Están
acostados sobre la cama de un hotel de tres estrellas en San Juan de Lurigancho.
Ella ha terminado de contarle cómo fue que se deshizo del cuerpo de su padre
allá en Tarapoto. Él no ha dejado de vaciar en su garganta el frío contenido de
su lata de cerveza. Ha estado bebiendo como un autómata, sin saber por qué.
Quizá fuese por la necesidad de hacer algo mientras su atención se dividía entre:
1) capturar algo útil en medio de ese torrente de referencias
tropicales que le rozaban las orejas y se mezclaban con los tiroteos de la
película en el televisor, y
2) conservarse mínimamente calmado, procurando olvidar
-tarea que no lograba conseguir- que el cuerpo de su compañero de trabajo yace
inerte en el suelo de la habitación, cubierto por una sábana blanca.
Ha
mirado la puerta (le ha parecido que la tocaban o que estaban a punto de
hacerlo) y ha mirado al bulto blanco en el suelo (le ha parecido que respiraba,
que la tela se hinchaba y desinflaba lentamente, como si el muerto hubiese dado
un largo y resignado suspiro).
Es
la segunda vez que ella mata a alguien, pero la primera que mata sin odio, sin
esa desesperación y ese furor por apartar salvajemente de su vida a un ser que
no merecía que lo llamasen papá. Es la segunda vez que ella mata a alguien, y
no parece que fuese la segunda vez; da la impresión de que tuviese más víctimas
en su haber.
Al
detectar esa angustia pésimamente disimulada, ella lo tranquilizó informándole que
el cuerpo, en un clima como ese, tardaría dos días en ponerse complemente duro,
y otros dos en apestar.
¿Y
cómo sabes eso?
Desde
chiquito quise ser médico, le dijo. Había cogido su tercera lata de cerveza y,
sobre el metal dorado, se vio sentado en el suelo polvoriento de la choza donde
transcurrió toda su niñez, sosteniendo un voluminoso libro que se le escurría
de las manos.
Siempre
me gustó leer, continuó. En mi casa, solo hubo un libro, uno de Biología. Solo
Dios sabe cómo llegó a parar ese libro en nuestra choza. Lo leí varias veces. Me
lo llegué a saber de memoria. Si hubiera llegado a estudiar la secundaria, seguro
que me hubiera sacado veintes en ese curso.
¿Y
te acuerdas si a esa edad ya te gustaban los hombres?
Siempre
me han gustado los hombres. Cuando era chico, era muy inocente como para darme
cuenta de que eso estaba mal visto. Creía que era algo natural... normal, dijo,
luego de una pensativa pausa. Hasta que un día mi papá me encontró chupándole
la pinga a mi amiguito del colegio. Ese día me escapé de la casa y de Tarapoto,
y aprendí que matar sin dejar huellas era muy posible si tenías la debida
sangre fría y cierta experiencia matando las gallinas que se ponían en los juanes.
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