miércoles, 23 de agosto de 2023

Mote - Capítulo 4 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

 


El presidio hace al presidiario.

Víctor Hugo

 

Cualquier preso experimentado sabe que lo peor que le puede pasar en su primer día en una prisión que no conoce, que le es nueva, es tener diarrea, estar con la wacha floja. Tal fue el caso de Mote; aunque para él fue más bien una situación bizarramente oportuna.

Aquel día de marzo de 2016, en una fría mañana iluminada por el sol tostador de Huancayo, Mote ingresó al penal de Huamancaca junto a otros nueve delincuentes.

Víctor Centeno, alias Rompepotos, era el taita del ala norte del complejo carcelario huancaíno. Entre sus muchos privilegios, estaba el de determinar cuáles de los presos recién llegados estarían disponibles para satisfacer las bajas pasiones de los esclavos de su sector. Centeno se ubicaba en su trono (un lugar acondicionado especialmente para él) y divisaba desde allí, con claridad, la fila de los advenedizos. A su secretario, le indicaba cuáles potos eran los sagrados (aquellos que habían pagado una apreciable suma de dinero para no ser tocados, sino, más bien, resguardados de cualquier tipo de asalto sexual o vejatorio) y cuáles los comestibles (los que estarían disponibles para que sus esclavos se los comieran a pingazos). Si Rompepotos veía que alguno de los nuevos reos (obviamente, de los comestibles) enardecía excepcionalmente su libido, lo apartaba para sí. Pezuña, le decía a su secretario, el sexto de la fila es mío. Lo quiero en mi cuarto esta noche. Sus órdenes eran incuestionables, casi, casi, sentencias de muerte. 

Uno de los flamantes presos de aquel marzo de 2016, que removió los ardores de Rompepotos, fue Mote.  A ese me lo apartas, Pezuña. El poto parado del exanalista financiero de la Caja Huanca fue lo que encandiló las retinas de uno de los más temidos residentes del penal de Huamancaca. 

***

Hace tiempo que ha dejado de fumar. Al menos, desde que está en Italia, ha mantenido limpios sus pulmones. Ahora, con la amenaza de Gonzalo carcomiéndole la cabeza, va despachándose el cuarto cigarrillo del día. Es un lunes por la noche y es uno de los escasos parroquianos en la terracita del bar Bowls, ubicado alrededor de la placita San Camilo. Ha caminado parte de la peruanísima vía Padova y ha terminado en ese bar que más parece una confitería por lo sereno de su ambiente. Tiene delante una Moretti y ya enciende su quinto cigarrillo. Este es el último, conchasumadre, dice; mañana tengo que volver a la construcción. La Moretti y los cinco cigarrillos no le han ayudado a encontrar una solución a su problema. ¿Cómo va a ser ese huevón para desenterrar mi tesoro?, piensa Mote. Tendrá que hacer huecos en trescientos metros cuadrados de terreno. No, ni cagando lo encuentra. Además, tampoco sabe a qué profundidad lo he enterrado. Imaginemos que cava en el punto donde está mi medio millón de soles. Cava uno, dos, tres metros y no encuentra ni mierda. Al toque se desanima. No hay forma de que ese huevón me cague. Además, cómo va a hacer para que mi mujer no lo vea. ¿Qué floro le metería?

Mote no encuentra una solución a su dilema, pero sí varias razones que debilitan sus cimientos: el chupapinga de Farfán ni cagando podrá desenterrar mi tesoro. Asunto concluido. Termina el quinto cigarrillo y deja unas monedas sobre la mesa. El mozo lo había mirado mal cuando ingresó hacía una hora. Ti avverto che la birra costa venti euro, eh (Te advierto que la cerveza cuesta veinte euros, ah), le dijo. Mote, sin picarse, con total serenidad, le respondió que ya sabía y que, si quería, le pagaba por adelantado.

No, non è necessario (No, no es necesario), devolvió el mozo, un italiano que, en el Perú, hubiera sido el protagonista indiscutible de cuanta telenovela se produjera, hubiera sido el amor imposible de miles de cholas que, por Mote, por ejemplo, no hubieran dado ni medio centavo. A pesar de aquella respuesta, el mozo no dejó de vigilar a Mote a través de la ventana que daba a la terraza. Este conchasumadre cree que me voy a largar sin pagar. Veinte euros por una cerveza es todo un lujo. Mote, sin embargo, ya puede consentirse esas extravagancias. Claro, puede permitirse tomar una Moretti de veinte euros en un bar como el Bowls, pero no dos. Tiempo al tiempo.      

Cruza la vía Carlo Tenca y se interna en la Napo Torriani. No ha andado ni cuarenta metros cuando de uno de los establecimientos que está a pocos pasos de él es arrojada una mujer. Esta cae al suelo aparatosamente. Se levanta con rapidez y ve a Mote. Se acerca a él. Mote se fija en el líquido oscuro que mana de su cabeza.

Per favore aiuto! Vogliono uccidermi, vogliono uccidermi (¡Por favor, ayúdame! Me quieren matar, me quieren matar), grita la mujer. La voz no es tan femenina y Mote colige que se trata de un cabro.   

De la puerta por donde salió expulsada la mujer, aparece otra. Otro cabro, piensa Mote. El transexual lleva un cuchillo en la mano. Mote se friquea. La víctima grita más.

Non ho ancora finito con te, fottuta stronza (Todavía no he acabado contigo, puta de mierda), dice la trava armada mientras se acerca hacia su contrincante, quien, la cara pintada de miedo, sangrante, se escuda en Mote. Le susurra: Mi ha tagliato l'orecchio. Vuole uccidermi. Aiutami! (Me ha cortado la oreja. Me quiere matar. ¡Ayúdame!). Mote intenta tranquilizar a la agresora, le dice que se calme, que todo se puede arreglar con una buena conversación, que siempre se llega a buen puerto si nos escuchamos los unos a los otros.

Vuoi sentire? Vuoi sentire? (¿Quieres escuchar? ¿Quieres escuchar?), dice la trava con el cuchillo, la mirada brillosa, deseosa de más sangre. Portati ad ascoltare (Toma para que escuches), añade y le lanza la oreja de su rival. El pedazo mutilado se estrella contra la camisa de Mote y queda pegoteado en la prenda, como escarapela en fiestas patrias.

La agresora, seguramente alterada por algún tipo de sicotrópico, se distrae observando, con cara boba, cómo la oreja parece moverse en la camisa de Mote, como revelándole al mundo los secretos que ha oído en su corta vida. El peruano aprovecha la distracción de la trava y se abalanza sobre ella, propinándole un golpe seco en la mano que empuña el cuchillo, el cual cae al suelo, al igual que los cuerpos entrelazados de Mote y el transexual. El peruano, totalmente dueño de la situación, empieza a encajarle golpes a la mochaorejas. De pronto, el ulular de la sirena de un vehículo policial se oye en toda la zona. Descienden del auto tres policías que apuntan sus armas hacia Mote y la trava.

Mani in alto, merda! (¡Las manos arriba, mierda!), grita uno de ellos.

***

Luchó empleando todos sus recursos callejeros, pero fracasó. Rompepotos tenía la pinga lista para ensartársela en el culo. Dos macizos cholones lo tenían bien agarrado. Zafarse era imposible. Los golpes que había recibido durante el combate lo habían dejado al límite de sus fuerzas. La adrenalina de la refriega le había ajustado los esfínteres. Ahora, resignado, la adrenalina reducida a la nada, reapareció ineludible aquella urgencia por cagar. Tenía la diarrea en la mera puerta del ano, lista para salir con el primer estímulo.

Serrano, me encantó verte pelear, conchatumadre. Me arrechan los matoncitos. Rompepotos lanzó un escupitajo en la palma de su mano derecha, restregándola a lo largo de su falo. Te voy a partir el poto como mantequilla, papi, le dijo al oído a Mote, la pinga tanteando su orificio, anhelante por enterrarse en ese fresco par de nalgas. 

Agárrenlo bien. Quiero clavársela en seco, les ordenó Rompepotos a los cholones.

El glande de Rompepotos ya estaba en posición. El ojito suspirante y baboso rozaba peligrosamente el ano de Mote. Déjate llevar, papi; te va a gustar, dijo el taita, cuando del culo de Mote se desprendió un aluvión naranja repleto de verduras, habas, frejoles y pedazos de maní.

El alarido de Rompepotos se oyó en todo el penal. Retrocedió desesperado, viéndose la pinga bañada en mierda. Tropezó con un pedazo de madera que sobresalía de debajo de su cama. Durante la caída, la cabeza fue a dar contra una saliente en los barrotes de su celda. Su muerte fue instantánea.  

***

Se llama Cenza, aféresis de Vincenza. Bueno, dice llamarse Cenza. Se niega a revelar su nombre de pila, aquel nombre de varón que sus padres oficializaron ante un cura de límpida sotana y clara faz, regente de alguna iglesia piamontesa.

 Era un niño común y corriente. Muy estudioso, eso sí. De pocos amigos. Cuando descubrió que podía gustarle la pinga, tenía quince años y era tan inocente como El Principito de Saint-Exupéry.  

Recordaba perfectamente la ocasión en que sintió el gustito por llevar dentro de sí un falo ajeno moviéndose de atrás para adelante y de adelante para atrás con la ingenua suavidad de una rayuela jugada en plena tarde primaveral.

Fue un sábado del cual todavía tenía el recuerdo. Jugaba en la casa de uno de sus primos; un caserón inmenso cuyo jardín, por lo extenso, era más parecido a un bosque. En ese lugar, gracias al cónclave de tíos que ocurría los fines de semana, los primos, todos entre doce y catorce años, solían perderse entre los árboles y arbustos, enfrascados en miles de juegos inventados por ellos mismos. Ese jueves, Gianni, el primo de más edad, propuso jugar a Dragon Ball. , le había dicho al niño que alguna vez fue Cenza, vas a ser Cell. Cell era un personaje de dicho dibujito animado compuesto por las células de otros poderosos caracteres: Goku, Vegeta, Freezer. De ahí su nombre: Cell, o Célula, en español. Cell se alimentaba absorbiendo la energía de sus adversarios. Para ello, empleaba la punta de su cola, en donde se hallaba una aguja que los succionaba.

Tienes que absorbernos la energía, dijo Gianni.

¿Cómo hago eso?, preguntó Cenza.

Con la cola, pues, como lo hace Cell, respondió Gianni y se bajó el pantalón. Tienes que absorberme esto. Y luego el de Franco, Giorgio y Dino. Los tres se bajaron el pantalón y dejaron sus penes al aire.

Tienes que correr y atraparnos. Cuando lo hagas, nos absorbes la energía con el trasero. Por aquí, dijo, señalándose el pene, perdemos nuestras fuerzas. Tienes que absorbernos de aquí.

Entonces, Cenza comenzó a perseguir a sus primitos. Para permitir el libre movimiento de las piernas, todos se habían despojado de los pantalones. Cenza notó que sus primitos no se desesperaban por alejarse de él, por evitar que les absorbiera las energías y los poderes; muy por el contrario, se dejaban atrapar con facilidad. Incluso, llegaban hacia él, hacia Cell, pidiendo ser absorbidos. El primero fue Gianni, quien colocó su penecillo, enhiesto y ferviente, dentro de las nalgas de su primo, como si fuese un hot dog en medio de un pan francés. Los otros tres primos, tras ver cómo Gianni terminaba cansado, pero satisfecho, exigían ser absorbidos. Ahora me toca a mí, decían. Y a mí. A mí también.

Mote escucha la historia de Cenza, ambos sentados en la única banca de esa celda de una comisaría en Milán. Aguardan ser trasladados hacia distintos centros penitenciarios. El policía a cargo de la comisaria le ha indicado a Mote que será entregado a las autoridades migratorias en unos minutos. En todo el tiempo que ha estado en Italia, ha continuado siendo un indocumentado, viviendo de trabajos marginales que no requiriesen ningún tipo de identificación formal.

Mote ha escuchado la historia de Cenza y, por unos minutos, se ha olvidado de que su recorrido vital en Italia está a punto de terminar. Volverá al Perú bañado de ignominia y fracaso, y será recluido en un penal de máxima seguridad donde continuará pagando las cuentas de las estafas que perpetró antes de fugar del país. Tanto esfuerzo en Italia para esto, piensa luego de que Cenza, transexual que ha conocido en esta carceleta, ha terminado su curiosa historia.

Cenza está en la carceleta por ejercer la prostitución callejera. Tiene un moretón en una de las mejillas. Había luchado con su captor, pero este, de un golpe certero, la soñó para trasladarla con plena facilidad al lugar en donde se ubicaba ahora, resignada a su suerte.

Desde que Gonzalo le reveló dramáticamente que tenía sida, a Mote lo acuciaba una terrible angustia, tan agobiante como la idea de que el mismo Gonzalo fuera a arrebatarle su tesoro. Mote ha tirado con varias travas, pero siempre con protección. Así que, por ahí, no hay ninguna posibilidad de infección. Lo que lo inquieta es conocer desde cuándo Gonzalo tiene sida. ¿Lo habría adquirido durante el tiempo en que se dejaba chupar la pinga allá en el Perú? ¿Se contagia el sida chupando pinga? ¿O la rozada de glande que le propinó Rompepotos, aquella vez en el penal (porque sí que le había sentido la cabecita cosquillearle el ano), le habría podido transmitir el bicho? ¿Tenía sida Rompepotos? Todas estas cuestiones lo vuelven a acosar ahí, en esa pequeña celda. Considera que cualquier manera de librarse de sus múltiples y agobiantes dudas es bienvenida. Entonces, decide consultarle el tema del sida a Cenza.

Ella le dice que ya nadie se muere de eso. Ella misma tiene sida y guardami; se non fosse stato per questo livido, sarebbe regale. Oppure come mi vedi? (mírame; si no fuera por este moretón, estaría regia. ¿O cómo me ves?). Efectivamente, Cenza lucía muy apetecible. Pero a Mote de nada le valía saber que tener sida era llevadero en estos tiempos. Él quería saber si las chupadas de pinga transmitían la enfermedad.

Se hai ferite sul cazzo, sì (Si tienes heridas en la pinga, sí), determina Cenza, con una autoridad que eliminaba cualquier tipo de duda.

Dentro de pocos minutos, la suerte de Mote, que parecía promisoria a pesar de mantenerse ilegal en suelo extranjero, volvería a echarse como Cenza que, algo cansada, se echa en el suelo de la carceleta para conseguir algo de descanso.

Oye unos pasos que se acercan. También el tintinear de unas llaves. La figura que provoca esos sonidos aún no aparece al otro lado de los barrotes, pero ya anuncia qué es lo que quiere: dice el nombre de Mote tan fuerte que despierta a Cenza, que ya se había dejado envolver por la modorra. Mote se prepara para lo peor.                                                                                                                          

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