domingo, 26 de marzo de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 16

Lunes 26 de setiembre del 2016

“-No te enamores de veras,
que te querrán con puñales.
Di que vas sin corazón;
porque lo dejan sin sangre.”

Martín Adán – La Campana Catalina

Mientras encaletaba el celular debajo del colchón, pensé en alguna movida inteligente. Muéstrame que estás hablando con tu mamá, exigió. Lo único que se me ocurrió fue chuparle una teta. Nos fuimos contra el colchón. Sin darle tregua, le abrí las piernas y hundí mi lengua en su vagina. No, Daniel, protestó. Te dije que no va a pasar nada entre nosotros. No me molestes. Se envolvió con la colcha y me dio la espalda. Hasta mañana, murmuró. Me había salvado.

Nos levantamos muy temprano. La acompañé al paradero de colectivos. Nos despedimos sin besos. Seguía resentida. Manejé al trabajo.

En la oficina, no pude evitar uno de los aburridos monólogos de Victorio. Algunas veces, cuando no tenía a quien joder en el teléfono y cuando llevaba una taza de café recién hecho en la máquina de Jean Carlo, se acercaba a mi escritorio y me hablaba de sus tiempos trabajando en proyectos en la sierra, en plena época del terrorismo. Luego, se mandaba una extensa apología a Alberto Fujimori. Que Fujimori liberó al país; que propició el retorno de la inversión extranjera; que su gobierno llegó a los rincones más jodidos del Perú; que gracias a él los serranos de esos lugares conocieron el agua potable y la electricidad. Yo lo escuchaba sin intervenir, implorando porque terminase pronto con sus huevadas. A Victorio le encantaba oírse.

Una hora después, llegó Jean Carlo. Estaba eufórico. Nos contó que estaba a un pelo de cerrar una suculenta venta. El cliente le había pedido una reunión ya mismo. Nos llevó en su camioneta.  

Fuimos al piso ocho de un edificio en San Isidro, distrito donde las principales compañías mineras del país tenían sus sedes. Éramos un trío que no inspiraba confianza. Yo no inspiraba confianza. La cara de Victorio tampoco. Jean Carlo sí. Él sí podía inspirar confianza. En cualquier caso, lo que mantenía vivo el negocio era la calidad de los ventiladores que ofrecíamos. Eran tan buenos que podían venderse solos.

En la reunión, Victorio empezó a hablar de más. Su función era, en principio, conseguir clientes. Nada más. Conocía a varias personas en el sector de la construcción; túneles, obras hidroeléctricas. Pero, en cuanto al tema técnico de la ventilación, no sabía un carajo. Jean Carlo, entonces, tomaba la palabra. Exponía con soltura todos los detalles comerciales y operativos. Yo aportaba poco; hablaba un par de cosas de mi experiencia en Uchucchacua usando los ventiladores de Jean Carlo.

El cliente nos pidió simular el funcionamiento del sistema de ventilación en un modelo virtual del proyecto. Jean Carlo me miró. Yo haría esa chamba. Nos despedimos. Si se cerraba el contrato, Jean Carlo ganaría unos buenos miles de dólares.

Ni bien llegamos a la oficina, me puse a trabajar en el proyecto. Lo terminé en poco más de una hora. Lo envié por correo. Jean Carlo quedó satisfecho. Se lo envió al cliente. Eran las cuatro de la tarde. Fui al chifa a almorzar. Comí tranquilamente. Chateé con Rosario y con Karina. Esta me confirmó que nos veríamos en la noche. Rosario estaba más tranquila. Se le había disipado el enojo. ¿Seguiría así de tranquila si se enterase que Karina -la chola gorda y fea de Karina, como ella la llamaba- iba a tirar conmigo en el mismo colchón donde había tirado con ella tantas veces? No tenía nada en contra de Rosario. La quería muchísimo. Pero había oportunidades que debían ser tomadas. Si no cachaba con una, dos, o tres mujeres, con uno, dos, o tres cabros, ¿de qué mierda iría a tratar El Solitario? Debía ponerle color a la novela.

Karina tenía muchas ganas de comer unos sánguches en El Chinito, una de las más antiguas sangucherías de Lima.

Llegando a Zepita, divisé a Estrella, el cabro con el que tiré alguna vez. Tenía un excelente cuerpo, pero no le ponía entusiasmo a su chamba. Era como tirar con un muerto; no se movía, no gemía, ni siquiera se daba el trabajo de fingir. Mi vida era igual a la de Estrella. A ella no le gustaba darle el culo a la gente, así como a mí no me gustaba trabajar en una mina. Por eso, renuncié a la última. Me arrepentí unos días después porque me pagaban muy bien. Pero ya era demasiada conchudez; había jugado muchas veces con esa minera. Luego de traducir el libro de McPhilips, hallé cobijo en la empresa de Jean Carlo. Me pagaba una miseria en comparación con mi sueldo de la mina, pero era preferible a no ganar un solo sol. Ahí estaban las consecuencias: vivía en un cuartito, manejaba al trabajo en una bicicleta que podía ser arrollada por una combi en cualquier momento y comía arroz chaufa a diario. Me prostituía al igual que Estrella: sin ganas y a cambio de unas miserables monedas.

Me bañé y esperé a Karina.  

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