía con Leidy, la colombiana. Llevábamos un par de horas hablando huevadas en el WhatsApp. Era todo lo que había hecho desde mi llegada del trabajo: bañarme y chatear con Leidy. Las mujeres con hijos que eran feas, o que se habían vuelto feas por la maternidad, se metían a los chats en busca de pinga. Me pidió una foto haciendo pesas. Yo le había contado que, además de manejar bicicleta, hacía pesas. ¿Y cómo las haces?, preguntó. ¿Cómo cómo las hago?, repliqué. ¿Vestido?, trató de adivinar. Vestido solo con un bóxer, le contesté. Me suplicó una foto. Le envié el reflejo semidesnudo de mi cuerpo en el espejo de mi cuarto. Para asegurarle un buen momento, rellené la zona genital del bóxer con unas medias. ¿Y qué hay debajo de ese bóxer?, pidió. La complací. Me bajé el bóxer y me puse la pinga dura para que se viera más o menos grande, porque muerta era una vergüenza. Le saqué la foto, no sin antes pelarle la cabeza. Se la envié. Dijo que se moría por sentirme dentro de ella. Vieja cachera, pensé. Sin que se lo pidiese, me envió una foto de sus tetas. Efectivamente, eran grandes, enormes y fofas. No se había tomado el trabajo de pararse los pezones; aparecieron como hundidos en sus senos. Las aureolas también eran grandes. Estaban buenas esas tetas. Recibí una llamada de Rosario. No contesté. Insistió. Contesté. Me largó un reproche. No me gustaba recibir reproches de nadie. Detestaba que mi esposa, cuando vivía con ella, me sermonease sobre la limpieza de los cuartos, de la cocina, de la sala, del baño. ¡Carajo, del baño! Ella no quería ver una gota de agua en el piso. Si veía una, me armaba un lío. La mudanza a Zepita había sido un alivio en ese aspecto. En el nefasto recuerdo, habían quedado sus cenutrias admoniciones. Eso ya era bastante. Vivía feliz haciendo lo que me daba la gana. No era cochino; era ordenado, no un maniático de la limpieza. ¿Con quién chateas tanto? Me imaginé a Rosario entrando al WhatsApp solo para espiar si estaba en línea. Con nadie, le dije. Ella perseveró, atrabiliaria. Seguro estás chateando con la puta de tu colombiana, ¿no?, se aventuró.  No supe qué inventar. Ella, que me conocía, interpretó correctamente mi silencio. Entonces, estás conversando con ella, proclamó, la voz quebrándosele por el llanto.
—Y a ti qué te importa. ¿No me habías dicho que no te llamara ni te escribiera? Por si acaso, hoy me pagaron la chamba que hice para VISA. Ni bien me depositaron, transferí a tu cuenta lo que me prestaste. Gracias. Pero ten en cuenta que prestarme plata no te da derechos sobre mí.
—Daniel, tú sabes perfectamente que lo que hago por ti es porque te amo. Nunca te pediría nada a cambio. Tú sabes que te amo. Y por eso te llamo. No puedo olvidarte. No es fácil. En cambio, a ti no te importa hablarme, no te importa saber de mí, y eso me duele.  
—Pero dijiste que no te llamara —observé, cínicamente—. Y he cumplido. No te entiendo ¿Qué te pasa? —La entendía perfectamente. La pregunta era retórica; hecha con el afán de que continuase expresándome lo mucho que me amaba. Era perverso, pero estimulaba mi ego.
—Por favor, corta con esa colombiana. No puede ser que me dejes de lado por una puta que recién conoces. Y apuesto lo que sea a que es fea. Solo se encuentra gente fea en esas aplicaciones.
—No voy a cortar la comunicación con ella. ¿Por qué tendría que hacerlo? Va a pensar que estoy loco.
—¡Qué piense lo que quiera, pues! Cómo te puede importar lo que piense una desconocida y no lo que me haces sufrir a mí. Córtala, por favor, Daniel.
—No.
—Hazlo maldita sea. Hazlo o ahorita mismo voy a tu cuarto y delante de mí lo vas a hacer.
—No lo voy a hacer. —Quería que venga. Sabía que lo haría. En el fondo, la necesitaba en mi cuarto, quería abrazarla, hundirme en su calor.
—Entonces, te fregaste. Ahorita voy.
Una hora después, Rosario estaba en el cuarto. Lloraba. Sufría por su amor no correspondido. Me abandoné en sus brazos, no por empatía hacia su dolor sino porque me sentía destruido. Me sabía infectado de SIDA, y eso era demasiado. Terminamos desnudos sobre el colchón, la colcha azul en una esquina, testigo arremolinado de nuestra pasión. Nos comimos las bocas. Le lamí la vagina. Ella me chupó el pene. En esa posición, el sesenta y nueve, también disfruté de su ano. Me pidió que la penetre. No podía contener sus ganas. Yo tampoco. Pero no se la metería. No sin condón. Y si me lo ponía, dudaría, se enojaría. Se suponía que era mi única mujer. Se suponía que nunca usábamos condón ¿Por qué no me la metes? ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? ¿Ya no te excito? La pregunta era tonta. Mi pene parado y baboso era la apodíctica prueba de que sí me excitaba su cuerpo. No quería hacerle daño, no ese tipo de daño.

Nos encontramos en Metro de Alfonso Ugarte. Supuse que verla me despejaría la mente. Vagabundeamos por algunas calles del Centro. Daniela no ocultaba su interés por conocer más detalles de mi novela. ¿Era cierto que tiraba con cabros? Le dije que la novela era totalmente cierta. ¿Todo es cierto, Chato? ¿Cómo es tirar con un cabro? ¿Tú les metes tu cosa y luego ellos te meten la suya? ¿Te la han metido? No, a mí me gusta meter; no que me la metan. ¿Y cómo sabes que no te gusta que te la metan? ¿Acaso lo has intentado? Uy, Chato, para mí que te la metieron y no te gustó. No le comenté que cierta vez Rosario intentó meterme el dedo. Apenas entró una parte de la uña. Sentí que se me desgarraba el poto. Abortamos la operación y continuó lamiéndome el ano. No me la han metido. Me desagrada la idea de tener una pinga ahí dentro. Basta con que me desagrade la idea para no intentarlo ¿no crees? Por ejemplo, piensa en una rata del desagüe. El mejor cocinero del mundo te la sirve en un plato. Es la rata frita más rica del mundo. Aun así, jamás la probarías porque sabes que ese animal crocante, que te mira desde el plato, estuvo hacía unas horas comiendo caca en las alcantarillas. Bueno, me pasa igual con la idea de que me metan una pinga. Habíamos llegado a la plaza Francia, donde hacía un par de años, cuando enamorados, me recitó de memoria unos poemas de César Calvo. Oye, quiero conocer esa discoteca donde te levantas cabros. Le aclaré que no había tenido la fortuna de levantarme cabros, como ella los llamaba; tirar con los mejores ejemplares me había costado mi plata. Vamos, le dije. ¿No es peligroso? No, no era. Confía en mí; de paso, nos tomamos unas cervezas mientras conversamos.

Estaba desnudo, cubierto por una colcha que no era la mía y en una cama que no me pertenecía. Mi celular, sin embargo, estaba al lado de la almohada. Presioné un botón y vi la hora. Putamadre, la cagué, pensé. Era demasiado tarde como para presentarme en el trabajo. Afortunadamente, Jean Carlo no me había llamado. Apagué el celular y lo dejé donde lo encontré. Luego, recordé que había pasado la noche con una pituca. Era inconcebible, un sacrilegio, una aberración; una pituca y un cholo, representantes de dos universos ajenos. Se trataba de la pituca que había besado aquella noche en La Casona De Camaná. Ahora, yo estaba en su cuarto, en su cama. Me convencí, entonces, de que no debía acudir al trabajo. Uno, porque no sabía dónde mierda estaba. Dos, porque si me animaba a ir, llegaría mucho más tarde y sin ninguna excusa razonable que exponer. Era malo para mentirles a mis jefes. Y, tres, porque estaba en la cama de una chica inalcanzable para un cholo sin dinero como yo. Desde cualquier punto de vista, era una experiencia perfectamente rica para la novela. Alguien tocó la puerta del cuarto. Señorita Mariana, ¿puedo entrar? La cabeza húmeda de Mariana surgió de la abertura de la puerta del baño. Me hizo hola con la mano. Hoy no, Hilda. Ocúpate solo del resto del depa, por fa. Hilda no insistió; había entendido. ¿Estás bien?, me preguntó Mariana. Era el típico acento de las niñas bien de Lima. Las chicas más humildes de la ciudad lo imitaban como signo de sofisticación. Sí, todo bien, le dije. Me guiñó un ojo y escondió la cabeza. Salgo en un toque, Dani, dijo, la voz algo apagada por el cántico del chorro de agua que volvía a humedecer su piel. En algún momento, le había dado mi nombre. Oye, tú sí roncas fuerte, ah, esforzó la voz. No me dejaste dormir. Miré alrededor. Fotos, posters, un televisor, un microondas, una laptop.

La embajada de Venezuela se ubicaba en una esquina de la cuadra dos de la avenida Arequipa. Pasaba a su lado en mis diarios recorridos en bicicleta. Ese día, ya caída la noche, un reducido grupo de venezolanos protestaba en el frontis del edificio. Ese mismo día, más temprano, en toda Venezuela, miles de personas habían colmado las calles protestando contra la anulación del referendo que pretendía sacar del gobierno al dictador Nicolás Maduro. A esa demostración cívica se la había llamado “la toma de Venezuela”. Me detuve a curiosear. Los protestantes daban vivas a la libertad. Fuera Maduro, gritaban. En el balcón del segundo piso de la embajada, una réplica acartonada de Hugo Chávez, con la mano en alto, a lo Hitler, los saludaba, impermeable a los denuestos. La situación de los venezolanos se iba pareciendo a la de los habitantes del pueblito que Miguel Otero Silva había retratado en Casas Muertas. Recordé un pasaje de la novela que venía a pelo con la ocasión; algo así como que el país había sido tomado por unos vándalos y que solo un cadáver viviría sin protestar y sin alzarse. Al parecer, los venezolanos no estaban dispuestos a ser los cadáveres de la historia. Continué manejando hasta Zepita. Antes de escribir el capítulo nueve, empecé a leer El Laberinto Griego, una novela que había comprado, como casi todas las que tenía en mi cuarto, y en la casa de mi esposa, en la librería del señor Luna, en Quilca. Era difícil escribir sabiendo que no me había puesto un condón con Azul. Procuré distraerme con la lectura. Azul no había vuelto a buscarme. Mejor así.

Me habían llegado al pincho los mensajes de Leidy. No paraba de hablarme de su hijo, como si me importara. La paternidad era un tema que no tocaba con mis parejas. Me parecía un desatino. Como fogonazos, se me presentaban las caricias de Mariana, su piel, sus besos. Había que ver lo bien que movía la lengua esa pituca. Leidy me había dejado los mensajes propios de una esposa celosa. Yo detestaba a las mujeres que creían tener autoridad en mi vida. En uno de sus audios, me increpaba el no haberle escrito en todo el día; yo me entrego a vos, te envío fotos íntimas y vos no te acordás de mí. Le escribí que lo sentía. En respuesta, me envió un audio furibundo. Dejáte de mamar gallo y andáte a la mierda. Vos te lo perdés. Había detectado el cinismo en mi disculpa. El acento colombiano era eufónico en cualquier circunstancia. Empaqué mi mochila y tomé el bus a casa de mi hija. Me faltaban unas pocas páginas para terminar El Laberinto Griego. Había sabia mordacidad en sus páginas. Llegué a casa de mi hija. Tomamos un taxi. Le indiqué al conductor que nos dejase en el Bembos de Plaza San Miguel. Mi hija siempre reclamaba sus papitas fritas. Mi esposa me había prohibido severamente que la bebe comiese frituras porque la engordaban. Exagerada. En el siguiente taxi, camino a casa de mamá, ya satisfecha la bebe y lamiendo un chupetín de fresa, volvieron los chispazos de esa noche, la exploración de nuestros sexos, el descubrimiento de la pasión contenida en Mariana. Rememoraba trozos de esa fantástica noche, una noche que había empezado, sin proponérmelo, a partir de la salida con Daniela.

Me desperté sin resaca. Por las huevas había ido a La Jarrita. Azul era inubicable. Es cierto que no estaba nada seguro de encontrarla en esa discoteca. Yo no sabía si concurría a ese lugar con frecuencia. Era mucho más probable ubicarla, sí, en la vieja casona de Peñaloza en donde estaba su cuarto y que visité de su mano; pero traspasar el umbral de la puerta de ese edificio me aterraba. Era la guarida de aguerridas travestis; mujeres que ahuyentarían con violencia a quien se atreviese a hollar su territorio.  Además, la persona a la que Azul saludó aquella vez podía estar cuidando su morada. La Jarrita era el único mentidero de transexuales que conocía y que me quedaba cerca; visitarlo en busca de Azul, aunque las probabilidades no fueran alentadoras, era preferible a no hacer nada y continuar viviendo con la idea de que estaba infectado con el SIDA. Pero para ir a La Jarrita, debía idear una excusa que me sacase convincentemente de la casa de mi mamá. Tengo que ir a mi cuarto a recoger de la lavandería la ropa limpia que me voy a poner en la semana. Pero anda en la tarde, pues, hijito. No, ma, esa lavandería solo atiende hasta el mediodía. Tú sabes que yo me despierto tarde. Es mejor si amanezco allá y me aseguro. Te prometo que regreso al mediodía, o antes. No había tomado mucha cerveza en La Jarrita. Si no hubiese sido por el cabro que me rompió una botella en el piso, quizá no hubiese regresado tan temprano al cuarto. Leí algo de una hora, todavía echado en el colchón. Me vestí y salí del cuarto con una bolsa de ropa sucia. En la lavandería, dejé la bolsa y recogí la ropa limpia. Iban a ser las doce. Era una mañana clara. La temperatura era la perfecta. Ordené la ropa limpia en el armario. Fui al baño y oriné. Me eché un poco de agua en el pelo y salí. No podía olvidarme del tema de Azul. Me sabía infectado; no podría intimar jamás con Rosario. Nuestra relación terminaría yéndose al carajo. Tampoco podría recuperar la intimidad con mi esposa. Eché llave al cuarto y le puse seguro al baño. Regresé a casa de mamá.  

Estábamos en una de las dos mesas del patio de La Jarrita. Habíamos pedido una cerveza. Había satisfecho gran parte de la curiosidad de Daniela. Hablamos de Johnny Reyes, su saliente. ¿O es tu novio oficial? Con Johnny nunca se sabía. Ella lo quería mucho. Pasaban juntos los fines de semana. De lunes a viernes, luego de sus actividades docentes en la universidad, conversaban en las noches. Se la veía enamorada. Aunque hay fines de semana en los que se pierde. Me contó de la vez en que Johnny la llevó a la casa de un escritor conocido. ¿Has leído Generación Apagón? Sí, la había leído; la escribió Fermín Román. Para serte franco, nunca pude pasar de los primeros tres capítulos. Me aburría. Y créeme que lo intenté hasta tres veces. Y siempre llegaba arrastrándome al tercer capítulo. Daniela no la había leído; prefería la poesía. Qué raro, Chato; tú te devoras todas las novelas que caen en tus manos. Generación Apagón me parecía una novela hecha con personajes de cartón, con diálogos que reincidían en el lugar común. Creo que Johnny y Fermín eran patas. Todos ahí querían ser poetas o novelistas. Te hubiera gustado estar ahí. Fermín estaba despreocupadamente arrellanado en un sillón. Lo rodeaban más mujeres que hombres. Fumaba un porro de marihuana. Antes, en los preámbulos, había compartido unos gramos de coca con Johnny y otros poetas. Fermín les exhalaba el humo verde a sus admiradoras. En cierto momento, concentró su atención en una de las caras que le sonreía. Le preguntó su nombre. Celia, dijo la joven, muy emocionada. Él tiró la cabeza contra el respaldo del sillón y, mirando al techo, dijo que hacía dos días había cachado con una Celia. Qué coincidencia, celebró, carcajeándose. Acércate, le dijo a la muchacha. Ella aproximó su rostro al de él. Este la besó ante las decenas de testigos. Los labios se movieron frenéticamente durante unos segundos. Después, Fermín bebió del whiskey que tenía al lado, caló una vez más el porro de marihuana, y, mirando a algún lugar de la pared de enfrente, le dijo que acaba de chapar con el mejor escritor peruano del siglo XXI. Has hecho historia, mujer. Daniela no tenía muchas ganas de tomar cerveza; a duras penas terminó el primer vaso que le serví. Yo iba por el cuarto y último vaso. Era temprano; las nueve de la noche. Por ratos, estimulada por el alcohol, la atención se me apartaba de la conversación y se concentraba en huevadas. ¿Si le digo para ir a un telo? ¿O a mi cuarto? Luego, yo mismo descartaba la idea. Ella estaba muy enganchada con Johnny. Había admiración cuando hablaba de él. Por otro lado, si aceptaba mi propuesta, no podría tirármela como era debido. Cuando lo hacíamos, empezábamos con el condón y, a medio camino, terminaba quitándomelo. Infectado como estaba, no me atrevería a cagarle la vida a Daniela. ¿Nos vamos, Chato? Abandonamos el lugar. Caminamos al lado del frontis de La Casona De Camaná. Le indiqué que ese era otro de los escenarios de mi novela. Sí, lo sé. En la acera opuesta, dos jóvenes de cabellos castaños miraban, divertidas, el contenido en la pantalla de un celular. En uno de los capítulos de la novela beso a una pituca aquí en La Casona, ¿te acuerdas? Sí, se acordaba. Es ella, le dije, señalando discretamente a una de las rubias. Muy disimuladamente, Daniela fijó la mirada en el par de chicas. Asu, Chato, esa chica debe de haber estado bien borracha para chaparse a un feo como tú. Así era Daniela; maletera. Seguimos caminando. Antes de salir de Camaná, le di una última mirada a la gringa; entraba a La Casona acompañada de su amiga. Me prometí regresar y descubrir si aquel beso fue imaginado o real.  

Tirado en el colchón, continué la lectura de El Laberinto Griego. Me divertía el cinismo de Pepe Carvalho, el enamoradizo detective de la novela. Una de sus excentricidades consistía en quemar los libros de su biblioteca. Los había leído todos y ninguno le había enseñado nada. A la medianoche, cuando oí que la procesión del Señor De Los Milagros se hallaba cerca, salí a la calle.  No acostumbraba pedirle nada a los santos. Sin embargo, esa madrugada, haría una excepción; me ubicaría en una posición desde la que pudiese ver al Señor con claridad. Le pediría la visa de trabajo a los Estados Unidos y que no tuviera SIDA. Parado en el cruce de Wilson con Tacna, rodeado de una multitud de gente, le prometí a la efigie del Cristo Moreno que si cumplía mis deseos me tatuaría su imagen. Me persigné besando la uña de mi pulgar. Salí del maremágnum de gente con no poca dificultad. Caminé hacia La Jarrita. ¿Me encontraría con Azul?

Nos besamos cerca de la escalera de su edificio. Nos besamos y no nos dijimos nada. Solo un chau, cuídate. No sabía si la volvería a ver. No rogué por prolongar el beso. Ella vivía su historia con Johnny. Yo le había fallado una vez. No hubiera sido justo volver a jugar con sus expectativas. Regresé a Camaná. Caminé deprisa. Corrí; la pituca podía irse en cualquier momento.

Apenas llegué, compré una Pilsen litro cien. La botella era mucho más grande que la común. Me aposté contra una de las paredes del recinto. Había regular cantidad de gente. Comprobé que Azul no estaba en el lugar. Mala suerte. Al poco rato, se me acercó una trava. ¿Me invitas?, se refería a la botella. Claro, claro, me apresuré. Pero no tenía un vaso; bebía las cervezas directamente del pico. Yo tengo uno, dijo ella. Lo cogí y se lo llené. Era una chica guapa. Tenía todo lo que me gustaba, y en abundancia: tetas y culo. Mientras bebía, se paraba a centímetros de mí y me bailaba. Revolvía el culo contra mi pene. Pegaba más el cuerpo, mi pecho contra su espalda, y nos besábamos. Luego, se volvía y continuábamos los besos. Metía la mano por debajo de su pantalón y le acariciaba las nalgas. Ella me bajaba el cierre y embadurnaba su mano con los efluvios que me lubricaban el glande. Todavía compré dos cervezas más y estuvimos juntos cerca de una hora. Bailábamos entrecruzando nuestras lenguas. Al cabo de esa hora, ya no tenía dinero. Había que estar idiota para llevar la billetera a La Jarrita. Por eso, llevaba solo un billete. En esa ocasión, puesto que mi intención había sido permanecer un breve tiempo, a la espera de Azul, llevé un billete chico. ¿Ya no vas a comprar más cerveza?, me preguntó la trava. No sabía su nombre, ni ella el mío. En lugares como La Jarrita, los nombres sobraban, podías ser Armando, José, Gabriela o Victoria; daba igual. Sorry, ya me tengo que ir, le dije, muy a mi pesar, porque gustoso hubiera continuado con los besos y el manoseo. Insistió con lo de las cervezas. No, sorry, le repetí. Ya tengo que irme; mañana chambeo, le mentí. La trava se arrebató. Me quitó la botella de la mano –aún quedaban un par de vasos en su interior- y la arrojó contra el piso. Todo el mundo nos vio. No me busques más, atorrante, gritó y se perdió entre la gente, que, para esa hora, ya era bastante. Loca de mierda, pensé y me fui. Ya en el cuarto, dejé las llaves y mis monedas sobre la mesita blanca. No había prendido la luz. Dejé el cuarto a oscuras. Me quité la ropa y esta cayó donde mejor pudo. Me tiré sobre el colchón. Pensé en Rosario. La necesitaba.

La cubría una toalla. En mi vida había estado con una chica tan blanca y llena de pecas. Métete a la ducha; el agua está rica. Caminó hacia el espejo de cuerpo entero adosado a una pared del cuarto. En serio; el agua está riquísima, me dijeron sus ojos desde el espejo. Leyó la pregunta en los míos y me dio la respuesta: usa mi toalla. Me la tendió. Jamás olvidaría esa escena: un cuerazo desnudándose ante mí sin recato alguno. El summum de la confianza. Contagiado de su audacia, y porque había amanecido con una erección, caminé desnudo hacia ella. Cogí la toalla. Listo, dijo y se volteó, dándome la espalda. A la luz del día, que se filtraba impúdicamente por las persianas, aprecié claramente el trasero que había estrujado, lamido y adorado hacía unas horas. Permanecí unos segundos parado detrás de ella. Esperaba a que me viera el pene. No lo hizo; se pasaba un cepillo por el cabello. Me envolví con la toalla y me encerré en el baño. Me entraron ganas de cagar. Siempre lo hacía por las mañanas. Tenía un reloj en el estómago. Era puntual. El baño era grande y olía rico. Me senté en la taza y ajusté. Sufrí, sudé, pero cagué en silencio. Ni un pedo. Mariana había puesto música. Podía oírla. Era Doble Nueve. El diseño del baño era simple y funcional. Blanco y negro. Imposible hallar las huachafadas que poblaban los baños del pueblo. La taza del wáter era blanca y estaba empotrada en un pequeño muro negro. El rollo de papel colgaba a un lado. No habían pasado ni cinco segundos desde que me hube levantado de la taza para limpiarme el culo cuando automáticamente la mierda, en un fugaz y silencioso remolino, se hundió en las tuberías. Cerca del techo, una rendija empezó a succionar el aire cargado. Corrí una de las mamparas de la ducha. Tenía razón; el agua estaba riquísima. Me demoré todo lo que pude. ¿Qué tal?, quiso saber Mariana. Sí, estaba rica el agua. Un polito blanco, que decía Smile en letras rojas y onduladas, le cubría el torso. Abajo, solo un calzón azul. Ahí está tu ropa, señaló. Mariana, era obvio, la había doblado y la había colocado sobre una silla. Putamadre, pensé, cogió mi bóxer con hueco y mis medias pezuñentas. Mientras me vestía sentado en la silla, se me acercó. Era claro que no llevaba sostén debajo del polo. La tela translucía sus pezones. Ese cuerpo nuevo y desconocido me había provocado dos orgasmos. Hacía tiempo que no eyaculaba más de una vez; quizá las primeras veces con Rosario. El record, sin duda alguna, lo conseguí en el 2008, en un pueblito minero en Arequipa, con Elena: nueve orgasmos en tres días; cuatro en el primero, tres en el segundo y dos en el último. Me encantaste anoche, dijo Mariana. Apoyaba sus manos en mis muslos. Me besó. Su cabello me caía húmedo a los lados. Eres lindo. El calzón azul llevaba blondas blancas. Qué buena canción, dijo de pronto. Era un tema de los noventas. Casi al mismo tiempo, dijimos el nombre: Right Here Right Now. Jesus Jones, agregó. Mostro que suene esa canción justo ahora; o sea, contigo aquí. ¿Por?, pregunté. Esa canción habla del ahora. Es justamente lo que hicimos ayer; bueno, hoy, hace unas horas: vivir el ahora. Dejó de hablar y se arrodilló delante de mí. Tomó en sus manos la cicatriz de mi muñeca izquierda. Era una marca reciente, roja; parecía una oruga de patas gruesas. Esto te lo hiciste en el Sargento ¿no? La miré asombrado: ¿Cómo chucha sabía eso?

Mamá se encuentra con Azul en la puerta de la casa. Lo sé porque oigo su voz en el celular de Azul. Venía de la librería del barrio. Además de obstetra, su pasión es la Historia, principalmente la Historia Antigua; Grecia, Roma, los incas. Disfruta construyendo réplicas a escala de fortalezas y armamentos. Hacía pocos minutos, había salido a comprar algunos materiales para sus proyectos. ¿Sí, a quién busca?, preguntó.  Buenas, señora; busco a Daniel, ¿estará? Se me congela el culo. Recuerdo haberle dado un nombre falso, Andrés; no el mío. Cómo carajo sabía dónde vivía, mi nombre, el número de mi celular. La novela se me salía de las manos e interfería en mi realidad. Cuelgo el celular y no me atrevo a abrir la puerta. Suena el timbre. Es mamá, y Azul está con ella. Estoy paralizado. Celso, mi hermano, corre al intercomunicador y levanta el auricular: ¿Quién es? Yo, dice mamá. Celso presiona un botón y se abre la puerta. Se oyen los pasos de mamá subiendo las escaleras. Vivimos en el segundo piso de una casa en La Perla. Es un departamento modesto y pequeño. Daniel, dice mamá cuando me ve. Está incómoda, molesta. Te busca una chica. Tengo la piel fría. ¿Habrá notado que no es una chica? Parece que no. Bajo. Estoy nervioso. En pocos segundos, estaré cara a cara con Azul, en el lugar menos apropiado de todos.

Mi novio te hizo esto. Lo siento, dijo Mariana. Me dio un beso en la cicatriz. Pude evitarlo, pero el idiota estaba borracho. ¿Ya me conocía desde esa vez en el Sargento? Fue en un tributo a Pearl Jam, recuerdo. Tú estabas adelante, cerca del escenario. Te movías como si fueras el cantante. Mi novio me dijo mira a ese huevón, qué chucha se cree ese cholo de mierda. Se había sentado en el borde de la cama. Yo seguía en la silla. Sorry por lo de cholo, pero ese es el lenguaje de los cavernícolas de mis amigos. Todos viven en una burbuja, ¿sabes? Todos son blancos, con padres que son dueños de empresas o que tienen altos cargos en compañías transnacionales, que ganan un dinero al que no podría llamársele sueldo. Entonces, les jode cuando un cholo les friega su burbuja. Acomodó un mechón de su cabello detrás de la oreja. No se le puede llamar sueldo a lo que ganan nuestros padres. No soy racista ni clasista; es más un tema fonético, si quieres, pero la palabra sueldo calza perfectamente con la cantidad que gana un obrero o un empleado. Pasa lo mismo con la palabra poblador. Consciente o inconscientemente, todos, y, cuando digo todos, me refiero a ti, a mí, a todo el mundo, le decimos residente a alguien que vive en San Isidro, pero poblador al que vive en un pueblito de la sierra, de la selva o en un asentamiento humano o, sin ir tan lejos, en un barrio de, ponte, Comas. Se paró. Caminó hacia un estante de libros. Tendría un centenar de ejemplares. ¿Qué te iba a decir?, se quedó pensando delante del estante. Ah, mira, dijo. Debajo de los libros, había una hilera de discos de vinilo. Mariana se agachó y sacó un disco. Este es un discaso. Quiero volver a escuchar la canción de hace un rato. Apagó la radio. Encima de ella, había un tocadisco. Abrió la portezuela de plástico del aparato y colocó el disco. La aguja se desplazó por los surcos negros. Otra vez, Right Here Right Now. Empezó a moverse libremente, los ojos cerrados, entonando trozos de la canción.

¿Puedo subir? Está hermosa. La única manera de descubrir que es un hombre es desnudándola, dejándole la pinga en evidencia. Algo le preocupaba. ¿Estás bien?, le pregunto. Ahí, dice, sin mucha convicción. Solo quiero estar contigo. Me abraza. No sé cómo reaccionar. No sabes por lo que pasé hoy. Y no quiero hablar de eso. Solo quiero estar contigo. Te necesito. Me mira. Tiene las pestañas rizadas, postizas. Sabe vulnerar mis defensas. Hay que entrar, por favor. Subimos las estrechas escaleras. Ella va adelante y yo detrás. Le veo el culo y no tengo ganas de tirar. Tengo miedo; mamá, mis hermanos y mi hija están arriba.

Te alucinabas Eddie Vedder. Saltabas y te contorneabas. Te llevabas el puño a la boca, como si tuvieras un micrófono. Me encantaste. Y como que me acerqué. No sé, quería decirte hola, hablar dos o tres cosas. En eso, vi que una chica te llevaba una cerveza. Rosario. Dejé de acercarme y volví a mi grupo. Estábamos mi flaco, y una amiga y su flaco. El flaco de mi amiga se quitó después. Y mi flaco se encontró con unos brothers del cole y se fue a tomar con ellos a su grupo. Quedamos mi amiga y yo viendo el concierto a cierta distancia. Le hablé de ti. Yo lo conozco, me dijo. ¿Qué, cómo así?, le pregunté. Te había entrevistado en el 2010 por un curso de la universidad. Caminó al estante y regresó con un libro delgado. Lo reconocí inmediatamente. Te entrevistó por este libro. El disco que había puesto seguía dando vueltas; no estaba del todo mal. Me tendió el primer y único libro de cuentos que había publicado, Latidos Del Asfalto. Y un lapicero. Me gustaría que me lo autografíes, ahora que no nos vamos a volver a ver. ¿No nos íbamos a ver? No supe qué escribirle. Descuida, luego lo pones. No debe de ser fácil. Recién me estás conociendo. En cambio, yo te llevo ventaja: además de tu libro, he leído tu blog y la novela que estás escribiendo. No recordaba la cara de la amiga de Mariana. La entrevista me la había hecho hacía un culo de tiempo. Ella sí se había acordado de mí, a pesar de la penumbra de la discoteca. Me había fijado en tus tatuajes. Reconocí que eran escritores. Muchos de ellos, mis favoritos. Eso me atrajo más. Traté de acercarme y hablarte en un descuido de la chica que te llevaba la cerveza. Pero fue imposible. Tú seguías moviéndote y la gente a tu alrededor se movía también. Mi novio, que había vuelto a nuestro grupo, se dio cuenta de que te miraba y me llamó la atención. Qué tanto miras a ese payaso, me dijo. Y a mí nunca me ha gustado que nadie me mandonée ni me grite. Le dije que me gustabas y que se fuera a la mierda. No respondió. Se quedó callado, pero le había dolido mi respuesta. Se quedó picón. Luego, tú sabes que después de los conciertos, ponen una hora de rock. Tú seguías alucinándote un cantante. Te entusiasmabas con lo que ponían: The Strokes, Nirvana, Joan Jett, Green Day. Entonces, veo que mi novio se te acerca. Ya no había tanta gente. Bueno, había la suficiente como para que él pasase inadvertido. Se te acercó y te cortó con una navaja que le había regalado su papá, una navaja que era como una herencia familiar. Quise detenerlo, pero todo fue tan rápido que no pude. Él regresó, pero tú seguías en lo tuyo como si nada. Pensé, aliviada, que no había llegado a cortarte. Él estaba contrariado; estaba segurísimo de que te había cortado. Él quería que te vayas como sea. Y no se le ocurrió mejor cosa que cortarte. Habrá pasado una media hora, cuando veo que te vas con tu amiga. La seguridad del Sargento te acompañó a la salida. Le conté lo que pasó. Estaba tan metido en la música y en la cerveza –solo tomaba cerveza- que no había sentido el corte. En cierto momento, me di cuenta de que mi mano estaba bañada en un líquido negro. Qué mierda es esto, pensé. Mi amiga, que se me acercaba para alcanzarme otra cerveza, supo inmediatamente que era mi sangre la que se estaba derramando en el piso. Decidió que debíamos irnos. Le conté a Mariana que fuimos a un hospital. En realidad, luego de salir de El Sargento, como no sentía dolor alguno, y contraviniendo las indicaciones de Rosario, que estaba perfectamente consciente de la magnitud de mi herida y de sus implicaciones si no hacíamos algo al respecto, regresamos al hotel en el que nos habíamos alojado para descansar luego del concierto. Rosario insistió en lavarme la herida. Lo hizo. Luego, nos echamos en la cama e hicimos el amor. Procuré no dañar el tajo que se me había abierto en la muñeca izquierda. En la mañana, hallamos las sábanas repletas de sangre.

Es la hora del almuerzo. Azul, sentada en el sofá, mira la sala, que no parece impresionarla en absoluto; está desprovista de lujos y los muebles son antiguos, lucen golpes y magulladuras. Mamá está en la cocina terminando el almuerzo; mis hermanos, en sus cuartos. La casa es chica; todo lo que se conversa en la sala puede escucharse desde la cocina y los cuartos. ¿Qué haces aquí?, le pregunto, bajando la voz. Por favor, me dice, también susurrando, no me preguntes nada. Vine porque quería verte. Solo eso. Sus manos envuelven las mías. Somos enamorados, ¿no?, me dice. Necesito a mi marido; te necesito. Me desespera su actitud. Pero no es para que vengas a la casa de mi mamá. Me suelta las manos. Afila su semblante. ¿Y por qué no? ¿Te avergüenzas de mí? Estoy segura de que si fuera una mujer no te pondrías así. Tiene razón. Daniel, ya vamos a almorzar, anuncia mamá, que entra en la sala llevando un plato humeante en cada mano. En su voz, hay incomodidad, fastidio. No nos ha mirado directamente, pero la vista periférica le ha informado que su hijo y esa chica rara están en el sofá de la sala. Ma, le digo. Ella, sin mirarnos, acomoda los platos. Mi amiga se va a quedar a almorzar. No me dice nada y regresa a la cocina. Tienes que irte, por favor, le pido. Vamos a comer afuera. Vamos a un restaurante, pero vámonos de aquí. Voy a tener problemas. Azul se levanta del sofá. La expresión de su rostro me indica que mi monserga la ha aburrido. Se acerca a la mesa donde humean los platos y se sienta. La sigo y me siento a su lado. La mesa es redonda. Mamá vuelve a entrar; lleva un plato más de estofado y otro en donde una tilapia dorada descansa junto a un montón de papas fritas. Este es el plato de mi hija. Ella solo come tilapia y papas fritas. No acepta otra cosa. Mamá se sorprende al ver a Azul en la mesa, pero se esfuerza en disimular la evidente molestia que yo, como su hijo, sé detectarle. Ahora te sirvo, le dice mamá. Regresa a la cocina y en el trayecto llama a mis hermanos. Silente, aparece mi hija en la sala. Camina hacia el sofá y se tira bocabajo. Ha dormido toda la mañana. Aún tiene algo de sueño. Las papas fritas terminarán por removerle cualquier viso de cansancio. Es hermosa tu hija, me dice Azul. No digo nada. Solo sé que esto no va a terminar bien.

Vivía sola en el departamento. Había estudiado Ciencias De La Comunicación en la Universidad De Lima y trabajaba en una productora de comerciales. No tenía horarios que cumplir. Era dueña de su tiempo. Te soy sincera, en la productora, únicamente los cholos trabajan de nueve a cinco. No era racista; solo no tenía pelos en la lengua. Comíamos huevos revueltos con tocino. Los había hecho Hilda, su empleada. Yo tenía un cartón de jugo de naranja cerca de mi plato; Mariana, uno de piña. Hilda limpiaba el departamento unas tres veces a la semana. Luego, preparaba algo de comer. Hilda trabajaba principalmente en la casa de los papás de Mariana. ¿Has leído a O’Hara? No. Fue un poeta homosexual que murió atropellado por un buggy en una playa de Long Island. Tiene un verso que me encanta y que tiene mucho que ver con lo que pasó ayer y con lo que seguirá pasando en mi vida. El verso es del poema As Planned. Bebió un trago del cartón de piña. Cerró los ojos y recitó: After the first glass of vodka / you can accept just about anything / of life even your own mysteriousness. Bravazo, ¿no? El vodka representa el impulso que te libera de tus miedos y te pone en paz contigo misma. Mira, me dijo. No sé si lo notaste. Se levantó el polo. No llevaba sostén. Debajo del seno izquierdo, en letras tan pequeñas que juntas parecían una línea, se leía vodka. Volvió a cubrirse. Me gustas, pero, por nuestro bien, no creo que debamos vernos más. Arruinaríamos lo que acaba de pasar. Me levanté de la mesa y caminé hacia ella. Quise besarla. Me detuvo sin tocarme. No, ya no. Pasó lo que tenía que pasar y punto. Tras terminar su desayuno, fue al cuarto y regresó con mi libro y un lapicero. Fírmamelo, please. Ponle algo bonito. No sabía qué ponerle. Me había jodido su actitud. Escribí: Para Mariana, con cariño. Leyó la dedicatoria y suspiró con resignación. Esperaba algo más. Daniel, tengo que hacer. No te molesta salir por tu cuenta, ¿verdad? Claro que me molestaba. Las cosas no podían terminar así. No hay problema, le dije. Caminé hacia la puerta. La puerta da al ascensor, no te preocupes, me dijo. El ascensor era un tubo de vidrio. En el descenso, vi las calles aledañas, un pedazo de parque, gente que paseaba a sus perros. No tenía idea de dónde carajo estaba. No se me había ocurrido preguntárselo a Mariana. El ascensor desembocó en el lobby del edificio. Detrás de un escritorio, un tipo de unos cincuenta años, calvo, y de lentes, leía un periódico. Arriesgándome a sonar estúpido, le pregunté dónde estaba. Salimos. Esta calle es José Gonzáles, me dijo. Caminas derechito y llegas a Larco. Te ubicas en Larco, ¿no? Sí, de ahí ya me ubicaba. Le di las gracias y seguí sus instrucciones.

Comemos sin hablar. Mamá está sentada al lado de la bebe. Le pone trozos de tilapia en la boca. La bebe sostiene la Tablet de Celso -siempre está viendo videos en YouTube-, y apura las papitas fritas de su plato. Hijita, dice mamá, no te comas solo las papas, pues. Le mete otro pedazo de tilapia. La papita que la bebe tiene en su manito tendrá que esperar su turno. Abuela, dice, masticando el trozo de tilapia, ¿ella es amiga de papá? Azul despega el trasero de la silla y se eleva ligeramente sobre la mesa. Le tiende una mano a la bebe. Me llamo Azul, bebé. Eres preciosa. ¿Cómo te llamas? La bebe dice su nombre. Tengo cuatro años, agrega. Fue inevitable que mis hermanos miren el par de tetas de Azul. Eres toda una señorita, dice Azul, y ya no me cabe duda de que su voz la ha delatado. No es la voz de una mujer. Cualquiera puede notarlo. Es un travesti. Mamá y mis hermanos no pueden soslayar ese detalle. ¿Eres amiga de mi papi?, pregunta mi hija. , dice Azul, tu papi y yo somos muy buenos amigos. La cagada; mi esposa siempre interroga a la bebe luego de sus fines de semana en casa de mi mamá: qué comió, a dónde fue, qué hizo. Dependiendo de las respuestas, mi esposa me lanza la consabida puteada: ¿Por qué le diste comida chatarra?, ¿por qué le diste la Tablet todo el fin de semana? Mi hija, sin ningún tipo de malicia, contará el episodio de Azul. Como rápido; Azul, con calma, sin apuro. Siento la incomodidad de mamá. Señora, dice Azul de pronto, estoy saliendo con su hijo desde hace unos días, ¿verdad, amor? Me pasa la pelota. Mamá intenta tomar la noticia con calma. Modera la expresión de su rostro y construye algo que se acerca a una sonrisa. Pero no dice nada. , murmuro yo. ¿Siempre han vivido en el Callao, señora? pregunta Azul. Mi hija termina de comer y, sin soltar la Tablet, corre hacia el cuarto de uno de mis hermanos. No, antes vivíamos en Los Olivos, dice mamá. Luego, calla. Nadie más se atreve a hablar. Yo vivo en San Juan de Lurigancho, dice Azul, mirándome, pero hablándoles a todos. Ahí tengo una peluquería. Voz de hombre y con peluquería: totalmente al descubierto, por si alguien lo dudaba. Celso le hace un gesto a mamá: ¿hay agua? No se atreve a hablar. Mamá se para: sí, hice maracuyá. Ahorita la traigo. Va a la cocina; Daniel, ven un momento, por favor, dice desde ahí. Voy. Daniel, qué tienes en la cabeza, qué te pasa. Le hago señas para que baje un poco la voz, pero es inútil; se va enardeciendo con cada palabra. ¿Desde cuándo eres maricón? ¿Cómo traes a una persona así a la casa? ¿Estás loco? Estás traumando a la bebe. Si tu esposa se entera, nos quita a la bebe para siempre. No me putea así desde la vez que le dije que sería papá. Llévate ahora mismo a…, no sabe cómo denominarla, a… a esa persona. Ahora mismo. No quiero verla. Te la llevas ahorita mismo. Para darme a entender que no está jugando, presiona el botón del intercomunicador que abre la puerta de la calle. Regreso a la sala sin saber qué hacer. Al llegar, la puerta que da al balcón acaba de cerrarse; Azul no está en la mesa. Dijo que la llamaras, dice Celso. Adónde chucha la voy a llamar si no tengo su número. Me apresuro a alcanzarla. Salgo al balcón. Azul acaba de cerrar la puerta de la calle. Corro al intercomunicador y abro la puerta. Cruzo la sala a toda prisa y bajo las escaleras saltando. Azul dobla la esquina de Pacífico. Corro. Azul se monta en un auto negro. No ha mirado hacia atrás. Sube y el auto, que apenas había detenido la marcha, arranca rápidamente. Es un auto deportivo, de esos que cuestan un culo de plata. Otra vez, Azul me deja lleno de preguntas.  

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