No es necesario quemar libros para destruir la
cultura. Solo haz que la gente deje de leerlos
Ray Bradbury
Cuando
despierta, siente la ausencia de sus manos. Se horroriza. Grita. La completa
oscuridad del lugar atiza su desconcierto. Grita más fuerte, pero no por el
dolor físico, sino por el espiritual, por el tremendo golpe interior que
significa saberse amputado, mocho, lisiado.
Le han
truncado su carrera. Es ahora un escritor sin manos. El acto de escribir es un
ritual solitario, de confrontación descarada y atrevida con uno mismo. Imagina
un futuro nefasto en donde un amanuense le transcribe lo que le va dictando la
inspiración. Un tercero interponiéndose entre él y su desnudo reflejo. ¡No!,
grita. Niega. Salta y ya está en pie. Echa a correr. Alguna salida encontrará.
Pero unos barrotes, que no puede ver, mas sí sentir, le frustran la huida. Cae
al suelo. Los muñones, aún cicatrizándose, se golpean contra el piso desigual y
pegajoso. Repara en el olor que le rodea. Varias cosas se están pudriendo allí.
Se acerca uno de los muñones. Lo huele. ¿Es caca, es pus, es sangre? ¿Qué
mierda han tirado en el suelo? Vuelve a gritar. Clama por ayuda. Entonces, oye
un grito, uno más desgarrador que el suyo, y calla.
***
Me
daba asco ese huevón, dice y enciende el pito de marihuana. Aspira
fuerte. Tose un poco. Le pasa el troncho a su interlocutor.
¿Por
qué?,
dice el otro. Aspira fuerte y largo, pero no tose. La boca cerrada se le infla
como globo de fiesta infantil. Saborea el humo y lo distribuye a cada parte de
su cuerpo.
Porque
es… un gusano de mierda.
***
Entra
al Queirolo. Saluda al cholo Esteban. Este le hace una señal con la cabeza. “Al
fondo”, dice la señal. Él capta. Camina hacia el fondo del bar, al salón
dedicado a los poetas y narradores que chuparon allí en la década de 1970. Las
paredes de ese ambiente poco ventilado están repletas de fotos de los
escritores del movimiento Hora Final. Él mismo, si bien no fue parte del
movimiento, tiene un par de fotos honrando su figura en una de las paredes.
Dentro de la intelectualidad subterránea del Centro de Lima, está considerado
como el mejor narrador de la década de 1990. Alto, el pelo color cucaracha,
largo y enmarañado, la barba corta y las sempiternas gafas marrones que
disimulan las intenciones de sus miradas siempre prestas a detectar la mínima
incongruencia entre las actitudes de sus colegas escritores y la suya propia,
siempre correcta, siempre atinada, siempre antisistema. El Sobrino Machuca,
bukowskiano vate subterráneo, le colocó el mote de “El puño subversivo de la
literatura peruana”.
En el
salón, lo espera el representante de Flammarion, la casa editora más importante
de Francia, interesada en comprar los derechos de algunos de sus
libros. ¿Cuál era el nombre del editor? Trata de recordar, pero es en
vano. Aborta el esfuerzo. No importa el nombre del huevón. Para él, lo
primordial es su literatura y su yo. No puede permitir el desperdicio de sus
valiosas neuronas en la retención del nombre de alguien que no tiene obra y
que, por lo tanto, no merece seguir viviendo. Él es el genio cuyo nombre debe
ser recordado por tirios y troyanos. Así que es suficiente con saber que el
huevón que lo ha citado es el editor de una de las más prestigiosas editoriales
del mundo, punto.
El
salón está ocupado únicamente por el editor, que espera en una mesa. Tiene una
botella de agua delante de él. Al lado de ella, un vaso del que bebe de tanto
en tanto. El escritor traspone el umbral del salón y el editor se percata de su
alta figura. Se saludan. El escritor se sienta frente al editor. Se da cuenta
del maletín negro que el editor ha dejado en la silla contigua. Ahí va
mi contrato, piensa el escritor. Juega a adivinar la cantidad de ceros que
tendrá la cifra por la que venderá su extensa obra. Clarito me dijo por
teléfono que estaba interesado en comprar diez de mis treinta títulos,
piensa. Voy a ser rico, carajo; por fin, me voy a internacionalizar.
Editor:
Es un gusto conocerlo.
Escritor:
El gusto es mío. Pero tutéame, nomás. Dime, en qué te puedo servir.
Editor:
Claro, como te adelanté por teléfono, te cuento que estamos interesados en
publicar quince de tus novelas.
El
escritor no se molesta en corregir la cifra. Ni tonto que fuera. A más títulos,
más plata. Claro, recuerdo perfectamente la conversación, dice el
escritor.
Déjeme
decirle, dice el editor, tras echarse un sorbo de agua, que
temíamos que nos rechace la propuesta.
¿Por
qué?,
se sorprende el escritor.
Pues
por sus… por tus declaraciones en diversos medios sociales: Facebook, YouTube.
¿Cuáles?,
continúa sorprendido el escritor.
Que no
publicarías jamás con una editorial transnacional como para la que yo trabajo.
Ah,
eso,
se alivia el escritor. No, no te preocupes. Eso ya fue. Ya no pienso
así.
¿Por
qué?
El
escritor mira largamente el vaso del editor. Este capta la indirecta.
Disculpa,
¿deseas algo de tomar?
El
escritor acaricia los pelos color mierda de su barbilla. Se tintura siempre el
pelo y la chiva. Quiere ocultar las canas. La vanidad es su manía. A
ver, pues, un chilcano. Y, sin esperar la autorización del editor,
grita: Esteban, Esteban, un chilcano bien helado, por favor.
¿Te
gustan los chilcanos?
Claro,
la bebida del Perú.
Bueno,
te decía que…
Sí,
sí, sobre lo de publicar con una transnacional. Pucha, mira, eso lo decía
porque estaba seguro que las transnacionales no iban a atreverse a publicar las
cosas antisistema que yo escribo. Entonces, como bien dices, me dediqué a
pregonar mi aversión por las editoriales extranjeras. Sin embargo, veo con
complacencia que Flammarion quiere publicar veinte de mis treinta títulos.
¿Veinte?, se
alarma el editor. ¿No eran quince?
Ah,
disculpa, yo…
No,
está bien; veinte. Total, su… tu obra es valiosísima y representa, más que una
literatura, una actitud frente al orden ecuménico.
Exacto, dice
el escritor. Ecuménico y económico, agrega y sonríe.
Esteban
ingresa al salón Hora Final. Así se le conoce a ese apartado del bar Queirolo.
En una bandeja, lleva un chilcano helado.
¿Y el
limón?, exige el escritor ni bien ve el trago.
Le
puse limón, se defiende Esteban. Todo chilcano lleva limón.
No,
filisteo, yo pregunto por la rodajita de limón que decora cada chilcano,
apunta el escritor.
Ah,
reacciona Estaban. Bueno, pero ya eso es algo secundario, pues.
Nada
de secundario, filisteo. Inmediatamente me traes mi chilcano como debe ser. Por
algo te voy a pagar. Vaya a la cocina.
Esteban
se retira. Hay un silencio que no parece incomodar al escritor. El editor, tras
un esfuerzo, retoma la conversación.
¿Filisteo?
Sí, se
ríe el escritor, es un calificativo que le copié al príncipe del cuento
peruano, a don Abraham Valdelomar Pinto. Él solía emplear ese término para
referirse al cholo bruto. Aunque decir cholo bruto ya es un pleonasmo, ¿no?
Así
parece. Bueno, entonces, como te decía, teníamos ese miedo en la editorial.
Pero me alegra que hayas superado ese prejuicio.
Claro,
claro. Totalmente superado. El escritor pone una mano sobre la
mesa. Mira, yo lo que quiero es que me lean fuera; ser reconocido en
todos los ámbitos literarios; vivir solo de la literatura. La mano se
cierra en un puño aseverativo y corajudo. Creo que un escritor debe
ganar más dinero que nadie.
¿Por
qué?,
dice el editor.
Porque
un escritor es un tipo que ha leído muchísimo, pues. Mediante sus obras crea
conciencia crítica en el ciudadano de a pie. Los escritores deberíamos ser los
profesionales mejores pagados de esta sociedad, dice
el escritor. Deberían haber instituciones dedicadas únicamente al
mecenazgo intelectual. Imagínate, se entusiasma el escritor, una
sociedad con instituciones que fomenten las mentes que luego influirán en el
pensamiento crítico de las masas. Tendríamos masas críticas, pensantes, masas
que no se dejan cojudear. Con los escritores en el poder, no habría lugar para
tantos políticos mecedores, hamacadores, paseadores, que utilizan las necesidades
de los pobres para llegar al poder y hacerse más ricos a costa de esos mismos
pobres. ¡Esteban! ¡Mi trago!
¿Te
consideras el mejor escritor del Perú?, dice el editor.
Por
supuesto, amigo. Mira, la calidad literaria de lo que se produce hoy por hoy en
el país está en bajada. Hay una pérdida de talentos.
¿A qué
crees que se deba eso?, dice el editor.
Se
debe a que, en esta sociedad de mercado, el escritor joven busca el
reconocimiento instantáneo. Quiere el American way of life: el triunfo rápido,
tener casa, perro, carro y su millón de dólares en el banco antes de los
veinticinco años. Y se despreocupa de lo otro, que es escribir bien, que es
dedicarse a encerrarse a estudiar lenguas, poesía, estructura narrativa. El
joven escritor debería seguir su línea propia. Porque acá todos los jóvenes
poetas copian a Adán, los Churata, Vallejo, acusa el escritor.
Llega
Esteban con el chilcano.
Claro,
pues, doctor. Esto sí es un chilcano, dice jovial el escritor.
También
te declaraste en contra de las redes sociales. Dijiste en una entrevista que el
Facebook, por ejemplo, solo servía para inflar el ego de las personas. ¿Sigues
pensando eso? Porque nosotros vamos a lanzar todo el conjunto de tus treinta
libros con un bombardeo masivo en redes sociales. Por cada mil likes que tenga
un post sobre determinado libro tuyo en nuestro Face, te corresponderán mil
dólares.
Ayayay,
piensa el escritor, sin transparentar su sobresalto. Ha escuchado que le
publicarán sus treinta novelas. No las veinte que habían acordado hace un
momento. O sea, le publicarán toda su producción. Decide no corregir al editor
y reafirmar aquello de los treinta títulos.
Yo
pensaba que el Facebook y sus likes eran perjudiciales para la literatura. Yo
decía que no me interesaba eso de los likes y que no podía perder mi tiempo en
eso, pero estaba equivocado evidentemente. Si deseas, cuando me publiquen mis
treinta novelas, puedo leer un discurso encomiando a las redes sociales,
destacando su importancia en la difusión de la narrativa y la poesía actual,
¿qué te parece?, se apasiona el escritor. Coge su chilcano y
se lo bebe de un solo cocacho.
¿Crees
que ahora que serás parte de nuestro catálogo de autores eres ya parte del
establishment del que tanto despotricabas?
No,
no. Más bien, se ha adecentado el establishment conmigo. La presidenta…
Eso te
iba a preguntar, ¿qué opinas de la gestión de la presidenta?
De la
putamadre la gestión. Me pareció genial que su primera labor haya sido liquidar
a ese empresauro de la educación.
Está
acabando con todos los protagonistas de la corrupción, ¿no?,
apunta el editor.
Eso
debió hacerse hace mucho tiempo. Me pareció estupendo que mandase al paredón al
presidente japonés y a su hija por conchudos. Me encantó que televisarán ese
juicio sumario, carajo. Así los queríamos ver.
¿Y qué
destino les auguras a los adraístas?
Tienen
hasta mañana para arrepentirse públicamente, ¿no? Bueno, no les queda otra si
quieren seguir con vida, ríe el escritor.
¿Conoces
a la presidenta?
Me
parece haberla visto antes por Quilca, por aquí por el Centro de Lima, pero no
sé, de repente me estoy confundiendo, dice el escritor. ¿No
tienes un pucho?
No,
nada. No fumo. Bueno, entonces…
No,
sí, yo veo la política desparasitadora de este gobierno con buenos ojos.
Claro.
Ahora,
una vez que se termine con la fumigación, el pueblo espera que las políticas
antimperialistas y anticapitalistas del vicepresidente Pablo Blanco sean
inmediatamente establecidas. Queremos igualdad para todos. Espero sinceramente
que este gobierno, que veo que tiene grandes metas, no termine corrompiéndose
como lo han hecho todos los gobiernos de este país,
culmina el escritor.
Entiendo.
El
editor toma su portafolio. Saca un cartapacio. Lo abre. Papeles. Se los entrega
al escritor. Tiene que firmar aquí, aquí y aquí. El escritor lee el documento
en el que Flammarion indica la cantidad de libros que le está comprando. Se
sorprende al ver que son treinta; o sea, toda su producción. Rápidamente, corre
la vista hacia el monto que Flammarion le pagará. Wow, es un culo de plata.
Hace los cálculos mentalmente. Conchasumadre, piensa, me
están pagando de más. Me están pagando como si hubiera ganado el Nobel.
No
dice nada y firma donde le dijeron, aquí, aquí y aquí. Hay que estar bien
cojudo para ponerle peros a semejante cantidad de dinero. Y pensar que, cuando
escribía sus novelas, no imaginaba que esas estructuras cyberpunkekas,
electrónicas y vanguardistas lo iban a convertir en un hombre rico.
Él
reconoce que, de toda su obra novelística, solo un cinco por ciento pasa el
control de calidad. El resto es prescindible. Pero, qué carajo, él ha batallado
toda su vida por la literatura. Se merece ese dinero.
Excelente, dice
el editor. Le ofrece la mano. El escritor se la estrecha y piensa: ya
era hora de que me hicieran justicia.
Se
paran y abandonan el salón. Caminan hacia la barra del bar.
¡Filisteo!,
llama el escritor. Esteban aparece, agitado. ¿Cuánto le debo?, dice
el editor. Sabe que el escritor ni se molestará en hacer el ademán de sacar la
billetera. Esteban calcula en voz alta: Un agua, un chilcano… dieciocho
soles, joven. El editor hunde la mano en un bolsillo de su saco y paga con
un billete. Conserve el vuelto.
Te
doblaste, filisteo, celebra el escritor y palmea el hombro de
Esteban. El editor hace una venia y marcha hacia la puerta. El escritor lo
sigue.
Salen
del Queirolo.
Bueno,
yo me voy a mi casa.
Vives
en Chorrillos, ¿verdad?, dice el editor.
Efectivamente.
Más bien, ¿no tendrás unos cinco solcitos que te sobren? Me falta para mi
pasaje. Quiero irme en taxi. Ni cagando me vuelvo a subir en un micro apestoso.
De hoy en adelante, estas dos manos que ves aquí, estas manos que me han
permitido crear toda mi novelística, no volverán a contaminarse con la
inmundicia de tanto filisteo suelto por ahí.
Entiendo.
Pero no será necesario que se vaya en un taxi. La editora me mueve siempre en
un auto particular. Déjeme llamar al conductor para que nos recoja en este
mismo punto. Una vez abordo, le indicaré que lo pase dejando por su domicilio.
Ese es
el trato que me merezco, piensa el escritor.
El
editor marca un número en su celular y queda a la espera de la contestación.
Amigo,
yo no tengo cuenta en ningún banco. Ni siquiera tengo DNI.
Ah,
¿no?,
se sorprende el editor. Luego, educadamente pide silencio. Tiene que darle las
instrucciones al chofer de su vehículo. Disculpe. ¿Me decía que no
tiene DNI?
Claro,
no tengo DNI. Nunca lo tramité porque no me sentía parte de todos estos
gobiernos corruptos. Soy un NN, una sustancia gaseosa. No me siento parte del
establishment. Pero…
Pero
ahora ya es parte de este nuevo establishment. No lo olvide, dice
el editor.
Claro,
claro, de este establishment sí.
Exacto, dice
el editor.
Bueno,
pero mi pregunta es: en dónde me depositarán el dinero de mis libros si no
tengo cuenta bancaria.
No
será necesaria ninguna cuenta de banco. Fíjese que el dinero se lo entregaré
hoy mismo; personalmente.
¡Pasu!, se
aterra el escritor. ¿Aquí mismo? Cuidado, mejor vámonos a otro lado.
Acá hay mucho ratero. Ahorita mismo hay varios chupando aquí en la vereda de
Quilca. Se hacen los huevones y en el momento preciso te pelan el celular,
dice el escritor, mirando a uno y otro lado.
No, se
ríe el editor, acá no. Me entendiste mal. El dinero está en
el auto que pasará por nosotros. Mira, ahí viene.
Ah,
ya, uff, bufa el escritor, aliviado. Ya me estaba
asustando.
Un
auto negro se detiene en la esquina del Queirolo. El editor y el escritor
entran en él.
El
vehículo reemprende la marcha y sigue por toda la cuadra nueve del jirón
Camaná.
***
Escucha
su nombre.
Aquí
estoy, aquí estoy, dice, desgarrado. Sáquenme de aquí.
Sáquenme de aquí, por favor.
Entonces
se calla. Quiere oír si alguien se acerca.
No
tengo manos, no tengo manos, no tengo manos, es todo
lo que puede pensar.
Oye
pasos cada vez más fuertes. Entonces, reemprende sus súplicas. ¡Sáquenme de
aquí! ¡Ayuda! ¡Auxilio! ¡Me estoy muriendo!
Por la
proximidad de las pisadas, está seguro de que su posible salvador está muy
cerca de él. Deja de gritar, pero con voz implorante dice ayúdame,
sácame de aquí.
Quien
está enfrente, sumido en la oscuridad, le estrella en la cara un potente haz de
luz. El prisionero cierra los ojos y aparta el rostro, que se lo cubre con los
muñones. No puedo verte. No puedo ver nada.
¿Sabes
qué dijo Martín Lutero sobre los hipócritas?, pregunta una voz
cascada, casi robótica.
¿Qué?
Sácame de aquí, por favor. Me han encerrado injustamente. Mira, me han cortado
las manos. Me han cagado la vida.
La
humildad de los hipócritas es el más grande y el más altanero de los orgullos.
Eso dijo. Esperamos que analices eso y recapacites. Si no lo haces, te aseguro
que esta prisión será lo último que sientas en este mundo, dice
la voz metálica.
Se
apaga la luz y los pasos se devuelven. Ayuda, ayuda, grita el
prisionero, pero nadie acude a socorrerlo. Grita y patalea cuando, de pronto,
un disparo lo disciplina.
***
Hombre
1: Me habían pasado todas las entrevistas de ese huevón para que las
revisara.
Hombre
2: Ah, era famoso.
Hombre
1: No, solo eran entrevistas en canalitos insignificantes de YouTube. Aun
así, el pendejo se alucinaba el mejor escritor del mundo.
Hombre
2: Ah, manya.
Hombre
1: Se alucinaba combativo y el más anticapitalista de todos los pensadores.
Pero cuando iba a las universidades públicas a venderles sus libros a los
pobres alumnos, que con las justas tenían para pagar sus pasajes en los buses,
no le hacía ascos al capitalismo. En el fondo, el pendejo era más capitalista
que Adam Smith.
Hombre
2: ¿Les obligaba a comprar sus libros a los estudiantes?
Hombre
1: No les obligaba, pero era como si lo hiciera. Esas aulas apenas tienen
catorce o quince alumnos. Tú sabes que, en un país como este, son pocos los
locos que se atreven a estudiar Literatura. Y si viene un huevón hablando de
que ha leído a tal o cual idiota, y que es el mejor de todos los escritores
vivientes, y te ofrece luego que le compres sus libros, uno, por orgullo, para
no quedar como pobre delante del resto, pues los compra ¿no?, venciendo a esa
voz que te dice “no tienes para regresarte a tu casa y le vas a regalar tu
plata a este pendejo”. Y le das el dinero con pena, pero con ese falso orgullo
intacto. Así se aprovechaba este pendejo. Le sacaba el jugo al mecanismo
natural que, según Adam Smith, hacía funcionar al capitalismo: el beneficio
propio. Y como ningún estudiante quería perderse la oportunidad de igualar las
lecturas del idiota que les hablaba, le compraban sus huevadas juntando sus
moneditas. Y el miserable, trae pa’cá; se embolsicaba sin asco las monedas.
Hombre
2: Sí, pues, es como si los obligara.
Hombre
1: Putamadre, si dices ser anticapitalista, pues da el ejemplo y regala tus
huevadas. Qué haces cobrándole a la gente pobre cual cerdo mercantilista.
Hombre
2: Se pasó de doble cara el pendejo ese.
Hombre
1: Todo el tiempo que estuve hablando con él, me venían unas ganas horribles
de vomitar. Pero me contenía. No podía creer lo inmoral que era ese pendejo.
Como nunca tuvo dinero, vivía resentido. “El gobierno no me lleva a las ferias
de libros; solo lleva a los pituquitos, a los blanquitos. Nunca me venderé al
establishment. El capitalismo es el cáncer de este país”. Así se quejaba. Pero
apenas olió los billetes, se transformó totalmente.
Hombre
2: Llorón de mierda.
Hombre
1: Sí, tremendo llorón. Por eso, apenas nos metimos en el auto, le zampé
tremendo cachetadón. Hubieras visto la cara del cojudo. No la vio venir. No se
explicaba nada. Ya luego no tuvo tiempo ni de reaccionar porque al toque el
chofer lo durmió y nos lo llevamos para que reciba su castigo.
Hombre
1: ¿Te pagaron bien por la chamba?
Hombre
2: No, nada. Lo hice por el placer de eliminar a esa escoria apestosa y
petulante. Además, no fui yo quien se encargó de darle los cariñitos finales.
Yo solo lo centré. Lo de la cachetada fue un extra. No me aguanté.
Hombre
2: ¿Y cómo así te metiste en eso?
Hombre
1: Conozco a la presidenta. Pero no te puedo decir más. Te podría poner en
peligro o podría ponerme en peligro yo mismo.
Hombre
2: (Se ríe) ¿Por qué? ¿Te la estás cachando o algo así?
Hombre
1: Mejor no preguntes. ¿Y esto?
Hombre
2: Es el libro que tengo que leer para esta semana. ¿Ya leíste el tuyo?
Hombre
1: Nada. No tengo tiempo para leer.
Hombre
2: Pero la presidenta ha obligado a toda la población a leer un libro por
semana. Es una ley, huevón. Nadie puede sustraerse. El que se niega, muere. Ya
lo debes saber, supongo.
Hombre
1: (Sonriendo) Yo sé, yo sé.
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