lunes, 21 de mayo de 2012
Dios en el cafetín - Sebastián Salazar Bondy
“Dios en el cafetín” (1963) es un opúsculo que reúne algunos relatos del escritor Sebastián Salazar Bondy (Lima, 1924 – Lima, 1965), además de la novela corta “Pobre gente de París”.
Los personajes de sus historias pertenecen al ámbito urbano, tanto en Lima como en París donde, supongo yo, el escritor vivió un tiempo. Es sabido que los escritores echan mano de sus experiencias, de los paisajes que vivieron para echar a andar los engranajes de su imaginación. Tal es el caso de Salazar Bondy. Antes, quiero anotar que no soy un experto en temas literarios. Comento las obras que leo a partir de mi condición de lector común y silvestre, que tiene cierta predilección por las novelas históricas y por aquellas cuya trama se desarrolla en la ciudad y cuyos personajes malviven en la selva de cemento.
En la novela de Ribeyro, “Crónica de San Gabriel”, el personaje principal de la novela decía que cada lugar tiene un olor y, según las viejas limeñas, el olor de Lima era uno a ropa guardada. Pues para mí, el olor de Lima, de la Lima que me gusta, la Lima del centro, aquella donde todo empezó, es un olor a orines, prostíbulos y libros viejos. Tal parecer es compartido por Salazar Bondy quien por medio de los cinco escuetos cuentos que componen “Dios en el cafetín”, retrata los elementos que caracterizan el olor que yo percibo de Lima. Si bien sus cuentos no poseen un desenlace que desubique –en el sentido de dejar perplejo a alguien- al lector, tienen, más bien, una construcción lógica, un lenguaje claro y llano que persuaden al lector de continuar recorriendo las palabras hasta llegar al punto final. Concluiría que esas historias tienen más olor que trama.
El libro comienza con un cuento epónimo. Corto, ameno y de claro mensaje: La vida es un azar, Dios es buena o mala suerte, El Creador es un “billarín”. Entiéndase que en la época de Salazar, billarín se le llamaba a lo que ahora conocemos como “pinball”, el juego que consiste en tratar de hacer recorrer una bolita de metal por ciertos lugares que pueden otorgar algún puntaje al participante. No siempre la esfera recorre el camino planeado, sino que se deja llevar por los obstáculos que minan el juego.
En “Volver al pasado”, una mujer decide romper su rutina laboral, dejar de tomar el consabido tranvía que la llevará a su nuevo hogar o a su trabajo para hacer añicos lo predecible en su vida. Una fuerte añoranza la embarga y decide visitar la casa en la que pasó su niñez. Menuda sorpresa cuando, al visitar su antiguo hogar, vea que sus recuerdos no son más que eso y que el lugar de sus morriñas es ahora un prostíbulo.
Sé que estoy contando el argumento de los cuentos. Pero leerlos de la pluma amena de Salazar Bondy es una experiencia que se podrá vivir directamente al pasar la vista, cadenciosamente, por las páginas del libro.
“Pájaros” es la lectura mental que hace una prostituta de su oficio. Dice la hetaira: “Nosotras somos como pájaros. En un momento dado, movidas por sabe Dios qué instinto, abandonamos una calle y nos vamos a otra, porque de pronto se nos ocurre que en la que frecuentamos se han acabado las seguridades”.
“Soy sentimental” narra la experiencia de un joven que acompaña a una amiga –enamorada de su amigo- a practicarse un aborto en la casa de una comadrona inescrupulosa. La operación resulta más o menos exitosa. Nadie muere. Lo que muere es la amistad que sostenía el joven y el enamorado de la muchacha, quien le había pedido a aquel que acompañara a su enamorada a pasar por aquel trance pues él no tenía las agallas para ir personalmente. El enamorado, luego de enterarse de que el hecho sangriento, resultó más o menos exitoso, se luce despreocupado y cínico. Le confiesa a su amigo que siempre le ha llevado clientas a la gorda comadrona. Era un activo participante de esos actos cruentos.
La novela que viene agazapada en “Dios en el cafetín”, “Pobre gente de París”, fue publicada en 1958. La historia retrata las vivencias de un joven peruano, Juan Navas, en la Ciudad Luz, a la cual llega muy ilusionado, pletórico de expectativas, las cuales, luego, son defraudadas. Juan conoce, de una manera bastante curiosa, a Caroline con quien entabla una relación de amistad que él anhela transformar en una amorosa. Ambos viven en el mismo desangelado hotel. Juan no conocía a Caroline, ni siquiera la había visto anteriormente. Sí conocía, en cambio, al resto de sus vecinos, de quienes conocía algunas de sus costumbres pues solamente se dedicaba a observarlos, buscando siempre alguna oportunidad para trabajar y emerger de la pobreza que amenazaba con consumirlo. Dije que Juan conoce a Caroline de una manera bastante curiosa porque su primera comunicación se da a partir del pedregoso sonido que hacía la tubería del edificio cuando se abría la grifería de los lavabos. Así, de casualidad, entablan ese húmedo diálogo, y él, por medio de pesquisas y seguimientos, conoce por fin a su interlocutora, que resulta ser una actriz muy bonita.
Juan Navas no está solo. Tiene amigos, jóvenes hermanados por la pobreza y la nacionalidad latinoamericana. Sebastián Salazar coloca entre los capítulos de su novela corta otros en los que los protagonistas son esos amigos de Juan. Este artificio y la diestra pluma de Salazar Bondy oxigenan el relato.
“Pobre gente de París” tiene el final que solamente Salazar Bondy podía darle, un final con tintes prostibularios, porque quien ha vivido en el Centro de Lima, o lo ha frecuentado demasiado, quien ha caminado obstinadamente una y otra vez por las calles de esa Lima desordenada y caótica que uno siempre crítica –porque si no la criticáramos, qué otra cosa podríamos hacer los escritores- siempre le contagiará a sus historias el olor de Lima: de prostitutas, orines de borracho y libros viejos.
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