sábado, 15 de septiembre de 2018

El solitario de Zepita - Capítulo 33


Del lunes 31 de octubre al domingo 06 de noviembre del 2016

Cuando uno quiere hacer algo terrible se miente a sí mismo. Se dice uno que todos los demás están equivocados.

Ray Bradbury – Crónicas Marcianas

El día voló. Ni Jean Carlo ni Victorio acudieron a la oficina. Patricia llegó con una hora de retraso. Sin jefes, el tiempo transcurrió con liviandad. Esa levedad se sentía en toda la ciudad; al día siguiente habría un feriado. Regresé del trabajo más temprano, me bañé y me acosté. Quería desconectarme de las tribulaciones de la semana anterior. Eran las once cuando vibró el celular. Estaba cargándose sobre la mesita blanca. Era Karina. Dani, estoy con una amiga aquí en Los Olivos, en El Embarcadero de Plaza Norte. Vente al toque, pues. No lo pensé dos veces: Salgo en diez minutos; espérenme. Una noche con la impredecible compañía de Karina me disiparía las preocupaciones. Ella siempre se las arreglaba para que tirar a pelo resultase relajante y nada preocupante. Si yo tenía unos pocos días con el SIDA; ella debía de tener varios años. Éramos unos promiscuos de mierda. Me vestí, me mojé la cabeza y la cara, y tomé un bus a Los Olivos.

Se me aguó el culo cuando Jean Carlo me llamó al anexo. Daniel, ven un momento. Caminé hacia su oficina. Toma asiento. Nunca lo había visto tan serio. Bueno, pensé; me disculparé por no haber justificado mi ausencia del viernes. Tenía en mente una excusa más o menos convincente. Daniel, el viernes despedí a Victorio. Puse cara de circunstancia. La verdad; no me afectó la noticia. Sentí, sí, un gran alivio; la cosa no era conmigo. Con respecto a Victorio, la oficina sería un lugar mucho más tranquilo sin su presencia. Era un orgulloso de mierda que se pavoneaba de sus contactos y nos relataba extenuantes historias en las que resultaba siempre el héroe de los proyectos y el resto, una recua de tarados. Él era el listo, el hábil, el pendejo. Yo le seguía la corriente y esperaba impacientemente a que se callase y volviese a encerrarse en su oficina. ¿Qué había pasado con Victorio? Había estado usando información confidencial de la empresa en beneficio propio. Hacía pocas semanas había inscrito en registros públicos una empresa importadora de maquinaria para la industria minera, y había adquirido un modesto lote de ventiladores franceses. Todo este proceso lo había realizado siendo todavía parte de la empresa de Jean Carlo. El sinvergüenza, decía Jean Carlo, casi con asco, ha estado ofreciendo sus ventiladores a NUESTROS clientes. La oficina de Jean Carlo estaba pintada con los colores de la bandera de Suecia, país de origen de los ventiladores que vendía en el Perú cada vez en mayor número. Lo gracioso, dijo, exhibiendo esa sonrisa de suficiencia que surgía cuando hablaba de los competidores a los que aplastaba, es que como Victorio es un ignorante en ventiladores nadie ha querido comprarle. ¿Cómo se enteró de la traición? Uno de sus clientes le filtró el dato. Así que el viernes lo encaré. Ya le tenía preparada su notificación de despido. Hablamos aquí en mi oficina. Cuando le mostré los correos que él mismo había mandado al cliente, se quedó callado. Al principio quiso negarlo, ¿puedes creer su cinismo? Me extendió unos papeles. Los hojeé un toque, fingiendo interés, y se los devolví. Me dijo que eran los correos que Victorio le había mandado al cliente delator. ¿Te fijaste de dónde los envió?, dijo, la mirada cómplice. , mentí. No me había fijado en nada. Es tan idiota que envió todo desde la cuenta de correo de nuestra empresa. Eso fue suficiente para botarlo como a un perro, sin ningún beneficio. No le quedó otra que firmar la notificación. Lo tenía cogido de los huevos con las pruebas de los correos, nuevamente esa sonrisa de ganador, de tipo sagaz al que nadie podía timar. Ese mismo día agarró sus cosas y se fue. Hizo una pausa. ¿No sabías nada de esto? Su pregunta era retórica; no esperó una respuesta. Continuó regodeándose en su astucia y en cómo había expectorado sin miramientos a Victorio. Por si acaso, si preguntan por él hay que decir tajantemente que ya no trabaja más con nosotros. De vuelta en mi escritorio, recordé la vez que Victorio me preguntó por cierta marca de ventiladores franceses. El huevón ya planeaba la traición.

Daniela me escribió; quería ir al cine. Había una comedia peruana en cartelera. Era sábado y yo estaba en casa de mamá, como casi todos los fines de semana. Quedamos en asistir a la función de las ocho y media de la noche. La película fue una mierda; fugaces momentos de gracia apuntalados por un par de lisuras. Recordé haber leído la Historia Universal De La Infamia, de Borges. El exquisito sarcasmo de sus páginas era garantía de risas reflexivas y duraderas. A la salida del recinto, Daniela me dijo que le provocaba descansar. Si quieres vamos a tu cuarto, Chato; para echarme un ratito. Eran cerca de las once. Era mi oportunidad de tirar con ella. Pero recordé que había dejado las llaves del cuarto en casa de mamá. Tampoco tenía dinero para pagar un hotel; había llevado el suficiente para las entradas, las canchitas y las gaseosas. Pucha, Chata, mejor lo dejamos para otro día. Su casa no estaba lejos del cine. Fuimos caminando. Nos despedimos besándonos al pie de las escaleras de su edificio. Era una suerte que aún me considerara su amigo, luego de la vez que desaparecí del mapa tras enterarme de que no le venía la regla. Compré un pollo a la brasa, papitas y gaseosa en una pollería del Óvalo Varela. Tomé un taxi. Eran las doce. Estaba seguro de que hallaría despierta a mi bebé y de que disfrutaría de la sorpresota que le llevaba.

O sea que por eso no quieres estar conmigo, dice Rosario. Qué fue, le respondo. Has vuelto con Daniela. Y no me mientas porque ahora sí tengo pruebas.

No puedo, le dije. Tú sabes muy bien que lo que gano me alcanza apenas para pagar mi cuarto y mis comidas. Lo que te doy para la bebe y los gastos de la casa es lo justo. No puedo darte más. Discutíamos delante de la puerta de rejas del departamento. Debía llevar a mi hija a la casa de mi mamá y luego regresar a Zepita. Hacía dos días le había entregado el dinero mensual. Ahora, pedía más. Lo necesito, Daniel, por favor. Quiero llevar ese curso. Yo me aburro metida en la casa todo el día. Quiero salir, aprender y trabajar en eso. Yo ya no le creía nada. No tengo; lo siento. Aunque sí tenía; haciendo un esfuerzo, podía darle lo que pedía. Pero era tirar el dinero. Siempre que se entusiasmaba con algo, terminaba dejándolo. Cuántos cursos le había pagado y cuántas veces había tirado la toalla. No le aflojaría los trescientos soles que pedía. Suficiente había hecho ya por ella yéndome de la casa y dejándola ahí con Melina. Yo no tenía quién me cocine o lave la ropa a cambio de nada. Con mi plata, con lo que me quedaba luego de entregarle el dinero mensual, debía encargarme de todas esas huevadas. Ahora estás con Melina ¿no? Me decías que con ella serías todo lo feliz que no fuiste conmigo, pues que ella te ayude con tu curso. A mí no me jodas. Cuando me alteraba, se me escapaba estupidez y media. Eres una mierda, Daniel, un egoísta de mierda. El rostro se le había congestionado por la frustración. Si no me das el dinero que necesito para despejarme por cuidar a tu hija todos los días, no te la llevas hoy, ni hoy ni nunca más. Yo me iré con ella a algún lado para empezar sola y tener mi propio dinero y no tener que pedirte nada nunca más. No sabes lo humillante que es para mí pedirte plata. La bebe había bajado las escaleras y estaba detrás de su mamá, ansiosa por que su papi la llevase a casa de su abuela. Mami, quiero ir donde la abuela, pidió. No, no vas a ir, le gritó mi esposa. A la bebe se le fruncieron los labiecitos y empezó a llorar. Era el llanto que laceraba el corazón de cualquier padre. Eres un abusivo, Daniel. Yo me hago cargo de tu hija y tú no puedes apoyarme con lo que te pido. Eres un miserable. Estaba completamente alterada, rabiosa. En momentos así, me provocaba golpearla, encajarle un par de puñetazos y hacerle sentir quién mandaba. Pero no podía. No tenía los huevos para imponerme. Cómo no te cruzas en el camino de una bala perdida, pensaba mientras la oía continuar con sus reclamos. Tu muerte nos mejoraría la vida a todos; criaría a la bebe con holgura, sin que estés chupándome dinero cual sanguijuela. Mami, por favor, quiero ir con papi. La bebe recibía la indiferente espalda de su mamá. No te la vas a llevar si no me apoyas. No es justo para conmigo. Las lagrimitas en los ojos de mi bebe me perforaban el alma. Saqué mi billetera y le di lo que pedía. Toma, le dije. Por qué eres tan basura conmigo. Por qué no puedes darme el dinero sin que tengamos que llegar a estos extremos. Lloraba. Respiré hondo. Quise abrazarla y consolarla. Los odios no me duraban nada. La bebe nos tenía que ver tranquilos. La abracé. Perdóname, le dije. La bebe se unió al abrazo. Ustedes son mis padres, dijo. No peleen. No pude contener las lágrimas. No sabía hasta qué punto la discusión había mellado los sentimientos de mi hija.

De El Embarcadero nos pasamos a Rústica, un restaurante que luego de las doce funcionaba como discoteca. El lugar estaba repleto de gente. Los mozos debían escurrir sus huesos entre el gentío para transportar los pedidos de cerveza y whiskey. Karina, su amiga y yo bailábamos en sanguchito: ellas eran el pan y yo el relleno. Karina, como siempre, estaba bien maquillada. Llevaba un sostén que le juntaba las tetas y las hacía más provocadoras. El lugar empezó a vaciarse a las cuatro. Karina propuso que fuésemos a su casa. Tomamos un taxi. Pagué yo. Los tragos corrieron por cuenta de Karina. El dinero era su última preocupación. No necesitaba trabajar como una esclava. Administraba las cuantiosas propiedades que le había heredado su difunto padre: hoteles, viviendas en alquiler, una ferretería. Envidiaba su suerte; yo debía alquilarme ciento ochenta horas a la semana a cambio de un flaco estipendio. Karina aún vivía en Los Nogales, barrio donde transcurrió nuestra infancia y adolescencia. La casa, en la que tiré por primera vez en mi vida sin pagar un sol, tenía ahora tres pisos. Karina era dueña y única habitante del primero. Los restantes eran de sus hermanas. Nos acomodamos en su sala. Sirvió un vino heladito en tres gordas copas de vidrio. Puso algo de música. Reggaetón. Hablamos tonterías. Al cabo de un rato, Karina dijo que era hora de dormir. Yo me quedo en el sofá, les dije. Ven, Dani, duerme con nosotras. No hay problema. Te va a dar frío en el sofá. Su cuarto seguía siendo el mismo que conocí hacía quince años, cuando fuimos enamorados un par de semanas hasta que descubrí que me engañaba con otros hombres. Fue la primera mujer por la que lloré como una niña. Más pudorosa, la amiga de Karina, Leslie, se desvistió y vistió en el baño. Karina le había prestado algo cómodo para dormir. Karina y yo nos desvestimos en el cuarto. Era estrecho, cálido. Nos iluminaba el tenue resplandor del televisor prendido. Le vi las tetas: grandotas y colgadas. Así me gustaban. Se puso una chompa ancha y un shorcito liviano. No llevaba sostén ni calzón. Aquí se va a echar Leslie, dijo. Ella siempre se pega a la pared. Yo voy a dormir en medio para que no le hagas travesuras a mi amiga. Entró Leslie. La ropa de Karina le quedaba grandísima. Se echó en el lado convenido y se cubrió con las frazadas. Karina se tendió a su lado; yo, al lado de Karina. Entonces, recordé la primera vez que estuve en la cama con dos mujeres.

La librería del señor Luna está ubicada a mitad de la cuadra dos del jirón Quilca, al fondo de un corto pasillo. Ese jueves, luego del trabajo, y de haberme bañado y vestido cómodamente, la visité. Revisaba los libros colgados del triplay que servía de mostrador cuando me topé con unas letras grandes y rojas que decían SIDA. Instantáneamente, me acordé de Azul y de la infección que llevaba a cuestas. Era un libro de pocas páginas; su título, Qué Es El SIDA Y Cómo Prevenirlo. Quise comprarlo y leerlo inmediatamente. Quería saber qué tenía exactamente en el cuerpo. Pero me avergonzaba intentar cogerlo. Alejé la vista del libro y la paseé por otras zonas del triplay. Era inútil; en ese momento, ningún libro me interesaba más que ese. Qué chucha, pensé. Vencí el temor y cogí el librito. Decididamente, caminé hacia el señor Luna y le consulté el precio. Luna conversaba con tres de sus habituales contertulios. Los tres se fijaron en el título del libro. El silencio creado fue opresivo. Me sentí un sidoso en medio de tipos normales, correctos y sanos. Dos soles, caballero, dijo el señor Luna. Pagué. Agradeció. Le agradecí. Caminé deprisa al cuarto. En el trayecto, leí el opúsculo, ocultando su tapa. Nadie debía enterarse de mi enfermedad. SIDA significaba Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida. Era un grupo de síntomas clínicos que aparecía luego de que la barrera defensiva natural del cuerpo era derribada por el virus de la inmunodeficiencia humana, el VIH. Una vez derribada la defensa del cuerpo, los organismos y bacterias que vivían desde siempre con nosotros podían matarnos inopinadamente. En resumen, el VIH nos desprotegía; un simple resfriado podía quitarnos la vida. Tirado en el colchón del cuarto, continué develando a mi enemigo, que medía 0.000,000,012 metros de largo y que replicaba su ARN, cual fotocopiadora, en el núcleo de mis células, desquiciándolas, enloqueciéndolas, neutralizándolas.

Llevaba el dinero del mes para la manutención y educación de mi hija. Además, incluí un monto para el pago de una terapia de concentración que la psicóloga del colegio le había recomendado a la bebe. Yo no creía en los psicólogos. Su misión era suprimir la espontaneidad de los niños. Sus diagnósticos y tratamientos apuntaban a moldear ciudadanos obedientes y adocenados. Su verdadero objetivo era hacerse ricos con el dinero que tirábamos en sus terapias y metodologías. Pero mi esposa les creía a pie juntillas. No se daba cuenta de que la psicología era un negocio basado en la presunta formación de gentes de bien. Cela reconoció haber sido un gamberro en su niñez. Jamás se corrigió, y terminó consiguiendo el Nobel de Literatura en 1989. Llegué a la casa de mi esposa. La encontré de buen humor. Me aventuré, entonces, a invitarlas a ella y a mi hija a salir. En un principio, se negó: que estaba a dieta, que la bebe no podía comer frituras. Ya, pues, salgamos en familia, que la bebe nos vea juntos, la animé. Aceptó. Antes de irnos, le entregué el dinero. Subió a guardarlo. La bebe bajó entusiasmada. Sí, papi, vamos a comer papitas. Tomamos un taxi a plaza San Miguel. Fuimos al Pardos Chicken. Las papas fritas eran gruesas y estaban riquísimas. Ordenamos tres cuartos de pollo, parte pecho. La bebe comió todas sus papitas. Empezó a dar cuenta de las mías. Su mamá la detuvo. Ya comiste. Basta, por favor. Quise defender el derecho de mi bebe a empacharse con cuanta papa quisiera, pero me contuve. No valía la pena abogar por los saludables beneficios de consentir a nuestros hijos. La rigidez creaba seres acomplejados. Mi esposa jamás lo entendería. Mis argumentos solo encenderían la pradera. La noche transcurrió tranquila. Las llevé en un taxi a su casa. Estaba aprendiendo a tratar con pinzas a mi esposa. La mínima fricción desencadenaba una reacción que terminaba explotándome en la cara.

Hacía seis meses que era papá y estaba a punto de tirar con dos mujeres en la misma cama. Vivía con mi hija y con mi esposa en un viejo edificio del jirón Camaná, en el Centro de Lima. Me habían hartado los arranques de histeria de mi esposa, generados por el llanto de la bebe, los quehaceres de la casa, la gordura que se apoderaba de su cuerpo, la convivencia en un espacio reducido y un encierro al que no estaba acostumbrada. Yo le había sido fiel desde que la conocí. Me mantuve así hasta la aparición de los constantes gritos y reclamos en el hogar. Entonces, la fidelidad pasó a ser un mero recuerdo y le eché un vistazo al menú que me ofrecía la calle. Llevaba un año trabajando en VISA, una consultora que participaba en proyectos mineros y civiles. Cierto día, arrecho en mi escritorio, googleé: servicios sexuales señoras tríos Lince. La oficina estaba cerca de Lince, distrito en el que se hallaban las putas más baratas. Las señoras, por ser señoras, cuerpos gruesos, avejentados, cobraban menos que una jovencita. Los tríos habían sido una de mis más cimeras fantasías. El buscador me devolvió un solo anuncio. Anoté el número de teléfono. Llamé. Una voz cariñosa me atendió. Me indicó su ubicación. El costo del servicio era inmejorable: cincuenta soles por las dos mujeres. Increíble. Al cabo de una semana, había reunido el dinero y el valor, sobre todo esto último, para visitar a la pareja de señoras. Su departamento estaba a unas cuadras de la oficina, un recorrido a pie que, calculé, podía hacer en diez minutos. Elegí la hora del almuerzo; la una de la tarde. Mientras el resto de la oficina calentaba sus fiambres en el microondas, yo me alistaba para el trío. En el baño, me lavé la pinga. Minutos después, recorría las calles que había estudiado en Google Maps. Volví a llamar al número del aviso para enterar a las señoras de mi inminente visita. Cuando llegué al viejo edificio de la calle León Velarde, se me bajó la presión. Eran los nervios. Presioné el botón del número 302. Se oyó un bip. Hablé. Llamé hace un ratito por el servicio. La misma voz cariñosa: Ah, ya. Sube, amor. Un clic eléctrico abrió la puerta de rejas. Crucé un zaguán, cuyo piso estaba salpicado de publicidad de supermercados, cartas no recogidas y volantes de institutos. Subí al departamento. La puerta estaba junta. Entré. Me recibieron dos señoras gordas. Les calculé unos cuarenta años. Una de ellas tenía silueta, la deseada forma de pera; la otra era directamente una bola. Pero ambas tenían un culazo y unas tetas grandes y caídas. Me enloquecieron esos cuerpos. Era un fanático de la carne y de la grasa. Llevaban sendos vestidos negros translúcidos. Me condujeron de la mano a un cuarto. Se quitaron los vestidos. No llevaban ropa interior. Les pagué. La bola recibió el dinero y lo guardó en el cajón de una cómoda. Me desvestí tan rápido como pude. Tenía la pinga parada y borbotando sus jugos. Me tiré en la cama, dispuesto a todo. Mientras les lamía las nalgas como un desesperado, una de ellas me puso un condón. Empezaron a chupármela por turnos. Dos mujeres mamándome la pinga, rozando sus labios con mis pendejos. Hice denodados esfuerzos por no venirme; todavía tenía que meterles la pinga. Gocé estrujándoles los rollos de la barriga. Mientras le metía la pinga a una, a la otra le comía las tetas y le lamía los rollos, se los mordía. Les dije que las amaba. Volvieron a mamarme la pinga; esta vez, yo parado y ellas de rodillas en el suelo. Una me lamía el pene y la otra me chupaba los huevos. Me decían papito, queremos tu leche. Me elevé al cielo cuando eyaculé. Recibieron la leche en sus tetas enormes y flácidas. ¿Te gustó, amor?, preguntó la bola. Sí, me encantó, le dije, todavía suspendido en el aire. La bola restañó el semen que caía de las tetas de su compañera. Vuelve pronto, me dijeron al salir. Por supuesto, les dije. La perita me despidió con un piquito. No volví. Me animé a contratarlas luego de un tiempo, pero el servicio había desaparecido de la red y el número estaba fuera de servicio. Mi esposa nunca me creyó que fui feliz con su cuerpo de gordita. Ella se avergonzaba de él. El gimnasio y sus dietas absurdas la redujeron a un insípido palo.    

Leslie y yo viajábamos en el mismo bus. Lo habíamos tomado en la Panamericana. Habíamos caminado en silencio seis cuadras desde la casa de Karina. Leslie era bajita, delgada, sin mayores atributos que su piel blanca. Tenía la nariz medio en gancho. Karina nos había hecho un jugo de papaya. Actuaba desinhibida, como si nada hubiera pasado. Yo no podía. Se notaba que era feriado; la carretera estaba despejada. No podía hablarle a Leslie. ¿De qué le hablaría? ¿De cómo me chupó la pinga sin abrir los ojos? Karina y yo nos lengüeteábamos y manoseábamos, arrodillados en la cama, al tiempo que la boca de Leslie me succionaba la pichula. No abrió los ojos hasta bien entrada la mañana. ¿Qué vas a hacer más tarde?, le pregunté. Tenía que preguntarle algo; el silencio era opresivo. Nada, creo que voy a salir con mi enamorado. No sabía que tuviera uno, o no recordaba que lo hubiese mencionado. ¿Tú? El bus corría a toda velocidad y nos hacía saltar en los agujeros de la pista. Seguir durmiendo; mañana trabajo. Nos acercábamos al puente de Prolongación Tacna. Yo también, dijo ella. Trabajo con mi enamorado en el Plaza Vea de San Isidro, por Paseo de la República. Íbamos en los últimos asientos del bus, uno al lado del otro. La carcacha tenía dos o tres pasajeros más. ¿Dormiste bien?, me atreví. , respondió. Había salido el sol. El día se prestaba para un cebichito. Entramos en Alfonso Ugarte. Chévere si salimos otro día, le dije. Normal, no hay problema, aseguró. Nos despedimos con un beso en la mejilla. Bajé en el hospital Loayza. Crucé Alfonso Ugarte. Al poco rato, abría la puerta de mi cuarto.  Tiré el colchón al piso, me calateé y me metí debajo de la colcha azul. Faltaba algo: una lectura veloz para conciliar el sueño. Las Tradiciones de Palma nunca fallaban. Entretenían y enriquecían el vocabulario. Leí Mujer – Hombre, la historia de la primera lesbiana en Lima. Aprendí una palabra; espontanearse: revelar con sinceridad nuestros sentimientos y pensamientos. Vibró el celular. Era Karina. Te cuento algo, me dijo. Dime, le dije. Dice Leslie que le encantó el sabor de tu semen, que era como dulcecito. Quedamos en repetir la salida. Me masturbé recordando las imágenes de la madrugada: Karina recibiendo pinga al lado de Leslie, que se hacía la dormida. Leslie mamándome la pichula sin abrir los ojos; su lengüita franeleándome el glande. Mis dientes mordisqueando los pezones de Karina. ¡Ahhh! Eyaculé en un pedazo de papel higiénico. Lo abolillé y lo tiré en un rincón. Dormí plácidamente.

Espérame, ¿sí? Te caigo a la una y media. Caminaba hacia la Marina. Ok, te espero, bebé. Hacía unas horas había llevado a mi hija al Bembos. Si mi esposa me sacó más plata, dizque, para un curso, entonces yo tenía todo el derecho de llevar a mi bebé adonde le diese la gana. Pensé: si no gasto mi plata en satisfacer mis urgencias, entonces la mierda de mi esposa terminará agotándomela con sus continuos pedidos. La pinga se me paraba muy a menudo. Debía emplear mi dinero en satisfacer sus imperiosos requerimientos. Había dejado a mi bebé con su abuela. Ma, regreso mañana al mediodía luego de recoger mi ropa de la lavandería. Chau. La discusión con mi esposa había dilatado mis tiempos. Por eso, me aseguré llamando a Jazmín. Solo su cuerpo podría satisfacerme. Llegué veinte minutos antes de la una y media a Peñaloza. A cinco metros de la esquina con Nicolás de Piérola, estaba Jazmín. Ese era su punto de operaciones. Me reconoció y caminó hacia el Malka Masi. Sí, había jurado no volver a ese hotel, pero ¿qué posibilidades había de que ocurriera otra redada? Ninguna, me convencí. Entré detrás de ella. Pagué por el cuarto en la recepción. Recordé mis primeras veces en ese hotel, siempre apurado, agachando la cabeza, evitando que algún conocido me sorprendiera: ajá, con que te gusta tirar con maricones. Ni siquiera contaba el vuelto; cogía al vuelo el papel higiénico y el condón, y me metía al cuarto. Ahora no. Ahora me llegaba al pincho. Tiramos. Nos besamos en la boca. Te amo, te amo, le decía, mientras le metía la pinga. Si no les decía “te amo” a mis eventuales parejas, no disfrutaba del cache y se me hacía difícil eyacular. Me gustas mucho, gemía ella. Se la seguía metiendo al tiempo que estrujaba esas tetotas. ¿Me amas?, le preguntaba yo, con cada arremetida. Sí, te amo, te amo, decía ella. ¿Si me amas te tomas mi semen?, la reté. Sí, sí, gimió. Cuando estuve a punto de venirme, le desconecté mi pinga. Se oyó un ploc. Me quité el condón y acerqué a su boca la punta de mi pichula. Estábamos sobre la cama, yo parado y ella de rodillas. Tenía la pinga embutida en su boca. Me succionó toda la leche. Sentí un tremendo alivio. No había nada que superase venirse en la boca de una mujer. Me pidió ser mi enamorada. ¿O estás con otra maricona? Le aseguré que estaba solo. ¿Qué raro que un chico pingón y lindo como tú esté solo? Permanecimos echados en la cama; la cama sin frazadas de un hotel que solo servía para cachar. Entonces, ¿somos enamorados? Me metió la lengua en la boca. Claro, bebé. Me contó que la violó un caficho de San Juan de Lurigancho. Yo vivo allá, pues. Pasé por una cuadra donde trabajaban varias mariconas. Y ese pata, que es el taita de todas, me ve, y, como me tenía ganas de antes, me levantó a la fuerza. Me metió en su camioneta. Me enseñó su fierro. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Llamar a la policía? Ahí es tierra de nadie. Era mejor seguirle la corriente. Dejar que me viole y ya.  A la policía le importa una mierda lo que le pase a una chica como yo. Si ven que matan a una, se alegran, más bien. Su cabeza descansaba en mi pecho. Tenía el cabello frondoso. Ni cagando era natural. Me acuerdo que cuando me puse mis primeras tetas, no tan grandes como estas, unas mariconas envidiosas, no de aquí, de San Juan, me las reventaron a golpes. Siguió prostituyéndose, pero metiéndose unas almohadillas en el pecho. Reunido el suficiente dinero, volvió a ponerse siliconas. Se alejó de San Juan y recaló en el Centro, donde la seguridad estaba garantizada siempre y cuando se arreglara con la policía. Un tipo se encargaba de mantener contentos a los oficiales que tenían Peñaloza a su cargo. Ese tipo era el que las cuidaba. Solo a él debían pagarle. Casi nunca se le veía. Pero está en amoríos con una traca que vive en esta cuadra. Bueno, no tanto vive aquí, pero para de vez en cuando. Esa maricona y él se encargan de la seguridad de toda esta cuadra. De Chancay, por ejemplo, se encarga otro; pero a ese pata los tombos se lo comen vivo. No sabe arreglar con ellos ni con sus propias chicas. Por eso es más difícil trabajar en Chancay. Ahí es más fácil que te levanten los tombos. Le pregunté, entonces, cómo fue que esa vez casi nos metían en cana. Hubo un retraso en el cheque de los tombos. Al capitán no le gusta que jueguen con su plata. Y ese día metió miedo. Lo meten cuando hay que meterlo, para que no olvidemos quién manda. Recordé a Azul conversando con el policía gordo. ¿Dices que el caficho de esta zona tiene su pareja?, pregunté. , confirmó ella. Pero esa maricona no se prostituye. De vez en cuando viene a “supervisar” cómo va la cosa. Se me aceleró el corazón. Cambié de tema. Me gusta tu nariz, le dije. Era pequeñita y respingada. Antes la tenía como tú, me dijo, levantando la vista para mirarme. Y no, pues; con esa nariz nadie me iba a levantar. Me la operé dos veces, hasta tenerla como ahora. Volví a cambiar de tema. ¿Vas a discotecas? Le conté que solía ir al 1031, aunque, últimamente, prefería La Jarrita. Esa es una disco para tracas viejos, soltó. Hay que ir un día al Sagitario, propuso. ¿Dónde quedaba esa vaina? Aquí, no más, en Wilson con Torrico, cerca de esa placita que está en la dos de Quilca. ¿La plaza Elguera? Claro, claro. Me había dado cuenta de que ahí había una discoteca bien caleta. Bien temprano, en las mañanas de los sábados y domingos, salían de sus puertas bandadas de cabros, homosexuales con vestimenta de hombre, nunca travestis ni transexuales. Sí, pues, ahí van gays vestidos de hombre, confirmó. ¿Entonces cómo entrarías tú si vamos? Hizo un gesto de obviedad: No, pues, tontito; yo iría como tu pareja. Ahí no habría problema. Nos despedimos prometiéndonos fijar el día para visitar el Sagitario. Cuídate mucho, mi amor. Retuvo un momento mi salida. Mira, mira, quiero que veas esto. Tecleó en su celular. Te acabo de guardar como “Amor”. Nos dimos un piquito y salí del hotel. Eran casi las dos y media de la mañana. Todavía se podía hallar alguna tienda abierta. Compré un Aquarius de naranja y caminé morosamente al cuarto. Pensé en Azul y en quién era realmente. Quería encontrármela ahí, caminando, o que ella me encontrase a mí, como la vez en que me sorprendió a las tres de la mañana. Llegué al cuarto, subí y me tiré en el colchón. No tardé mucho en conciliar el sueño.

Le digo que no me importa si tiene pruebas. No necesitas pruebas, yo mismo te puedo confirmar que salí con Daniela. Vuelve a llorar. Por eso ya no lo hacemos ¿verdad? Porque sigues viéndola, porque te has vuelto a enamorar de ella. Su voz se ahoga en el llanto. Mira, Rose, lo siento. Siento haberme portado tan raro en estos días. Es verdad, la extraño. Extraño meterle pinga y dormir abrazados en el colchón. Ahorita estoy en casa de mi mamá. Ven mañana a mi cuarto. Conversemos. Estemos juntos. Vuelve con el tema de Daniela. Por favor, olvídate de eso. Ella no significa nada para mí. Vente mañana, tú sí me importas. Te necesito. Si Azul está con ese caficho, es imposible que tenga SIDA. Los cafichos son tipos listos, inmunes a cualquier enfermedad. No son tontos como yo. Está bien, dice, calmándose. En resumen, Rosario le exigía a su marido que la pise como es debido. Lo haré, pensé. Además, es imposible que mi cuerpo se haya convertido en una sucursal del VIH. Cómo chucha YO voy a tener SIDA. Es ilógico.

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